No había olvidado la incomprensible emoción del señor Pagett cada vez que se mencionaba a Florencia. La última noche pasada a bordo estábamos todos sentados sobre cubierta y sir Eustace le dirigió una pregunta completamente inocente a su secretario. No recuerdo exactamente qué pregunta fue, algo relacionado con el retraso de los ferrocarriles en Italia, pero observé inmediatamente que Pagett daba muestras de la misma inquietud que había llamado anteriormente mi atención. Cuando sir Eustace sacó a la señora Blair a bailar, me pasé apresuradamente al asiento vecino del secretario. Estaba decidida a aclarar de una vez la cuestión.
—Siempre he soñado con ir a Italia —dije—; y especialmente a Florencia. ¿No encontró muy agradable su estancia allí?
—Ya lo creo que sí, señorita Beddingfeld. Pero tendrá que perdonarme. Tengo unas cartas de sir Eustace...
Le así de la manga.
—¡Oh! ¡No huya usted, por favor! —exclamé con acento tan retozón como el de una viuda—. Estoy segura de que a sir Eustace no le gustaría que me dejase usted sola, sin nadie con quien hablar. Nunca parece querer hablar de Florencia. ¡Oh, señor Pagett! ¡Empiezo a creer que tiene usted algo que ocultar!
Aún tenía la mano posada en su brazo, y noté el brusco sobresalto que experimentó.
—De ninguna manera, señorita Beddingfeld, de ninguna manera —me contestó—. Me encantaría contarle a usted con detalle mis impresiones; pero tengo unos cablegramas que...
—¡Oh, señor Pagett, qué excusa más pobre! Le diré a sir Eustace...
No pude terminar. Dio otro salto. Parecía tener el sistema nervioso deshecho.
—¿Qué es lo que desea usted saber?
La expresión de mártir y el tono de resignación con que hizo la pregunta me hicieron sonreír para mis adentros.
—¡Oh, todo! Los cuadros, los olivos...
Hice una pausa, sin saber cómo continuar.
—¿Supongo que sabe usted italiano? —inquirí.
—Por desgracia, no sé una palabra de ese idioma. Pero, claro esta, con conserjes y... ah... guías...
—Justo —me apresuré a responder—. Y, ¿cuál fue su cuadro favorito?
—¡Oh... ah... la Madona... ah... de Rafael!
—¡Qué linda es Florencia! —murmuré, volviéndome sentimental—. ¡Tan pintoresca a orillas del Arno! Hermoso río. Y el Duomo..., ¿recuerda el Duomo?
—Claro, claro.
—Es un río muy hermoso también, ¿no es cierto? —aventuré—. Casi más bonito que el Arno.
—Muchísimo más, en mi opinión.
Envalentonada por el éxito de mi pequeña estratagema, seguí por el mismo camino. Pero no había lugar a duda. El señor Pagett se entregaba en mis manos a cada palabra que pronunciaba. Aquel hombre no había estado en Florencia jamás.
Pero si no en Florencia, ¿dónde había estado? ¿En Inglaterra? ¿En la propia Inglaterra por la época del Misterio de la Casa del Molino? Decidí dar un paso atrevido.
—Lo curioso del caso —dije— es que tenía el convencimiento de que le había visto a usted en alguna otra ocasión. Pero estaré equivocada..., puesto que se hallaba usted en Florencia por entonces. Y, sin embargo...
Le observé con disimulo. Ya mirada de sus ojos era la de una fiera acorralada. Se humedeció los resecos labios.
—¿Dónde... ah... dónde...?
—¿Dónde creí haberle visto? En Marlow. ¿Conoce usted Marlow? ¡Ah, claro! ¡Qué estúpida soy! ¡Si sir Eustace tiene una casa allí! Una hermosa casa, según tengo entendido.
Mascullando incoherentemente una excusa, mi víctima se puso en pie y huyó.
Aquella noche irrumpí en el camarote de Susana, excitada a más no poder.
—Como ve usted, Susana —dije después de haber terminado mi relato—, estaba en Inglaterra, en Marlow, por la época del asesinato. ¿Está usted aún tan segura de que el «Hombre del traje color castaño» es culpable?
—Estoy segura de una cosa —anunció Susana, bailándole inesperadamente la risa en sus ojos.
—¿De qué?
—De que «el hombre del traje color castaño» es más guapo que el pobre señor Pagett. No, Anita; no se enfade. Sólo la quería hacer rabiar. Siéntese aquí. Bromas aparte, estoy convencida de que ha hecho usted un descubrimiento importante. Hasta ahora hemos creído que Pagett podía probar la coartada. Ahora sabemos que no.
—Justo —repliqué—; tendremos que vigilarle.
—Como a todos los demás —contestó ella—. Bueno; ésa es una de las cosas que quiero discutir con usted. Ésa... y la cuestión económica. No; no alce la barbilla de esa manera. Ya sé que es usted absurdamente orgullosa y poco amiga de aceptar favores. Pero tiene que hacer uso de su sentido común en este caso. Somos socias, o colaboradoras. No le ofrecería a usted ni un penique porque me fuera simpática o porque fuese usted una muchacha desvalida. Lo que quiero es una emoción, y estoy dispuesta a pagar por experimentarla. Vamos a emprender esta aventura juntas sin preocuparnos de los gastos. Para empezar, se alojará usted conmigo en el Hotel Nelson, corriendo los gastos de mi cuenta. Y preparemos nuestro plan de campaña.
Discutimos el asunto. Y al fin de cuentas, cedí yo. Pero no me gustó. Quería hacer las cosas por mí misma.
—Ese punto queda resuelto —dijo Susana por fin, poniéndose en pie, desperezándose y bostezando—. Mi propia elocuencia me ha dejado agotada. Ahora discutamos de nuestras víctimas. El señor Chichester continuará el viaje hasta Durban. Sir Eustace se alojará en el Hotel Mount Nelson de la Ciudad de El Cabo y luego se trasladará a Rhodesia. Le van a reservar un coche del tren; y, en un momento de expansión, después de beberse la cuarta copa de champaña, la otra noche me ofreció asiento en él. Seguramente lo dijo nada más que por cumplido. No obstante, mal puede volverse atrás si yo le cojo la palabra.
—¡Magnífico! —aprobé—. Usted vigile a sir Eustace y a Pagett y yo me encargaré de Chichester. Pero, ¿y el coronel Race?
Susana me dirigió una mirada singular.
—Anita, no es posible que usted sospeche...
—Sospecho. Sospecho de todo el mundo. Me encuentro de ese humor en que se desconfía de la persona más improbable.
—El coronel Race marcha a Rhodesia también —dijo Susana, pensativa—. Si pudiéramos arreglárnoslas de forma que sir Eustace le invitara también...
—Usted puede conseguirlo. Es capaz de conseguirlo todo.
—Me encanta la adulación —runruneó Susana.
Cuando nos despedimos, había quedado entendido que Susana sacaría el mayor provecho posible a sus habilidades.
Yo estaba demasiado excitada para irme a la cama en seguida. Era la última noche que pasaba a bordo. A primera hora de la mañana estaríamos en la Bahía de Table.
Subí a cubierta. Soplaba una brisa fresca. El buque se balanceaba un poco en el mar picado. Las cubiertas estaban a oscuras y desiertas. Era más de medianoche.
Me incliné sobre la borda contemplando la fosforescente estela de espuma. Delante de nosotros se hallaba África. Corríamos hacia el continente cortando las oscuras aguas. Me sentí sola en un mundo maravilloso. Envuelta en extraña paz, permanecí allí, sin percatarme del tiempo que transcurrió, absorta en mi sueño.
Y de pronto, tuve un singular presentimiento: un peligro me amenazaba. No había oído nada, pero me volví instintivamente. Una sombra se había deslizado detrás de mí. Al volverme yo, saltó. Una mano me asió de la garganta, ahogando el grito que pudiera haber lanzado. Luché desesperadamente, aunque sin la menor probabilidad de salvación. Estaba medio estrangulada; pero mordí, me colgué y arañé como buena mujer. Al hombre le estorbaba el tener que impedir que gritase. De haber logrado acercarse a mi sin ser descubierto, le hubiese costado muy poco trabajo tirarme por la borda de un brusco achuchón. Los tiburones se hubieran encargado de lo demás.
Por mucho que luché, sentí que perdía las fuerzas. Mi adversario se dio cuenta también. Concentró todas sus energías. Y súbitamente, otra figura que corría sin hacer ruido tomó parte en la brega. Con un puñetazo bien plantado tiró a mi contrincante de cabeza a la cubierta. Al estar libre caí sobre la borda, mareada y temblorosa.
Mi salvador se volvió hacia mí con un rápido movimiento.
—¿Le ha hecho daño?
Había algo salvaje en su tono, una amenaza contra la persona que se había atrevido a hacerme daño. Aun antes de que hubiese hablado yo le había reconocido. Era mi hombre, el de la cicatriz.
El único instante en que se volvió hacia mí le bastó al enemigo caído. Rápido como el pensamiento se puso en pie y echó a correr cubierta abajo. Rayburn masculló una maldición y salió corriendo tras él.
Nunca me ha gustado quedarme al margen de los acontecimientos. Emprendí a mi vez la persecución, aunque sin poder alcanzar a los otros. Dimos la vuelta a la cubierta hacia el lado de estribor. Allí junto a la puerta del comedor, yacía el hombre en disforme montón, Rayburn estaba inclinado sobre él.
—¿Le pegó usted otra vez? —pregunté, casi sin aliento.
—No hubo necesidad. Le encontré caído junto a la puerta. O no la podía abrir, o está haciéndose el muerto. Pronto lo veremos. Y averiguaremos también quién es.
Me acerqué palpitándome con violencia el corazón. Me había percatado, desde el primer momento, de que mi adversario era de mayor corpulencia que Chichester. Además, Chichester era un hombre fofo que emplearía un cuchillo en caso de apuro; pero que no debía tener mucha fuerza en las manos.
Rayburn encendió una cerilla. Ambos soltamos una exclamación. El hombre era Guy Pagett.
A Rayburn pareció dejarle completamente estupefacto el descubrimiento.
—Pagett —murmuró—. ¡Dios Santo, Pagett!
Experimenté cierta sensación de superioridad.
—Parece usted sorprendido —dije.
—Lo estoy —respondió él—. Jamás sospeché... ¿Y usted? ¿No lo está? ¿Le reconocería, supongo, cuando le atacó?
—No; no le reconocí. No obstante, no estoy muy sorprendida.
Me miró con desconfianza.
—¿Qué papel pinta usted en este asunto? Y... ¿cuánto sabe usted?
Sonreí.
—Muchísimo, señor... Lucas...
Me asió del brazo. La fuerza que empleó inconscientemente me hizo sobrecogerme.
—¿De dónde sacó ese nombre? —preguntó roncamente.
—¿No es el suyo? —inquirí con dulzura—. O... ¿prefiere usted que le llamen el «Hombre del traje color castaño»?
Aquello si que le llenó de estupor. Me soltó el brazo y retrocedió dos pasos.
—¿Es usted muchacha o bruja? —susurró.
—Soy una amiga. —Di un paso hacia él—. Le ofrecí mi ayuda una vez... Se la vuelvo a ofrecer. ¿La acepta?
La ferocidad de su respuesta me desconcertó.
—iNo! No quiero tratos con usted ni con mujer alguna. iHágame, pues, todo el daño que quiera!
Como la vez anterior su contestación me sublevó.
—Tal vez —dije— no se da usted cuenta hasta qué punto se halla en mi poder. Con decirle yo una palabra al capitán...
—Dígasela —me contestó burlón.
Luego, dando un rápido paso hacia mí:
—Y ya que de darse cuenta de las cosas se trata, muchacha, ¿se da usted cuenta de que se halla en mi poder en este instante? Podría asirla del cuello así... —Con rápido gesto unió la acción a la palabra. Sentí que sus manos me cogían por la garganta y apretaban levemente— así... ¡y dejarla sin vida! Y luego, como nuestro amigo caído, pero con más éxito, echar su cadáver a los tiburones. ¿Qué dice a eso?
Yo nada dije. Me reí. Y sin embargo, sabía que el peligro era real. En aquel instante me odiaba. Pero sabía también que amaba el peligro, que me gustaba sentirme rodeado el cuello por sus manos. ¡Qué no hubiera cambiado aquel momento por ningún otro de mi vida!
Con una risita seca, me soltó.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó con exagerada brusquedad.
—Ana Beddingfeld.
—¿No le asusta a usted nada, Ana Beddingfeld?
—¡Oh, sí! —repliqué, fingiendo una serenidad que andaba muy lejos de sentir—. Me asustan las avispas, las mujeres sarcásticas, los hombres muy jóvenes, las cucarachas y los dependientes de comercio demasiado pagados de sí.
Soltó una risita como la primera. Luego removió el cuerpo inerte de Pagett con el pie.
—¿Qué hacemos con esta carroña? ¿La tiramos por la borda? —preguntó, como sin darle importancia a la cosa.
—Si usted quiere... —le respondí con igual tranquilidad.
—Admiro sus sanguinarios instintos, señorita Beddingfeld. Pero le dejaremos aquí para que recobre el conocimiento a su conveniencia. No ha sufrido grave daño.
—Veo que retrocede usted ante un segundo asesinato —le dije con dulzura.
—¿Un segundo asesinato?
Parecía alarmado de verdad.
—La mujer de Marlow —le repliqué, observando estrechamente el efecto de mis palabras.
Una expresión muy fea apareció en su semblante. Pareció haber olvidado mi presencia.
—Hubiera podido matarla —replicó—. A veces creo que tenía la intención de matarla...
Despertó en mí, de pronto, un odio profundo hacia la muerta. Yo hubiese sido capaz de matarla en aquel instante, de haberse hallado ante mí... porque él la debía haber querido alguna vez... por fuerza... por fuerza. Sólo así se explicaba que hablara de semejante manera.
Recobré el dominio de mis nervios y hablé con voz casi normal:
—Parecemos haber dicho ya todo cuanto hay que decir... salvo buenas noches.
—Buenas noches y adiós, señorita Beddingfeld.
—Hasta la vista, señor Lucas.
Volvió a sobrecogerse al oír el nombre. Se acercó más.
—¿Por qué dice usted eso... «hasta la vista», quiero decir?
—Porque me da el corazón que volveremos a encontrarnos.
—¡No, si yo lo puedo remediar!
A pesar del énfasis con que habló, no me sentí ofendida. Por el contrario, experimenté cierta satisfacción interior. No soy tonta del todo.
—Pese a ello —dije—, creo que nos volveremos a ver.
—¿Por qué? —preguntó, sorprendido.
Sacudí la cabeza, incapaz de explicar el sentimiento que me había impulsado a decir semejantes palabras.
—No deseo volverla a ver jamás —dijo él, de pronto, y con violencia.
En realidad, sus palabras eran una grosería; pero me limité a reír dulcemente y perderme en la oscuridad.
Le oí empezar a seguirme y detenerse después. Y en alas de la brisa, una palabra llegó hasta mí, «¡brujas!», creo que fue.
HOTEL MOUNT NELSON - CIUDAD DEL CABO
Extracto del Diario de sir Eustace Pedler