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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (8 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Mayordomos y camareros de cubierta corrían de un lado a otro obedeciendo sus órdenes. Tenía una ganduja especial y una cantidad aparentemente inagotable de cojines. Cambió de opinión tres veces acerca del lugar en que quería que la colocasen. Y en medio de todo, siguió siendo atractiva y encantadora. Parecía ser una de esas personas, de las que tan pocas hay en el mundo, que saben lo que quieren, se encargan de obtenerlo y lo consiguen sin ser ofensivas. Decidí que, si llegaba a reponerme algún día, cosa que no sucedería, claro estaba, me divertiría hablar con ella.

Llegamos a Madeira a eso del mediodía. Seguía sintiéndome demasiado inerte para moverme; pero gocé viendo a pintorescos vendedores que subieron a bordo y expusieron sus mercancías sobre cubierta. Había flores también. Hundí el rostro en un manojo enorme de húmedas violetas y me sentí muchísimo mejor. Es más, llegué a pensar que tal vez lograra vivir hasta el final del viaje, después de todo. Cuando mi camarera me habló de los atractivos de un poco de caldo de gallina, sólo protesté débilmente. Cuando me lo trajo, lo tomé con gusto.

La mujer atractiva había estado en tierra. Regresó escoltada por un hombre alto, a quien había visto pasearse por cubierta a primera hora del día. Supuse inmediatamente que se trataba de uno de los hombres «fuertes y silenciosos» de Rhodesia. Tendría unos cuarenta años; le blanqueaba el cabello levemente por las sienes; y era, sin duda alguna, el hombre más guapo de todo el buque.

Al subirme la camarera una manta más, le pregunté si subía quién era la mujer que me había llamado la atención.

—Es una señora muy conocida en la alta sociedad: la excelentísima señora de Clarence Blair. Tiene que haber leído algo de ella en los periódicos.

Moví afirmativamente la cabeza, mirándola con denodado interés. La señora Blair era muy conocida, en efecto, y se la consideraba una de las mujeres más elegantes del día. Observé, con cierto regocijo, que era objeto de numerosas atenciones. Varias personas intentaron hacer amistad con ella, aprovechando la agradable falta de etiqueta que se permite a bordo. Me inspiró admiración la cortesía con que la señora Blair sabía rechazarlas. Parecía haber escogido al hombre fuerte y silencioso como escolta especial suya y el hombre daba la sensación de que se daba cuenta de cuan grande era el privilegio concedido.

A la mañana siguiente, con gran sorpresa mía, la señora Blair se detuvo ante mi asiento después de dar un par de vueltas por cubierta en compañía de su escolta.

—¿Se siente mejor esta mañana?

Le di las gracias y le dije que empezaba a sentirme un poco más parecida a un ser humano de lo que me había sentido hasta entonces.

—Parecía usted verdaderamente enferma ayer. El coronel Race y yo llegamos a la conclusión de que íbamos a gozar del espectáculo y la emoción de un entierro en alta mar. Pero nos ha dado usted un chasco.

Me eché a reír.

—El aire me ha hecho mucho bien.

—No hay nada como el aire fresco —dijo el coronel Race, sonriendo.

—El estar encerrada en esos camarotes bastaría para matar a cualquiera —declaró la señora Blair, dejándose caer en un asiento a mi lado y despidiendo a su compañero con una inclinación de cabeza—. Espero que tendrá un camarote exterior.

Moví negativamente la cabeza.

—¡Mi querida muchacha! ¿Por qué no se cambia? Hay sitio de sobra. Ha desembarcado mucha gente en Madeira y el barco está vacío. Hable de ello con el sobrecargo. Es un muchacho muy amable... Me pasó a mí a un camarote precioso porque no me gustaba el que tenía. Háblele a la hora de comer, cuando baje.

Me estremecí.

—Sería incapaz de moverme.

—No sea tonta. Venga a dar una vuelta conmigo ahora.

Me sonrió, animadora. Me sentí sin fuerzas en las piernas al principio; pero, al pasear aprisa de un lado para otro, me animé una barbaridad.

Al cabo de un par de vueltas, el coronel Race volvió a reunirse con nosotras.

—Se ve el Gran Pico del Teide, cubierto de nieve, desde el otro lado.

—¿Sí? ¿Cree que podré fotografiarlo?

—No; pero eso no impedirá que estropee película intentándolo.

La señora Blair se echó a reír.

—Es usted cruel. Algunas de las fotografías que yo he sacado son muy buenas.

—Un tres por ciento, aproximadamente.

Todos nos dirigimos al otro lado del barco. Por aquel lado se alzaba el rutilante pináculo, blanco, nevado, envuelto en delicada y rosácea neblina. Exhalé un grito de admiración y deleite. La señora Blair corrió en busca de su máquina fotográfica.

Sin dejarse intimidar por los sardónicos comentarios del coronel Race, tomó varias fotografías, una tras otra, hasta terminar el carrete.

—Vaya, se acabó el rollo de la película. ¡Oh! —su voz adquirió un dejo de desilusión—. ¡Lo tenía puesto para hacer fotografías con exposición!

—Siempre me ha gustado ver a una criatura con un juguete nuevo —murmuró el coronel.

—¡Es usted horrible...! ¡Pero tengo otro carrete sin empezar!

Lo sacó triunfalmente del bolsillo de su chaqueta. El buque se balanceó bruscamente, haciéndole perder el equilibrio. Y, al agarrarse ella a la borda para no caer, el rollo de película salió disparado hacia fuera.

—¡Oh! —exclamó la señora Blair, cómicamente angustiada—, ¿Cree usted que ha ido a parar al agua?

—No; puede haber tenido usted la suerte de abrirle la cabeza con él a algún camarero de la cubierta de abajo.

Un muchacho que, sin ser visto, se había acercado a nosotros por detrás, hizo sonar en aquel instante un trompetazo ensordecedor.

—¡La comida! —declaró la señora Blair encantada—. No he tomado nada desde la hora del desayuno, excepción hecho de dos tazas de extracto de carne. ¿Comerá usted, señorita Beddingfeld?

—La verdad —respondí titubeando—, sí; tengo cierto apetito.

—¡Magnífico! Usted se sienta a la mesa del sobrecargo, ya lo sé. Abórdele acerca del asunto del camarote.

Bajé al salón, empecé a comer con miedo y terminé haciéndolo casi con glotonería. Mi amigo del día anterior me felicitó. Todo el mundo cambiaba de camarote aquel día, me dijo, y me prometió que mi camarote sería trasladado a uno exterior sin perder instante.

Sólo había cuatro personas sentadas a nuestra mesa: un par de señoras de edad, yo y un misionero que no hacía más que hablar de «nuestros pobres hermanos negros».

Eché una mirada a las otras mesas. La señora Blair se hallaba sentada a la mesa del capitán, con el coronel Race a su lado. Al otro lado del capitán había un hombre de cabellos entrecanos y aspecto distinguido. Había visto a muchos de los pasajeros sobre cubierta; pero uno de ellos no había aparecido en público antes. De haberlo hecho, difícilmente hubiese dejado de llamar mi atención. Era alto y moreno y tenía un semblante tan siniestro, que me sobresaltó. Le pregunté al sobrecargo, con cierta curiosidad, quién era aquel individuo.

—¿Ése? ¡Ah! Es el secretario de sir Eustace Pedler. Ha estado muy mareado, pobre hombre, y no ha salido hasta ahora. Sir Eustace viaja con dos secretarios y el mar ha podido con los dos. El otro no ha asomado la cabeza aún. Éste se llama Pagett.

Conque sir Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, iba a bordo. Probablemente no sería más que una coincidencia. Sin embargo...

—Ése es sir Eustace —prosiguió el sobrecargo—; el que está sentado junto al capitán. Pomposo como él solo.

Cuanto más escudriñaba el rostro del secretario, menos me gustaba. Su palidez uniforme, los ojos de pesados párpados y mirada reservada, la singular cabeza aplastada, todo ello me producía una sensación de asco, de aprensión, de malestar.

Salí del salón al mismo tiempo que él y le pisaba los talones cuando subió a cubierta. Estaba hablando con sir Eustace y sorprendí parte de la conversación.

—Atenderé a lo del camarote inmediatamente, ¿no? Es imposible trabajar en el suyo con todos los baúles que lleva.

—Amigo mío —respondió sir Eustace—, mi camarote tiene una misión doble: a) servir de sitio en que dormir; b) proporcionarme espacio en el que intentar vestirme. Jamás tuve la intención de pedirle que se acomodara en él y se pusiera a teclear con esa maldita máquina de escribir suya.

—Eso es lo que yo digo, sir Eustace; necesitamos un sitio en que trabajar. Para nuestros quehaceres se precisa espacio.

Al llegar a este punto me separé de ellos y bajé a ver si se estaba llevando a cabo mi traslado. Encontré a mi camarero muy ocupado y haciéndolo.

—Un camarote muy hermoso, señorita. En la cubierta D. El número trece.

—¡Oh, no! —exclamé—. ¡El trece, no!

Tal vez no tenga más superstición que ésa, la del trece. Y era un camarote muy hermoso, por cierto. Lo inspeccioné, vacilé y acabé venciendo mi estúpida superstición. Me dirigí, casi lacrimosa, al camarero.

—¿No hay otro camarote que me pueda dar?

El camarero reflexionó.

—Hay el diecisiete por el lado de estribor. Estaba vacío esta mañana, pero se me antoja que ha sido otorgado a otro ya. No obstante, puesto que el equipaje de ese caballero no ha sido trasladado aún, y ya que los caballeros no son tan supersticiosos como las damas, supongo que no le importará cambiarlo.

Recibí el ofrecimiento con alegría y gratitud. El camarero se fue a obtener la autorización del sobrecargo. Regresó sonriendo.

—No hay inconveniente, señorita. Podemos trasladarnos inmediatamente a él.

Me condujo al diecisiete. No era tan grande como el número trece; pero lo encontré eminentemente satisfactorio.

—Le traeré el equipaje en seguida, señorita —dijo el hombre.

En aquel instante apareció en la puerta el hombre de la cara siniestra, como le había bautizado yo.

—Perdonen —dijo—, pero este camarote queda reservado para uso de sir Eustace Pedler.

—No se preocupe, caballero —explicó el camarero—. Le estamos preparando ahora mismo el número trece en su lugar.

—No; era el número diecisiete el que se me había asignado.

—El número trece es un camarote mejor, caballero, y más grande.

—Escogí yo mismo el diecisiete y el sobrecargo dijo que para mí era.

—Lo siento —intervine con frialdad; pero el diecisiete me ha sido asignado a mí.

—No estoy de acuerdo con eso.

El camarero metió baza.

—El otro camarote es igual, sólo que mejor.

—Quiero el número diecisiete.

—¿Qué significa todo esto? —exigió una voz nueva—. ¡Camarero! ¡Ponga mi equipaje ahí! Éste es mi camarote.

Era mi compañero de mesa, el reverendo Eduardo Chichester.

—Usted perdone —le dije—; este camarote es mío.

—Le ha sido asignado a sir Eustace Pedler —dijo el señor Pagett.

Todos nos estábamos acalorando.

—Lamento tener que discutir este asunto —anunció Chichester, con sonrisa de humildad que no logró disimular su intención de salir con la suya.

He observado que los hombres que parecen sumisos y humildes son siempre muy testarudos. Se metió de lado por la puerta.

—Usted ha de ocupar el número veintiocho, por el lado de babor —dijo el camarero—. Es un camarote muy bueno.

—Me temo que he de insistir. El camarote que se me prometió fue el diecisiete.

Habíamos llegado a un punto muerto. Cada uno de nosotros estaba decidido a no ceder. En rigor, yo hubiera podido retirarme de la lucha y aliviar la tensión ofreciendo ocupar el número veintiocho. Mientras no se me dieran el trece, lo mismo me daba qué camarote me tocase. Pero me había picado. No tenía la menor intención de ser la primera en ceder. Y Chichester me era antipático. Usaba dentadura postiza y ésta emitía una serie de chasquidos cuando comía con ella. Más de un hombre se ha hecho odioso por menos motivo.

Todos dijimos las mismas cosas otra vez. El camarero nos aseguró, con más énfasis aún, que los otros dos camarotes eran mejores. Ninguno de nosotros le hizo, sin embargo, el menor caso.

Pagett empezó a enfadarse. Chichester conservó la calma. Yo hice lo propio mediante un esfuerzo. Pero seguíamos todos sin querer ceder el paso en nuestro derecho. Un guiño del camarero y una palabra en voz baja bastaron para indicarme lo que debía hacer. Me retiré sin llamar la atención. Tuve la suerte de tropezar con el sobrecargo casi inmediatamente.

—Por favor —dije—, ¿verdad que dijo que el camarote número diecisiete era para mí? Los otros no quieren ceder. El señor Chichester y el señor Pagett. Sí que me dejará a

ocuparlo, ¿verdad?

Siempre digo que no hay como un marino cuando se trata de ser galante. El sobrecargo confirmó mi opinión. Se presentó en escena, informó a los otros dos que el número diecisiete era el mío, y les dijo que podían ocupar el trece y el veintiocho, respectivamente, o quedarse en el que ya ocupaban, como quisieran.

Permití que mis ojos le dijeran cuan heroico le consideraba y me instalé en mi nuevo domicilio. El encuentro me había hecho mucho bien. El mar estaba como una balsa; el tiempo se hacía más caluroso a medida que transcurrían las horas. ¡El mareo había pasado a la historia!

Subí a cubierta y me enseñaron a jugar al herrón. Me inscribí para tomar parte en varios deportes. Se sirvió el té sobre cubierta y comí con apetito. Después del té, jugué al tejo de mesa, con unos jóvenes muy agradables. Se mostraron muy amables conmigo. La vida me pareció satisfactoria y deliciosa.

El toque de corneta que anunciaba la hora de irse a vestir me pilló por sorpresa y corrí a mi camarote. La camarera me aguardaba con cierta agitación reflejada en el semblante.

—Hay un olor horrible en su camarote, señorita. No sé lo que puede ser, pero dudo que pueda usted dormir aquí. Creo que hay un camarote vacante en la cubierta C. Podría trasladarse a él... a pasar esta noche por lo menos.

El olor era, en efecto, bastante malo; nauseabundo. Le dije a la camarera que reflexionaría acerca de la conveniencia de mudarme de camarote mientras me vestía. Me hice el tocado apresuradamente, olfateando con disgusto entretanto.

¿Qué era aquel olor? ¿Una rata muerta? No; algo peor que eso y completamente distinto. Sin embargo, no me era desconocido. Era algo que había olido antes. Algo... ¡Ah! ¡Ya lo sabía! ¡Asafétida! Había trabajado en el dispensario de un hospital algún tiempo durante la guerra y conocía varias drogas nauseabundas. Asafétida, eso era. Pero, ¿cómo...? Me senté en el sofá, dándome cuenta, de pronto, de lo que aquello significaba. Alguien había puesto un poco de asafétida en mi camarote. ¿Por qué? ¿Para conseguir que lo abandonara? ¿Por qué tenía tanto interés en echarme? Pensé en la escena de aquella tarde, viéndola ahora desde un punto de vista distinto. ¿Qué tenía el camarote diecisiete para que tantas personas tuvieran interés en ocuparlo? Los otros dos camarotes eran mejor que aquél, ¿por qué habían insistido los dos hombres en que querían el diecisiete?

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