—¿Has venido en coche? —pregunté mientras nos dirigíamos a la salida—. El mío está aparcado junto a la entrada.
—Vivo aquí al lado; podemos ir andando.
—¿Para qué vamos a tu casa?
—Un amigo mío —respondió—, periodista deportivo, tiene grabados todos los partidos de la liga española. Esta mañana me he pasado por su casa para pedirle prestado material sobre Mochedano. Así que necesitamos un reproductor de DVD.
Óscar vivía, en efecto, muy cerca del polideportivo, en una urbanización rodeada por una elevada valla metálica. Su casa, un chalet adosado con un pequeño jardín en la parte trasera, no era grande ni lujosa, pero estaba decorada con gusto y mucho más ordenada de lo que cabría esperar de un varón soltero. Al entrar en el salón, advertí que había una librería llena de libros; me acerqué y paseé la mirada por los lomos. Para mi sorpresa, descubrí que, además de unas cuantas novelas policíacas y un puñado de
best sellers
, había obras de García Márquez, Borges, Eduardo Mendoza, Paul Auster o Martin Amis. Incluso descubrí un par de antologías poéticas.
—¿Te gusta leer? —pregunté.
—Hasta los veinte años apenas leí nada —respondió—. Pero cuando me operaron de la pierna tuve que estar mucho tiempo inmóvil, así que, por puro aburrimiento, comencé a leer. Y acabé aficionándome, aunque soy muy anárquico a la hora de escoger lecturas. ¿Quieres tomar algo?
—No, gracias.
En la pared situada a la derecha de la librería había una foto enmarcada; era el retrato de un niño de tres o cuatro años, muy rubio, con los ojos grandes y azules.
—¿Tu hijo? —pregunté.
Óscar asintió.
—Se llama Pablo.
—Es muy guapo.
—Sí; aunque esa foto es antigua. Ahora está muy cambiado, pero sigue siendo guapísimo. —Me mostró un puñado de DVD—. Mira, aquí están todos los partidos que Mochedano ha jugado con el Chamartín.
—¿Y los vamos a ver todos? —pregunté con un estremecimiento.
Óscar se echó a reír.
—No, tranquila. —Cogió un solitario DVD y lo sostuvo en la mano—. Aquí tengo una selección de sus mejores jugadas; creo que con esto bastará. Siéntate, por favor.
Me acomodé en un sofá de cuero negro; Óscar se sentó en una silla, junto al reproductor, e insertó el DVD en el aparato, pero antes de conectarlo se volvió hacia mí y dijo:
—Esta mañana le he hecho a mi amigo el periodista la misma pregunta que me formulaste ayer. ¿Qué puede saberse de Rubén Mochedano por su forma de jugar? —Hizo una pausa—. Y no ha sabido qué contestarme. Dice que es muy irregular; a veces juega de manera agresiva, luchando cada balón, acosando al contrario y peleando los remates, pero otras veces se muestra pasivo y apenas interviene en el juego. Por lo visto, con frecuencia juega de las dos maneras en un mismo partido: un tiempo como un lobo y el otro como un cordero.
—¿Eso es normal?
Óscar se encogió de hombros.
—He conocido a jugadores así —dijo—. Es como si la inspiración les viniera por rachas.
—Pero Mochedano es un buen futbolista, ¿no?
—Muy bueno; aunque inconstante. Esta temporada, sin ir más lejos, no está haciendo nada. Lleva casi dos meses sin marcar un gol. Pero ahora vamos a ver la mejor cara de Mochedano. Mira…
Extendió la mano y conectó el reproductor. Tras unos segundos en negro, la pantalla del televisor mostró las imágenes de un partido de fútbol; el Chamartín contra el Zaragoza, según me informó Óscar. Un jugador le pasaba la pelota a Mochedano; éste echaba a correr hacia la portería contraria, sorteaba a un defensa, ganaba a la carrera a otro, esquivaba la salida del portero y marcaba gol. Óscar pulsó la tecla de pausa.
—Es un tanto excelente —dijo—. Fíjate: Mochedano inicia el desmarque y Chapman le centra el balón, pero se queda un poco corto, así que el Moche tiene que frenar la carrera para recibir el pase. Eso permite que Milito, el defensa, entre al corte, pero Mochedano le dribla, supera en velocidad a Cuartero, el otro defensa, sortea a César y marca. Habilidad, potencia y sangre fría.
Puso de nuevo el reproductor en marcha. Otro partido: el Real Madrid-Chamartín. Un jugador del Chamartín chutaba contra la portería contraria; la pelota impactaba contra un defensa y salía rebotada hacia la derecha. Entonces aparecía Mochedano a toda velocidad, chutaba con la pelota todavía en el aire y marcaba gol. Óscar volvió a pulsar la pausa.
—Éste es un gol de zorro —dijo—, la típica jugada de delantero centro. Cohimbra avanza con el balón y se nota que está decidido a tirar a gol, de modo que los defensas del Madrid se despliegan hacia la izquierda para proteger los huecos. Pero eso deja un espacio sin marca a la derecha: Mochedano lo ve y se desplaza hacia allí para intentar cazar un rebote. Lo caza y bate a Casillas.
Los siguientes minutos fueron un desfile de jugadas sólo interrumpido por las explicaciones que Óscar iba intercalando. Reconozco que sus comentarios eran sencillos y didácticos, pero el caso es que, al octavo gol de Mochedano, la habitación comenzó a darme vueltas.
—Un momento, un momento —dije, alzando las manos. Óscar apagó el reproductor y se quedó mirándome con curiosidad—. Verás, entiendo lo que me dices y en esas imágenes veo a un tipo muy rápido, muy fuerte y muy hábil, pero… no lo comprendo.
—¿El qué?
Extendí los brazos en un gesto que lo abarcaba todo.
—El fútbol. ¿Por qué levanta tantas pasiones? Sinceramente, yo sólo veo gente corriendo detrás de una pelota. Vale, hay jugadas que tienen mucho mérito, como lo que hacen los malabaristas en un circo, pero ¿qué interés tiene? Visto un gol, vistos todos. —Respiré hondo—. Perdona, no pretendo burlarme. Ya sé que a ti te gusta el fútbol, y seguro que tienes buenos motivos, pero yo, sencillamente, no lo entiendo.
Óscar me contempló durante unos segundos en silencio, con una tenue sonrisa en los labios, y luego se pasó una mano por el cabello, de delante hacia atrás.
—¿Te has parado a pensar en el fútbol, Carmen? —dijo—. Es una simulación de la guerra: dos ejércitos enfrentados en un campo de batalla.
—Quizá ésa sea la razón —observé—. No me gustan las guerras.
—¿Por qué? —preguntó él.
—¿Por qué no me gustan las guerras? —Sacudí la cabeza—. Porque la gente muere y sufre, porque hay violencia y destrucción.
—Exacto. Pero en el fútbol nadie muere ni sufre, no se destruye nada y la violencia está reglamentada para que nunca pase a mayores. ¿Y qué sucede cuando a la guerra le quitamos la muerte, el dolor, la violencia y la destrucción? Pues que queda lo mejor del ser humano: el compañerismo, la cooperación, el afán de lucha y superación, la entrega, el valor, la inteligencia, el heroísmo…
—¿Heroísmo? —le interrumpí con una sonrisa—. ¿No es eso un poco exagerado? A fin de cuentas, estamos hablando de un juego.
Óscar apoyó los codos en las rodillas.
—En nuestro mundo ya no hay héroes, Carmen; y si los hay, son anónimos. Antes, por ejemplo, admirábamos a los guerreros, a los policías o a los políticos, pero ahora pensamos que el trabajo de los militares es demasiado sucio para nuestro gusto, que los policías no hacen nada y que los políticos son todos unos corruptos. Nos hemos vuelto demasiado escépticos. Antes, el bien y el mal eran conceptos claros y perfectamente delimitados. Y como se suponía que el héroe representaba al bien, también estaba claro lo que era un héroe. Pero ahora no hay blanco ni negro, todo es gris; y si no hay nada totalmente bueno ni totalmente malo, ¿cómo va a haber héroes? —Suspiró—. Pero la gente necesita creer que existen personas capaces de ir más lejos, personas que pueden hacer posible lo imposible, porque eso les da esperanza. La gente necesita héroes. Y eso es precisamente lo que el fútbol ofrece: héroes. A fin de cuentas, en el deporte todo está claro; tu equipo es el bien y el equipo contrario el mal. Punto.
Óscar volvió a suspirar y sonrió con timidez, como disculpándose por haber hablado con tanta pasión.
—Supongo que tienes razón —dije—. Pero me sigue pareciendo exagerado llamar héroe a un futbolista.
Óscar bajó la mirada y guardó un largo silencio. De pronto, se levantó de la silla y comenzó a rebuscar entre los DVD que se amontonaban en una balda situada encima del televisor; eligió uno, lo sacó del estuche y, tras quitar el de Mochedano, lo introdujo en el reproductor. Luego cogió el mando a distancia y se sentó en el sofá, a mi lado.
—¿Sabes quién es Maradona? —preguntó.
—Un jugador argentino, ¿no? Ese que tuvo problemas con las drogas.
Óscar sonrió con tristeza.
—Es una pena que mucha gente le recuerde más como toxicómano que como futbolista —dijo—. Maradona fue un genio, quizá el mejor jugador de la historia. —Hizo una pausa y prosiguió—: En ese DVD que acabo de poner está grabada una jugada de Maradona. Ocurrió hace veinte años, durante el Mundial de México, en el partido de cuartos de final que enfrentó a Argentina e Inglaterra. Ganó Argentina por dos a uno; los dos goles argentinos los marcó Maradona. Y el primero, por cierto, con la mano.
—Pero eso está prohibido.
—No si el arbitro no te ve, y el arbitro no vio la mano de Maradona. De hecho, lo llaman «la mano de Dios». Pero no es eso lo que quiero enseñarte, sino el segundo gol. —Hizo una pausa—. Verás, la mayor parte de los tantos se producen a raíz de una serie de jugadas del equipo atacante que conducen a una ocasión de gol, o bien un error del equipo contrario propicia esa ocasión. Pero aquí no hay ninguna oportunidad de gol, todo comienza con una jugada intrascendente. Es Maradona quien lo hace todo, es un gol fabricado única y exclusivamente por él. Porque el fútbol es un deporte de equipo, pero a veces todo el equipo se concentra en una sola persona. —Carraspeó—. Bueno, ahora vamos a verlo; la jugada está repetida una y otra vez.
—¿Por qué? —pregunté.
—Porque cuando estoy deprimido, me quedo un rato mirándola y me siento mejor. Una cosa más, Carmen, quiero que antes de verlo te imagines algo: piensa que eres una ciudadana argentina y que estás en 1986, recuerda que tu país sufre una crisis económica y que hace no mucho los ingleses te zurraron la badana en las Malvinas. Y ahora, tu selección de fútbol se enfrenta precisamente a la selección inglesa en un partido clave para poder acceder a la final. ¿Puedes imaginarte eso?
—Lo intentaré —sonreí.
—Muy bien; adelante, pues.
Óscar extendió la mano y pulsó
play
en el mando a distancia.
Las imágenes de televisión mostraron una zona del centro del campo. Unos jugadores, los argentinos, llevan camisetas azules; otros, los ingleses, las llevan blancas. Maradona está dentro de su área cuando recibe la pelota de uno de sus compañeros. Echa a correr por la banda derecha perseguido por un inglés, al que supera en velocidad. Se adentra en el área contraria. Le sale al paso un rival; lo regatea y sigue avanzando, ahora directo hacia la portería. Otro inglés se interpone en su camino, pero Maradona se libra de él con insultante facilidad, penetra en el área pequeña, aguanta la salida del portero y la entrada de un jugador inglés que, finalmente, le derriba; pero antes de caer, como si fuera la cosa más sencilla del mundo, Maradona introduce el balón en la portería. Todo sucede en poco más de diez segundos.
—Es un gol imposible —dijo Óscar en voz baja—. Pero Maradona lo hizo posible.
Le miré en silencio y luego contemplé de nuevo las imágenes que volvían a repetirse en la pantalla del televisor, aquel eslalon vertiginoso en el que un solo hombre con una pelota pegada a los pies sorteaba todos los obstáculos que le salían al paso con el único objetivo de derrotar, de humillar a aquellos que le habían humillado en el pasado, a él y a toda su gente. ¿Qué sintió en aquel momento?, pensé; ¿qué sintieron los millones de espectadores que contemplaban el partido? Entonces me di cuenta de que aquel gol no lo había marcado sólo Maradona; lo había marcado la bonaerense imaginaria que había forjado en mi imaginación, lo había marcado yo, yo había corrido como el viento con el jugador, yo había regateado a los ingleses, yo había disparado a puerta y era yo quien había estallado de alegría al ver cómo la pelota se incrustaba en la red.
—¿Lo comprendes ahora, Carmen? —preguntó Óscar.
Giré la cabeza hacia él. Luego contemplé otra vez, fugazmente, la carrera de Maradona y miré de nuevo a Óscar. Él sonrió, yo le devolví la sonrisa y…
No recuerdo cómo sucedieron exactamente las cosas; no sé si fue Óscar quien tomó la iniciativa o fui yo, aunque si tuviera que apostar, lo haría por mí. El caso es que, un segundo más tarde, ahí estábamos los dos, abrazados y besándonos con obsesiva intensidad, como si compitiéramos por ocupar el mismo espacio.
* * *
Casi dos años; ése era el tiempo transcurrido desde la última vez que había estado con un hombre; además, aquel ya lejano encuentro tuvo más de sesión gimnástica que de acto pasional. Una forma, probablemente equivocada, de aliviar la tensión. Por eso, hacer el amor de nuevo —no follar: hacer el amor— se me antojó un regalo inesperado. Óscar era un amante atento y gentil, más preocupado por mi propio placer que por el suyo. Era fuerte, pero sabía ser delicado, sabía mimar y acariciar; no estrujar ni apretar: acariciar con suavidad, a veces muy levemente, como un cosquilleo. Fue placentero y bonito.
Cuando acabamos, permanecimos unos minutos en silencio, tumbados el uno al lado del otro sobre la cama de su dormitorio. Una lamparilla cubierta con una camisa arrojaba un tenue resplandor sobre nosotros; de soslayo, contemplé el cuerpo desnudo de Óscar. No tenía ni un gramo de grasa sobrante, era muy musculoso, pero sin exageraciones culturistas. Observé su estómago, plano y con los abdominales marcados, como una tabla de lavar, y me dije a mí misma que tenía que ponerme a dieta e ir al gimnasio. Disimuladamente, mis ojos siguieron peregrinando por su cuerpo… y se detuvieron en las cicatrices que surcaban su pierna derecha a la altura de la rodilla. Sentí una punzada de vergüenza, como si estuviera fisgando un secreto ajeno, y aparté la mirada.
—Ni siquiera sé dónde jugabas —dije al cabo de unos segundos.
—¿Qué…?
—Eras futbolista, pero no sé cuál era tu equipo.
—La Real Sociedad —respondió—. Mejor dicho, el Sanse; un equipo filial que juega en Segunda B.
—Creía que habías jugado en Primera.
—Casi, pero no. —Óscar, tumbado boca arriba, flexionó los brazos y cruzó las manos por debajo de la nuca—. Los equipos de fútbol tienen filiales que juegan en categorías inferiores; son su cantera de futbolistas. Yo comencé a jugar en el club a los diez años y luego, poco a poco, fui subiendo peldaños hasta llegar al Sanse. Y un buen día, cuando tenía diecinueve años, me dieron la oportunidad de jugar en el primer equipo. Así que empecé a entrenar con los jugadores de la Real. Entonces, una mañana, cuatro días antes de mi debut, sufrí una lesión jugando un partidillo de entrenamiento: rotura de ligamento cruzado. Me sometí a tres operaciones, pero la pierna no quedó bien. —Suspiró—. Y ahí se acabó mi carrera deportiva.