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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (6 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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—De pelo negro y cara muy blanca... demasiado blanca para ser natural, pensé yo... y los labios resaltaban enrojecidos de una manera espantosa. No me gusta verlo... un poco de polvos de vez en cuando es distinto.

Charlábamos como amigas ya. Hice otra pregunta.

—¿Parecía nerviosa o alterada?

—Ni pizca. Sonreía para sí como si algo la divirtiera. Por eso me quedé tan parada al salir aquella gente corriendo a la tarde siguiente, llamando a la policía a voz en grito y diciendo que se había cometido un asesinato. Jamás me reharé del susto. Y en cuanto a poner un pie en esa casa después del anochecer, no lo haría yo por nada del mundo. ¡Si ni siquiera hubiese querido quedarme en este pabellón de no habérmelo suplicado sir Eustace de rodillas!

—Creí que sir Eustace estaba en Cannes.

—Sí que estaba allí, señorita. Regresó a Inglaterra en cuanto supo la noticia; y en cuanto a lo de arrodillarse, eso no fue más que una forma de hablar. El señor Pagett, su secretario, nos ofreció doble sueldo si nos quedábamos, y como dice mi Juan, el dinero es el dinero en estos tiempos.

Me mostré cordialmente de acuerdo con el poco original contenido de Juan.

—El joven ese... —dijo la señora James, volviendo, de pronto, a ese punto de la conversación—. Ése sí que estaba alterado. Los ojos, unos ojos claros, por cierto, le brillaban una barbaridad. Excitado, pensé yo. Pero jamás se me ocurrió pensar que hubiese sucedido nada anormal. Ni siquiera cuando volvió a salir con una cara muy rara.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la casa?

—Oh, no mucho rato. Unos cinco minutos tal vez.

—¿Qué estatura tendría, cree usted? ¿Un metro ochenta?

—Sí, puede que sí.

—¿Afeitado dice usted?

—Sí, señorita. Ni siquiera tenía uno de esos bigotitos que parecen cepillos de dientes.

—¿Tenía así la barbilla brillante por casualidad? —pregunté, obedeciendo a un súbito impulso.

La señora James me miró con cierto respeto.

—Ahora que lo dice usted, señorita, sí que la tenía. ¿Cómo lo adivinó?

—Es una cosa muy curiosa —expliqué al buen tuntún—, pero es frecuente entre asesinos tener la barbilla brillante.

La señora James aceptó la explicación de buena fe.

—¡Caramba, señorita! ¡Nunca había oído decir eso hasta ahora!

—Supongo que no se fijaría usted en la clase de cabeza que tenía, ¿verdad?

—Una cabeza corriente. Le traeré las llaves, ¿quiere usted?

Las acepté y me dirigí a la Casa del Molino. Hasta donde había llegado se me antojaba buena mi reconstrucción de los hechos. Desde el primer momento me había dado cuenta de que la única diferencia que existía entre el hombre descrito por la señora James y el médico del «Metro» era la compuesta por cosas no esenciales. Un gabán, una barba, lentes con marco de oro. El médico había parecido de edad madura, pero recordé que se había agachado sobre el cadáver como un hombre joven. La flexibilidad de sus movimientos denotaba juventud.

La víctima del accidente (el hombre de la naftalina, como le llamaba yo para mis adentros), y la extranjera señora de Castina o como quiera que se llamase en realidad, habían quedado en encontrarse en la Casa del Molino. Tal era mi teoría, por lo menos. Ya fuese porque temieran que se les estaba vigilando o por alguna otra razón, había escogido el ingenioso método de obtener cada uno de ellos una autorización para visitar la misma casa. Así, su encuentro allí parecía obedecer a una simple casualidad.

También me sentía bastante segura de que el hombre de la naftalina había visto, de pronto, al médico y de que el encuentro le había resultado tan inesperado como alarmante. ¿Qué había sucedido después? El doctor se quitaría el disfraz para seguir a la mujer hasta Marlow. Cabía la posibilidad de que, si se lo había quitado precipitadamente, aún conservara en la barbilla rastro de la goma empleada para sujetar la barba postiza. De ahí la pregunta que dirigí a la señora James.

Mientras reflexionaba llegué a la puerta baja, anticuada, de la Casa del Molino. La abrí con la llave que me habían dado y entré. El vestíbulo era oscuro y de techo bajo. La casa olía a moho. A pesar mío, me estremecí. ¿Habría tenido algún presentimiento, habría experimentado algún escalofrío la mujer que entrara sonriendo para sí unos días antes al pisar la casa? ¿Se desvanecería? O... ¿subiría la escalera sonriendo, aun sin presentir la fatalidad que estaba a punto de alcanzarla? Mi corazón palpitó con más violencia. ¿Estaba la casa vacía, en efecto? ¿Me acecharía la fatalidad allí dentro a mí también? Por primera vez comprendí el significado de tan manido vocablo «ambiente». Había ambiente en aquella casa, un ambiente de crueldad, de amenaza, de mal.

Capítulo VII

Desterré los sentimientos que me oprimían y subí apresuradamente la escalera. No me costó trabajo alguno encontrar el cuarto en que había ocurrido la tragedia. Había llovido mucho el día del descubrimiento del cadáver y el suelo sin alfombra estaba cubierto de huellas de barro en todas direcciones. Me pregunté si habría dejado el asesino la huella de alguna pista el día anterior. Lo probable era que la policía se mostrase reservada sobre el particular si alguna había encontrado; pero pensándolo bien, llegué a la conclusión de que no era fácil que hubiese dejado ninguna. Había hecho un día hermoso y seco.

No había nada de interés en la habitación. Era casi cuadrada; tenía dos miradores grandes, paredes blancas, lisas y suelo desnudo. El entarimado del piso estaba manchado por los bordes, señalando así el espacio cubierto en otros tiempos por una alfombra. Lo examiné cuidadosamente; pero no encontré ni un alfiler. No parecía probable que la talentuda detective descubriera pista alguna que la policía hubiese pasado por alto.

Yo iba provista de un lápiz y un librito de notas. No parecía haber gran cosa que anotar; pero hice un plano del cuadro para consolarme un poco del desencanto que mi fracaso me producía. Cuando me disponía a guardarme el lápiz en el bolso otra vez, se me escapó de entre los dedos y rodó por el suelo.

La Casa del Molino era muy vieja y había muchas desigualdades en el piso. El lápiz rodó con creciente velocidad hasta detenerse al pie de una de las ventanas. En el hueco de cada mirador había un ancho asiento debajo del cual se ocultaba una especie de armario. Mi lápiz había ido a detenerse contra la puerta de uno de ellos. El armario estaba cerrado; pero se me ocurrió de repente que de haber estado abierto, el lápiz hubiera seguido rodando hasta meterse dentro. Abrí la puerta y, en efecto, el lápiz entró y se alojó en el rincón más apartado. Lo recogí, observando al hacerlo que, debido a la falta de luz y a la extraña conformación del armario, no era posible verlo, sino que había que buscarlo a tientas. Fuera de mi lápiz el armario no contenía nada. No obstante, como a mí me gusta hacer bien las cosas, probé el armario del otro mirador.

Al principio pareció como si estuviese vacío también; pero rebusqué por su interior con perseverancia, y mis esfuerzos se vieron premiados por el hallazgo de un cilindro de papel que yacía en una especie de depresión o concavidad del fondo del armario. En cuanto lo tuve en la mano, me di cuenta de lo que era. Un rollo de película. ¡Qué hallazgo más interesante!

Comprendí, naturalmente, que aquel rollo podría ser de sir Eustace Pedler; que era fácil que hubiera rodado hasta allí y que no le hubiesen hallado al vaciar el armario. Pero no lo creía. El envoltorio encarnado parecía demasiado nuevo. La capa de polvo que lo cubría no era muy gruesa. No podía llevar allí el rollo más de dos o tres días, es decir, desde el día en que se cometió el asesinato. De haber estado allí mucho más tiempo, hubiera estado recubierta de una capa de polvo mucho más gruesa.

¿Quién lo había dejado caer? ¿El hombre? ¿La mujer? Recordé que el contenido del bolso de esta última había parecido estar intacto. De haberse abierto durante la lucha y haber caído el rollo, también hubiesen rodado por el suelo algunas monedas. No; no era la mujer quien había dejado caer la película.

Olfateé de pronto y con desconfianza. ¿Estaba convirtiéndose en obsesión mía el olor a naftalina? Hubiera jurado que el rollo de película olía a eso también. Me lo acerqué a la nariz. Tenía el acostumbrado olor fuerte propio de una película fotográfica; pero aparte de eso, me era posible percibir el olor que tanto me disgustaba. No tardé en averiguar la causa. Una minúscula hebra se había enganchado en la madera del carrete y dicha hebra estaba impregnada de olor a naftalina. El hombre muerto en el «Metro» había llevado aquel rollo en el bolsillo del chaleco en alguna ocasión. ¿Era él quien lo había dejado caer? Difícilmente. Se conocían demasiado bien todos sus pasos.

No. Era el otro hombre, el doctor. Se había llevado la película al llevarse el papel. Era él quien lo había dejado caer allí durante su lucha con la mujer.

—¡Tenía la pista que había andado buscando! Haría revelar el rollo para obtener nuevos elementos para proseguir la investigación.

Salí de la casa entusiasmada; devolví las llaves a la señora James y regresé lo más aprisa posible a la estación. Durante el viaje a Londres saqué el papelito y lo estudié otra vez. De pronto, las cifras adquirieron un significado nuevo. ¿Y si fueran una fecha? 17 1 22. El diecisiete de enero de 1922. ¡Eso debía ser! ¡Qué idiota era por no haber pensado en ello antes! Pero en tal caso necesitaba descubrir dónde se hallaba el Castillo de Kilmorden, porque aquel día era precisamente el catorce. Tres días. Bastante poco, ¡casi imposible cuando uno no tenía la menor idea de dónde buscar!

Era demasiado tarde para dar a revelar el rollo aquel día. Tenía que regresar aprisa a Kensington para no llegar tarde a comer. Se me ocurría que había un método sencillo de comprobar si algunas de mis conclusiones eran exactas. Le pregunté al señor Flemming si se había encontrado una máquina fotográfica en el equipaje del muerto. Sabía que se había interesado mucho por el asunto y que estaba al tanto de todos los detalles.

Con gran sorpresa y no poco desencanto mío, me contestó que no se había hallado máquina fotográfica alguna. Todo el equipaje de Carton había sido examinado cuidadosamente con la esperanza de hallar algo que derramara alguna luz sobre su estado de ánimo. Estaba completamente seguro de que no se había encontrado cosa alguna que se pareciera a un aparato fotográfico.

Esto resultaba un inconveniente para mi teoría. Si no poseía una máquina fotográfica, ¿por qué había de llevar un carrete de película?

Salí a primera hora de la mañana siguiente a entregar el rollo para que lo revelasen. Fui tan meticulosa, que recorrí toda la distancia que me separaba de Regent Street nada más que por llevarlo a la propia casa «Kodak». Lo entregué y pedí una prueba de cada fotografía. El hombre acabó de amontonar una serie de películas metidas en cilindros de hojalata para su envío a los trópicos y tomó mi rollo.

Me miró.

—Me parece que se ha equivocado usted —dijo sonriendo.

—¡Oh, no! —repliqué—. Estoy segura de que no me he equivocado.

—Se ha equivocado de rollo. Éste está sin
usar
.

Salí del establecimiento procurando disimular el chasco que acababa de llevarme. Supongo que es bueno que una se dé cuenta de vez en cuando de todo lo idiota que puede llegar a ser. Pero a nadie le gusta verse en semejante trance y quedar en ridículo.

Y entonces, cuando pasaba por delante de las oficinas de una casa de esas grandes Compañías de vapores, me paré en seco. En el escaparate había una maqueta preciosa de uno de los barcos de la Compañía. Y llevaba por nombre: «Castillo de Kenilworth». Se me ocurrió una idea loca. Empujé la puerta y entré. Me acerqué al mostrador y con voz vacilante (vacilación auténtica esta vez, y no fingida), murmuré:

—¿El «Castillo de Kilmorden»?

—Sale el diecisiete de Southampton. ¿Ciudad de El Cabo primera o segunda?

—¿Cuánto vale el pasaje?

—Ochenta y siete libras en primera...

Le interrumpí. La coincidencia era demasiado grande. ¡El importe total de mi herencia, exactamente! Me lo jugaba todo a una carta.

—Un billete de primera —dije.

Capítulo VIII

Extracto del diario de sir Eustace Pedler

Es verdaderamente extraordinario, pero nunca parezco poder vivir tranquilo. Soy hombre amante de la vida apacible. Me gusta ir a un
club
a jugar allí mi partida de
bridge
, hacer una comida bien guisada y rociarla con buen vino. Me gusta Inglaterra en el verano y la Costa Azul en invierno. No tengo el menor deseo de tomar parte en acontecimientos sensacionales. Y a veces, sentado ante un buen fuego, no me importa leer una reseña de ellos en el periódico. Pero no me gusta pasar de ahí. Mi objeto de esta vida es vivir todo lo más cómodamente posible. He dedicado mucha reflexión y una considerable cantidad de dinero a tal fin. Pero no puedo decir honradamente que tengan siempre buen éxito mis esfuerzos. Si a mí personalmente no me suceden cosas, éstas ocurren a mi alrededor, y con frecuencia y a pesar mío me veo envuelto en ellas. Detesto verme complicado en cosas así.

Y todo ello porque Guy Pagett entró en mi alcoba esta mañana con un telegrama en la mano y la cara más larga que la de un mudo en un entierro.

Guy Pagett es mi secretario; un hombre lleno de celo, meticuloso, trabajador, admirable por todos los conceptos. No conozco a persona alguna capaz de molestarme tanto. Durante mucho tiempo me he estado devanando los sesos buscando una excusa para deshacerme de él. Pero uno no puede despedir a un secretario simplemente porque prefiere el trabajo al juego, porque le gusta madrugar y porque carece por completo de vicios. La única cosa divertida que tiene es la cara. Su semblante es de un envenenador del siglo XIV, la clase de tipo a quien los Borgia hubieran confiado sus encargos.

No me importaría tanto si no fuese que Pagett me hace trabajar a mí también. Para mí, el trabajo es algo que debiera hacerse a la ligera y sin prisa, algo con qué jugar. Dudo que Pagett haya jugado con nada en su vida. Se lo toma todo en serio. Por eso resulta tan difícil vivir con él. La semana pasada se me ocurrió la brillante idea de mandarle a Florencia. Hablaba de Florencia y de lo mucho que le gustaría ir allí.

—Amigo mío —exclamé—; marchará usted allí mañana. Le pagaré todos los gastos.

Enero no es el mes más indicado para ir a Florencia; pero a Pagett le daría igual. Me lo imaginaba, guía en mano, recorriendo religiosamente todos los museos. Y para mí, una semana de libertad resultaba barata a ese precio. Ha sido una semana deliciosa. He hecho todo lo que se me ha antojado y nada de lo que detesto. Pero cuando abrí los ojos y vi a Pagett de pie, quitándome la luz con su cuerpo, y la intempestiva hora de las nueve de la mañana, comprendí que mi libertad cesó.

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