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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (3 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Me quedé asombradísima. El médico andaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, y era un hombrecillo redondo y bajo, como un barril. No se parecía en nada al protagonista de «Los Peligros de Pamela», y mucho menos a un rhodesiano severo y silente. Reflexioné unos instantes y luego le pregunté por qué quería casarse conmigo. La pregunta pareció azorarle bastante y murmuró que, para un doctor en medicina general, una esposa resultaba una gran ayuda. La cosa resultaba aún menos romántica que antes. No obstante, algo interior me impulsaba a que aceptara. Seguridad, eso era lo que me ofrecían. Seguridad y un Hogar Cómodo. Pensándolo ahora, creo que le hice una injusticia al hombrecillo. Estaba sinceramente enamorado de mí; pero su delicadeza le impedía pretenderme por aquel camino. Fuera como fuese, mi amor a lo novelesco se rebeló.

—Es usted muy bondadoso —le repliqué—; pero lo que pide es imposible. Jamás podría casarme con un hombre a menos que le quisiera con locura.

—¿No cree usted...?

—No, señor; no lo creo —respondí con firmeza.

Exhaló un suspiro.

—Pero, criatura, ¿qué piensa usted hacer?

—Correr aventuras y ver mundo —contesté, sin la menor vacilación.

—Señorita Ana, es usted casi una niña aún. No comprende...

—¿Las dificultades prácticas? Ya lo creo que las comprendo, doctor. No soy una colegiala sentimental: ¡soy una arpía perspicaz y mercenaria! ¡Se daría usted cuenta de ello si se casara conmigo!

—Le agradecería que reflexionara...

—No puedo.

Volvió a suspirar.

—Tengo otra cosa que proponerle. Una tía mía que vive en Gales necesita una señorita joven que la ayude. ¿Qué tal le iría eso?

—No, doctor. Me marcho a Londres. Si en alguna parte ocurren cosas, esa parte es Londres. Iré con ojo avizor y ¡ya verá cómo surge algo! Cuando vuelva a tener noticias mías, estaré en China o en Tombuctú.

La siguiente visita que recibí fue la del señor Flemming, abogado londinense de papá. Venía ex profeso de la capital para verme. Siendo él también un ardiente antropólogo, era un gran admirador de las obras de papá. Alto, delgado, carienjuto, entrecano. Se puso en pie cuando entré en la habitación. Me tomó ambas manos en las suyas y me las golpeó cariñosamente.

—Mi pobre niña —dijo—. ¡Mi pobre niña!

Sin consciente hipocresía, adopté el porte de una huérfana acongojada. Fue él quien me hipnotizó hasta el punto de obligarme a hacerlo. Era benigno, bondadoso, paternal... Y, sin duda, me consideraba una imbécil completa, abandonada a la deriva, condenada a hacer frente sola a un mundo cruel. Desde el primer momento comprendí que era inútil intentar convencerle de lo contrario. Según resultó luego, hice muy bien en no intentarlo.

—Mi querida niña, ¿cree usted poder escucharme mientras procuro aclararle algunas cosas?

—Oh, sí.

—Su padre, como ya sabe, fue un gran hombre. La posteridad sabrá reconocer su grandeza. Pero no era un buen hombre de negocios.

Eso lo sabía yo tan bien como el propio señor Flemming, si no mejor; pero me abstuve de decírselo. Él continuó diciéndome:

—No supongo que entienda usted gran cosa de estos asuntos. Procuraré explicárselo lo más claramente que me sea posible.

Me los explicó con un lujo innecesario de detalles. El resultado pareció ser que me quedaba una cantidad de ochenta y siete libras esterlinas, diecisiete chelines y cuatro peniques, con que hacer frente a la vida. Se me antojó una suma singularmente poco satisfactoria. Aguardé con cierta trepidación lo que diría después. Temí que el señor Flemming tuviese una hija en Escocia que necesitara una señorita de compañía joven. Al parecer, sin embargo, no la tenía.

—Lo interesante es —prosiguió— el porvenir. Tengo entendido que carece usted de familia.

—Me encuentro sola en el mundo —respondí.

Y me asombró nuevamente mi parecido con la protagonista de una película.

—¿Tiene amistades?

—Todo el mundo se ha mostrado muy bondadoso conmigo —contesté con agradecimiento.

—¿Quién no iba a mostrarse bondadoso para con una muchacha tan joven y encantadora? —inquirió el señor Flemming, galantemente—. Bien, bien, querida..., hemos de ver lo que se puede hacer.

Vaciló un instante y luego dijo:

—Y ¿si...? ¿Y si viniera usted con nosotros una temporada?

No dejé escapar la oportunidad. ¡Londres! El lugar donde ocurren cosas.

—Es usted muy bueno —dije—. ¿Puedo ir de verdad? Nada más que mientras echo una mirada a mi alrededor. He de empezar a ganarme la vida, ¿sabe?

—Sí, sí, hija mía. Comprendo perfectamente. Buscaremos algo... apropiado.

Presentí que lo que el señor Flemming considerara «apropiado» andaría muy lejos de parecérmelo a mí, pero desde luego, no era aquél el momento más adecuado para darle a conocer mi punto de vista sobre el particular.

—Eso queda acordado, pues. ¿Por qué no vuelve hoy mismo a Londres conmigo?

—Oh, gracias, pero la señora Flemming...

—Mi esposa le dará la bienvenida de todo corazón.

¿Sabrán los maridos de sus mujeres tanto como creen saber? Si yo tuviera esposo, me haría muy poca gracia que trajera a casa huérfanas sin haberme debidamente consultado primero.

—Le mandaremos un telegrama desde la estación —continuó el abogado.

Mi escaso equipaje pronto quedó preparado. Contemplé mi sombrero con tristeza antes de ponérmelo. Había sido en otros tiempos lo que yo llamaba un sombrero «Gilda». Con lo cual quería decir que era la clase de sombrero que debe llevar una criada en día de fiesta; pero que no lo lleva. Una prenda fláccida, de paja negra, con ala propiamente caída. Con la inspiración de verdadero genio le había pegado un puntapié, dado un par de puñetazos, abollado la copa, adornándolo después con la idea que tiene el cubista de una zanahoria
jazz
. El conjunto había resultado decididamente elegante. Había quitado ya la zanahoria, claro está, y ahora me dispuse a deshacer el resto de mi obra. El sombrero «Gilda» recobró su primitivo estado junto con un aspecto maltrecho adicional que le hacía aún más deprimente que antes. Mejor era que me aproximase lodo lo posible a la idea que popularmente se tiene de cómo debe parecer una huérfana. Estaba levemente nerviosa por la acogida que pudiera dispensarme la señora Flemming; pero fiaba en que mi aspecto la desarmaría lo bastante.

El señor Flemming estaba nervioso también. Me di cuenta de ello cuando subíamos la escalera de la elevada casa de una tranquila plazoleta de Kensington. La señora Flemming me saludó muy agradablemente. Era una mujer apacible, obesa, del tipo de «buena madre y esposa». Me condujo a una alcoba limpísima, con cortinas de zarza; expresó la esperanza de que tendría todo lo que hacía falta; me informó que el té estaría preparado dentro de un cuarto de hora, y me dejó sola.

Oí su voz, algo elevada, cuando entraba en la sala del piso de abajo.

—Pero, Enrique, ¿cómo se te ha ocurrido?

No oí el resto; pero su tono era acerbo. Y unos minutos más tarde flotó hasta mí otra frase, pronunciada con voz más ácida y malhumorada:

—Estoy de acuerdo contigo. No cabe duda de que es, en efecto,
muy
linda.

Es dura la vida en verdad. Los hombres no la tratan a una bien si no es bonita. Y las mujeres no la tratan a una bien si lo es.

Exhalé un profundo suspiro y empecé a hacerme cosas al cabello. Tengo una cabellera hermosa. Es negra, de un negro auténtico y no de un castaño oscuro. Me arranca desde muy arriba (con lo que quiero decir que mi frente es ancha) y me cae sobre las orejas. Con implacable mano, me arrastré el cabello hacia arriba. Como lindas, mis orejas ya lo son; pero no hay que darle vueltas: las orejas están pasadas de moda hoy en día. Cuando hube terminado, tenía un parecido casi increíble, con la clase de huérfana que sale en fila de un asilo, con una toca pequeña y una capa encarnada.

Observé al bajar que la mirada de la señora Flemming se posaba en mis desnudas orejas con cierta satisfacción. El señor Flemming pareció intrigado. No me cupo duda de que se estaría preguntando para sus adentros: «¿Qué se ha hecho esa criatura?»

En conjunto, el resto del día transcurrió bien. Quedó acordado que empezaría enseguida a buscar algo que hacer.

Cuando me fui a acostar, me contemplé atentamente el rostro en el espejo. ¿Era bonita, en efecto? Con franqueza, no puedo decir que lo creyera. No tenía nariz griega, recta; ni boca como un capullo, ni ninguna de las cosas que una ha de tener. Es cierto que un pastor protestante me dijo una vez que mis ojos eran como «el sol encerrado en un bosque oscuro, oscuro»; pero ¡conocen los pastores tantas citas...! Y las disparan al azar. Prefería que mis ojos fueran azules como los de las irlandesas, en lugar de verde oscuro, veteados de amarillo. No obstante, el verde es un buen color para las aventureras.

Me envolví fuertemente en una prenda negra, dejándome desnudos hombros y brazos. Luego me cepillé el pelo y me lo dejé caer de nuevo sobre las orejas. Me cubrí el rostro de polvos, para que pareciera el cutis aún más blanco que de costumbre. Rebusqué hasta encontrar carmín con el que cubrí espesamente los labios. Luego me unté por debajo de los ojos con un corcho quemado. Por último me coloqué una cinta encarnada en el hombro desnudo, me clavé una pluma del mismo color en el cabello y me introduje un cigarrillo en la comisura de los labios. El aspecto total me gustó enormemente.

—Ana, la Aventurera —dijo en voz alta, saludando a la imagen reflejada con un movimiento de cabeza—. Ana, la Aventurera. Primera jornada: «La casa de Kensington».

Son locas las muchachas.

Capítulo III

Durante las semanas que siguieron estuve la mar de aburrida. La señora Flemming y sus amistades se me antojaban muy poco o nada interesantes. Hablaban horas y horas de sí mismas, de sus hijos, y de lo que decían a la granjera cuando la leche no era buena. Luego se ponían a hablar de la servidumbre, de las dificultades para encontrar buenas criadas, de lo que le habían dicho a la encargada de la agencia de colocaciones, de lo que la encargada de la agencia de colocaciones les había dicho a ellas. No parecían leer los periódicos nunca, ni preocuparse por lo que sucedía en el mundo a su alrededor. No les gustaba viajar, ¡todo era tan distinto a Inglaterra! De la Riviera no había nada que decir, naturalmente, porque una se encontraba allí con todas sus amistades.

Yo escuchaba y me contenía con dificultad. La mayoría de aquellas mujeres eran ricas. Suyo era el ancho y hermoso mundo para vagar por él a placer. Y, sin embargo, ¡se quedaban voluntariamente en el sucio y aburrido Londres, hablando de lecheros y criadas! Pensándolo ahora, creo que, tal vez, fuera yo una miaja intolerante. Pero sí que eran estúpidas, estúpidas hasta en la labor que ellas mismas habían escogido; la mayoría llevaban las cuentas de su casa de una manera extraordinariamente inadecuada y embrollada.

Mis asuntos no hacían grandes progresos. Se había llevado a cabo la venta de la casa y de los muebles, siendo su producto justamente el necesario para pagar nuestras deudas. Aún no habla logrado encontrar empleo. ¡No lo deseaba en realidad! Estaba convencida de que si andaba por ahí buscando aventuras, las aventuras me saldrían al encuentro. Tengo la teoría de que una encuentra siempre lo que desea.

Y mi teoría estaba a punto de ser confirmada por la experiencia.

Estábamos a primeros de enero, a día ocho, para ser exacta. Regresaba de entrevistarme con una señora que aseguraba necesitar una secretaria señorita de compañía. Pero lo que parecía buscar en realidad era una mujer fuerte para las faenas domésticas, dispuesta a trabajar doce horas diarias por un sueldo de veinticinco libras al año. Después de habernos despedido con velada descortesía por parte de ambas, bajé a Edgware Road (la entrevista había tenido lugar en una casa de Saint John's Wood), y crucé Hyde Park hasta el Hospital de San Jorge. Allí me metí en la estación del «Metro» de Hyde Park Corner y saqué billete para Gloucester Road.

Una vez en el andén, lo recorrí en toda su extensión. Mi curiosidad me impulsó a asegurarme de que había, en efecto, agujas de cambio de abertura entre los dos túneles.

Al pasar junto a él, olfateé con desagrado. Para mí, no hay olor más desagradable que el de la naftalina. Y el grueso gabán de aquel hombre apestaba a la sustancia en cuestión. La mayoría de los hombres suelen ponerse el abrigo antes de enero, y por consiguiente resultaba raro que, a aquellas alturas, el olor no se hubiese desvanecido ya. El hombre se hallaba un poco más allá que yo, en la mismísima entrada del túnel. Parecía absorto en sus pensamientos. Conque pude mirarle detenidamente sin parecer grosera. Era alto y delgado, de tez morena, ojos azules y barba oscura, recortada.

Acaba de llegar del extranjero —deduje—. Por eso le apesta tanto el gabán. Viene de la India. No es oficial del Ejército, porque un oficial no llevaría barba. Tal vez sea propietario de una plantación de té.

En aquel momento el hombre dio media vuelta, como si fuera a retroceder sobre sus pasos. Me miró, y luego dirigió la vista a algo detrás de mí, y su semblante sufrió un cambio. Se contrajo en expresión de miedo, casi de pánico. Dio un paso atrás, como en involuntario movimiento de retroceso ante un peligro, olvidándose que se hallaba al borde mismo del andén. Perdió el equilibrio y cayó a la vía.

Surgió una llamarada en los rieles y se oyó como un chisporroteo. Solté un chillido. Acudió corriendo la gente. Dos empleados de la estación parecieron salir de la nada y asumieron el mando.

Yo permanecí donde me encontraba, como si hubiera echado raíces, presa de una horrible fascinación. Parecía haberme desdoblado en aquellos instantes en dos personas distintas. Una, que estaba aterrada por la catástrofe; la otra, que observaba con serenidad, interés y desapasionamiento los métodos empleados para alzar al hombre del raíl electrificado y subirle nuevamente al andén.

—Tengan la bondad de hacerme paso. Soy médico.

Un hombre alto, de barba parda, pasó junto a mí y se inclinó sobre el cuerpo del otro.

Mientras llevaba a cabo su examen, experimenté una extraña sensación de irrealidad. Aquello no era verdad... no podía serlo. Por fin el médico se alzó y sacudió la cabeza.

—Está muerto —dijo—. No se puede hacer absolutamente nada por él.

Todos nos habíamos agolpado lo más cerca posible. Un mozo de estación alzó la voz:

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