—Si usted cree que yo he hablado... —empecé con calor.
Él me tranquilizó con una sonrisa.
—No dudo de usted, señorita Beddingfeld. Si alguna vez dije lo contrario, mentí. No, pero hay una persona a bordo que lo ha sabido desde el primer momento. Sólo tiene que hablar... y estoy perdido. No obstante, voy a arriesgarme en la esperanza de que no hablará.
—¿Por qué?
—Porque es un hombre a quien le gusta trabajar solo. Y si la policía me cogiera, dejaría de serle útil a él. Libre... pudiera serlo. Bueno; dentro de una hora saldremos de dudas.
Rió burlonamente, pero noté que su expresión se hacia más dura. Si lo estaba arriesgando todo a una carta, era un buen jugador. Sabía perder y sonreír.
—Sea como fuere —agregó en tono más normal—, no supongo que volvamos a encontrarnos.
—No —dije lentamente—; supongo que no.
—Conque...
adiós
.
—Adiós.
Me estrechó la mano con fuerza. Durante un minuto los singulares ojos grises claros parecieron quemar los míos. Luego dio media vuelta bruscamente y se alejó. Oí el ruido de sus pisadas sobre cubierta. Repercutieron y volvieron a repercutir. Me pareció que las oiría siempre. Pisadas que salían de mi vida.
Puedo confesar con franqueza que las dos horas siguientes no fueron muy agradables para mí. No volví a respirar con libertad hasta que me hallé sobre el muelle después de haber cumplido la mayor parte de las formalidades que la burocracia exige. No se había efectuado detención alguna y me di cuenta que era un día glorioso y que tenía un apetito voraz. Me reuní con Susana. De todas formas, iba a pasar la noche con ella en el hotel. El barco no seguía hasta Port Elizabeth y Durban hasta la mañana siguiente. Nos metimos en un taxi y nos hicimos conducir al Hotel Mount Nelson.
Todo me pareció paradisíaco. El sol, el aire, las flores... Cada vez que recordaba Little Hampsly en enero, con el barro hasta las rodillas y la lluvia seguida, me estremecía de encanto. Susana no se mostraba, ni con mucho, tan entusiasmada. Había viajado mucho, naturalmente. Además, no era de las que se excitan en ayunas. Me dio un rapapolvo cuando solté un gritito de entusiasmo al ver un convólvulo azul gigante.
Y a propósito, me gustaría dejar bien sentado aquí que este relato no va a ser un relato de África del Sur. No garantizo colorido local alguno, ya saben ustedes lo que quiero decir; media docena de palabras en bastardilla en cada página. Soy una gran admiradora de eso, pero no puedo hacerlo. Cuando se trata de islas del Pacífico, claro está, se habla inmediatamente de
béche-de-mer
. No sé lo que es
béche-de-mer
. No lo he sabido nunca. Probablemente no lo sabré jamás. He intentado adivinarlo dos o tres veces. Y me he equivocado invariablemente. Ya sé que en Sudáfrica se empieza a hablar inmediatamente de un
stoep
. Sí sé lo que es un
stoep
. Es lo que da la vuelta a una casa, y una se sienta allí. En otras partes del mundo se le llama una galería, una
veranda
, una
plaza
y un
ha-da
. También hay
pawpaws
con frecuencia. Descubrí inmediatamente lo que eran porque la camarera holandesa me sirvió una para desayunar. Creí al principio que era un melón podrido. La camarera me sacó de mi error y me persuadió de que usara jugo de limón y azúcar y probara otra vez. Quedé muy satisfecha de probar el
pawpaw
. Siempre lo había asociado vagamente con la
hula-hula
, que según creo (aunque tal vez me equivoque), es la clase de faldita de hierba que llevan las bailarinas hawaianas. No; creo que me equivoco. La faldita esa se llama
lava-lava
.
Sea como fuere, todas estas cosas resultan muy animadoras cuando una llega a Inglaterra. No puedo menos de pensar que resultaría más agradable nuestra existencia insular si una pudiera desayunarse
tocino-tocino
y salir luego enfundada en un
jersey-jersey
a pagar los libros.
Susana se mostró un poco más dócil después de desayunarse. Me habían dado la habitación contigua a la suya, desde la que se veía
Table Bay
. Contemplé el paisaje mientras Susana buscaba una crema facial especial. Cuando la hubo encontrado y empezó a ponérsela, adquirió la facultad de poderme escuchar.
—¿Vio usted a sir Eustace? —le pregunté—. Salía de desayunarme cuando entramos nosotras. Le habían servido pescado no muy fresco y no sé qué y le estaba dando al camarero mayor su opinión. También botó un melocotón en el suelo para demostrar lo duro que era... sólo que resultó ser menos duro de lo que él se suponía y se espachurró.
Susana sonrió.
—A sir Eustace le gusta tan poco madrugar como a mí. Pero, Ana, ¿vio usted al señor Pagett? Me tropecé en el pasillo con él. Tiene un ojo a la funerala. ¿Qué habrá estado haciendo?
—Sólo intentando tirarme por la borda al mar —repliqué flemáticamente.
Me apunté un tanto: Susana se dejó la cara a medio embadurnar e insistió en que le diera detalles. Se los di.
—¡La cosa se hace más misteriosa que nunca! —exclamó—. Creí que me iba a tocar a mí un bombón cuando quedamos en que me cuidara de sir Eustace, y que usted iba a acaparar las emociones al encargarse del reverendo Eduardo Chichester. Pero ahora no estoy tan segura. Dios quiera que Pagett no me tire del tren en una noche oscura.
—Creo que aún está usted por encima de toda sospecha, Susana. Pero si la cosa llegara a estos extremos, cablegrafiaré a Clarence. Supongo tomaría sus medidas.
—Eso me recuerda... Déme un impreso de cablegrama. Déjeme pensar..., ¿cómo diré? «Estoy complicada en un misterio emocionante. Haz el favor de mandarme mil libras esterlinas.
Susana
.»
Tomé un cablegrama y le hice ver que podía eliminar «estoy», «en» y «un». Y además, si lo mismo le daba no ser cortés, el «haz el favor de mandarme», poniendo en su lugar: «mándame». Susana, sin embargo, parece ser muy despreocupada en cuestiones de dinero, y una verdadera derrochadora. En lugar de hacer caso de mis advertencias, agregó seis palabras más: «Me estoy divirtiendo de lo lindo.»
Susana tenía el compromiso de ir a comer con unas amistades suyas que pasaron por el hotel a buscarla a las once y me quedé sola. Recorrí los jardines del hotel, crucé las vías del tranvía y seguí por la umbrosa avenida hasta llegar a la calle Mayor. Me estuve paseando, viendo lo que había que ver, gozando del sol y del aspecto de los negros vendedores de flores y frutas. También descubrí un sitio en que servían unos refrescos deliciosos. Por último, compré un cestillo de melocotones por seis peniques y regresé al hotel.
Con gran sorpresa y satisfacción mía, encontré allí una carta. Era del Conservador del Museo. Había leído la noticia de mi llegada a bordo del
Kilmorden
, noticia en la que se me mencionaba como hija del difunto profesor Beddingfeld. Había conocido a mi padre y sentía una gran admiración por él. Aseguraba, a continuación, que su esposa quedaría encantada si aceptaba su invitación de ir a tomar el té con ellos aquella tarde a su hotelito de Muizenberg. Me explicaba cómo podía llegar hasta allí.
Resultaba agradable saber que aún se recordaba al pobre papá y que se tenía un elevado concepto de él. Preví que iba a tener que someterme a que me enseñaran minuciosamente el museo antes de salir de la Ciudad de El Cabo; pero decidí correr ese riesgo. Mucha gente hubiera quedado encantada con semejante posibilidad; pero lo dulce empalaga cuando una ha tenido que soportarlo toda la vida, mañana, tarde y noche.
Me puse el mejor sombrero que tenía (uno que Susana ya no quería llevar), y el vestido blanco menos arrugado y salí del hotel inmediatamente después de comer. Tomé un tren ligero en Muizenberg y llegué allí media hora más tarde. Fue una excursión agradable. El tren avanzó ceñido a la base de
Table Mountain
y eran muy hermosas algunas de las flores que vimos. Como la geografía no es mi fuerte, nunca me había dado cuenta, por completo, de que la Ciudad de El Cabo se alza sobre una península, y por consiguiente, quedé algo sorprendida cuando, al apearme del tren, me encontré de cara al mar otra vez. Me encantó ver la manera como la gente se bañaba. Usaban una especie de tabla corta, curvada, y llegaban hasta la playa de pie en ella, flotando sobre las olas.
Era demasiado temprano para ir a tomar el té. Me dirigí al pabellón de baños y, cuando me preguntaron si quería yo una de aquellas tablas también, contesté: «Sí, gracias.» El flotar sobre estas tablas parece sencillísimo.
No lo es
. No digo más. No obstante, decidí volver a la primera oportunidad que se me presentara y probar suerte otra vez. No estaba dispuesta a dejarme vencer. Y entonces, por pura casualidad, pude flotar un buen rato sin caerme y llegué a la playa delirante de felicidad. Surfriding (Cabalgar rompientes), como lo llaman, es así. O está una mascullando maldiciones o se siente encantada de haber nacido. Experimenté cierta dificultad en dar con «Villa Medgee». Se encontraba en la ladera de la montaña, completamente aislada y lejos de los demás hotelitos. Toqué el timbre y me abrieron.
—¿La señora Raffini? —pregunté.
Me hizo pasar. Echó a andar delante de mí por un pasillo y abrió una puerta de par en par. En el instante de ir a entrar, vacilé. Tuve un presentimiento. Crucé el umbral y la puerta se cerró bruscamente detrás de mí.
Un hombre, sentado a una mesa, se puso en pie y me salió al encuentro con la mano tendida.
—¡Cuánto me alegro de que hayamos conseguido persuadirla de que viniera a visitarnos, señorita Beddingfeld! -dijo.
Era un hombre alto, holandés, evidentemente, con una barba anaranjada que parecía una llama. Su aspecto andaba muy lejos de ser el del conservador de un museo. Me di cuenta de pronto que había hecho una estupidez. Me encontraba en manos del enemigo.
La situación me recordó la Jornada Tercera de los «Peligros de Pamela». ¡Cuántas veces había estado yo sentada en las butacas de seis peniques, comiendo una barra de chocolate y anhelando que me ocurrieran a mí cosas como aquélla! Bueno, pues, ya me estaban ocurriendo. Y sin saber por qué, no resultaban tan divertidas como yo me las había imaginado. Está muy bien verlo en la pantalla, y una tiene el consuelo de saber que habrá una Jornada Cuarta. Pero en la vida real nadie podía garantizarme que Anita Aventurera no dejara de existir bruscamente al final de cualquiera de los episodios.
Sí; me encontraba en una situación difícil. Recordé con desagradable claridad todas las cosas que Rayburn me había dicho aquella mañana. Diga usted la verdad, me había aconsejado. Bueno, pues eso siempre podría hacerlo; pero, ¿me serviría de algo? En primer lugar, ¿se daría crédito a mi relato? ¿Creerían probable o posible que hubiese emprendido aquella loca aventura sin más bases que un pedazo de papel que olía a naftalina? A mí me parecía una cosa completamente increíble. En aquel instante de cordura y serenidad me maldije a mí misma por melodramática e idiota y anhelé el apacible aburrimiento de Little Hampsly.
Todo eso me pasó por la imaginación en mucho menos tiempo del necesario para contarlo. Mi primer movimiento instintivo fue dar un paso atrás y buscar el tirador de la puerta. El hombre se limitó a sonreír.
—Aquí está y aquí se queda —observó.
Hice lo posible por hacer al mal tiempo buena cara.
—Me invitó a venir aquí el Conservador del Museo de la Ciudad de El Cabo. Si he cometido un error...
—¿Un error? ¡Oh, sí! ¡Un error muy grande!
Rió gravemente.
—¿Con qué derecho me detiene? Daré cuenta a la policía...
—Yap, yap, yap... como un perrito faldero —rió.
—Me veo obligada a llegar a la conclusión de que es usted un loco peligroso —anuncié, con frialdad.
—¿De veras?
—Quisiera advertirle que mis amistades están perfectamente enteradas de que he venido aquí. Si no he regresado antes del anochecer, vendrán a buscarme, ¿comprende?
—Conque sus amistades saben que está usted aquí, ¿eh? ¿Qué amistades?
Retada así, calculé rápidamente las probabilidades. ¿Debiera mencionar a sir Eustace? Era un hombre muy conocido y su nombre pudiera influir. Pero si se hallaba en contacto con Pagett pudiera saber que mentía. Más valía no correr el riesgo de mencionar ahora a sir Eustace.
—La señora Blair, por ejemplo. Una amiga mía con quien me alojo.
—No lo creo —anunció el hombre, sacudiendo la anaranjada cabeza— No la ha visto usted desde esta mañana a las once. Y recibió nuestra nota, pidiéndole que viniese aquí, a la hora de comer.
Por sus palabras comprendí cuan de cerca se habían seguido mis pasos; pero no pensaba rendirme sin luchar.
—Es usted muy listo —dije—. ¿Ha oído hablar alguna vez de cierto invento muy útil que se llama teléfono? La señora Blair me telefoneó cuando descansaba en mi cuarto después de comer. Le dije dónde iba a estar esta tarde.
Con gran satisfacción mía, observé que su rostro reflejaba, durante un instante, cierta preocupación. Era evidente que no había pensado en la posibilidad de que Susana me telefoneara. Lástima que no lo hubiese hecho de verdad.
—Basta de eso —dijo con aspereza, poniéndose en pie.
—¿Qué va usted a hacer de mí? —inquirí, procurando parecer serena aún.
—Meterla donde no pueda hacer daño alguno, si a sus amistades se les ocurre venir a buscarla.
Durante unos segundos, la sangre se me heló en las venas. Pero las palabras que a continuación dijo, me tranquilizaron.
—Mañana tendrá que responder a algunas preguntas, y cuando lo haya hecho, sabremos qué hacer con usted. Y puedo asegurarle, jovencita, que conocemos muchas maneras de hacer hablar a los imbéciles que sean testarudos.
No era muy animador aquello; pero por lo menos me daba tiempo a respirar. Tenía hasta el día siguiente. Aquel hombre no era más que un subordinado, que obedecía órdenes superiores. ¿Era posible que su superior fuese Pagett?
Llamó y se presentaron dos cafres. Me condujeron escalera arriba. A pesar de cuanto forcejeé, me ataron de pies y manos y me amordazaron. La habitación en que me habían metido era una especie de buhardilla, debajo del tejado. Estaba llena de polvo y no parecía haber estado ocupada. El holandés me hizo una reverencia burlona y se retiró cerrando la puerta tras él.
Me hallaba completamente impotente. Por mucho que me retorcí no pude aflojar las ligaduras y la mordaza no me permitía gritar. Si por una casualidad se presentara alguien en la casa, nada podría hacer para llamar la atención. Oí abajo el ruido de una puerta que se cerraba. El holandés había salido, al parecer.