El hombre del traje color castaño (18 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El hombre del traje color castaño
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Me enloquecía no poder hacer cosa alguna. Volví a probar mis ligaduras, pero los nudos no cedieron. Me di por vencida al fin y me desmayé o me dormí. Cuando volví a despertar, me dolía todo el cuerpo. La oscuridad era completa ya, y juzgué que estaría muy avanzada la noche, porque la Luna se hallaba muy alta en el firmamento y llenaba con sus rayos la polvorienta claraboya. La mordaza casi me ahogaba y el entumecimiento y el dolor resultaban casi insoportables.

Fue entonces cuando mi mirada se posó sobre el trozo de vidrio que había en un rincón. Un rayo de Luna le daba de lleno y su brillo había llamado mi atención. Al mirarlo, se me ocurrió una idea de esas que se le ocurren a una en momentos difíciles.

No podía mover manos ni piernas; pero suponía que me sería posible
rodar
. Me puse en movimiento lenta y torpemente. No era fácil. Además de ser extremadamente doloroso, puesto que no podía protegerme el rostro con los brazos, resultaba también muy difícil rodar en una dirección determinada.

La tendencia era rodar en cualquier dirección menos en la que me interesaba. Después de mucho trabajo, sin embargo, llegué al punto que deseaba. El vidrio casi me tocaba las manos.

Aun así, la cosa no resultó fácil. Precisé una eternidad para empujar el vidrio hasta encajarlo de tal suerte contra la pared que pudiera rozar con él las ligaduras. Esta última operación fue tan larga, tan exasperante, que casi perdí toda esperanza. No obstante, acabé cortando las cuerdas que me ataban las manos. Lo demás fue cuestión de tiempo. Una vez hube restablecido la circulación en mis manos dándome masajes en las muñecas, pude quitarme la mordaza. Y cuando hube respirado profundamente un par de veces, me sentí mucho mejor.

No tardé ya en deshacer hasta el último nudo; pero hube de esperar un buen rato antes de poder ponerme en pie. Por fin me erguí, agitando los brazos para restablecer la circulación. Ansiaba, sobre todas las cosas, encontrar algo de comer.

Aguardé cosa de un cuarto de hora para estar segura de que no me abandonarían las fuerzas. Luego, me acerqué a la puerta de puntillas. Como había esperado, no estaba cerrada con llave. La abrí y atisbé con cautela.

Todo estaba silencioso. La luz de la Luna, que se filtraba por una ventana, me permitió ver la escalera cubierta de polvo y sin alfombra. Bajé con sigilo. No se oía ningún ruido. Pero cuando llegué al descansillo de abajo, llegó a mis oídos un débil murmullo de voces. Paré en seco y permanecí inmóvil algún tiempo. Un reloj colgado de la pared señalaba más de medianoche.

Me daba perfecta cuenta de los riesgos que podría correr si bajaba más; pero, al fin venció en mí la curiosidad. Tomando infinitas precauciones me dispuse a explorar. Me deslicé silenciosamente por el último tramo de escalera hasta el cuadrado vestíbulo. Miré a mi alrededor, y contuve el aliento. Un cafre estaba sentado junto a la puerta. No me había visto. No tardé en darme cuenta, por el ritmo de su respiración, que se había dormido.

¿Debía retroceder o seguir adelante? Las voces emanaban del cuarto al que se me condujera a mi llegada. Una de ellas era la del holandés. No pude reconocer la otra, aunque se me antojaba vagamente conocida.

Al fin decidí que era mi deber enterarme de todo lo que fuese posible. Tendría que correr el riesgo de que se despertase el cafre. Crucé silenciosamente el pasillo y me arrodillé junto a la puerta del cuarto. Durante unos instantes no pude oír mejor por ello. Las voces sonaban más altas, pero no lograba distinguir lo que decían.

Apliqué el ojo a la cerradura en lugar del oído. Como había supuesto, uno de los que hablaban era el holandés. El otro hombre se hallaba fuera de mi campo visual.

De pronto se puso en pie para servirse algo de beber. Aun antes de que diera la vuelta comprendí quién era.

¡El señor Chichester!

Ahora empecé a entender las palabras.

—No obstante, es peligroso. ¿Y si sus amistades vinieran a buscarla?

Era el holandés quien hablaba. Chichester le respondió. Ya no usaba su voz de clérigo. Nada de particular tenía, pues, que no la hubiese reconocido.

—Eso es puro
bluf
. Nadie tiene la menor idea de dónde se encuentra.

Habló con convencimiento.

—Es posible. He investigado el asunto y no tenemos nada que temer. Sea como fuere, las órdenes emanan del «Coronel». Supongo que no querrá usted desobedecerlas...

El holandés soltó una exclamación en su idioma nativo. Juzgué que era una rotunda negativa.

—Pero, ¿por qué no darle un golpe en la cabeza? —gruñó—. Sería más sencillo. El barco está preparado. Se la podría llevar a alta mar.

—Sí —contestó Chichester, pensativo—. Eso es lo que yo haría. Sabe demasiado; de eso no cabe la menor duda. Pero al «Coronel» le gusta trabajar solo, aunque no le consiente a ningún otro que lo haga. (Sus propias palabras parecieron despertar en él algún recuerdo que le molestaba.) Deseaba obtener de esta muchacha informes de alguna clase.

Había hecho una pausa antes de decir «informes», y el holandés se agarró a la palabra.

—¿Informes?

—O algo así.

—«Diamantes» —dije yo para mis adentros.

—Y ahora —continuó Chichester— déme las listas.

Durante un buen rato su conversación me resultó completamente ininteligible. Parecían versar sobre grandes cantidades de legumbres y verduras. Se mencionaron fechas, precios y nombres de varios lugares que yo no conocía. Transcurrió su buena media hora antes de que terminaran de contar y de hacer comprobaciones.

—Muy bien —dijo Chichester. Y se oyó un ruido como el de una silla al arrastrarse por el suelo—. Me las llevaré para que las vea el «Coronel».

—¿Cuándo se marcha usted?

—Mañana por la mañana a las diez bastará.

—¿Quiere ver a la muchacha antes de irse?

—No. Hay órdenes severas de que nadie debe ver a la chica hasta que llegue el «Coronel». ¿Se encuentra bien?

—Me asomé a verla cuando vine a comer. Creo que estaba dormida. ¿Y alimentos?

—Un poco de ayuno no le hará ningún daño. El «Coronel» vendrá aquí mañana por la mañana a una hora u otra. Responderá mejor a las preguntas si tiene hambre. Más vale que no se acerque nadie hasta entonces. ¿Está bien atada?

El holandés se echó a reír.

—¿Qué cree usted?

Los dos rieron. Y yo también, aunque para mis adentros. Luego, como quiera que los ruidos que se oyeran parecían anunciar que estaba a punto de salir del cuarto, me batí precipitadamente en retirada. Lo hice justamente a tiempo. Al llegar a la escalera, oí abrirse la puerta del vestíbulo. Me retiré prudentemente a la buhardilla, me rodeé el cuerpo con las cuerdas y volví a tirarme en el suelo por si se les ocurría subir a echarme una mirada.

No lo hicieron, sin embargo. Al cabo de una hora, aproximadamente, descendí con cautela la escalera. El cafre de guardia junto a la puerta estaba despierto y tarareaba una canción. Tenía vivos deseos de salir de la casa, pero no veía la forma de conseguirlo.

Acabé teniendo que retirarme a la buhardilla otra vez. Era evidente que el cafre se pasaría la noche allí, vigilando. Permanecí en mi encierro, armándome de paciencia, durante las primeras horas de la mañana, escuchando todos los preparativos. Los hombres se desayunaron en el vestíbulo. Empezaba a sentirme enervada. ¿Cómo demonios iba a salir de la casa? ¿Podría?

Me aconsejé a mí misma paciencia. Un paso temerario pudiera echarlo a perder todo. Después del desayuno oí marcharse a Chichester. Con gran alivio mío, el holandés le acompañó.

Aguardé, conteniendo el aliento. Estaban quitando la mesa y haciendo el trabajo de la casa. Por fin, todas las actividades parecieron cesar. Volví a salir de mi guarida. Me deslicé silenciosamente escalera abajo. El vestíbulo estaba desierto. Lo crucé con velocidad de relámpago, abrí la puerta y salí al sol. Bajé corriendo el camino del jardín como si me persiguiera el mismísimo demonio.

Una vez fuera, me puse a caminar de forma normal. La gente me miraba con curiosidad, y no era de extrañar. Debía de llevar los vestidos y la cara cubiertos de polvo de la buhardilla. Por fin llegué a un garaje. Entré.

—He sufrido un accidente —expliqué—. Necesito un coche qué me conduzca inmediatamente a Ciudad de El Cabo. He de pillar el vapor para Durban.

No tuve que esperar mucho. Diez minutos más tarde me hallaba camino de Ciudad de El Cabo. Era preciso que me enterara de si Chichester iba a bordo. No me era posible decidir aún si embarcar en él yo también o no; pero a última hora decidí hacerlo. Chichester no sabría que le había visto en el hotelito de Muizenberg. Seguramente prepararía nuevas trampas para cazarme. Pero yo estaría sobre aviso. Y él era el hombre a quien me interesaba seguir, el hombre que andaba buscando los diamantes por cuenta del misterioso «Coronel».

¡Pobres planes míos! Cuando llegué yo al muelle, el
Castillo de Kilmorden
enfilaba ya con su proa la salida del puerto. Y no tenía yo medio alguno de averiguar si Chichester viajaba a bordo o no.

Capítulo XX

Me dirigí al hotel. En el saloncillo no había ninguna persona conocida. Subí corriendo la escalera y llamé a la puerta de Susana. Me dijo que entrara. Cuando vio quién era, se me colgó del cuello, así, como suena.

—¡Anita, querida! ¿Dónde ha estado? ¡Me ha tenido la mar de alarmada! ¿Qué ha estado haciendo?

—Corriendo aventuras —repliqué—. Jornada tercera de «Los Peligros de Pamela».

Le conté toda la historia. Exhaló ella un profundo suspiro cuando terminé.

—¿Por qué han de ocurrirle a usted siempre esas cosas? —exclamó quejumbrosa—. ¿Por qué no me amordaza a mí nadie ni me ata de pies y manos?

—No le gustaría si se lo hiciesen —le aseguré—; y a decir verdad, no tengo tantas ganas ya de correr aventuras como antes. Una pequeña dosis de eso le harta a una para una temporada.

Susana no pareció muy convencida. De haberse pasado una hora o dos atada y amordazada, seguramente hubiera cambiado de opinión. A Susana le gustan las emociones, pero odia las incomodidades.

—¿Y qué vamos a hacer ahora? —preguntó.

—No estoy muy segura —le respondí dubitativa—. Usted sigue encargada de ir a Rhodesia, naturalmente, para vigilar a Pagett...

—¿Y usted?

Ahí estaba la dificultad... ¿Habría embarcado Chichester a bordo del
Kilmorden
o no? ¿Pensaba seguir su plan original de marcha a Durban? La hora en que abandonara Muizenberg parecía insinuar que la contestación a ambas preguntas debía de ser afirmativa. En cuyo caso podría marchar yo a Durban por tren. Estaba segura de que llegaría yo allí antes que el barco. Sin embargo, si le cablegrafiaban a Chichester la noticia de mi huida, y le decían que había salido de Ciudad de El Cabo en dirección a Durban, nada más fácil para él que abandonar el barco en Port Elizabeth o East London y escapárseme así por completo.

El problema era algo complicado.

—Sea como fuere —dije—, nos enteraremos de la hora de salida de los trenes para Durban.

—Y no es demasiado tarde para una taza de té matutina —anunció Susana—. La tomaremos en el saloncillo.

El tren de Durban salía a las ocho y cuarto de la noche, me dijo el conserje. De momento aplacé mi decisión y me reuní con Susana para tomar el té.

—¿Cree usted que podrá reconocer a Chichester otra vez... si lleva un disfraz distinto, quiero decir? —inquirió Susana.

Sacudí la cabeza.

—Desde luego no le conocí cuando le vi disfrazado de camarera ni le hubiese reconocido de no haber sido por el dibujo que usted me hizo.

—Ese hombre es actor de profesión —dijo Susana, pensativa—. Estoy segura de ello. Puede abandonar el barco vestido de obrero o de cualquier cosa, y no conseguirá usted descubrirle.

—Es usted muy consoladora —le repuse.

En aquel momento el coronel Race miró por la puerta ventana y se reunió con nosotras.

—¿Qué hace sir Eustace? —inquirió Susana—. No le he visto por aquí hoy.

Una expresión extraña cruzó el rostro del coronel.

—Tiene preocupaciones que no le dejan tiempo libre.

—Cuéntenos de qué se trata.

—Hablar de eso sería una indiscreción.

—Cuéntenos algo... aunque tenga que inventarlo nada más que para distraernos.

—Bueno, pues, ¿qué diría si le dijese que el famoso «Hombre del traje color castaño» ha viajado en nuestra compañía?

—¿Cómo?

Sentí que la sangre se retiraba de mi rostro y volvía a invadirlo otra vez. Por fortuna, el coronel Race no me estaba mirando.

—Creo que es un hecho. Mientras las autoridades vigilaban todos los puertos para que no pudiese escapar de Inglaterra, consiguió engañar a Pedler para que le trajera aquí como secretario.

—¿El señor Pagett?

—No; Pagett no. El otro. Decía llamarse Rayburn.

—¿Le han detenido? —preguntó Susana.

Por debajo de la mesa me tranquilizó con un apretoncito de manos. Aguardé sin aliento la contestación.

—Parece haber desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra.

—¿Cómo lo ha tomado sir Eustace?

—Lo considera como un insulto personal que le ha inferido el Destino.

Más tarde, aquel mismo día, se presentó una oportunidad de escuchar lo que sir Eustace opinaba del asunto. Un «botones» portador de una nota nos despertó cuando dormíamos la siesta. Sir Eustace nos suplicaba, con emocionantes palabras, que le concediéramos el honor de tomar el té con él en su gabinete.

El pobre hombre se hallaba en un estado lastimoso. Nos contó sus cuitas animado por los murmullos de simpatía de Susana. (Que sabe hacer esta clase de cosas muy bien.)

—Primero, una mujer completamente desconocida tiene la impertinencia de hacerse asesinar en mi casa... nada más que por molestarme, estoy seguro. ¿Por qué en mi casa? ¿Por qué, entre todas las casas de la Gran Bretaña, escoger la Casa del Molino? ¿Qué mal le había hecho yo jamás a esa mujer para que fuera a dejarse matar allí?

Susana emitió uno de sus murmullos comprensivos otra vez, y sir Eustace prosiguió, con voz más dolida aún:

—Y, por si eso fuera poco, el hombre que la había asesinado tuvo la impertinencia..., la colosal impertinencia... de agregarse a mí como secretario. ¡Mi secretario, fíjense bien! Estoy ya harto de secretarios. Me niego a soportar más secretarios. O son asesinos ocultos o borrachos y pendencieros. ¿Han visto el ojo que lleva Pagett? Pues claro que lo habrán visto. ¿Cómo puedo andar por ahí con un secretario así? Y tiene la cara de un amarillo feo, por añadidura..., precisamente del color que menos pega con un ojo a la funerala. Para mí se han acabado los secretarios... a menos que encuentre una muchacha. Una muchacha bonita, de ojos líquidos, que me coja de la mano siempre que me vea enfadado. ¿Qué me dice usted, señorita Ana? ¿Quiere aceptar el empleo?

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