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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (9 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Diecisiete. Cómo persistía el número. El diecisiete era el día en que había salido de Southampton. Era un diecisiete... Me interrumpí, con una exclamación de sorpresa. Abrí rápidamente mi maleta y saqué el precioso papel de entre las medias en que lo había escondido.

17 1 22.

Yo lo había tomado como una fecha, la fecha de partida del
Castillo de Kilmorden
. ¿Y si me hubiese equivocado?

Ahora que lo pensaba, ¿creería necesario quien apuntara una fecha anotar el año además del mes? ¿Y si el 17 significaba camarote 17? ¿Y el 1? La hora, la una en punto. En tal caso, el 22 debía de ser la fecha. Consulté mi calendario de bolsillo.

¡El día siguiente sería 22!

Capítulo X

Se apoderó de mí una violenta excitación. Estaba segura de que había dado con la pista por fin. Una cosa era bien clara: no debía moverme del camarote. Habría que soportar la asafétida. Volví a repasar los hechos.

Mañana era día 22, y a la una de la tarde, o a la una de la madrugada, sucedería algo. Lo segundo me pareció lo más probable. Eran las siete de la tarde. Dentro de seis horas sabría a qué atenerme.

No sé cómo pude soportar la espera. Me retiré a mi camarote bastante temprano. Le había dicho a la camarera que tenía un catarro y que, por consiguiente, los olores no me molestaban. La pobre parecía seguir sufriendo por mí; pero yo me mostré firme.

La noche se hizo interminable. Acabé retirándome a la cama; pero, por lo que pudiera suceder, me envolví en una bata de franela y me puse las zapatillas. Así preparada, podría levantarme de un brinco y tomar parte en cualquier cosa que ocurriera.

¿Qué esperaba yo que ocurriese? Apenas lo sé. Cruzaron mi mente vagas fantasías, la mayor parte de ellas de una improbabilidad fantástica. Pero de una cosa estaba completamente convencida: de que a la una en punto pasaría
algo
.

Oí a intervalos las pisadas de mis compañeros de viaje que se retiraban a sus respectivos camarotes. Por el abierto tragaluz llegaban hasta mí fragmentos de conversación y saludos de despedida. Luego, silencio. La mayoría de las luces se apagaron. Seguía luciendo una en el pasillo exterior y, por lo tanto, había cierta cantidad de luz en el camarote. Oí tocar ocho campanadas. La hora que siguió fue la más larga que había conocido. Consulté sigilosamente mi reloj para asegurarme de que no había pasado la hora ya.

Si mis deducciones eran falsas, si nada sucedía a la una en punto, habría hecho el ridículo y gastado todo mi capital inútilmente. El corazón me latió dolorosamente.

Sonaron dos campanadas. ¡La una! Y nada. Un momento, ¿qué era aquello? Oí ruido de pisadas presurosas. ¡Alguien corría pasillo abajo!

Luego, con inesperada brusquedad, la puerta de mi camarote se abrió violentamente y un hombre interrumpió en el cuarto, casi cayéndose al entrar.

—¡Sálveme! —dijo roncamente—. ¡Me persiguen!

No era momento para pararse a discutir o pedir explicaciones. Oía pisadas. Me había puesto en pie de un salto y estaba en el centro de la estancia, cara a cara con el desconocido.

En un camarote no abundan los escondites para un hombre que mida un metro ochenta. Con una mano saqué el baúl. El desconocido se dejó caer detrás de él, metiéndose por debajo de la litera. Alcé la tapa. Simultáneamente bajé el lavabo plegable con la otra mano. Me sujeté el cabello en minúsculo nudo sobre la coronilla. Desde el punto de vista estético, mi aspecto no podía ser menos artístico. Desde otro punto de vista, resultaba artístico en grado sumo. Mal puede sospecharse que esté dando asilo a un fugitivo una dama que tiene el cabello recogido en feo moño y se halla a punto de sacar una pastilla de jabón del baúl para lavarse el cuello.

Llamaron a la puerta y, sin aguardar a que dijera «¡Adelante!», la abrieron.

No sé qué esperaba ver yo. Creo que me rodaba por la cabeza la imagen del señor Pagett, revólver en mano. O la de mi amigo el misionero, con una porra en la mano o alguna otra arma ofensiva. Lo que desde luego no esperaba ver a una camarera con rostro interrogador y aspecto respetable.

—Usted perdone, señorita. Creí oírla gritar.

—No —le respondí—; no he gritado.

—Siento mucho haberla interrumpido.

—No se preocupe. No podía dormir. Pensé que tal vez me iría bien lavarme.

Aquello sonaba como si el lavarme no fuera costumbre mía.

—Lo siento mucho —repitió la camarera—. Pero anda por ahí un caballero que está bastante borracho y tememos que se meta en el camarote de alguna señora y la asuste.

—¡Qué horror! —exclamé con cara de alarma—. No entrará aquí, ¿verdad?

—Oh, no lo creo, señorita. Toque el timbre si se acerca. Buenas noches.

—Buenas noches.

Abrí la puerta y eché una mirada al pasillo. No se veía a nadie más que aquella camarera que se alejaba.

¡Borracho! ¡Con que ésa era la explicación! Había hecho derroche de habilidad histriónica en balde. Saqué un poco más el baúl y dije con acidez:

—Salga inmediatamente, haga el favor.

No obtuve respuesta. Atisbé por debajo de la litera. Mi visitante yacía inmóvil. Parecía dormido. Le tiré del hombro. No se movió.

—Borracho perdido —pensé disgustada—. ¿Qué haré?

De pronto vi algo que me hizo contener el aliento: una mancha escarlata en el suelo.

Empleando toda mi fuerza logré arrastrarle al centro del camarote. La palidez en su semblante indicaba que se había desmayado. Hallé la causa del desmayo sin dificultad. Le habían dado una puñalada por debajo del omoplato izquierdo, una herida fea, profunda. Le quité la chaqueta y me puse a atenderlo.

Al tocarle el agua fría se volvió y se incorporó.

—No se mueva, haga el favor —dije.

Era la clase de joven que recobraba sus facultades con rapidez. Se puso en pie, tambaleándose un poco.

—Gracias, no necesito ningún cuidado.

Hablaba con desafío, casi agresivo. Ni una palabra de agradecimiento.

—Es una herida muy fea. Tiene que dejarme curársela

—No permitiré que haga tal cosa.

Me escupió las palabras, como si hubiera estado suplicándole yo un favor. Mi genio, nunca muy apacible, se despertó.

—No puedo felicitarle por sus modales —dije con frialdad.

—Puedo librarla de mi presencia, por lo menos.

Echó a andar hacia la puerta y volvió a tambalearse. Le empujé hacia el sofá con brusquedad.

—No sea imbécil —le dije, sin andarme con contemplaciones—. Supongo que no querrá ir dejando un reguero de sangre por el barco.

Pareció comprender cuánta razón me asistía en eso, porque no se movió de su asiento mientras yo le vendaba la herida lo mejor que me era posible.

—Vaya —dije, dando una palmadita a mi obra—, con esto podrá tirar de momento. ¿Está de mejor humor ahora y se siente dispuesto a explicarme que significa todo esto?

—Lamento no poder satisfacer su natural curiosidad.

—¿Por qué no? —inquirí, chasqueada.

Sonrió desagradablemente.

—Si se quiere propalar una cosa a los cuatro vientos, no hay como contársela a una mujer. Para evitarlo, lo mejor es callar.

—¿No me cree capaz de guardar un secreto?

—Estoy completamente seguro de que no.

Se puso en pie.

—Por lo menos —le dije con rencor—, podré propalar los sucesos de esta noche.

—No tengo la menor duda de que lo hará —aseguró él con indiferencia.

—¿Cómo se atreve a decir semejante cosa? —exclamé con ira.

Nos mirábamos de hito en hito, con la misma ferocidad que si fuéramos enemigos irreconciliables. Por primera vez le observé detenidamente, fijándome en el cabello negro cortado al rape, en la delgada mandíbula, en la cicatriz que surcaba la bronceada mejilla, en los singulares ojos grises claros que me miraban con una especie de burla y temeridad difíciles de describir. Tenía aspecto de hombre peligroso.

—¡Aún no me ha dado usted las gracias por salvarle la vida! —le dije con falsa dulzura.

Le di en la llaga. Le vi sobrecogerse como si hubiera recibido una bofetada. Instintivamente comprendí que lo que más rabia le daba era que le recordaba que me debía la vida. A mí no me importó eso. Deseaba hacerle daño. Jamás había sentido tantos deseos de hacer daño a una persona.

—¡Siento con toda el alma que lo haya hecho! —exclamó, explosivamente—. ¡Más me valiera haber muerto y hallarme libre de este asunto!

—Celebro que reconozca su deuda. No puede librarse de ella. Le salvé la vida y estoy esperando a que me diga «gracias».

Si las miradas matasen, creo que hubiera querido él matarme en aquellos instantes. Me echó bruscamente a un lado para pasar. Se detuvo junto a la puerta y habló por encima del hombro.

—No le daré las gracias ni ahora, ni nunca. Pero reconozco la deuda. Le pagaré algún día.

Marchó, dejándome con las manos crispadas y palpitándome el corazón con velocidad de saetín.


capítulo XI

No hubo más emociones aquella noche. Me desayuné en la cama y me levanté tarde a la mañana siguiente. La señora Blair me saludó muy jovial cuando salí a cubierta.

—Buenos días, gitanilla, siéntese a mi lado. Por su semblante deduzco que no ha dormido bien.

—¿Por qué me llama usted eso? —pregunté, sentándome, obediente.

—¿Le molesta? Le cae a usted bien. La he llamado así para mis adentros desde el primer momento. Es ese elemento gitano el que la hace tan distinta a todas las demás. Me dije que usted y el coronel Race eran las dos únicas personas a bordo con las que podría hablar sin morirme de tedio.

—Es curioso —repliqué—; eso mismo pensé yo de usted... sólo que es más comprensible en su caso. Es..., es usted un producto tan exquisitamente acabado.

—No está mal expresado eso —dijo la señora Blair, moviendo afirmativamente la cabeza—. Hábleme de usted misma, gitanilla. ¿Por qué marcha a África del Sur?

Le conté algo de la obra de papá.

—¿Conque es usted la hija de Carlos Beddingfeld? ¡Ya decía yo que no era una simple señorita provinciana! ¿Va usted a Broken en busca de más cráneos?

—Quizá —respondí con cautela—. Tengo otros planes además.

—¡Qué arrapieza más misteriosa es usted! Pero sí que parece cansada esta mañana. ¿No durmió bien? Yo no consigo mantenerme despierta a bordo de un barco. Dicen que un imbécil necesita diez horas de sueño. ¡A mí no me irían mal veinte!

Bostezó poniendo cara de gatito soñoliento.

—Un idiota de camarero me despertó a medianoche para devolverme el rollo de película que se me cayó ayer. Lo hizo de la forma más melodramática del mundo. Metió la mano y el brazo por el ventilador y me dejó caer el carrete sobre la boca del estómago. ¡Creí que era una bomba al principio!

—Aquí está su coronel —dije, al aparecer sobre cubierta el coronel Race.

—No es mi coronel exclusivamente. Es más, la admira a usted, mucho, gitanilla. Conque no se escape.

—Quiero atarme algo a la cabeza. Resultará más cómodo que un sombrero.

Me marché precipitadamente. Sin saber por qué, me sentía cohibida en presencia del coronel. Era una de las pocas personas capaces de hacerme experimentar timidez.

Bajé a mi camarote y empecé a buscar una cinta ancha o un velo de automovilismo con que sujetar mis rebeldes guedejas. Soy una persona ordenada. Me gusta tener todas mis cosas de una manera determinada y las conservo siempre así. Y, no bien abrí mi cajón, me di cuenta de que alguien había andado allí. Todo su contenido estaba revuelto. Miré en los demás cajones y en el armario colgante. Todos me contaron la misma historia. Era como si alguien hubiese hecho un registro precipitado e infructuoso.

Me senté en el borde de la litera con rostro solemne. ¿Quién me había registrado el camarote y qué era lo que buscaba? ¿La media hoja de papel que contenía números y palabras? Sacudí la cabeza nada convencida. Aquello debía de haber pasado a la historia ya. Pero, ¿qué otra cosa podía haber?

Quería pensar. Los acontecimientos de la noche anterior, aunque emocionantes, en nada habían aclarado las cosas. ¿Quién era el joven que irrumpiera en mi camarote tan bruscamente? No le había visto a bordo con anterioridad, ni sobre cubierta ni en el comedor. ¿Era tripulante o pasajero? ¿Quién le había apuñalado? ¿Por qué lo habían hecho? Y, ¿por qué figuraría tan prominentemente en el asunto el camarote número 17? Todo era un misterio pero no cabía duda de que estaban ocurriendo cosas muy raras a bordo del Castillo de Kilmorden.

Conté con los dedos las personas a las que en lo sucesivo debía vigilar.

Dejando a un lado mi visitante de la noche anterior, pero prometiéndome a mí misma descubrirle a bordo antes de que hubiese transcurrido un día más, escogí a las siguientes personas como dignas de ser observadas.

Primera: Sir Eustace Pedler. Era el propietario de la Casa del Molino y su presencia a bordo del Castillo de Kilmorden me parecía mucha coincidencia.

Segunda: El señor Pagett, secretario, de aspecto siniestro, cuyo deseo de ocupar el camarote diecisiete había sido tan ostensible. Nota: Averígüese si acompañó a sir Eustace a Cannes.

Tercera: El reverendo Eduardo Chichester. Lo único que tenía contra él era su empeño en ocupar el camarote 17. Y ello pudiera deberse exclusivamente a lo singular de su temperamento. La testarudez impulsa a veces a hacer cosas asombrosas.

Pero no estaría de más charlar un rato con el señor Chichester, resolví. Atándome apresuradamente un pañuelo a la cabeza, subí a cubierta otra vez, llena de determinación. Estuve de suerte. El hombre a quien buscaba se había apoyado en la borda tomando una taza de extracto de carne. Me acerqué a él tranquilamente.

—Espero que me habrá perdonado usted por lo del camarote diecisiete —le dije, con una sonrisa.

—Considero poco cristiano el guardar rencor —contestó el señor Chichester con frialdad—. Pero el sobrecargo me había prometido ese camarote.

—Los sobrecargos son gente tan ocupada, ¿sabe? —murmuré vagamente—. Supongo que es natural que se olviden a veces.

El señor Chichester no contestó.

—¿Es ésta la primera visita que hace usted a África? —le pregunté como si me guiara tan sólo el deseo de matar el tiempo hablando.

—A África del Sur, sí. Pero he trabajado durante los últimos dos años en las tribus caníbales del centro de África Oriental.

—¡Qué emocionante! ¿Se ha librado usted muchas veces? —¿Librarme?

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