El hombre del traje color castaño (2 page)

Read El hombre del traje color castaño Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El hombre del traje color castaño
11.42Mb size Format: txt, pdf, ePub

—No le tengo miedo —rió ella—. Sólo he temido a un hombre en mi vida... y ése ha muerto.

El hombre la miró con curiosidad.

—Esperemos que no vuelva a la vida, pues —observó.

—¿Qué quieres decir con eso? —inquirió la bailarina, con afilada voz.

El conde pareció levemente sorprendido.

—Sólo quise decir que una resurrección sería un poco engorrosa para ti —explicó—. Una broma estúpida.

Nadina exhaló un suspiro de alivio.

—¡Oh, no! —dijo—. Murió de verdad. Le mataron en la guerra. Era un hombre que en otros mejores tiempos me amó.

—¿En África del Sur? —inquirió el conde, sin gran interés al parecer.

—Sí; puesto que me lo preguntas, en África del Sur fue.

—Ése es tu país natal, ¿verdad?

Ella afirmó con la cabeza. La visita se puso en pie y tomó el sombrero. El conde Sergio Paulovitch dispúsose a marchar.

—Bueno —murmuró—; tú sabrás lo que te haces. Pero en tu lugar, más temería yo al «Coronel» que a ningún amante desilusionado. El «Coronel» es un hombre al que es singularmente fácil apreciar en menos de lo que vale.

Ella se rió con desdén.

—¡Como si no le conociera yo, después de tantos años!

—¿Si le conocerás en verdad? —murmuró él, con dulzura—. Esa es una pregunta a la que me gustaría poder contestar.

—¡Oh, no soy imbécil! Y no me hallo sola en el asunto. El vapor correo de África del Sur atraca en Southampton mañana. A bordo de él se encuentra un hombre que viene de África obedeciendo a una petición mía y que ha cumplido ciertas órdenes que yo le he dado. El «Coronel» no tendrá que habérselas con una persona sola, sino con dos.

—¿Es eso prudente?

—Es necesario.

—¿Estás segura de ese hombre?

En los labios de la bailarina se dibujó una sonrisa singular.

—Estoy completamente segura de él. Es inútil, pero de absoluta confianza.

Hizo una pausa y luego agregó con indiferencia:

—Si quieres que te diga la verdad, da la casualidad que ese hombre es mi esposo.

Capítulo I

Todo el mundo me ha estado acosando para que escriba este relato, desde los más grandes (representados por lord Nasby), hasta los más humildes (representados por Emilia, nuestra ex criada para todo a la que vi la última vez que estuve en Inglaterra). «¡Caramba, señorita, qué libro más bonito podría usted hacer con todo eso...! ¡Igual que en las películas!»

Reconozco que poseo los requisitos necesarios para emprender semejante tarea. Me vi mezclada en el asunto desde el mismísimo principio; estuve metida en su desenlace. Afortunadamente, por añadidura, las lagunas que yo no puedo llenar por conocimiento propio, quedan cubiertas por el Diario de sir Eustace Pedler, que él me ha suplicado bondadosamente que emplee.

Conque me lanzo. Ana Beddingfeld da principio al relato de sus aventuras.

Siempre había tenido sed de aventuras. ¡Ha sido mi vida de una uniformidad tan monótona y horrible...! Mi padre, el profesor Beddingfeld, fue una de las más grandes autoridades inglesas sobre el Hombre Primitivo. En realidad, era un genio, todo el mundo lo reconoce. Vivía su mente en los tiempos paleolíticos y el inconveniente que para él tenía la vida era que su cuerpo habitaba el mundo moderno. A papá le hacía muy poca gracia el hombre moderno. Hasta despreciaba el hombre neolítico, tildándole de simple pastor. Y su entusiasmo sólo se despertaba al llegar al período musteriense
[1]
.

Por desgracia, no es posible prescindir por completo del hombre moderno. Algún trato ha de tenerse con carniceros, panaderos, lecheros y verduleros. Por consiguiente, hallándose papá sumergido en lo pasado y como mi madre había muerto siendo yo niña, a mí me incumbía cuidarme de la parte práctica de la vida. Con franqueza, odio al hombre paleolítico, ya sea aurignáceo, musteriense, chellense, o cualquier otra cosa. Y aunque escribí a máquina y revisé la mayor parte de la obra de papá titulada:
El hombre de Neanderthal y sus antepasados
, los hombres neanderthálicos en sí me repugnan y siempre me digo que es una suerte que se extinguiera la raza en épocas remotas
[2]
.

Y no sé si papá adivinó mis sentimientos. Es probable que no. Y en cualquier caso, tampoco le interesó poco ni mucho. Yo creo que esto era, en realidad, una prueba de su grandeza. Vivía, de igual manera, completamente alejado de las necesidades de la vida diaria. Comía lo que le ponían delante, de un modo ejemplar; pero parecía levemente dolorido cuando surgía la cuestión de tener que pagarlo. Nunca parecíamos tener mucho dinero. Su celebridad no era de las que rinden beneficios económicos. Aun cuando era miembro de casi todas las sociedades importantes y tenía derecho a colocar detrás de su nombre toda una hilera de letras que expresaban sus títulos honoríficos abreviados, el público en general apenas estaba enterado de su existencia. Y sus voluminosos libros, pletóricos de sabiduría, aunque han contribuido muy señaladamente a ensanchar los conocimientos humanos, no tenían atractivo alguno para las masas.

Sólo en una ocasión centróse en él la mirada popular.

Había leído una monografía, ante no sé qué sociedad, sobre las crías del chimpancé. En la infancia, la raza humana presenta algunas características del antropoide, mientras que el chimpancé joven se parece mucho más al ser humano que el chimpancé adulto. Esto parece demostrar que, así como nuestros antepasados fueron más simios que nosotros, los chimpancés pertenecían a un tipo más elevado que sus descendientes modernos. En otras palabras: el chimpancé ha degenerado.

El emprendedor periódico
Daily Budget
, careciendo de noticia más jugosa, salió con los siguientes titulares: «
Nosotros
no descendemos de los monos, sino que los monos descienden de nosotros. Un eminente profesor asegura que los chimpancés son seres humanos en plena decadencia.» Poco después un periodista se presentó a entrevistarse con papá e intentó persuadirle a que escribiera una serie de artículos populares sobre el tema. Rara vez he visto a papá más furioso. Echó al periodista de la casa sin andarse con cumplidos, con gran sentimiento mío, puesto que andábamos bastante mal de dinero por entonces. Es más, a punto estuve de salir corriendo tras el joven para decirle que mi padre había cambiado de opinión y escribiría los artículos que le eran solicitados. Hubiera podido escribirlos yo sin dificultad y lo más probable era que papá jamás llegara a enterarse, puesto que no era lector del
Daily Budget
. No obstante, rechacé la idea por demasiado arriesgada y me limité a ponerme mi mejor sombrero y salir, desconsolada, en dirección al pueblo, a entrevistarme con el justificadamente iracundo dueño de la tienda de comestibles que nos suministraba provisiones.

El periodista del
Daily Budget
fue el único joven que entró jamás en nuestra casa. Veces hubo en que envidié a Emilia, nuestra criada, que salía de paseo siempre que se le presentaba la ocasión, con un gigantesco marinero que era su prometido. Y en los intervalos, «para no desentrenarse», como decía ella, salía con el dependiente de la verdulería y con el mancebo de la botica. Más de una vez pensé, con tristeza, que yo no tenía a nadie «para no desentrenarme». Todos los amigos de papá eran profesores de avanzada edad, casi todos con luengas barbas.

Es cierto que el profesor Paterson me abrazó afectuosamente en cierta ocasión, me dijo que tenía «una cinturita primorosa», e intentó luego besarme. El piropo en sí basta para fijar su edad. Ninguna mujer que en algo se estime, ha tenido «una cinturita primorosa» desde su más tierna infancia.

Ansiaba aventuras, amor, romanticismos, y parecía condenada a una existencia de gris utilidad. El pueblo poseía una biblioteca municipal, repleta de guiñapientas novelas. Gracias a ella conocí los peligros y los amores de segunda mano y me dormí soñando en severos y silentes rhodesianos y en hombres fuertes que siempre «derribaban a su adversario de un solo golpe». No había en todo el pueblo una sola persona que pareciera capaz de «derribar» a un adversario de un golpe... ni de varios siquiera.

Teníamos un «cine» también, en el que todas las semanas proyectaban un episodio de «Los Peligros de Pamela». Pamela era una magnífica joven. Nada la arredraba. Se caía de aeroplanos, corría aventuras en submarinos, escalaba rascacielos y se deslizaba por los bajos fondos sin pestañear siquiera. No era muy inteligente en realidad. La Mente Maestra del Hampa la pillaba cada vez. Pero como parecía reacio a desnucarla de un simple golpe y la condenaba siempre a morir en una cámara llena de gas de alcantarilla, o víctima de alguna combinación tan nueva como maravillosa, el protagonista lograba salvarla invariablemente al principio del episodio siguiente. Solía salir yo del «cine» con la cabeza deliciosamente alborotada. Y cuando llegaba a casa, ¡me encontraba con un aviso de la Compañía de Gas amenazando con cortarme el suministro si no pagábamos, en el plazo improrrogable señalado, la cuenta pendiente!

No obstante, y aunque yo no lo sospechaba, cada hora que transcurría me acercaba más al momento en que estaba destinada a correr las más emocionantes aventuras de verdad.

Es posible que haya mucha gente en el mundo que no se enterara del hallazgo de una calavera antigua en la Mina de Colina Quebrada del norte de Rhodesia. Cierta mañana, al bajar de mi cuarto, encontré a papá excitado hasta el punto de hallarse próximo a sufrir un ataque de apoplejía. Me contó la historia.

—¿Comprendes, Ana? Tiene indudablemente cierto parecido superficial... superficial nada más. No; aquí tenemos lo que siempre he sostenido: la forma ancestral de la raza Neanderthal. ¿Conoces que el cráneo de Gibraltar es el más primitivo de cuantos cráneos neanderthales se han hallado? ¿Por qué? La cuna de la raza estuvo en África. Pasó a Europa...

—Mermelada con arenques, no, papá —dije apresuradamente, conteniendo la mano de mi distraído progenitor—. ¿Qué estabas diciendo?

—Pasó a Europa en...

Le interrumpió un fuerte acceso de tos, provocado por haberse llenado la boca excesivamente de espinas de arenque de su almuerzo.

—Pero hemos de ponernos en marcha inmediatamente —declaró, poniéndose en pie, al terminar la comida—. No hay tiempo que perder. Hay que llegar a ese punto. Sin duda existen descubrimientos incalculables por hacer en los alrededores. Me interesa mucho saber si los utensilios que se encuentran son típicos de la época musteriana... habrá restos del buey prehistórico, seguramente, aunque no del rinoceronte lanudo. Sí; no tardará en salir con rumbo a esa colina un pequeño ejército. Es preciso que nos adelantemos a él. ¿Escribirás a la casa Cook hoy, Ana?

—Pero, ¿y el dinero, papá? —insinué con cierta delicadeza.

Me miró con aire de reproche.

—Tu punto de vista siempre me deprime, criatura. No hemos de ser mercenarios. No, no; cuando de la causa de la ciencia se trata, uno no debe ser mercenario.

—Tengo el presentimiento, papá, de que la casa Cook se mostrará mercenaria.

Papá pareció dolorido.

—Mi querida Ana, a esos señores les pagarás con dinero contante y sonante.

—No tengo dinero contante y sonante.

Papá pareció completamente exasperado.

—Hija mía, no puedo preocuparme de detalles tan vulgares como el dinero. El Banco... Recibí una comunicación del gerente ayer anunciándome que poseía veintisiete libras esterlinas.

—No que las poseías, sino que las debías. Sacaste del Banco veintisiete libras más de las que tenías.

—¡Ah! ¡Ya sé! Escribe a mis editores.

Asentí, bastante dubitativa. Los libros de papá daban más gloria que dinero. Me gustaba enormemente la idea de poder ir a Rhodesia. «Hombres severos y silenciosos», murmuré para mis adentros, en verdadero éxtasis. Luego, algo noté en el aspecto de mi padre que me pareció anormal.

—Llevas puestas botas desaparejadas, papá —le dije—. Quítate la de color y ponte la otra negra. Y no olvides la bufanda. Hace un día muy frío.

Unos minutos más tarde papá se marchó, calzado correctamente y bien envuelto en una bufanda.

Regresó tarde aquella noche, y con gran consternación observé que no llevaba ni la bufanda ni el abrigo.

—¡Caramba, Ana, tienes muchísima razón! Me quité todo eso para entrar en la caverna. ¡Uno se ensucia tanto allí dentro!

Asentí con un movimiento de cabeza, recordando la ocasión en que papá había vuelto cubierto de pies a cabeza de arcilla pleiocena.

El principal motivo de que nos hubiéramos instalado en Little Hampsly era la proximidad de la Caverna de Hampsly, caverna enterrada, rica en depósito de cultura aurignácea. Teníamos un pequeño museo en el pueblo, y el conservador del mismo y papá se pasaban la mayor parte de sus días metidos bajo tierra, y sacando a la luz fragmentos de rinoceronte lanudo y de oso de las cavernas.

Papá tosió mucho toda la noche, y a la mañana siguiente vi que tenía fiebre y mandé llamar al médico.

Pero nada se pudo hacer. Era pulmonía doble. Murió cuatro días más tarde.

Capítulo II

Se mostró todo el mundo muy bondadoso para conmigo. A pesar de lo aturdida que estaba, me di cuenta de eso y lo agradecí. No experimenté un dolor que me abrumara. Papá nunca me había querido, eso lo sabía muy bien. De haberme querido, quizá hubiese yo correspondido a su cariño. No; no había existido amor alguno entre nosotros. Pero nos pertenecíamos el uno al otro, y yo le había cuidado, y había admirado en secreto su sabiduría y su incondicional apego a la ciencia. Me dolía que papá hubiese muerto precisamente en el instante en que mayor interés tenía para él la vida. Me hubiera sentido más feliz de haberle podido enterrar en una caverna, con pinturas rupestres y utensilios de pedernal. Pero la fuerza de la opinión popular obligaba a sepultarle en una fosa (con una lápida de mármol), en nuestro horrible cementerio local. Los consuelos del pastor protestante, aunque bien dichos e intencionados, no me consolaron en absoluto. Tardé algún tiempo en darme cuenta de que la cosa que siempre había ansiado, la libertad, era mía por fin. Era huérfana y apenas poseía un penique; pero gozaba de libertad. Al propio tiempo, me di cuenta de la extraordinaria bondad de toda aquella buena gente. El pastor hizo todo lo que pudo por convencerme de que su esposa necesitaba a toda prisa una señorita de compañía que fuera a la par una ayuda. Nuestra minúscula biblioteca municipal decidió, de repente, emplear una segunda bibliotecaria. Por último, el médico vino a visitarme, y tras una serie de excusas ridículas por no haber mandado una factura en toda regla, carraspeó y vaciló la mar de rato para acabar proponiéndome que me casara con él.

Other books

Gator Aide by Jessica Speart
Safe and Sound by J.D. Rhoades
Outcasts by Jill Williamson
A Shred of Honour by David Donachie
Name & Address Withheld by Jane Sigaloff
Most Eligible Baby Daddy by Chance Carter
Waiting for the Barbarians by Daniel Mendelsohn
Reynaldo Makes Three by Vines, Ella
Julia Paradise by Rod Jones
The Ambassador's Wife by Jennifer Steil