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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

El hombre del traje color castaño (22 page)

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Nadina nunca había estado en Inglaterra durante la época de sus brillantes éxitos en París. Era desconocida de los públicos londinenses. Las fotografías publicadas por los periódicos de la mujer asesinada eran tan borrosas que nada de particular tenía que nadie las hubiese identificado. Por otra parte, Nadina había guardado secreta su intención de visitar Inglaterra. El día siguiente de su asesinato, su apoderado había recibido una carta supuestamente firmada por ella, en la que le notificaba que regresaba a Rusia por asuntos particulares urgentes y que debía él arreglarle la cuestión del contrato incumplido como mejor supiese.

Esto, claro está, no lo supe hasta más adelante. Con la completa aprobación de Susana expedí un largo cable desde De Aar. Llegó en un momento psicológico (esto tampoco lo supe hasta más tarde, claro está). El
Daily Budget
andaba falto de noticias sensacionales. Se comprobó mi insinuación, resultando ésta exacta, y el
Daily Budget
obtuvo un éxito sonado, dejando tamañitos a todos los demás periódicos «Víctima del asesinato de la Casa del Molino identificada por nuestra enviada especial», etc. «Nuestra enviada hace un viaje con el asesino. El hombre del traje color castaño. Su verdadero aspecto.»

Los detalles principales fueron cablegrafiados a los periódicos sudafricanos; pero yo no leí mis propios artículos hasta muchísimo más adelante. Recibí un cablegrama de aprobación e instrucciones completas en Bulawayo. Quedaba admitida como parte integrante de la Redacción del
Daily Budget
, y el propio lord Nasby me telegrafió unas cuantas palabras de felicitación. Se me encargaba definitivamente de seguir la pista del asesino. Y yo, y sólo yo, sabía que el asesino
no
era Enrique Rayburn.

Que el mundo siguiese creyéndolo culpable, sin embargo. Era preferible de momento.

Capítulo XXIV

Llegamos a Bulawayo a primera hora de la mañana del sábado. El lugar me desilusionó. Hacía mucho calor y el hotel me resultó odioso. Además, sir Eustace estaba con morros; esto es la única manera de que pueda expresar su humor. Yo creo que eran nuestros animalitos de madera los que le molestaban, sobre todo la jirafa. Era una jirafa colosal, de cuello imposible, ojo apacible y rabo abatido. Tenía personalidad. Tenía encanto. Empezaba a iniciarse ya entre Susana y yo una controversia acerca de cuál de las dos sería su dueña. Cada una de nosotras había contribuido con un
tiki
para comprarla. Susana alegaba a su favor tener más edad que yo y ser casada. Yo insistía en que había sido la primera en descubrir su belleza.

Entretanto, he de confesar que ocupaba demasiado espacio del que disponíamos. El transportar cuarenta y nueve animales de madera, todos ellos de forma complicada y de madera extremadamente frágil, resultaba un verdadero problema. Cargamos a dos mozos con una manada de animales. Uno de ellos dejó caer inmediatamente un grupo de preciosos avestruces y les rompió la cabeza. Escarmentadas por aquello, Susana y yo cargamos con todos los que pudimos. El coronel Race nos ayudó y yo le puse a sir Eustace la jirafa en los brazos. Ni siquiera la correcta señorita Pettigrew pudo librarse: le tocó transportar un hipopótamo muy grande y dos guerreros negros. Tuve la impresión de que no le era muy simpática la carga a la nueva secretaria. Quizá le pareciera yo una descarada. Sea como fuere, el caso era que su rostro no me resultaba del todo desconocido, aunque no lograba recordar dónde lo había visto antes.

Descansamos la mayor parte de la mañana, y por la tarde fuimos a los Matoppos a ver la tumba de Rhodes. Es decir, habíamos de hacerlo; pero a última hora, sir Eustace se echó atrás. Estaba casi de tan mal humor como en la mañana que llegamos a la Ciudad de El Cabo, cuando se le ocurrió botar melocotones contra el suelo y se le despachurraron. Evidentemente, el llegar temprano a los sitios no es bueno para su temperamento. Maldijo a los mozos; maldijo a los camareros a la hora del desayuno; maldijo a toda la dirección del hotel y, sin duda alguna, hubiese querido maldecir a la señorita Pettigrew. Es la viva imagen de la secretaria eficaz de las novelas. Salvé a nuestra querida jirafa justamente a tiempo. Estoy convencido de que a sir Eustace le hubiese encantado estrellarla contra el suelo.

Pero volvamos al asunto de la expedición. Después de echarse atrás sir Eustace, la señorita Pettigrew dijo que también se quedaría ella, por si acaso su jefe la necesitaba. Y, en el último instante, Susana mandó decir que tenía un fuerte dolor de cabeza. Conque el coronel Race y yo nos marchamos solos.

El coronel era un hombre extraño. Uno no se da tanta cuenta de ello cuando hay más gente. Pero cuando se halla a solas con él, su personalidad casi resulta abrumadora. Se torna más taciturno, no obstante lo cual su silencio parece decir mucho más que su conversación.

Así fue aquel día cuando nos dirigimos a los Matoppos en automóvil cruzando por entre los chaparrales. Todo parecía guardar silencio, menos nuestro coche, que seguramente era el primer «Ford» construido en el mundo. La tapicería estaba hecha unos zorros y, aunque no entiendo una palabra de motores, hasta yo me daba cuenta de que aquél no funcionaba como debía funcionar.

Poco a poco fue cambiando el aspecto del campo. Aparecieron grandes piedras amontonadas hasta formar fantásticas figuras. Experimenté, de pronto la sensación de que me encontraba en una edad prehistórica. Durante unos momentos los hombres de Neanderthal me parecieron seres tan reales como le habían parecido a papá. Me volví hacia el coronel Race.

—Debieron de existir gigantes en otros tiempos —dije con soñadora voz—; y sus hijos serían igual que los niños de hoy. Jugarían con puñados de guijarros, amontonándolos y volviéndolos a hundir. Y cuanto más mañosamente lograran equilibrarlos más satisfechos quedarían. Si hubiera yo de bautizar este lugar, le daría el nombre de El País de los Niños Gigantes.

—Quizás ande más cerca de la realidad de lo que usted se figura —respondió el coronel Race solemnemente—. Sencilla, primitiva, grande... eso es lo que es África.

Asentí con un movimiento de cabeza comprensivo.

—Usted la ama, ¿verdad? —pregunté.

—Sí. Pero el vivir en África mucho tiempo... bueno, le hace a uno lo que usted llamaría cruel. Uno llega a dar muy poco valor a la vida y a la muerte.

—Sí —murmuré yo pensando en Enrique Rayburn. Él había sido así también—. Pero no cruel para con los seres débiles, ¿verdad?

—Depende de lo que uno entienda por «seres débiles», señorita Ana.

Había en su voz un dejo tan serio que casi me sobresaltó. Me di cuenta de que, en realidad, sabía muy poco de aquel hombre que se hallaba sentado junto a mí.

—Creo que quise decir niños y perros.

—Puedo decir sin mentir que jamás he sido cruel para con niños o perros. Conque... ¿usted no clasifica a las mujeres entre los seres débiles?

Reflexioné.

—No; me parece que no... aunque supongo que lo son. Es decir, lo son hoy día. Pero papá decía siempre que, en tiempos primitivos, hombres y mujeres erraban por el mundo, iguales en fuerza... como leones y tigres...

—¿Y jirafas? —inquirió el coronel con malicia.

Reí. Todo el mundo se burlaba de aquella jirafa.

—Y jirafas. Porque eran nómadas ¿comprende? Las mujeres sólo se hicieron débiles cuando se formaron comunidades e hicieron ellas una cosa mientras los hombres se dedicaban a otra. Y, claro está, en el fondo uno sigue siendo igual... uno
siente
lo mismo, quiero decir. Por eso adora la mujer la fuerza física del hombre. Es algo que tuvo en otros tiempos y que ahora ha perdido.

—En otras palabras, es una especie de culto a los antepasados, ¿no?

—Algo así.

—¿Y cree usted de verdad que eso es cierto? ¿Que las mujeres adoran la fuerza bruta quiero decir?

—Creo que es completamente cierto... si una es sincera. Una cree admirar cualidades morales, pero cuando una se enamora se convierte de nuevo en un ser primitivo y lo físico es lo único que tiene valor para ella. Pero no creo que sea eso el fin. No vivimos en tales condiciones sin embargo. Conque, a fin de cuentas, vence lo otro después de todo. Son las cosas aparentemente vencidas las que siempre ganan, ¿no le parece? Ganan de la única manera que importa. Algo así como lo que dice la Biblia de perder el alma y encontrarla.

—A fin de cuentas —dijo el coronel Race pensativo—, uno se enamora... y se desenamora. ¿Es eso lo que quiere decir?

—No es eso exactamente, pero puede expresarlo así si quiere.

—Pero no creo que se haya desenamorado usted nunca, ¿verdad, señorita Ana?

—No, desde luego —reconocí con franqueza.

—Ni que se haya enamorado tampoco.

No respondí.

El coche se detuvo y puso fin a nuestra conversación. Nos apeamos y empezamos el lento ascenso hacia el Mirador del Mundo. Sentí, y no por primera vez, un leve desasosiego en la compañía del coronel. ¡Velaba tan bien sus pensamientos tras los impenetrables ojos negros! Me asustaba un poco. Nunca sabía a qué atenerme con él. Seguimos ascendiendo en silencio hasta llegar al punto en que yace sepultado Rhodes, custodiado por gigantescas peñas. Lugar extraño, imponente, lejos de todo trasiego humano, que entona un eterno canto triunfal con su indómita belleza.

Permanecimos sentados allí un buen rato en silencio. Luego descendimos de nuevo, desviándonos un poco del camino. A veces el descenso era difícil y una vez llegamos a una pendiente o peña casi vertical.

El coronel se adelantó. Luego se volvió para ayudarme.

—Más vale que la alce —dijo de pronto.

Y me levantó en vilo con un rápido movimiento.

Me di cuenta de su fuerza cuando me puso en pie de nuevo y me soltó. Hombre de hierro, con músculos tirantes como el acero. Y volví a sentir miedo, sobre todo al no apartarse él a un lado, sino quedarse de pie ante mí, mirándome de hito en hito durante unos momentos.

—¿Qué es lo que hace usted aquí en realidad, Ana Beddingfeld? —me preguntó bruscamente.

—Soy una gitana que quiere ver mundo.

—Sí; eso es cierto. La correspondencia del periódico no es más que un pretexto. No tiene usted alma de periodista. Está campando por sus respetos, intentando disfrutar de la vida. Pero eso no es todo.

¿Qué era lo que iba a obligarme a decirle? Tuve miedo, ¡miedo! Le miré cara a cara. Mis ojos no saben guardar secretos como los suyos; pero tienen el poder de llevar la guerra a territorio enemigo.

—¿Qué es lo que hace
usted
realmente aquí, coronel Race? —le pregunté.

Durante un instante creí que no iba a contestarme. Era evidente que le había dejado un poco parado sin embargo. Por fin habló, y sus palabras parecieron proporcionarle cierta sombría diversión.

—Persigo la ambición —repuso—. Tal como suena. Persigo la ambición. Recordará usted, señorita Beddingfeld, que «por tal pecado cayeron los ángeles», etc.

—Dicen —observé yo lentamente— que está usted relacionado, en realidad, con el gobierno... que pertenece al Servicio Secreto. ¿Es cierto eso?

¿Fue ilusión mía, o vaciló una fracción de segundo antes de responder?

—Puedo asegurarle, señorita Beddingfeld, que me hallo aquí como simple particular y que viajo con el exclusivo fin de distraerme.

Al recordar su respuesta más adelante, se me antojó ligeramente ambigua. Quizá tuviera él la intención de que lo fuese.

Volvimos al coche en silencio. A mitad de camino de Bulawayo nos detuvimos a tomar el té ante una construcción bastante primitiva que se alzaba al lado del camino. El propietario estaba cavando en el jardín y pareció molestarle que le turbasen. Pero prometió hacer lo que pudiera. Tras una espera interminable, nos trajo unas pastas rancias y té templado. Luego volvió a desaparecer en el jardín.

No bien hubo marchado él, nos vimos rodeados de gatos. Seis de ellos, que maullaban lastimeramente a coro. El ruido era ensordecedor. Les ofrecí unos pedazos de pasta. Los devoraron con voracidad. Derrame toda la leche que había en un platillo y lucharon unos contra otros por bebérsela.

—¡Oh! —exclamé indignada—, ¡están muertos de hambre! Es un crimen. Por favor, pida más leche y otro plato de pastas.

El coronel Race marchó en silencio a cumplir mi mandato. Los gatos se habían puesto a mayar otra vez. Regresó con una gran jarra de leche y los gatos se la bebieron.

Me puse en pie, con gesto de determinación.

—Voy a llevarme a estos gatos... No los dejaré aquí.

—Mi querida criatura, no sea absurda. No puede cargar con seis gatos y cincuenta animalitos de madera.

—No se acuerde de los animales de madera. Esos gatos están vivos. Me los llevaré.

—No hará usted tal cosa.

Lo miré con resentimiento; pero él prosiguió:

—Me cree usted cruel. Pero la vida es demasiado dura para que pasemos por ella tornándonos sentimentales ante cosas como ésta. Es inútil que insista. No le permitiré que se los lleve. Nos encontramos en un país primitivo y yo soy más fuerte que usted.

Siempre he sabido reconocer mi derrota. Volví al coche con lágrimas en los ojos.

—Es probable que sólo anden faltos de comida hoy —explicó consolador—. La mujer de ese hombre ha marchado a Bulawayo en busca de provisiones. Conque no se moleste. Además ya debe usted saber que el mundo está lleno de gatos famélicos.

—Calle...
calle
... —le dije con ferocidad.


Le estoy
enseñando a que vea la vida tal como es. Le estoy enseñando a ser dura e implacable... como lo soy yo. Ese es el secreto de la fuerza... y el secreto del éxito.

—¡Antes muerta que ser dura! —le respondí con fuego.

Nos metimos en el coche y emprendimos el viaje de regreso. Me fui dominando poco a poco. De pronto, con enorme asombro mío, el coronel me cogió la mano.

—Ana —dijo con dulzura—, te quiero. ¿Te casarías conmigo?

Me quedé estupefacta.

—¡Oh, no! —balbucí—. No puedo.

—¿Por qué no?

—No lo quiero a usted así. Nunca he pensado en usted como posible esposo.

—Ya... ¿Es la única razón?

Tuve que ser sincera. Le debía eso, por lo menos.

—No —repuse—; no lo es. Es que... yo quiero a otro.

—Ya... —volvió a decir—. ¿Y ocurría lo propio al principio... cuando la vi por primera vez... a bordo del Kilmorden?

—No —susurré—. Ocurrió... después.

—Ya —dijo por tercera vez.

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