Colegí que nuestro objetivo se hallaba en los suburbios de la población. Torcimos, volvimos a torcer y nos desviamos varias veces hasta llegar allí y los disparos sonaban cada vez más cerca. Resultaba emocionante. Nos detuvimos por fin ante un desvencijado edificio. Nos abrió la puerta un cafre. Mi guía me hizo una seña para que entrara. Me quedé indecisa en el vestíbulo. El hombre pasó delante de mí y abrió otra puerta.
—La joven que viene a ver al señor Rayburn —anunció.
Y se echó a reír.
Entré. La habitación estaba austeramente amueblada y olía a humo de tabaco barato. Un hombre se hallaba sentado en una mesa, escribiendo. Alzó la cabeza y enarcó las cejas.
—¡Caramba! —murmuró— ¡Si es la señorita Beddingfeld!
—Debo de estar viendo doble —me excusé—. ¿Es el señor Chichester, o se trata de la señorita Pettigrew? Se parece extraordinariamente a ambos.
—Ambas personalidades se hallan en suspenso actualmente. Me he quitado las faldas y los hábitos también. ¿No quiere sentarse?
—Parece ser —observé— que me he equivocado de dirección.
—Desde su punto de vista, me temo que sí. Pero, señorita Beddingfeld, ¿cómo se ha dejado pillar en una trampa por segunda vez?
—No he dado muestras de mucho talento, en efecto —asentí, sumisa.
Mi comportamiento le intrigó.
—Parece tomarse las cosas con mucha tranquilidad —observó secamente.
—¿Adelantaría algo poniéndome hecha una fiera?
—Nada en absoluto.
—Mi tía abuela Juana solía decirme que una señora de verdad no se escandaliza ni se sorprende nunca, ocurra lo que ocurra —murmuré, reminiscente—. Procuro mantenerme a la altura de sus enseñanzas.
Leí tan claramente la opinión del señor Chichester Pettigrew en su rostro, que me apresuré a hablar de nuevo.
—Es usted verdaderamente maravilloso en sus caracterizaciones —reconocí generosamente—. Mientras desempeñó el papel de la señorita Pettigrew no le reconocí... ni siquiera cuando rompió la punta del lápiz de sorpresa al verme encaramar en el tren de Ciudad de El Cabo.
Golpeó la mesa con el lápiz que tenía en la mano en aquellos instantes.
—Todo eso está muy bien; pero es preciso que vayamos al grano... ¿Quizá, señorita Beddingfeld, adivine por qué nos es necesaria su presencia aquí?
—Me perdonará usted —dije—; pero no tengo costumbre de tratar asunto alguno con subordinados.
Había leído la frase, o algo que se le parecía, en la circular de un usurero y me había gustado. Desde luego, surtió un efecto devastador en el señor Chichester Pettigrew. Abrió la boca y volvió a cerrarla. Le miré radiante.
—Es uno de los axiomas de mi tío abuelo Jorge —agregué—. El marido de mi tía abuela, ¿comprende? Fabricaba bolas para camas de metal.
—Creo que debería cambiar de tono, jovencita.
No le respondí, sino que bostecé, un bostezo delicado que insinuaba un aburrimiento intenso.
—¿Qué demonios...? —empezó a decir.
Le interrumpí.
—Le aseguro que nada adelantará gritándome. Estamos perdiendo el tiempo aquí. No tengo la menor intención de hablar con subordinados. Se ahorrará la mar de tiempo y molestias si me conduce usted derecha a sir Eustace Pedler.
-¿A...?
Me miró estupefacto.
—Sí —dije—. A sir Eustace Pedler.
—Yo..., yo... Perdone...
Salió corriendo del cuarto como un conejo. Aproveché la espera para abrir el bolso y empolvarme la nariz. Me ladeé el sombrero también, para que mi aspecto resultara más agradable. Luego me dispuse a esperar con paciencia el regreso de mi enemigo.
Reapareció con aire mucho más sumiso que cuando marchara.
—¿Tiene la bondad de seguirme, señorita Beddingfeld?
Le seguí escalera arriba. Llamó a la puerta de un cuarto. Dijeron «Adelante» desde dentro y él abrió y me hizo pasar.
Sir Eustace Pedler se puso en pie de un brinco y salió a mi encuentro, jovial y sonriente.
—Vaya, vaya, señorita Ana —me estrechó cordialmente la mano—Estoy encantado de verla. Tenga la bondad de sentarse. ¿No está cansada del viaje? ¡Magnífico!
Se sentó frente a mí, radiante aún. Me dejó completamente desconcertada. ¡Obraba con tanta naturalidad!
—Ha hecho usted bien en insistir en que se la condujera a mi presencia —prosiguió—. Minks es un imbécil. Buen artista..., pero, imbécil. Era Minks el hombre con quien habló abajo.
—¿De veras? —murmuré, desconcertada aún.
—Y ahora —dijo sir Eustace, alegremente—. Vayamos al grano. ¿Desde cuándo sabe usted que yo soy el «Coronel»?
—Desde que el señor Pagett me dijo que le había visto en Marlow cuando se le creía a usted en Cannes.
Sir Eustace asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí; le dije al muy imbécil que buena la había hecho. No me comprendió, naturalmente. Estaba demasiado preocupado por si
yo
le había reconocido a
él
. No se le ocurrió preguntarse qué estaba haciendo yo allí. Mala suerte que tuve. Con lo bien que lo había combinado yo todo, mandándole a Florencia y diciendo en el hotel que me marchaba a Niza a pasar una noche, o quizá dos... Luego, para cuando se descubrió el asesinato, yo ya estaba de regreso en Cannes, sin que sospechara nadie que me hubiese alejado de la Riviera.
Seguía hablando con naturalidad y sin afectación. Tuve que pellizcarme para darme cuenta de que todo aquello era real y no un simple sueño, de que el hombre que se hallaba frente a mí era, en efecto, el criminal conocido bajo el nombre de «el Coronel». Pasé revista mentalmente a los acontecimientos.
—Así, pues, fue usted quien intentó tirarme al mar a bordo del
Kilmorden
—dije muy despacio—. ¿Fue a usted a quien siguió Pagett aquella noche?
Se encogió de hombros.
—Le pido mil perdones, hija mía..., de veras que sí. Siempre me fue usted muy simpática..., pero ¡me resultaba entrometida! No podía consentir que una mocosa echara a perder todos mis planes.
—Yo creo que su plan, allá en las Cataratas, fue, en realidad, el más genial —dije, procurando ver las cosas con imparcialidad—. Hubiese jurado yo en cualquier parte que se hallaba usted en el hotel cuando salí yo. En adelante, seré como Santo Tomás: ver para creer.
—Sí; Minks obtuvo uno de sus mejores éxitos desempeñando el papel de señorita Pettigrew. Y sabe imitar mi voz bastante bien.
—Una cosa me gustaría saber.
—¿Cuál?
—¿Cómo consiguió que la escogiera Pagett?
—Oh, eso fue muy sencillo. Se encontró con Pagett a la puerta de las oficinas del Delegado de Comercio, o de la Cámara de Minas, o dondequiera que fuese. La señora Pettigrew le dijo que yo había telefoneado con mucha urgencia y que el departamento en cuestión le había escogido a ella. Pagett se tragó el anzuelo.
—Es usted muy franco —le dije, escudriñándole.
—No existe razón alguna para que no lo sea.
No me gustó mucho el sonido de eso. Me apresuré a darle yo una interpretación mía a la cosa.
—¿Cree en el éxito de la revolución? Ha quemado usted sus naves.
—Para una joven que tan inteligente es en otras cosas, ese comentario resulta extraordinariamente estúpido. No, criatura, no creo en la revolución. Le doy un par de días de vida. Luego se apagará ignominiosamente.
—No puede contarme entre sus ruinas, ¿eh? —exclamé con mala intención.
—Como todas las mujeres, carece usted por completo de sentido comercial. No tiene la menor idea de lo que es un negocio. El encargo que acepté fue el de suministrar cierta cantidad de explosivos y de armas... a buen precio... para fomentar el descontento en general, y para comprometer a ciertas personas. He cumplido mi contrato sin la menor dificultad, y ya tuve buen cuidado de que se me pagara por adelantado. Me preocupé más de lo corriente del asunto porque tenía la intención de que fuera éste mi último contrato antes de retirarme de los negocios. En cuanto a quemar mis naves, como usted lo expresa, no tengo la menor idea de lo que quiere decir. Yo no soy el caudillo de los insurrectos ni cosa que se le parezca. Soy un distinguido viajero inglés que tuvo la desgracia de meterse a husmear en cierta tienda de curiosidades... vio algo más de lo conveniente y fue secuestrado. Mañana, o pasado, cuando las circunstancias lo permitan, me encontrarán en alguna parte, en un estado lastimoso de terror y hambre. Son necesarios ciertos preparativos.
—¡Ah! —murmuré lentamente—. Pero, ¿y yo?
—Ahí está la cosa —contestó sir Eustace con dulzura—. ¿Y usted? La tengo aquí... No quiero ensañarme con el vencido; pero hay que reconocer que supe arreglármelas muy bien para traerla aquí. Sin embargo, la cuestión es: ¿qué hago de usted? El medio más fácil de resolver la dificultad...
e
incidentalmente el más agradable para mí... es el matrimonio. Una esposa no puede declarar contra su marido, ¿sabe...? y me gustaría tener una esposa joven y linda que me tuviera cogido de la mano y me mirara con ojos líquidos... ¡no despida esos destellos al mirarme! Me asusta. Veo que el plan no es muy de su agrado.
—No gran cosa.
Sir Eustace exhaló un suspiro.
—¡Lástima! Pero yo no soy un traidor de película. Supongo que se trata de lo de siempre. Ama o otro, como dicen en las novelas.
—Amo a otro.
—Me lo figuraba. Al principio creí que el favorecido era el patilargo y pomposo Race; pero supongo que, en realidad, se trata del heroico joven que la pescó en las Cataratas aquella noche. Las mujeres no se distinguen por su buen gusto. Ninguno de esos dos hombres tiene la mitad de la inteligencia que yo tengo. Soy una persona cuyo valer es tan fácil de calcular por lo bajo...
Creo que tenía razón en eso. Aunque sabía perfectamente la clase de hombre que era y debía de ser, me resultaba casi imposible tenerlo en cuenta. Había intentado matarme en más de una ocasión; había llegado a matar a otra mujer y era responsable de otros numerosos crímenes de los que yo no sabía nada. No obstante, no conseguía ponerme en el estado de ánimo necesario para juzgar sus actos como merecían. No podía pensar en él más que bajo su aspecto de divertido y jovial compañero de viaje. Ni siquiera lograba tenerle miedo, y, sin embargo, no ignoraba que era muy capaz de hacerme asesinar a sangre fría si lo creía necesario. La única persona con quien le hallaba semejanza era Long John Silver, personaje de la novela
La Isla del Tesoro
, de Stevenson. Debió de haber sido un hombre así.
—¡Vaya, vaya! —murmuró mi extraordinario interlocutor, retrepándose en su asiento—. Es una lástima que no le haga gracia la idea de convertirse en lady Pedler. Las demás alternativas son un poco duras.
Sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal.
Había comprendido, desde el primer momento, claro está, que corría un riesgo muy grande; pero la cosa había parecido valer la pena. ¿Saldrían las cosas de acuerdo con mis cálculos o no?
—La verdad es —prosiguió sir Eustace— que tengo debilidad por usted. No debo tener que recurrir a extremos. ¿Por qué no me cuenta toda la historia desde un principio, a ver lo que sacamos en limpio de ella? Pero nada de fantasía, ¿me entiende...? Quiero la verdad. En absoluto. Toda la verdad y sólo la verdad.
No pensaba yo cometer el error de contarle otra cosa. La perspicacia de sir Eustace era demasiado grande para que intentara jugar con él. Aquél era un momento para contar la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. La conté toda la historia, sin omitir nada, hasta el instante en que me había salvado Enrique. Cuando hube terminado, movió la cabeza afirmativamente como en señal de aprobación.
—Buena chica. Ha hecho una confesión completa. Y permítame que le diga que pronto la hubiese cazado si no lo hubiera hecho. Mucha gente no creería su historia, sobre todo el principio de ella; pero yo sí. Es usted la clase de muchacha que emprendería una aventura así..., sin previo aviso y con los más fútiles motivos. Ha tenido una suerte asombrosa, claro está. Tarde o temprano, no obstante, el aficionado tropieza con el profesional y puede darse por descontado el resultado. Yo soy el profesional. Me metí en esta clase de negocios siendo muy joven. Me pareció un estupendo sistema de hacerme inmensamente rico aprisa. Siempre tuve la habilidad de razonar las cosas bien y de inventar planes ingeniosos. Y jamás cometí el error de intentar ejecutar yo mismo mis propios planes. "Emplea siempre al experto", tal ha sido mi lema. La única vez que me aparté de mi norma, me estrellé. Pero no podía encomendar a nadie aquel trabajo. Nadina sabía demasiado. Yo soy un hombre tolerante, de buen corazón y mejor humor, siempre que no se me engañe. Nadina no sólo me engañó, sino que me amenazó... en el preciso momento en que me hallaba en la cúspide de una carrera triunfal. Una vez hubiera muerto ella y los diamantes se hallasen en mi poder, todo peligro había desaparecido para mí. Ahora he llegado a la conclusión de que fui torpe en este asunto. ¡El idiota de Pagett, con su mujer e hijos! La culpa es mía. Fui lo bastante humorista para dar trabajo a ese hombre de cara de envenenador y alma ochocentista. Permítame que le dé un consejo, mi querida Anita: no se deje llevar nunca de un sentido humorístico. Hace años que el instinto me anunciaba la conveniencia de deshacerme de Pagett; pero era un hombre tan trabajador y concienzudo que no conseguía hallar excusa para despedirle. Conque dejé que las cosas continuaran así. Estamos divagando, sin embargo. Lo que hay que resolver es qué hacer con usted. Su relato fue admirablemente claro; pero sigo sin comprender una cosa. ¿Dónde están los diamantes ahora?
—Los tiene Enrique Rayburn —contesté, sin quitarle la mirada de la cara.
No cambió su semblante. Conservó su expresión de buen humor.
—¡Hum! Quiero esos diamantes.
—No veo que haya grandes probabilidades de que los consiga —le repliqué.
—¿No? Pues yo sí. No quiero ser desagradable; pero me gustaría que reflexionase sobre lo siguiente: una chica muerta hallada más o menos en esta parte de la ciudad, no ocasionará la menor sorpresa. Hay abajo un hombre que hace esa clase de trabajos con una limpieza increíble. Ahora bien, usted es una jovencita sensata. Lo que le propongo es lo siguiente: Se sentará y le escribirá una carta a Enrique Rayburn, diciéndole que se reúna con usted aquí y traiga los diamantes.
—No haré tal cosa.
—No interrumpa a sus mayores. Me propongo hacer un trato con usted. Los diamantes a cambio de su vida. Y no se haga usted ilusiones: se encuentra completamente en mi poder.