Me lo ofreció.
Era un cilindro corriente de hojalata, de los que se emplean para proteger la película en los trópicos. Lo tomé con mano temblorosa, y al hacerlo, me dio un vuelco el corazón. Era mucho más pesado de lo que debiera haber sido a juzgar por su tamaño.
Con dedos que en vano intentaba dominar, arranqué la tira de cinta adhesiva que servía para asirlo herméticamente. Arranqué la tapa y se cayó sobre la cama un chorro de guijarros vidriosos sin brillo.
—Guijarros —dije, chasqueada.
—¿Guijarros? —exclamó Susana.
El deje de su voz me excitó.
—¿Guijarros? No, Ana, guijarros no.
¡Diamantes!
¡Diamantes! Contemplé, fascinada, la vidriosa pila que yacía sobre la litera. Recogí una piedra que, de no haber sido por su peso, hubiera podido tomarse por el fragmento de una botella rota.
—¿Está segura, Susana?
—Oh, sí, querida. He visto diamantes en bruto con demasiada frecuencia para que pueda caberme duda alguna. Y son hermosos, por añadidura, Ana... Algunos de ellos son únicos en su especie, es mi opinión. Tienen historia.
—¡La que escuchamos esa noche! —exclamé.
—¿Se refiere a la...?
—¡A la que contó el coronel Race! No puede tratarse de una coincidencia. La contó con un fin determinado.
—¿Para comprobar el efecto que surtía, quiere decir?
Asentí con un movimiento de cabeza.
—¿El que surtía en sir Eustace?
—Sí.
Pero en el mismo instante en que lo dije, me asaltó una duda. ¿Era sir Eustace quien había sido sometido a una prueba, o se había contado la historia nada más que para mí? Recordé la impresión recibida la noche anterior de que se me estaba sonsacando deliberadamente. Por Dios sabe qué razones, el coronel Race desconfiaba. Sin embargo..., ¿qué pintaba él en el asunto? ¿Qué posible relación podía tener con el caso?
—¿Quién es el coronel Race? —pregunté.
—Esa pregunta es un poco difícil de contestar. Es muy conocido como aficionado a la caza mayor, y como le ha oído usted decir esta noche, era primo de sir Lorenzo Eardsley. Nunca me había encontrado con él hasta este viaje. Hace muchos viajes a África. Existe la creencia de que pertenece al Servicio Secreto. No sé si será verdad o no. No cabe duda, desde luego, que es un hombre muy misterioso.
—¿Supongo que habrá heredado mucho dinero de sir Lorenzo Eardsley?
—Mi querida Ana, debe de ser riquísimo. Sería un buen partido para usted.
—No puedo hacer un verdadero esfuerzo por conquistarle mientras se halle usted a bordo —le respondí, riendo—. ¡Oh, esas casadas!
—Sí que ejercemos cierto atractivo —asintió Susana, sin inmutarse—. Y todo el mundo sabe que estoy enamoradísima de Clarence..., mi esposo. Es tan poco peligroso y tan agradable hacerle el amor a una esposa modelo...
—Debe de ser muy agradable para Clarence estar casado con una persona como usted. ¿Dónde encontraría una mejor?
—Vivir conmigo resulta agotador para cualquiera. No obstante, siempre le queda el recurso de huir al Ministerio de Estado, donde se encaja el monóculo en un ojo y se queda dormido en un butacón. Podríamos cablegrafiarle pidiéndole que nos dijera todo lo que sabe de Race. Me encanta expedir cables. ¡Y le molesta tanto a Clarence recibirlos...! Siempre dice que una carta hubiese bastado. No creo que nos dijera nada, sin embargo. ¡Es tan exageradamente discreto! Por eso resulta tan difícil vivir con él mucho tiempo seguido. Pero sigamos nuestros planes casamenteros. Estoy segura de que usted atrae una barbaridad al coronel Race, Anita. Échele un par de miradas con esos ojos tan asesinos que tiene y es suyo. Todo el mundo acaba prometiéndose a bordo de un barco. No hay ninguna otra cosa que hacer.
—Yo no quiero casarme.
—¿No? —murmuró Susana—. ¿Por qué no? ¡Me encanta estar casada... hasta con Clarence!
Hice caso omiso de su petulancia.
—Lo que yo quiero saber es —dije con determinación— qué tiene que ver el coronel Race con esto. Está metido en el asunto por alguna parte.
—¿No cree usted que el hecho de que contara la historia fuese pura casualidad?
—No; no lo creo. Nos estaba observando a todos con mucha atención. Recordará usted que fueron recobrados
algunos
de sus diamantes, no todos. Tal vez sean éstos los que faltaban... o quizá...
—Quizá, ¿qué?
No contestó directamente.
—Me gustaría saber —dijo— qué fue del otro joven. No Eardsley, sino..., ¿cómo se llamaba...? ¡Lucas!
—Empezamos a ver claro en el asunto, por lo menos. Lo que toda esta gente anda buscando son los diamantes. «El hombre del traje color castaño» debió de matar a Nadina para apoderarse de ellos.
—Él no la mató —dije vivamente.
—Claro que la mató. ¿Qué otra persona puede haberlo hecho?
—No lo sé. Pero estoy segura de que no fue él.
—Entró en la casa tres minutos después que ella y salió pálido como un sudario.
—Porque la encontró muerta.
—Pero ¡si no entró nadie más!
—Entonces el asesino se hallaba en la casa ya o entró por algún otro lado. No tenía necesidad de pasar por delante del pabellón. Podía haber escalado el muro.
Susana me miró vivamente.
—«El hombre del traje color castaño» —musitó—. ¿Quién sería? Sea como fuere, era el mismo que desempeñó el papel de médico en el «Metro». Tuvo tiempo de quitarse el disfraz y seguir a la mujer a Marlow. Ella y Carton habían de encontrarse allí. Ambos tenían autorización para visitar la misma casa. Y si tomaron tantas precauciones para que su encuentro pareciera casual, debían de sospechar que se les seguía. No obstante, Carton no sabía que quien le seguía era el «hombre del traje color castaño». Cuando lo reconoció, su sobresalto y su sorpresa fueron tan grandes, que perdió por completo la serenidad y retrocedió hasta caer a la vía. Todo eso parece muy claro, ¿no le parece, Anita?
No contesté.
—Sí; así fue como ocurrió. Le quitó el papel al muerto y, en sus prisas por huir, lo dejó caer. Luego siguió a la mujer a Marlow. ¿Qué hizo al salir de allí, después de matarla... o, según usted, de encontrarla muerta? ¿Dónde fue?
Seguí sin decir nada.
—Lo que yo me pregunto —prosiguió Susana, musitando— es si será posible que indujera a sir Eustace Pedler a traerle a bordo como secretario. Resultaría una oportunidad magnífica para salir sin peligro de Inglaterra cuando se le andaba buscando por todas partes. Pero, ¿cómo consiguió convencer a sir Eustace? Parece como si tuviera algún poder sobre él.
—O sobre Pagett —sugerí a pesar mío.
—No parece usted tenerle mucha simpatía a Pagett, Anita. Sir Eustace dice que es un joven muy trabajador y de talento. Y en verdad que bien puede serlo, porque nada sabemos contra él. Bueno, continuemos nuestras deducciones. Rayburn es el «hombre del traje color castaño». Había leído el papel que perdió. Por consiguiente, engañado por el punto, como le ocurrió a usted, intenta llegar al camarote número diecisiete a la una en punto del día veintidós, después de haber intentado hacerse dueño del camarote por mediación de Pagett. Camino del mismo, alguien le da una puñalada...
—¿Quién? —intercalé.
—Chichester. Sí; todo encaja. ¡Cablegrafíe a lord Nasby que ha encontrado usted al «Hombre del traje color castaño», y ha hecho usted fortuna, Anita!
—Se ha pasado usted por alto varias cosas.
—¿Qué cosas? Rayburn tiene una cicatriz, ya lo sé..., pero es muy fácil maquillarse y hacerse una cicatriz postiza. Tiene la estatura y la corpulencia necesarias. ¿Cuál es la descripción de la cabeza con que usted les pulverizó en Scotland Yard?
Temblé. Susana era una mujer muy culta y muy leída; pero pedí al cielo que no estuviera familiarizada con los términos de la antropología.
—Dolicocefálico —le contesté serenamente.
Susana se quedó dudosa.
—¿Fue eso lo que dijo?
—Sí. De cabeza larga, ¿comprende? Una cabeza cuya anchura es inferior al setenta y cinco por ciento de su longitud —expliqué sin vacilar.
Hubo una pausa. Empezaba a respirar otra vez, cuando Susana dijo de repente:
—¿Cómo se llama lo contrario?
—¿Cómo lo contrario?
—Tiene que haber lo contrario. ¿Cómo se llama la cabeza cuya anchura es más del setenta y cinco por ciento de su longitud?
—Braquicéfala —dije a regañadientes.
—Eso es. Ya me parecía a mí que era algo así lo que usted había dicho.
—¿Sí? Pues fue un desliz. Quise decir dolicocéfalo —contesté con todo el aplomo que pude.
Susana me dirigió una mirada escudriñadora. Luego se echó a reír.
—Miente usted muy bien, gitanilla. Pero ahorrará tiempo y trabajo si me cuenta toda la verdad.
—No hay nada que contar —repuse de mala gana.
—¿No? —murmuró Susana con dulzura.
—Supongo que no tendré más remedio que decírselo —acabé diciendo muy despacio—. No me avergüenzo de ello. No puede una avergonzarse de algo que... que le ocurre simplemente. Eso es lo que pasó con él. Se mostró detestable... grosero y desagradecido... por eso creo comprenderlo. Es como el perro que ha estado atado o al que han tratado mal... Morderá a cualquiera. Así estaba él..., amargado..., rabiando. No sé por qué me importaba..., pero sí que me importa. Me importa enormemente. Le amo. Le quiero. Cruzaré África entera descalza hasta encontrarle. Y le haré quererme. Moriría por él. Trabajaría por él, sería una esclava por él, robaría por él... ¡hasta pediría limosna o me empeñaría por él! ¡Vaya...! ¡Ahora ya lo sabe usted!
Susana me contempló un buen rato.
—Es usted muy poco inglesa, gitanilla —dijo por fin—. No tiene ni pizca de sentimental. Jamás he conocido a persona alguna que fuera, al mismo tiempo, tan positiva y tan apasionada. Jamás querré yo a nadie así... afortunadamente para mí. Y, sin embargo..., sin embargo..., la envidio, gitanilla. Es algo el poder querer. La mayoría de la gente no es capaz. Pero, ¡qué suerte tuvo su médico de que no se casara con él! Por su descripción, no me ha parecido la clase de individuo que hallara agradable tener un alto explosivo en casa. Conque..., ¿no se ha de mandar cable alguno a lord Nasby?
Negué con la cabeza.
—Y, sin embargo, ¿le cree usted inocente?
—También creo que a la gente inocente se la puede también ahorcar.
—¡Hum! Sí. Pero, Ana querida, usted sabe hacer frente a las cosas... mirarlas cara a cara. Hágalo ahora. A pesar de todo lo que usted dice, puede haber asesinado a esa mujer.
—No —contesté—; no la mató.
—Eso es sentimentalismo puro.
—No lo es. Hubiera podido matarla. Hasta admito la posibilidad de que la siguiera hasta allí con ese propósito. Pero no hubiera sido capaz de coger un trozo de cordón negro y estrangularla con él. De haberlo hecho, la hubiese estrangulado con las manos desnudas.
Susana se estremeció. Contrajo las pupilas.
—¡Hum! Anita..., ¡empiezo a comprender por qué encuentra usted tan atrayente a ese joven!
Se me presentó una oportunidad de abordar al coronel Race a la mañana siguiente. Se había terminado de subastar el
plato
y nos paseamos juntos por cubierta.
—¿Cómo anda la gitanilla esta mañana? ¿Suspira por su tierra y su caravana?
Negué con la cabeza.
—Ahora que el mar se porta tan bien, me parece que me gustaría permanecer a flote eternamente.
—¡Qué entusiasmo!
—¿Verdad que hace un tiempo muy hermoso esta mañana?
Nos apoyamos juntos en la borda. Hacía una calma chicha. El mar parecía una balsa de aceite y tenía la policromía de algo engrasado. Salpicábanlo grandes manchas de colorido: azules, verde pálido, esmeralda, púrpuras y anaranjado intenso, como un cuadro cubista. De vez en cuando aparecía un destello plateado que señalaba la presencia de peces voladores. El aire estaba húmedo y cálido, casi pegajoso. Su aliento, dijérase era una caricia perfumada.
—Fue muy interesante esa historia que nos contó usted anoche —dije yo, rompiendo el silencio.
—¿Cuál?
—La de los diamantes.
—Creo que a las mujeres siempre les interesan los diamantes.
—Claro que sí. Y a propósito, ¿qué fue del otro joven? Dijo usted que eran dos.
—¿Lucas? No podían juzgar al uno sin el otro, naturalmente. Conque quedó en libertad.
—Y..., ¿qué fue de él...? Andando el tiempo, quiero decir. ¿Lo sabe alguien?
El coronel Race tenía la mirada clavada en el mar y el rostro tan desprovisto de expresión como una máscara; pero se me antojó que no le gustaban mis preguntas. No obstante, contestó sin vacilar:
—Marchó a la guerra y se portó como un héroe. Se le dio por herido y desaparecido..., probablemente muerto.
Aquello era lo que yo deseaba saber. No proseguí mi interrogatorio. Pero me pregunté, más que nunca, cuánto sabría el coronel Race. Seguía interesándome el papel que desempeñaba él en todo aquello.
Hice una cosa más; entrevistarme con el mayordomo de noche. Untando un poco las ruedas, conseguí que hablase.
—La señora no se asustaría, ¿verdad, señorita? Me pareció una broma inofensiva. Una apuesta, según entendí yo.
Se lo saqué todo, poco a poco. En el viaje desde El Cabo a Inglaterra, uno de los pasajeros le había entregado un rollo de película, pidiéndole que lo dejara caer sobre la litera del camarote número 71, a la una de la madrugada, el día 22 de enero, en el viaje de regreso. Una dama ocuparía el camarote y le dijeron que se trataba de una apuesta. Deduje que al mayordomo le habían pagado muy bien para que cumpliera lo que le pedían. No se había mencionado el nombre de la señora. Como la señora Blair se fue derecha al camarote 71 después de entrevistarse con el sobrecargo al llegar a bordo, no se le ocurrió pensar al mayordomo ni un instante que pudiera no ser ella la dama de quien le habían hablado. El nombre del pasajero que hiciera el encargo era Carton y la descripción concordaba exactamente con la del hombre que murió en el «Metro».
Conque un misterio por lo menos quedaba aclarado y era evidente que los diamantes constituían la clave de toda la situación.
Los últimos días a bordo del
Kilmorden
parecieron transcurrir muy aprisa. A medida que nos fuimos acercando a la Ciudad de El Cabo me vi obligada a dar cuidadosa consideración a mis planes futuros. ¡Había tanta gente a la que deseaba vigilar! El señor Chichester, sir Eustace y su secretario y... sí, ¡el coronel Race! ¿Cómo iba a componérmelas...? Naturalmente, era Chichester quien merecía ser el primer objeto de mi atención. Es más, estaba a punto de eliminar a sir Eustace y a Pagett, muy a pesar mío, de la lista de sospechosos, cuando una conversación despertó nuevas dudas en mi mente.