El joven samurai: El camino de la espada (14 page)

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Jack se acercó con cautela a la entrada. Sobre la puerta había un cartel de madera donde habían tallado el nombre del templo.

龍安寺

Reconoció inmediatamente el último símbolo como «templo» y trató de recordar los otros caracteres
kanji
que Akiko le había enseñado. Le pareció que el primero podía ser «dragón», y el segundo «paz».

En el cartel se leía
Ryoanji.

El Templo del Dragón Pacífico.

Probó con la puerta, pero estaba cerrada.

Jack se sentó en los escalones para pensar qué hacía a continuación. Fue entonces cuando advirtió una diminuta abertura en el muro exterior del templo, a un lado de la puerta.

El muro estaba construido con una pauta alternada de paneles oscuros de cedro y de piedra encalada de blanco. Uno de los paneles de madera no encajaba del todo en la pared. Jack se asomó a la abertura y fue recompensado con el atisbo de un patio interior. Una serie de pequeñas piedras cruzaba un césped bien atendido hasta un porche de madera al otro lado.

Jack introdujo los dedos en la abertura y el panel se deslizó suavemente a un lado. A través de la entrada oculta, se coló en el jardín del templo. Tal vez por aquí había desaparecido Akiko.

Cruzó el jardín hasta el porche y lo siguió mientras bordeaba un largo y rectangular jardín zen de guijarros grises, donde habían colocado quince grandes piedras negras en una pauta de cinco grupos irregulares. Bajo la pálida luz de la luna, el jardín parecía una cadena de cimas montañosas que se abrieran paso a través de un mar de nubes.

El jardín estaba desierto.

A través de un arco al otro lado, Jack divisó un jardincillo de guijarros más pequeño, decorado con uno o dos arbolitos pero nada más. Al fondo de un sendero de piedra que dividía en dos el jardín había un sencillo altar de madera. Sus puertas
shoji
estaban cerradas, pero el cálido halo de una vela podía verse a través del papel
washi
y a Jack le pareció oír voces dentro.

Se apartó del camino de madera y se encaminó al altar. Los guijarros crujieron bajo sus pies.

Las voces se detuvieron de repente y la vela se apagó.

Jack regresó al sendero, maldiciendo en silencio su prisa por cruzar el jardín de piedra. Se apresuró en llegar al borde, manteniéndose pegado a las sombras. Se ocultó en un hueco cerca de la entrada del altar y esperó.

No salió nadie.

Después de lo que pareció una eternidad, Jack decidió arriesgarse a echar un vistazo al interior. Muy lentamente, se acercó a la
shoji
y la descorrió un poquito. Notó una vaharada de incienso recién quemado. Una estatua del Buda estaba sentada en un pequeño pedestal de piedra, rodeada de ofrendas de fruta, arroz y sake, pero por lo demás el altar estaba vacío.

—¿Puedo ayudarte? —preguntó una voz autoritaria.

Jack se dio media vuelta, con el corazón en la boca.

Un monje con una túnica negra y gris se alzaba sobre él. El hombre, de mediana edad, era musculoso y compacto, con la cabeza afeitada y oscuros ojos chispeantes. Jack pensó en echar a correr, pero había algo en el porte de este hombre que sugería que no sería buena idea. Unía las puntas de sus dedos como en oración, pero sus manos parecían tan mortíferas como dos hojas de
tanto.

—Yo… estaba buscando a una amiga —tartamudeó Jack.

—¿En mitad de la noche?

—Sí… estaba preocupado por ella.

—¿Corre peligro?

—No, pero no sé adónde iba…

—¿Así que la seguías?

—Sí —respondió Jack, y la culpa lo golpeó como un bofetón en la cara.

—Tendrías que respetar la intimidad, muchacho. Si tu amiga te necesitara, habría solicitado tu compañía. Claramente no está aquí, así que creo que es hora de que te marches.

—Sí. Lo siento. Fue un error… dijo Jack, inclinándose profundamente.

—Sólo es un error si lo cometes dos veces —interrumpió el monje, aunque su expresión continuó siendo implacable—. Los errores son lecciones de sabiduría. Confío en que aprendas de éste.

Sin decir otra palabra, el monje escoltó a Jack de vuelta a la puerta principal y le indicó que se marchara.

—Espero no volver a verte de nuevo por aquí.

Cerró entonces las puertas dobles y Jack se quedó solo en los escalones de piedra.

Jack regresó lentamente a la escuela, reflexionando sobre sus acciones. El monje tenía razón. ¿Qué hacía espiando a Akiko? Ella sólo le había mostrado confianza. Cuando le pidió que mantuviera en secreto el cuaderno de bitácora de su padre, lo había hecho. Él, por otro lado, no había respetado su intimidad y quebraba la suya siguiéndola. Jack se odió a sí mismo por aquello.

Con todo, las dudas asolaban su mente. Akiko había negado que salía de noche, ¿pero qué estaba haciendo que era tan secreto como para mentir al respecto?

Cuando regresó a la Sala de los Leones, pasó ante la habitación de Akiko y no pudo evitar echar un vistazo al interior. Advirtió que debía haber seguido a otra persona hasta el Templo del Dragón Pacífico.

Pues allí estaba Akiko, profundamente dormida en su cama.

22
Contemplando hojas de arce

—Y yo que pensaba que el cerezo en flor en primavera era precioso —dijo Jack, contemplando asombrado los arces mientras paseaban por los jardines del templo de Eikan-Do.

Akiko había llevado a Jack y los demás al templo para ver el
momiji gari
, un acontecimiento similar a la fiesta de primavera
hanami
, pero celebrada en otoño, cuando las hojas de los arces se convertían en un mágico caleidoscopio de color. Jack se quedó asombrado ante el panorama. La colina estaba encendida de hojas rojas, doradas, amarillas y naranjas hasta donde alcanzaba la vista.

—Subamos a la
Tahoto
—propuso Akiko, señalando la pagoda de tres pisos que asomaba como una lanza a través del dosel de árboles. Cada hoja era tan hermosa y delicada como un copo de nieve dorado.

—Glorioso, ¿verdad? —comentó una voz grave y resonante a sus espaldas.

Todos se volvieron para ver al
sensei
Kano, su maestro de
bojutsu.
A pesar de ser ciego, parecía que también estaba admirando el panorama.

—Sí… pero usted no puede verlo, ¿no? —preguntó Jack, sin ánimo de ofender.

—No, Jack-kun, pero la vida no queda limitada por lo que puedes o no puedes ver —respondió el
sensei
Kano—. No puedo ver los árboles, pero todavía puedo apreciar el
momiji gari.
Puedo saborear los colores, oler la vida del arce y sentir el deterioro de las hojas. Puedo oír las hojas caer una a una como un millón de mariposas aleteantes. Cerrad los ojos y oiréis a qué me refiero.

Todos lo hicieron. Al principio, Jack sólo oyó una confusa mezcla de sonidos, pero pronto se dividió en un goteo como de lluvia de hojas secas. Entonces, cuando empezaba a disfrutar de la experiencia, oyó risas.

—¡Basta! —gritó Kiku.

Jack abrió los ojos y vio a Saburo haciendo cosquillas a Kiku en la oreja con una rama. Ella agarró un puñado de hojas muertas y se las arrojó a la cara, pero también alcanzó a Yamato. En cuestión de instantes, todos se enzarzaron en una ruidosa batalla de hojas.

—Supongo que el tiempo invertido riendo es tiempo pasado con los dioses —observó con tristeza el
sensei
Kano, y se marchó, dejando a los jóvenes samuráis muertos de risa mientras jugaban entre las hojas.

Pasaron el resto de la tarde explorando los grandes jardines del templo. Cruzaron puentes de madera y rodearon un gran estanque donde la gente remaba en pequeñas barcas, tocaba arpas
koto y
admiraba las vistas del otoño.

Jack divisó a Kazuki y sus amigos en una de las barcas en la otra orilla. Ellos no lo habían visto, pero parecían estar divirtiéndose mucho salpicándose unos a otros para preocuparse por Jack. Entonces Jack vio a Emi cruzando uno de los puentes. Por fin tenía su oportunidad de hablar con ella a solas.

—Os alcanzaré luego —dijo Jack al resto del grupo, que se dirigía a un pequeño altar al otro lado del estanque—. Tengo que preguntarle algo a Emi.

Yamato y Akiko se detuvieron. Akiko alzó las cejas con curiosidad, pero no dijo nada.

—Venga, vosotros tres —llamó Saburo, impaciente—. Cuando hayamos visto este último altar, podremos alquilar una barca e ir a remar.

Yamato vaciló un momento más. Jack sabía que su amigo todavía se sentía culpable por no estar presente cuando Kazuki y su banda lo atacaron en la Sala del Halcón. No se había apartado de su lado desde entonces.

—Vamos —dijo Akiko, marchándose—. Lo veremos en el camino de vuelta.

—Estaremos allí por si nos necesitas —dijo Yamato, siguiendo reacio a Akiko.

Jack vio cómo los dos se marchaban para reunirse con los demás. Con su kimono de color miel, Akiko parecía flotar como una hoja en un arroyo. Jack corrió hacia Emi. Ella estaba en el puente, admirando un arce que colgaba sobre el agua como una lengua de fuego. Emi inclinó la cabeza cuando él se acercó.

—¿Disfrutando del
momiji gari?
—preguntó, sonriendo.

—Sí. ¿Y tú? —respondió Jack, devolviendo el saludo.

—Mucho. Es mi época favorita del año.

Jack se volvió a mirar el arce cercano, tratando de pensar qué decir a continuación.

—¿Es alguna vez así en tu país? —preguntó Emi.

—A veces —respondió Jack, contemplando una hoja caer a través del aire y aterrizar en la superficie del estanque—. Pero la mayor parte del tiempo llueve…

Un silencio embarazoso cayó entre ellos mientras Jack hacía acopio de valor para hablar.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Por supuesto.

—¿Puedo volver a visitar el palacio de tu padre?

Ella lo miró, y sus ojos registraron sorpresa.

—¿Por algún motivo concreto?

—Sí… Cuando estuvimos para la ceremonia del té, me fijé en unos paneles con tigres pintados. Me gustaría volver a verlos.

Jack había pensado cuidadosamente esta respuesta, pero cuando la dijo ahora la excusa pareció débil, y se retorció por dentro.

—No sabía que te interesara el arte —dijo ella, y las comisuras de su boca se arrugaron en una sonrisa maliciosa.

Jack asintió.

—Estoy segura de que puede concertarse. Tendría que hablar con mi padre, desde luego, cuando vuelva.

—Desde luego —coincidió Jack. Entonces oyó risas y se volvió a ver que Cho y Kai habían alcanzado a Emi y se reían ocultando sus bocas con las manos.

—Tengo que irme —dijo Emi, inclinándose antes de reunirse con sus amigas y su anciana carabina.

Jack las vio marchar, susurrando entre sí y mirándolo por encima del hombro antes de estallar de nuevo en carcajadas. ¿Lo habían oído hablar con Emi??¿O se reían simplemente porque los habían descubierto a los dos a solas? Tenía que mantener en privado la visita al castillo para que el cuaderno de bitácora permaneciera a salvo, y no serviría de nada si esas dos empezaban a difundir rumores sobre ellos.

El sol empezaba ahora a ponerse; sus rayos dorados chispeaban sobre el agua y brillaban a través de las hojas de los arces como un entramado de linternas de papel. Jack, ausente, abrió su
inro
, la cajita de madera que le había regalado el
daimyo
Takatomi, y sacó el dibujo que Jess había dibujado y regalado a su padre hacía tres años, cuando zarparon de los muelles de Limehouse hacia el Japón. Ahora guardaba la imagen consigo como recordatorio constante de su hermana pequeña.

Abrió el pergamino, arrugado y gastado por el manoseo repetido. A la luz moteada, contempló los retratos de su familia. El vestido de verano de su hermana pequeña, la coleta negra de su padre, su propia cabeza dibujada tres veces demasiado grande sobre un cuerpo flacucho, y por fin las alas de ángel de su madre.

Un día regresaría a casa, se prometió.

Jack cerró los ojos. Escuchando la brisa en los árboles y las ondas en el agua, casi podía imaginar que estaba en un barco de vuelta a Inglaterra. Estaba tan absorto en la idea que casi no advirtió que el grupo regresaba.

Ellos lo rodearon en silencio.

—Disfrutando de tus últimos días de
momijigari
, ¿no?

Sobresaltado, Jack se dio media vuelta para encontrarse no ante Akiko y sus amigos, sino ante Kazuki y su Banda del Escorpión.

—¿Te has enterado de que otro sacerdote extranjero ha muerto? —reveló Kazuki, como si estuviera simplemente comentando el tiempo—. Estaba predicando a sus seguidores para que obedecieran a la iglesia por encima de su
daimyo.
Los samuráis leales lo castigaron por su traición prendiendo fuego a su casa, con él dentro. No pasará mucho tiempo antes de que nos libremos de todos los de tu ralea.

—¡El
gaijin
Jack debería irse! —dijo Nobu, su barriga temblando arriba y abajo por la risa, claramente encantado con su burla.

Jack retrocedió, pero lo detuvo la barandilla del puente.

—¿Estás solo? —rió Hiroto—. ¿Ningún guardaespaldas? Creí que habrías aprendido de la última vez… ¿o necesitas otra patada en las costillas para recordarlo?

Jack no dijo nada, sabiendo que Hiroto estaba buscando cualquier excusa para golpearlo.

—¿El gato se te ha comido la lengua? —preguntó Moriko, siseando de placer—. ¿O eres demasiado idiota para comprender?

Jack trató de mantener la calma. Le superaban en número, pero esta vez decidió no dejarse intimidar.

—A nadie le gustan los
gaijin
—susurró Moriko, mostrándole sus dientes negros—. Son sucios, estúpidos y feos.

Jack le devolvió la mirada. Estaba por encima de estas cosas.

Moriko, frustrada por su falta de reacción, escupió a los pies de Jack.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó Kazuki, arrancándole a Jack de la mano el dibujo de Jess antes de que pudiera reaccionar.

Jack se abalanzó contra Kazuki.

—¡Devuélvemelo!

Nobu e Hiroto lo cogieron por los brazos y lo sujetaron.

—Mirad esto, chicos. ¿No ha sido Jack un chico listo? Ha aprendido a dibujar —se burló Kazuki, alzando el papel al aire para que todos lo vieran.

—¡Devuélvemelo AHORA, Kazuki! —exigió Jack, debatiéndose para librarse.

—¿Por qué quieres conservar esto? Es terrible. ¡Es como si lo hubiera dibujado una niña pequeña!

Jack se estremeció de furia mientras Kazuki agitaba el dibujo delante de su nariz.

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