—¡Vamos! Retírense un poco, ¿quieren? ¿Qué adelantan echándose encima?
Experimenté una repentina sensación de náuseas, di media vuelta y subí corriendo la escalera hacia el ascensor. La cosa era demasiado horrible. Necesitaba que me diera el aire. El médico que había examinado el cadáver iba delante de mí. El ascensor estaba a punto de arrancar. El otro había descendido ya. El médico echó a correr. Al hacerlo, se le cayó un trozo de papel.
Me agaché, lo recogí y salí corriendo tras él. Pero las puertas del ascensor se cerraron en mis narices y me quedé abajo, con el papel en la mano. Para cuando el segundo ascensor llegó al nivel de la calle, no se veía al médico por parte alguna. Confié que no sería nada importante lo que había perdido y lo examiné por primera vez.
Se trataba de media hoja de papel corriente, con unas cifras y unas palabras escritas en lápiz. Las siguientes:
17.1 22 Kilmorden Castle
No parecía ser cosa de gran importancia, desde luego. No obstante, me resistí a tirarlo. Mientras lo miraba arrugué involuntariamente la nariz con disgusto. ¡Naftalina otra vez! Me acerqué el papel a la nariz con tiento. Sí; olía fuertemente a naftalina. Pero después de todo...
Doblé cuidadosamente el papel y me lo metí en el bolso. Regresé a casa despacio y pensando mucho.
Le expliqué a la señora Flemming que había sido testigo de un accidente desagradable en el «metro», que estaba algo alterada, y que me retiraría a mi cuarto a echarme un rato. La bondadosa mujer insistió en que tomara una taza de té. Después de eso dejaron que me las apañara sola y me puse a poner en práctica un plan que había trazado camino de casa. Quería saber qué era lo que me había producido aquella sensación de irrealidad mientras observaba cómo examinaba el médico el cadáver. Empecé por tenderme en el suelo de la misma manera en que lo había estado el desconocido. Luego coloqué una almohada en mi lugar y me puse a imitar todos los movimientos y gestos del médico que recordaba. Cuando hube terminado, había descubierto ya lo que deseaba. Me senté sobre los talones y me quedé mirando a la pared de enfrente frunciendo el entrecejo.
Los periódicos de la noche publicaron un suelto dando cuenta de la muerte de un hombre en el «metro» y se expresó la duda de si se trataba de un suicidio o de un accidente. Al leerlo, creí ver claro mi deber, y cuando el señor Flemming oyó mi relato, se mostró de acuerdo conmigo.
—No cabe la menor duda de que su presencia será necesaria cuando se lleve a cabo la prueba judicial. ¿Dice usted que no había cerca ninguna otra persona para ver exactamente lo ocurrido?
—Experimenté la sensación de que alguien se acercaba por detrás de mí; pero no puedo tener la seguridad... Y sea como fuere, nadie hubiera podido estar tan cerca como yo lo estaba.
Se celebró la encuesta. El señor Flemming dio todos los pasos necesarios y me llevó consigo. Pareció temer que aquello iba a resultar una prueba demasiado dura para mí, y tuve que ocultarle cuan completamente serena me encontraba.
Habían identificado al interfecto. Se trataba de un tal L. B. Carton. No se le había hallado nada en el bolsillo, salvo una autorización, firmada por un agente de fincas, para que pudiera ver una casa situada a orillas del río cerca de Marlow. Iba extendida a nombre de L. B. Carton, Hotel Russell. El conserje del hotel identificó al muerto, asegurando que había llegado el día anterior y alquilado una habitación. Se había inscrito en el registro con el nombre de L. B. Carton, de Kimberley, África del Sur. Era evidente que acababa de desembarcar.
—Yo era la única que presencié el suceso.
—¿Usted cree que fue un accidente? —me preguntó el juez.
—Estoy completamente segura de ello. Algo le alarmó y retrocedió instintivamente, sin pensar en lo que hacía.
—Pero, ¿qué pudo haberle alarmado?
—Eso no lo sé. Pero hubo algo. Parecía tener un pánico enorme.
Un miembro del jurado insinuó que a algunos hombres les aterraban los gatos. Aquél podría haber visto un gato. A mí me pareció muy ingeniosa su insinuación; pero el jurado en pleno, que evidentemente ardía en deseos de volver a casa cuanto antes y experimentaba una viva satisfacción en poder dictaminar que se trataba de un accidente y no de un suicidio, acogió la insinuación con muestras de contento.
—Encuentro extraordinario —dijo el juez— que el médico que examinó el cadáver no se haya presentado. Debieron haberle pedido el nombre y las señas. El no haberlo hecho constituye una verdadera irregularidad.
Sonreí para mis adentros. Tenía mis teorías en cuanto al doctor se refería. Y basándome en las mías había formado el propósito de hacer una visita a Scotland Yard dentro de muy poco.
Pero a la mañana siguiente recibí una sorpresa. Los Flemming estaban suscritos al
Daily Budget
, y el
Daily Budget
había encontrado aquella mañana un asunto muy de su agrado.
EXTRAORDINARIA SECUELA AL ACCIDENTE OCURRIDO EN EL «METRO»: UNA MUJER APUÑALADA EN UNA CASA SOLITARIA
Leí con avidez:
«Ayer se hizo un descubrimiento sensacional en la Casa del Molino, de Marlow. La Casa del Molino, propiedad de sir Eustace Pedler, miembro del Parlamento, se alquila sin muebles. En el bolsillo del hombre de quien se creyó al principio que se había suicidado dejándose caer sobre el rail electrificado de la estación del «metro» de Hyde Park Corner, se halló una autorización para ver dicha casa. Ayer se descubrió en una de las habitaciones del piso superior de la Casa del Molino el cadáver de una joven muy hermosa, que había muerto estrangulada; pero hasta el momento de entrar en prensa, no ha sido identificada. Se asegura que la policía sigue la pista. Sir Eustace Pedler, propietario de la Casa del Molino, se halla pasando el invierno en la Costa Azul.»
Nadie se presentó a identificar a la muerta. En la prueba salieron a relucir los hechos siguientes: Poco después de la una del día 8 de enero, una mujer bien vestida, que hablaba con un leve acento extranjero, se había presentado en las oficinas de los señores Butler & Park, agentes de fincas, en Knightsbridge. Explicó que deseaba alquilar o comprar una casa a orillas del Támesis y cerca de Londres. Se le dieron detalles de varias, entre ellas la Casa del Molino. Dio el nombre de señora de Castina, y como señas el Hotel Ritz; pero se comprobó que no paraba allí persona alguna de dicho nombre y los empleados del hotel no la reconocieron.
La señora James, esposa del jardinero de sir Eustace, que hacía de guardián de la casa y vivía en el pabelloncito que daba a la carretera real, prestó declaración.
A eso de las tres de aquella tarde se acercó una señora a ver la casa. Enseñó una autorización de los agentes, y de acuerdo con la costumbre establecida, la señora James le dio las llaves de la casa. Ésta se hallaba a cierta distancia del pabellón y la mujer no solía acompañar nunca a los inquilinos en perspectiva. Unos minutos más tarde llegó un joven. Era alto, ancho de espaldas, bronceado y de ojos grises claros. Iba afeitado y llevaba un traje color castaño. Le explicó a la señora James que era amigo de la señora que había ido a ver la casa, pero que se había detenido en Correos a expedir un telegrama. Ella le enseñó el camino de la casa y no volvió a acordarse del asunto.
Cinco minutos más tarde volvió a aparecer, le devolvió las llaves y anunció que temía que la casa no les conviniese. La señora James no vio a la señora, pero supuso que se habría adelantado al otro. Lo que sí observó fue que el joven parecía bastante alterado.
—Tenía el mismo aspecto —aseguró— que si hubiera visto un fantasma. Creí que se había puesto enfermo.
Al día siguiente otra pareja fue a ver la casa y descubrió el cadáver en uno de los cuartos de arriba. La señora James reconoció en él a la señora del día anterior. Los agentes también la identificaron, asegurando que se trataba de la «señora de Castina». El médico forense emitió la opinión de que la mujer había muerto unas veinticuatro horas antes. El
Daily Budget
exponía la teoría de que el hombre del «metro» había asesinado a la mujer, suicidándose a continuación. No obstante, como quiera que el hombre del «metro» había muerto a las dos de la tarde y que la mujer estaba viva a las tres, lo lógico era suponer que los dos sucesos no guardaban relación alguna entre sí y que la autorización para visitar la casa de Marlow hallada en el bolsillo del hombre no era más que una de esas coincidencias con las que uno se tropieza a veces en esta vida.
El jurado calificó el hecho de «asesinato deliberado cometido por persona o personas desconocidas», y dejó que la policía (y el
Daily Budget
) se encargaran de buscar «al hombre del traje color castaño». Puesto que la señora James estaba segura de que nadie había en la casa en el momento de entrar en ella la señora, y de que nadie había entrado en ella salvo el joven en cuestión hasta la tarde siguiente, parecía lógico suponer que él era el asesino de la desgraciada señora Castina. La habían estrangulado con un trozo de cordón negro muy fuerte y era evidente que la habían pillado por sorpresa, no dándole tiempo a gritar. El bolso de seda negra que llevaba la mujer contenía una carterita repleta de billetes y unas monedas sueltas, un pañuelo fino, de encaje, sin marca alguna, y la vuelta de un billete de ida y vuelta en primera, desde Londres. No gran cosa para sacar consecuencias.
Tales fueron los detalles publicados por el
Daily Budget
y «¡Hay que encontrar al hombre del traje color castaño!» se convirtió en su grito de guerra diario. Unas quinientas personas escribían diariamente, por término medio, anunciando haber dado con el individuo en cuestión. Y muchos jóvenes altos, de bronceada tez, maldijeron el día en que su sastre les había instado a que se hicieran un traje color castaño. El accidente del «metro», desterrado ya como una simple coincidencia, fue olvidado por el público.
¿Se trataba de una coincidencia? No estaba yo tan segura. Sin duda alguna tenía prejuicios, el incidente del «metro» se había convertido en misterio favorito mío; pero a mí, desde luego, me parecía ver cierta relación entre los dos hechos. En ambos figuraba un hombre de tez bronceada, un inglés que había vivido en el extranjero, evidentemente. Y había otras cosas. Fue el pensamiento de estas otras cosas lo que por fin me empujó a dar el paso decisivo. Me presenté en Scotland Yard y exigí hablar con quienquiera que estuviese encargado del caso sucedido en la llamada Casa del Molino.
Tardaron un buen rato en comprender lo que pedía, puesto que, por equivocación, me había introducido en el departamento donde se almacenan los paraguas perdidos; pero por fin me introdujeron en un cuartito y me presentaron al detective Meadows.
El inspector Meadows era un hombrecillo pelirrojo, de modales que a mí se me antojaron singularmente exasperantes. Un satélite, vestido de paisano, se hallaba sentado en un rincón.
—Buenos días —dije, nerviosa.
—Buenos días. ¿Tiene la amabilidad de sentarse? Creo que sabe usted algo que, en su opinión, puede servirnos de ayuda.
Su tono parecía indicar que semejante cosa era improbable en grado sumo. Y empezó a despertarse mi furia.
—Conocerá usted el caso del hombre que murió en el «metro» indudablemente... El hombre que llevaba en el bolsillo una autorización para visitar la casa de Marlow.
—¡Ah! —murmuró el inspector—. Usted es la señorita Beddingfeld, la que prestó declaración durante la encuesta. En efecto, el hombre llevaba la autorización que usted dice en el bolsillo. Y es posible que muchas otras personas la llevaran también...; sólo que a ellas no las mataron.
Reagrupé mis fuerzas.
—¿No le parece extraño que aquel hombre no llevara su billete en el bolsillo?
—Es la cosa más fácil del mundo perder un billete de ferrocarril. Me ha ocurrido a mí mismo más de una vez.
—Ni dinero.
—Llevaba unas monedas sueltas en el bolsillo del pantalón.
—Pero no llevaba cartera.
—Son muchos los hombres que no llevan cartera.
Cambié de táctica.
—¿No le parece raro que el médico no se presentara después?
—Ocurre con frecuencia que el médico tiene mucho trabajo o no lee los periódicos. Es posible que olvidara el incidente por completo.
—En resumen, inspector —dije con dulzura—, usted está decidido a no hallar nada raro en el asunto.
—La verdad es, señorita Beddingfeld, que me inclino a creer que le gusta a usted con exceso la palabra «raro». Ya sé que las jóvenes son románticas... muy amantes de misterios y cosas así. Pero como yo tengo muchas ocupaciones...
Comprendí la indirecta y me puse en pie.
El hombre del rincón dijo con humildad:
—Tal vez querría la señorita darnos a conocer en pocas palabras qué ideas tiene sobre el asunto, ¿no le parece, inspector?
El inspector aceptó la sugerencia sin vacilar.
—Sí —dijo—. Vamos, señorita Beddingfeld, no se ofenda. Ha hecho usted preguntas e insinuado cosas. Diga sin ambages lo que lleva en el pensamiento.
—Dijo usted durante la encuesta —prosiguió el otro— que estaba segura de que no se trataba de un suicidio.
—Sí; estoy completamente segura de ello. El hombre estaba asustado. ¿Qué le asustó? No fui yo. Pero pudo haber estado cruzando alguien el andén en dirección a nosotros... alguien a quien él reconoció.
—¿No vio usted a nadie?
—No —confesé—; no volví la cabeza. Luego, en cuanto fue alzado el cuerpo de la vía, se abrió paso un hombre para examinarlo, diciendo que era médico.
—No hay nada de particular en eso.
—Pero no era médico.
—¿Cómo?
—No era médico —repetí.
—¿Cómo sabe usted eso, señorita Beddingfeld?
—Es difícil explicarlo con exactitud. He trabajado en un hospital durante la guerra y he visto a muchos médicos examinar cadáveres. Lo hacen con una indiferencia, con una falta de sensibilidad, que eché de menos en aquel hombre. Además, un médico no suele buscarle a uno el corazón en el lado derecho.
—¿Hizo él esto?
—Sí. No presté especial atención a lo sucedido por entonces. Sólo me di cuenta que había algo raro. Pero procuré reproducir toda la escena cuando llegué a casa y entonces comprendí por qué me había parecido la cosa algo anormal.
—¡Hum! —murmuró el inspector, alargando lentamente la mano para coger pluma y papel.
—Al pasar las manos por la parte superior del cuerpo del hombre, tendría ocasión de sacar lo que quisiera de los bolsillos.