El hombre del traje color castaño (32 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

BOOK: El hombre del traje color castaño
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—Conque, como verá usted, sir Eustace, todo ha terminado. Fue usted mismo quien tuvo la bondad de suministrarme la pista de su paradero. Los hombres de Race estaban vigilando la salida del pasadizo secreto. A pesar de cuantas precauciones tomé, lograron seguirme hasta aquí.

—Muy ingenioso. Muy digno de encomio. Pero aún me queda algo que decir. Si yo he perdido la partida, también la ha perdido usted. Jamás podrá demostrar que soy el asesino de Nadina. Estuve en Marlow aquel día; eso es cuanto tiene usted contra mí. Nadie puede demostrar que conociera a la mujer siquiera. Pero usted la conocía, usted tenía razones para desear su muerte, para matarla... y sus antecedentes le condenan. Es usted un ladrón, no lo olvide..., un ladrón. Hay otra cosa que tal vez no sepa usted.
Tengo los diamantes
. Y ahí van...

Con un movimiento increíblemente rápido, se agachó, alzó el brazo y tiró. Sonó el tintineo de vidrios rotos al atravesar el objeto la ventana y desaparecer en la masa de fuego de la casa de enfrente.

—Ha desaparecido su única esperanza de demostrar su inocencia en el robo de Kimberley. Y ahora hablaremos. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo. Me tiene usted acorralado. Race encontrará todo lo que necesita en esta casa. Tengo una probabilidad de salvación si logro huir. Estoy perdido si me quedo; pero... ¡también está perdido usted, joven! Hay una claraboya en el cuarto vecino. Un par de minutos de ventaja y me habré salvado. Tengo algunas disposiciones tomadas ya. Usted déjeme salir por ese camino y déme dos minutos de tiempo... Y yo les dejaré una carta firmada confesándome autor de la muerte de Nadina.

—Si, Enrique —exclamé—. ¡SÍ, sí, sí!

—No, Anita. Mil veces no. No sabes lo que dices.

—Sí que lo sé. Es la solución de todo.

—No volvería a poder mirar a Race cara a cara. Correré los riesgos que sea preciso. Pero, ¡que me ahorquen si dejo a este escurridizo zorro escapárseme! Es inútil, Ana. No lo haré.

Sir Eustace rió. Aceptaba la derrota sin emoción.

—Vaya, vaya —observó—; parece usted haberse encontrado con la horma de su zapato, Ana. Pero puedo asegurarles a ambos que no siempre se sale ganando con hacer alarde de rectitud moral.

Se oyó astillar la madera y pasos que subían la escalera. Enrique descorrió el cerrojo. El coronel Race fue el primero que entró. Se le iluminó el rostro al vernos.

—¡Está usted sana y salva, Ana! Temí... —Se volvió hacia sir Eustace—. Llevo mucho tiempo tras usted, Pedler... y por fin le he cogido.

—Todo el mundo parece haberse vuelto completamente loco —declaró sir Eustace—. Estos jóvenes me han estado amenazando con revólveres, acusándome de las cosas más escandalosas. No sé qué significa todo esto.

—¿No? Pues significa que he dado con el «Coronel». Significa que el día ocho de enero no estaba usted en Cannes, sino en Marlow. Significa que, cuando su instrumento, madame Nadina se volvió contra usted, decidió hacerla desaparecer... y podremos, por fin demostrar su culpabilidad.

—¿De veras? Y, ¿de quién obtuvo usted tan interesante información? ¿Del hombre a quien la policía anda buscando en estos mismos instantes? ¡Valiente valor tendrán sus declaraciones!

—Tenemos otras pruebas. Hay otra persona que sabía que Nadina iba a reunirse con usted en la Casa del Molino.

El semblante de sir Eustace reflejó sorpresa. El coronel Race hizo un gesto con la mano. Arturo Minks, alias el reverendo Eduardo Chichester, alias la señorita Pettigrew, dio un paso al frente. Estaba pálido y nervioso, pero habló con claridad.

—Vi a Nadina en París la noche antes de su viaje a Inglaterra. Me hacía pasar, entonces, por un conde ruso. Me hablo de sus intenciones. Yo le hice una advertencia, porque sabía la clase de hombre con quien tenía que habérselas; pero no quiso hacer caso de mis consejos. Había un radiograma sobre su mesa. Lo leí. Luego se me ocurrió hacer un esfuerzo para apoderarme de los diamantes. El señor Rayburn me abordó en Johannesburgo. Me convenció y me pasé a su bando.

Sir Eustace le miró. No dijo nada, pero Minks pareció marchitarse como una flor.

—Las ratas siempre abandonan el barco que se hunde —observó sir Eustace—, no me gustan las ratas. Tarde o temprano las destruyo.

—Una cosa quisiera decirle, sir Eustace —intervine yo—. La cajita de lata que tiró por la ventana no contenía diamantes, sino vulgares guijarros. Los diamantes se encuentran en lugar seguro. Si quiere que le diga la verdad, están en la panza de la jirafa de madera. Susana la ahuecó, metió los diamantes dentro, envueltos en algodón para que no hicieran ruido, y volvió a tapar el agujero. Así los diamantes estaban seguros.

Sir Eustace me miró un buen rato. Su contestación fue característica.

—Siempre le tuve antipatía a esa maldita jirafa —dijo.

Capítulo XXXIV

No nos fue posible regresar a Johannesburgo aquella noche. Los proyectiles caían con bastante frecuencia por allí y oí decir que nos hallábamos más o menos aislados, porque los rebeldes habían logrado apoderarse de otro trozo de suburbio de la ciudad.

Nos hallábamos refugiados en una granja, a unas veinte millas de la población, en pleno
veldt
.

Me repetía sin cesar, sin poder creerlo, que todas nuestras penalidades habían terminado. Enrique y yo estábamos juntos y ya no volveríamos a separarnos. No obstante, sentía como si se alzase una barrera entre los dos, cierta reticencia por su parte, cuyo motivo no lograba yo comprender.

A sir Eustace se lo habían llevado en dirección opuesta con una fuerte escolta. Se despidió de nosotros agitando alegremente la mano.

Salí al
stoep
a primera hora de la mañana siguiente y dirigí la mirada, por encima del
veldt
, hacia Johannesburgo.

La mujer del granjero salió y me llamó a desayunarme. Era bondadosa y de instintos maternales y me había encariñado con ella ya. Enrique había salido al amanecer y no había regresado aún, me informó. Volví a sentirme invadida por cierta sensación de inquietud. ¿Qué era aquella sombra que se interponía entre los dos?

Después del desayuno me senté en el
stoep
con un libro en la mano; pero no lo leí. Estaba tan enfrascada en mis pensamientos, que no vi llegar al coronel Race ni me di cuenta de que se apeaba de su caballo. No reparé en su presencia hasta que me dijo:

—Buenos días, Ana.

—¡Oh! —murmuré, ruborizándome—. ¡Es usted!

—Sí. ¿Puedo sentarme?

Acercó una silla a la mía. Era la primera vez que nos encontrábamos solos desde aquel día en Matoppos.

—¿Qué noticias hay? —le pregunté.

—Smuts entrará en Johannesburgo mañana. Doy a esta sublevación tres días de vida. Luego cesará por completo. Entretanto, la lucha continúa.

—Ojalá —dije— pudiera tener una la seguridad de que no muriese más que la gente que lo mereciera. Quiero decir los que deseaban luchar..., no la pobre gente que vive, por casualidad, en los lugares en que se pelea.

—Comprendo lo que quiere decir, Ana. Es la injusticia de la guerra. Pero tengo otras noticias para usted.

—¿Sí?

—Sí; vengo a confesarle mi incompetencia. Pedler ha logrado fugarse.

—¿Qué dice?

—Lo que oye. Nadie sabe cómo se las arregló. Estaba encerrado con llave en un cuarto piso superior, de una de las granjas que han sido militarmente ocupadas. Esta mañana, sin embargo, se encontró el cuarto vacío. Había volado el pájaro.

A mí me alegró secretamente la noticia. Este es el día que aún no he logrado matar por completo la simpatía que sir Eustace supo inspirarme. Será reprensible, no lo discuto. Pero el hecho subsiste. Lo admiraba. Sería un canalla completo; pero era un canalla agradable.

Oculté mis sentimientos, naturalmente. Él coronel Race no los compartía a buen seguro. Quería que sir Eustace compareciese ante un tribunal. Si una se paraba a pensarlo, la huida no resultaba tan sorprendente después de todo. Debía de tener numerosos espías y agentes por todos los alrededores de Johannesburgo. Y creyera el coronel Race lo que creyese, dudaba mucho que lograse cazarle ya nunca. Probablemente tendría bien estudiada la retirada. Nos lo había dicho así él mismo incluso.

Comenté el suceso adecuadamente aunque con cierta indiferencia y la conversación languideció. De pronto, el coronel Race preguntó por Enrique. Le dije que había salido al amanecer y que no le había visto en toda la mañana.

—Supongo, Ana, que sabrá usted ya que, aparte de ciertas formalidades, su inocencia ha quedado ampliamente demostrada. Quedan algunos formulismos; pero ha quedado bien sentada la culpabilidad de sir Eustace. Ya no existe nada que pueda separarlos.

—Comprendo —le respondí, agradecida.

—Y no existe motivo alguno para que no vuelva a usar inmediatamente su verdadero nombre.

—No, claro que no.

—¿Conoce su verdadero nombre?

La pregunta me sorprendió.

—Claro que sí, Enrique Lucas.

Él no respondió, pero en su silencio noté algo que se me antojó singular.

—Ana, ¿recuerda que, cuando regresábamos de los Matoppos aquel día, le dije que sabía lo que tenía que hacer?

—Claro que lo recuerdo.

—Creo que puedo decir sin mentir que ya lo he hecho. Ha quedado demostrada la inocencia del hombre a quien usted ama.

—¿Fue eso lo que quiso usted decir?

—Naturalmente.

Agaché la cabeza, avergonzada de haber pensado mal. Habló de nuevo, con voz pensativa:

—De muy joven, me enamoré de una muchacha que me dejó por otro. Después de eso, ya no pensé más que en el trabajo. Mi carrera llegó a representarlo todo para mí. Luego la conocí a usted, Ana... y ya me pareció que todo lo demás no valía la pena. Pero la juventud llama a la juventud... Yo aún tengo mi trabajo.

—Creo que llegará usted muy alto —dije, soñadora—. Creo que una gran carrera se abre ante usted. Será uno de los grandes hombres del mundo.

—Pero estaré solo.

—Toda la gente que hace cosas grandes lo está.

—¿Lo cree usted así?

—Estoy segura dé ello.

Me tomó de la mano y dijo en voz baja:

—Yo hubiese preferido lo otro.

En aquel instante, Enrique dobló la esquina de la casa. El coronel Race se puso en pie.

—Buenos días..., Lucas —dijo.

Por Dios sabe qué motivos Enrique se puso colorado.

—Sí —dije yo, alegremente—; es preciso que se te conozca por tu verdadero nombre ahora.

Pero Enrique seguía mirando al coronel Race.

—Conque lo sabe usted —dijo por fin.

—Jamás olvido una cara. Le vi una vez, cuando niño.

—¿Qué significa todo esto? —pregunté, intrigada, mirando de uno a otro.

Parecía estarse librando una batalla entre dos voluntades. Race ganó. Enrique desvió la mirada.

—Supongo que tiene usted razón —murmuró—. Dígale mi verdadero nombre.

—Ana, éste no es Enrique Lucas. A Lucas le mataron en la guerra. Su verdadero nombre es Juan Harold Eardsley, del que se creía murió en la guerra.

Capítulo XXXV

Al decir estas últimas palabras, el coronel Race dio media vuelta y se alejó. Yo me quedé mirándole. La voz de Enrique me hizo bajar de las nubes.

—Anita, perdóname. Di que me perdonas.

Me asió la mano y yo la retiré casi maquinalmente.

—¿Por qué me engañaste?

—No sé si podré hacértelo comprender. Le tenía miedo a todo eso... al poder y a la fascinación de la riqueza. Quería que me quisieses a mí... por lo que era... sin adornos ni oropeles.

—¿Quieres decir con eso que no te fiabas de mí?

—Puedes expresarlo así, si quieres; pero no es cierto del todo. Me había convertido en un amargado, desconfiaba..., me inclinaba a buscar siempre motivos interesados en todos los actos... y ¡era tan maravilloso verse amado como tú me amabas!

—Comprendo —respondí muy despacio.

Estaba repasando mentalmente la historia que me había contado. Por primera vez me di cuenta de ciertas discrepancias en ella, discrepancias de las que no había hecho caso; la seguridad del dinero, la posibilidad de comprarle los diamantes a Nadina, la forma en que había preferido hablar de ambos hombres desde el punto de vista de un extraño. Y cuando había dicho «mi amigo», no se había referido a Eardsley, sino a Lucas. Era Lucas, el hombre apacible, quien había amado tan intensamente a Nadina.

—¿Cómo sucedió? —le pregunté.

—Los dos fuimos temerarios... teníamos ganas de hallar la muerte. Una noche cambiamos los discos de identidad... ¡para tener suerte! A Lucas le mataron al día siguiente... Una granada le hizo pedazos.

Me estremecí.

—Pero, ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Esta mañana? No podías tener duda a estas alturas que yo te quería.

—Ana, no quería echarlo a perder todo. Deseaba llevarte de nuevo a la isla. ¿De qué sirve el dinero? No se puede comprar la felicidad con él. Hubiéramos sido felices en la isla. Te digo que me da miedo esa otra vida... casi me pudrió por completo una vez.

—¿Sabía sir Eustace quién eras en realidad?

—Sí.

—¿Y Carton?

—No. Nos vio a los dos con Nadina en Kimberley una noche; pero no sabía cuál era cuál. Me creyó cuando le dije que yo era Lucas y Nadina se dejó engañar por su cablegrama. Ella jamás le tuvo miedo a Lucas. Era un chico apacible..., pero muy profundo. Pero yo siempre tuve un genio endemoniado. Casi se hubiese muerto del susto de haber sabido que yo había resucitado.

—Enrique, si el coronel Race no me lo hubiera dicho, ¿qué pensabas hacer?

—No decir una palabra. Seguir con el nombre de Lucas.

—¿Y los millones de tu padre?

—Por mí que se los quedara Race. De todas formas, hubiese sabido darles mejor empleo del que yo les daré jamás. Ana, ¿en qué piensas?

—Estoy pensando —continuó lentamente— que casi siento que el coronel Race te obligara a decírmelo.

—No. Tenía él razón. Te debía la verdad.

Hizo una pausa. Luego dijo de pronto:

—¿Sabes, Ana? Tengo celos de Race. Él también te quiere, y es un hombre más grande de lo que soy yo y de lo que seré jamás.

Me volví hacia él, riendo.

—Enrique, so tonto... Es a ti a quien quiero... y eso es todo lo que importa.

Emprendimos el viaje a Ciudad de El Cabo tan pronto como nos fue posible. Susana me aguardaba allí y juntas le abrimos la tripa a la jirafa. Cuando quedó dominada por completo la revolución, el coronel Race se presentó en Ciudad de El Cabo, y a propuestas suyas, el enorme hotelito de Miuzenberg, que había sido propiedad de sir Lorenzo Eardsley, fue abierto de nuevo y todos fijamos nuestra residencia en él.

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