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Authors: Nicholas Evans

Tags: #Narrativa

El hombre que susurraba a los caballos (11 page)

BOOK: El hombre que susurraba a los caballos
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Miró allí donde la enfermera había sujetado con imperdibles la pernera de su pantalón de chándal gris. Había oído decir que aunque a uno le cortaran el brazo o la pierna, podía sentirlo igualmente. Y era cierto. Por las noches le picaba tanto que se volvía loca. En ese mismo instante sentía la comezón. Lo raro era que aun así, e incluso al mirársela, aquella media pierna que los médicos le habían dejado no parecía pertenecerle en absoluto. No era suya, sino de otro.

Las muletas estaban apoyadas en la pared junto a la mesita de noche y al lado estaba la fotografía de
Pilgrim,
una de las primeras cosas que había visto al salir del coma. Su padre la había visto mirar la foto y le había dicho que el caballo estaba bien, lo cual la tranquilizó.

Judith había muerto.
Gulliver
también. Se lo habían dicho. Y tal como le había ocurrido con la pierna, la noticia no acababa de calar. No era que ella no lo creyese, ¿por qué iban a mentirle? Cuando su padre se lo dijo se echó a llorar, pero, debido quizá a las drogas que le administraban, no habían sido lágrimas de verdad. De algún modo fue como si se hubiese visto a sí misma llorar. Y desde entonces siempre que había pensado en la muerte de su amiga (y le sorprendía que eso ocurriera tan pocas veces), el hecho parecía flotar en el interior de su cabeza, bien protegido para que no pudiera examinarlo con excesivo detenimiento.

Un agente de policía había ido a verla la semana anterior para: hacerle unas preguntas sobre el accidente y tomar notas. El pobre parecía muy nervioso y Robert y Annie estaban pendientes de que no la molestara. No tenían por qué preocuparse. Ella le dijo que sólo recordaba hasta el momento en que empezaron a patinar en la pendiente. No era cierto. Sabía que, si se lo proponía, podía recordar mucho más. Pero no quería hacerlo.

Robert ya le había explicado que más adelante tendría que hacer alguna declaración, una deposición o algo así, para la compañía de seguros, pero sólo cuando estuviera mejor. A saber lo que eso significaba.

Grace seguía mirando la foto de
Pilgrim.
Ya había decidido qué iba a hacer. Sabía que intentarían que montase otra vez a caballo. Pero no pensaba hacerlo, jamás. Les diría a sus padres que devolvieran a
Pilgrim
a la gente de Kentucky. No soportaba la idea de venderlo a alguien de Chatham y topar algún día con los dos, jinete y caballo. Iría a ver a
Pilgrim
una vez, para despedirse, pero nada más.

Pilgrim
también volvió a casa por Navidad, una semana antes que Grace, y en Cornell nadie se entristeció al verlo partir. Varios estudiantes conservaban muestras de su agradecimiento; uno llevaba el brazo escayolado y otros seis lucían cortes y magulladuras. Dorothy Chen, que había ideado una especie de técnica torera para ponerle la inyección diaria, fue recompensada con una limpia dentellada en el hombro.

—Sólo me la veo en el espejo del cuarto de baño —le dijo a Harry Logan—. Se me ha puesto morada, cárdena, púrpura y de todos los colores.

Logan imaginó gustoso a Dorothy Chen, examinándose el hombro desnudo en el espejo del baño. Madre mía.

Joan Dyer y Liz Hammond fueron con él a buscar el caballo. Logan y Liz siempre se habían llevado bien pese a la competencia profesional. Liz, una mujer corpulenta y campechana, era de su misma edad, y él se alegró de tenerla allí pues siempre había encontrado a Joan Dyer un poco pesada.

Calculaba que Joan debía de tener unos cincuenta y cinco años y su cara severa y curtida hacía que uno se sintiese como si encontrara ante un magistrado. Fue ella la que condujo, al parecer contenta de escuchar la conversación de Logan y Liz, que hablaban de temas profesionales. Cuando llegaron a Cornell, Joan dio marcha atrás con mano experta y dejó el remolque encarado a la casilla de
Pilgrim.
Aun cuando Dorothy administró un sedante al caballo, tardaron casi una hora en cargarlo.

Liz había sido muy amable todas aquellas semanas. A petición de los Maclean, nada más volver de la conferencia había ido a Cornell. Era obvio que deseaban que se hiciese cargo de
Pilgrim
(un sacrificio que Logan habría estado encantado de hacer). Pero Liz les comunicó que Logan había hecho un buen trabajo y que el caballo estaba en muy buenas manos. La solución intermedia fue que Liz elaborase un informe de seguimiento. Logan no se sintió amenazado. Era un alivio compartir notas en un caso tan difícil como aquél.

Joan Dyer, que no veía a
Pilgrim
desde el accidente, quedó conmocionada. Las cicatrices en la cara y el pecho eran de por sí horribles. Pero aquella salvaje hostilidad era algo que nunca había visto en un caballo. Durante el viaje de vuelta —cuatro largas horas— lo oyeron dar coces contra las paredes del remolque. Joan no estaba tranquila.

—¿Dónde voy a meterlo?

—¿A qué se refiere? —preguntó Liz.

—Tal como está, no puedo alojarlo en el establo. No sería seguro.

Cuando llegaron a las caballerizas, lo dejaron en el remolque mientras Joan y sus dos hijos limpiaban una de las pequeñas casillas que había detrás del establo y no se utilizaban desde hacía años. Los chicos, Eric y Tim, aún no habían cumplido los veinte y ayudaban en el negocio. Ambos, como advirtió Logan mientras los miraba trabajar, habían heredado la cara larga y el laconismo de su madre. Cuando tuvieron lista la casilla Eric, que era el mayor y el más hosco de los dos, dio marcha atrás con el remolque. Pero no hubo manera de que el caballo saliese.

Finalmente, Joan dijo a sus hijos que entrasen provistos de palos por la parte de delante y Logan vio cómo azuzaban al caballo y cómo éste se empinaba, asustándolos. El sistema no funcionaba y al veterinario le preocupó que la herida del pecho pudiera resentirse, pero no se le ocurría una idea mejor. Por fin, el caballo reculó hacia la casilla y los chicos cerraron la puerta.

Aquella noche, mientras regresaba a su casa, Harry Logan se sintió deprimido. Se acordó del cazador, aquel mequetrefe del gorro de pieles, sonriéndole desde el puente del ferrocarril. El muy cretino tenía razón, se dijo. Aquel caballo debería haber sido sacrificado.

La Navidad en casa de los Maclean empezó mal y siguió peor. Volvieron del hospital en el coche de Robert; Grace iba en el asiento de atrás, con las piernas en alto. Aún no había recorrido medio camino cuando ella preguntó por el árbol.

—¿Podemos adornarlo tan pronto como lleguemos a casa?

Annie miró al frente y dejó que fuese Robert el encargado de decir que ya lo habían adornado la noche anterior, aunque no mencionó que lo habían hecho en silencio y en un ambiente muy triste.

—Pensé que no te sentirías con ánimos —dijo él.

Annie sabía que le tocaba mostrarse agradecida o emocionada ante aquella desinteresada asunción de culpa por parte de Robert, y le fastidió que no ocurriera así. Esperó, irritada casi, a que su marido adornara las cosas con la bromita de rigor.

—Además, señorita —prosiguió él—, cuando lleguemos tendrás trabajo de sobra. Hay que cortar leña, limpiar, preparar la comida…

Grace rió, como se esperaba que hiciese, y Annie ignoró la mirada que Robert le lanzó de soslayo en medio del silencio que siguió.

Una vez en casa consiguieron entre todos alegrar un poco el ambiente. Grace dijo que el árbol estaba precioso. Se quedó un rato sola en su habitación poniendo Nirvana a todo volumen para que sus padres supieran que estaba bien. Se las arreglaba bastante bien con las muletas e incluso consiguió descender y subir por las escaleras, cayendo sólo una vez al tratar de bajar una bolsa con regalos que había hecho comprar a las enfermeras para dárselos a sus padres.

—Estoy bien —dijo cuando Robert corrió hacia ella. Se había dado un buen golpe contra la pared y Annie, al salir de la cocina, vio que le dolía de verdad.

—¿Estás segura? —Robert intentó echarle un cabo pero ella sólo aceptaba la ayuda imprescindible.

—Que sí, papá. Me encuentro bien.

Annie vio que a Robert se le llenaban los ojos de lágrimas al contemplar a Grace acercarse para poner los regalos al pie del árbol, y aquello la puso de tan mal humor que se volvió y entró de nuevo en la cocina.

Por Navidad siempre se regalaban calcetines. Annie y Robert preparaban juntos el regalo de Grace y luego uno para cada uno de los dos. Por la mañana Grace llevaba el suyo al dormitorio de sus padres, se sentaba en la cama y se turnaban para abrir los regalos, haciendo bromas sobre lo acertado que había estado Santa Claus o porque se había olvidado de quitar la etiqueta de un precio. Ahora, como había ocurrido con el árbol, Annie apenas pudo soportar el ritual.

Grace se acostó temprano y cuando estuvieron seguros de que dormía, Robert entró de puntillas en su habitación con el calcetín. Annie se desvistió y escuchó el reloj del vestíbulo acompasando el silencio. Cuando Robert volvió, estaba en el cuarto de baño; oyó un ruido y supo que estaba guardando su calcetín debajo de la cama. Ella había hecho otro tanto con el de él. Qué farsa aquélla.

Robert entró en el momento en que Annie se cepillaba los dientes. Llevaba el pijama inglés a rayas y sonrió mirándola en el espejo. Annie escupió y se enjuagó la boca.

—Esos lloriqueos tienen que acabar —dijo ella sin mirarlo.

—¿Cómo?

—Te he visto cuando ha caído por la escalera. Deja de sentir compasión por Grace. De ese modo no la ayudarás.

Robert la miró fijamente, y cuando ella se volvió para regresaral dormitorio sus miradas se encontraron. Él sacudió la cabeza, ceñudo.

—Eres increíble, Annie.

—Muchas gracias.

—¿Qué te está pasando?

Ella no respondió. Entró en el dormitorio, se metió en la cama y apagó la lámpara de su mesa de noche; al cabo de un rato él salió del baño e hizo lo mismo. Permanecieron tumbados dándose la espalda y Annie contempló el nítido cuadrante de luz amarilla que desde el descansillo iluminaba el suelo del dormitorio. No era que la ira le hubiese impedido responder, sino que no sabía cuál era la respuesta. Pero ¿cómo habría podido decir una cosa semejante? Tal vez le daba rabia ver sus lágrimas porque tenía envidia de ellas. Annie no había llorado desde el día del accidente.

Se volvió y, sin poder evitar sentirse culpable, deslizó los brazos en torno al cuerpo de Robert, arrimándose a su espalda.

—Perdona —murmuró, y lo besó en el cuello.

Robert no se movió durante un rato. Luego rodó lentamente hasta ponerse boca arriba, la rodeó con un brazo y ella apoyó la cabeza sobre su pecho. Annie notó que suspiraba profundamente y estuvieron un buen rato quietos. Luego deslizó la mano por su vientre, lo abrazó y notó que se movía. Entonces se incorporó, se arrodilló encima de él, se quitó el camisón por la cabeza y lo dejó caer al suelo. Robert, como hacía siempre, comenzó a acariciar sus senos mientras ella empezaba a moverse. Ella tomó su miembro erecto y al ayudarlo a penetrarla notó que se estremecía. Ninguno de los dos emitió sonido alguno. Annie miró en medio de la oscuridad a aquel hombre bueno que la conocía desde hacía tantos años y en sus ojos no vio una expresión de deseo, sino una tristeza terrible e irreparable.

El día de Navidad la temperatura descendió. Nubes metálicas se cernían sobre las copas de los árboles como en una película a cámara rápida y el viento cambió de dirección, arrastrando hacia el valle espirales de aire polar. Desde la casa oyeron aullar el viento en la chimenea mientras jugaban al
scrabble
sentados junto al fuego.

Aquella mañana, mientras abrían los regalos en torno al árbol, todos se esforzaron en parecer alegres. Grace nunca había tenido tantos regalos, ni siquiera cuando era muy pequeña. Casi todos los conocidos de la familia habían enviado alguna cosa, y Annie comprendió, demasiado tarde, que habría sido mejor guardar algunos de aquellos regalos. Advertía que Grace se sentía objeto de la caridad ajena, y el que dejara muchos sin abrir se lo confirmó.

Al principio Annie y Robert no sabían qué comprar a su hija. En los últimos años los presentes habían estado relacionados con la equitación. Ahora, se esforzaban por que todo lo que se les ocurriese no tuviera nada que ver con caballos. Finalmente Robert se había decidido por un acuario con peces tropicales. Sabían que Grace quería uno, pero Annie temía que incluso ese regalo comportara un mensaje; «Siéntate a mirar —parecía decir—. Ahora es lo único que puedes hacer.»

Robert lo había arreglado todo en la salita de la parte de atrás y lo había envuelto con papel de motivos navideños. Llevaron allí a Grace y vieron cómo se le iluminaba la cara al abrir el paquete.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Es fabuloso!

Por la tarde, cuando Annie hubo terminado de recoger los platos de la cena, encontró a Grace y a Robert delante del acuario, tumbados a oscuras en el sofá. La pecera estaba iluminada y los dos se habían quedado dormidos mirándola, el uno en brazos del otro. El balanceo de las plantas acuáticas y las sombras de los peces dibujaban formas fantasmales en sus caras.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Grace estaba muy pálida. Robert le tocó una mano.

—¿Te encuentras bien, cariño?

Ella asintió con la cabeza. Annie se acercó a la mesa con una jarra de zumo de naranja y Robert apartó la mano. Annie se dio cuenta de que su hija quería decir algo.

—He estado pensando en
Pilgrim
—dijo con voz serena. Era la primera vez que alguien aludía al caballo. Annie se sintió avergonzada de que ninguno de los tres hubiera ido a verlo desde el accidente o al menos desde su vuelta a casa de Mrs. Dyer.

—Sí —dijo Robert—. ¿Y bien?

—Creo que deberíamos llevarlo a Kentucky.

Se produjo un silencio, al cabo del cual, Robert dijo:

—Gracie, no tenemos por qué decidir nada ahora. Puede que…

—Sé lo que vas a decir —lo interrumpió Grace—, que hay gente que ha sufrido accidentes como el mío y que ha vuelto a montar, pero yo no… —Guardó silencio un instante, como si quisiese tranquilizarse. Luego agregó—: No quiero. Por favor.

Annie miró a Robert y supo que notaba su vista fija en él, retándole a mostrar el menor indicio de lágrimas.

—No sé si ellos lo aceptarán —prosiguió Grace—. Pero no quiero que se lo quede nadie de por aquí.

Robert asintió lentamente, dando a entender que se hacía cargo aun cuando no estuviera totalmente de acuerdo. Grace se aferró a ello.

—Quiero despedirme de él, papá. ¿Podemos ir a verlo hoy, antes de regresar al hospital?

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