Quince minutos antes de que concluyera el desfile, inicié los preparativos para mi pequeña incursión. Lo único que necesitaba era un cigarrillo y una caja de cerillas; ambas cosas me las proporcionó un amable cámara de televisión.
—Pero aquí no se puede fumar —advirtió.
Le dije que saldría fuera y, tras darle las gracias, me dirigí a la salida, pero antes entré en los lavabos y me encerré en uno de los retretes. Una vez allí, cogí varias cerillas y las até con un hilo al cigarrillo, más o menos a media altura. Tras guardarlo todo en el bolso y aprovechar para hacer pis, abandoné los lavabos; el desfile acababa de concluir y diseñadores y modelos saludaban a un público que los aplaudía con entusiasmo. Salí al exterior y me encaminé a la parte posterior del pabellón. Ya se había puesto el sol y las farolas que jalonaban las aceras acababan de encenderse. Al llegar a la altura del contenedor me detuve; en aquel momento, el guarda de seguridad que custodiaba la entrada trasera no miraba en mi dirección, así que saqué el cigarrillo con las cerillas atadas, lo encendí, di un par de caladas y lo dejé en el contenedor, en medio de un montón de papeles y cartones. Acto seguido, continué andando, pasé por delante del guarda, giré a la izquierda y, nada más doblar un recodo, me oculté tras un coche aparcado.
Sólo tuve que aguardar un par de minutos, el tiempo que tardó la brasa del cigarro en alcanzar las cerillas y prenderlas. Desde donde yo estaba pude ver el fogonazo y cómo, al poco, las llamas comenzaban a extenderse en medio de una progresivamente densa nube de humo. Cuando el guarda de seguridad vio el pequeño incendio, sacó un
walkie-talkie
, habló por él —supongo que pidiendo ayuda— y luego, tras mirar a un lado y a otro para asegurarse de que no había nadie cerca, cogió un extintor y echó a correr hacia el pequeño incendio. Entonces a quien le tocó correr fue a mí; salí de detrás del coche, traspasé a la carrera el portalón y me adentré en la zona de carga. Había una puerta al fondo; la crucé a toda velocidad, recorrí un breve pasillo, superé otra puerta y frené en seco.
Había entrado en una inmensa sala abarrotada de bártulos y gente, las tripas del pabellón. A mi alrededor había cajones de madera, percheros con ruedas, palés amontonados, bultos, cajas y gente afanándose en las más diversas tareas. Pero ni rastro de las modelos. Para dar la sensación de que yo también hacía algo, cogí una caja de cartón de reducido tamaño, me aproximé a uno de los trabajadores y le pregunté por Raquel Tena.
—Traigo un paquete para ella —aclaré, mostrándole la caja.
—Camerino seis —respondió el hombre, señalando hacia unos cubículos prefabricados que se alzaban al fondo del recinto.
Me aproximé a ellos y dejé la caja sobre unos borriquetes. Luego me senté encima de un arcón metálico, medio oculta tras unos maderos, y me dispuse a esperar. Diez minutos más tarde, las modelos comenzaron a abandonar los camerinos. Se suponía que ahora iban vestidas de calle, pero lo cierto es que ofrecían el mismo aspecto deslumbrante que en la pasarela.
Raquel Tena fue la última en salir. Llevaba unos vaqueros, un jersey de lana negra y una chaqueta del mismo color; todo muy sencillo, salvo el bolso —de Louis Vuitton— y los zapatos, unos maravillosos Prada que envidié instantáneamente. La modelo se detuvo un momento frente a la puerta del camerino, se ajustó la chaqueta y comenzó a caminar hacia la salida. Entonces saqué del interior de mi bolso una pequeña cámara digital y la llamé:
—Raquel, disculpa un momento…
Ella giró la cabeza y me miró con curiosidad.
—Perdona que te moleste —proseguí, aproximándome—. ¿Te importaría contestar a unas preguntas y que te haga un par de fotos?
—¿Eres periodista? —dijo con voz grave y bien timbrada.
—Sí. Ya sé que los periodistas no podemos entrar aquí, pero me he colado. —Puse cara de niña pillada en falta—. Espero que no me delates.
Los labios de Raquel insinuaron una sonrisa.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Carmen López.
—No recuerdo haberte visto antes, Carmen.
—Es que no llevo mucho tiempo cubriendo las noticias de sociedad. Antes estaba en la sección de economía de un periódico, pero hubo ajuste de plantilla y… —Me encogí de hombros—. Ahora intento salir adelante como
free lance
, así que unas declaraciones tuyas me vendrían de maravilla.
Raquel me contempló unos instantes en silencio.
—¿Con qué revistas colaboras? —preguntó.
—Bueno, todavía no con muchas. He publicado algo en
Lecturas
y
Diez Minutos
…
—¿Ah, sí? Yo soy muy amiga de Elena, la redactora jefa de
Diez Minutos
. ¿Qué tal está?
—Muy bien, como siempre —respondí.
Entonces, la modelo hizo algo muy extraño. Sonrió con cordialidad, sacó del bolso un teléfono móvil de última generación, lo conectó y me hizo una foto.
—¿Por qué me…? —comencé a decir, sorprendida.
—Shhhh… —siseó ella, poniéndose un dedo en los labios.
Acto seguido, pulsó una tecla, se llevó el teléfono a la oreja y, tras una pausa, dijo:
—¿Seguridad? Soy Raquel Tena. Una mujer ha entrado en la zona de camerinos fingiendo ser periodista y me está molestando. ¿Podéis enviar un par de vigilantes?
No sé qué abrí más, si la boca o los ojos.
—Pero… —musité.
—La redactora jefa de
Diez Minutos
se llama Rosa —me interrumpió de nuevo Raquel mientras guardaba el móvil—, no Elena. Y será mejor que te vayas si no quieres tener problemas; los de seguridad están a punto de llegar.
Durante unos instantes nos miramos a los ojos en silencio; el refulgente azul de sus pupilas contra el vulgar marrón de las mías, su bella sonrisa cargada de ironía contra mi expresión de pasmo. Salí perdedora en todos los frentes, de modo que me di la vuelta y, permitiéndome la mínima dignidad de no correr, abandoné el pabellón.
Luego, mientras me dirigía al aparcamiento en busca de mi coche, reflexioné sobre lo falsos que pueden llegar a ser los tópicos. Una rubia guapa siempre es tonta, dicen; pero Raquel Tena era rubia, muy guapa y condenadamente lista.
Y ahora, además, tenía grabado mi rostro en su teléfono móvil.
* * *
El lunes pasé el día en la agencia adelantando todo el trabajo posible y dejando ordenados los asuntos pendientes. El día anterior, Óscar había vuelto a telefonearme, así que a última hora de la mañana le envié un lacónico SMS: «Mucho trabajo. Salgo de viaje toda la semana. Ya te llamaré». Pero no pensaba llamarle.
A media tarde me reuní con Hermes en mi despacho y le puse al tanto sobre los detalles del caso Mochedano, pues él iba a ocuparse de coordinarlo todo en mi ausencia. Cuando estábamos a punto de concluir, el teléfono que descansaba sobre mi escritorio sonó. Era Gabriel.
—Hay una llamada para usted, señora Hidalgo —me informó.
—¿Quién es? —pregunté.
—Un hombre, pero no ha querido decir cómo se llama. Insiste en que es un asunto confidencial y muy urgente.
—De acuerdo, pásamelo. —Escuché un clic en el auricular y dije—: Carmen Hidalgo al aparato; dígame…
Cuando, al cabo de una larga pausa, escuché la voz de mi interlocutor, sentí un escalofrío; era, en efecto, una voz de hombre, pero distorsionada mediante algún artefacto electrónico.
—Estás metiendo las narices en asuntos que no te conciernen, Carmen —dijo—. Si eres lista, deberías dejar de hacerlo.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Exacto: no sabes quién soy, pero yo sí sé quién eres tú. Sé dónde vives, sé dónde trabajas, sé quiénes son tus amigos y tus familiares. Y tú no quieres que suceda algo desagradable, ¿verdad?, ni a ti, ni a ninguno de tus hermanos, ni a tus padres…
—Escuche…
—No, escucha tú: quiero que abandones la investigación que te ha encargado Vázquez. Dile que no has encontrado nada extraño y presenta tu renuncia. En caso contrario, si sigues entrometiéndote en las vidas ajenas, tú o alguien de tu familia lo pasará mal.
Y colgó. Durante unos segundos permanecí inmóvil, con el auricular pegado a la oreja, escuchando el
bip-bip
de la línea muerta.
—¿Quién era? —preguntó Hermes con el ceño fruncido.
—Nadie —respondí, colgando el teléfono—. Se han equivocado.
Hermes se inclinó hacia delante y frunció aún más el entrecejo.
—De eso nada, Carmen —dijo—. Te conozco y sé que algo te ha preocupado.
Hermes sólo me llamaba por mi nombre —en vez de «jefa»— cuando se ponía muy serio, así que, como sabía que no podría engañarle, opté por dejar de fingir y le conté lo que me había dicho el desconocido. Cuando acabé, Hermes se reclinó en el asiento y, mirándome a los ojos, preguntó:
—¿En qué clase de lío nos estamos metiendo?
—Olvida esa llamada —repliqué con una sonrisa destinada a quitarle hierro al asunto—. Es una chorrada.
—No es una chorrada, Carmen. Te han amenazado.
—Es un farol, Hermes. Los perros verdaderamente peligrosos son los que no ladran, y ese perro que me ha llamado ladraba mucho.
—Pues yo he visto perros que ladraban como condenados y que, si pudieran, te comerían el hígado. Deberíamos hacer algo para protegerte, Carmen.
Me crucé de brazos y le miré con ironía.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Ir con guardaespaldas?
Hermes asintió, muy serio.
—Pues sí —dijo—. Estaba pensando en llamar a Ángel.
Ángel. Al oír esas cinco letras, el vello de los brazos se me erizó. Ángel… un nombre falso sin apellidos, un ser anónimo, una sombra, alguien de quien se habla en voz baja y con temor. Evoqué su imagen y me estremecí. Más o menos un metro setenta de altura, delgado, de apariencia frágil y movimientos delicados, casi femeninos. Tenía el pelo castaño claro, con grandes entradas, la tez blanca, tan transparente que podía verse con nitidez el entramado de las venas en el dorso de sus manos, y los ojos grises, fríos e inexpresivos como un reptil. Pero lo más extraño de todo, lo más espeluznante, era su voz, tan suave y delicada como la de un niño. ¿Cuál sería su edad? Nunca lo he sabido; entre treinta y cincuenta años, supongo, aunque a lo mejor tenía cien, o quizá mil, o puede que fuese eterno… a fin de cuentas, ¿no lo son los demonios?
Supongo que Ángel eligió su apodo en honor al cuarto jinete del Apocalipsis, el jinete pálido, el ángel de la muerte, porque Ángel era un asesino a sueldo. Hermes lo había conocido años atrás, no sé dónde ni cómo; puede que fuera en la cárcel, pero lo dudo, pues no creo que Ángel haya pisado nunca una prisión, aunque si alguien lo merece es él. Yo le había conocido hacía tan sólo un año, en el transcurso del caso que puso en órbita a Investigaciones Hidalgo. Hermes lo contrató para protegerme, y Ángel lo hizo muy bien; me salvó la vida en un par de ocasiones, aunque también es cierto que, por puro azar, yo también se la salvé a él, razón por la cual desde entonces me profesaba una veneración absoluta y una fidelidad perruna. Pese a ello, Ángel me daba miedo, mucho miedo, porque estaba loco. Y cuando digo «loco» estoy siendo literal: Ángel era un esquizofrénico, o algo semejante; oía voces en el interior de su cabeza y sufría alucinaciones, aunque esto quizá se debiera a las drogas que constantemente consumía en forma de pastillas de colores. En cualquier caso, era la persona más inestable que jamás he conocido.
—No —dije, negando vigorosamente con la cabeza—. Nada de llamar a Ángel.
—¿Por qué no?
—Porque me da miedo, Hermes. Mejor dicho: me acojona hasta la médula.
—Pero si te adora —insistió él—. Jamás te haría el menor daño.
—Puede que a mí no, pero sí podría hacérselo a la gente que me rodea. Mira, Hermes, ya hablaremos de lo del guardaespaldas cuando vuelva de Colombia. Pero, sea lo que fuere lo que decidamos, no quiero ver a Ángel cerca de mí, ¿de acuerdo? Ahora sigamos trabajando, que todavía tengo que hacer el equipaje.
Y así quedó zanjado el asunto.
Detesto volar, no me parece una actividad natural. Contemplas el avión cuando está parado en la pista y te das cuenta de que ese enorme y pesado armatoste jamás podrá alzarse ni un milímetro del suelo. De hecho, albergo la íntima convicción de que los aviones vuelan gracias a la fe de los pasajeros. La fe mueve montañas, ¿no? Entonces, ¿por qué no va a mover un, en comparación ligero, Airbus A340? Siguiendo esa línea de pensamiento, si el pasaje pierde la fe, el avión se estrella; así pues, como atea aeronáutica que soy, me considero un grave peligro para la navegación aérea.
Quince minutos después del mediodía, el avión de Iberia que me transportaba despegó del aeropuerto de Barajas y puso rumbo al Nuevo Mundo. Al principio, durante el despegue y los primeros minutos de vuelo, intenté olvidar la progresiva distancia que me separaba del suelo concentrándome en el periódico que había comprado en el aeropuerto, pero tras leer una y otra vez el mismo titular sin llegar a enterarme de su significado, lo dejé sobre el regazo, cerré los ojos y permití que mis pensamientos volaran libremente; como el avión, pero sin rumbo fijo ni riesgo de estrellarse.
Y así, sin darme cuenta, rememoré una vez más las amenazas que había recibido el día anterior. ¿Quién podía estar detrás de aquella llamada anónima? La lista de candidatos era larga: el enigmático chantajista, Müller, Raquel Tena, Rubén Mochedano (o su hermano Simón, si seguía vivo), el DAS, la DEA y, quién sabe, puede que hasta la mismísima CIA. Demasiadas alternativas y ni una sola pista, así que ahuyenté aquellos pensamientos y, cuando el avión alcanzó la velocidad de crucero y mis nervios se relajaron un poco, retomé el periódico; luego, cuando lo acabé, comencé a leer una novela policíaca de John Connolly. Después de comer, tomé un Valium, me puse el antifaz negro que me había proporcionado una amable azafata y dormí la siesta. Finalmente, al cabo de nueve tediosas horas de vuelo, el avión tomó tierra en El Dorado, el aeropuerto internacional de Bogotá.
Tras cumplir con los trámites de aduana y recoger el equipaje, me dirigí al vestíbulo principal. Allí, sosteniendo una cartulina con mi nombre escrito en rojo, me aguardaba Mario Gutiérrez. Tendría unos cuarenta y cinco años más bien mal llevados; era bajo, calvo y lucía un negro mostacho, aunque la parte más llamativa de su anatomía era una enorme barriga que amenazaba con lanzar despedidos los botones de su camisa. Llevaba un arrugado traje de lino blanco y en las manos, junto con el cartel, sostenía un sombrero panamá.