El juego de Caín (7 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El juego de Caín
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—¡Pero qué guapa estás! —exclamó tía Alicia tras un bullicioso intercambio de besos—. Llevas un traje precioso.

—Es el de siempre —gruñó mi madre—. Se lo has visto en las últimas siete bodas, por lo menos.

—¿Ah, sí? —mintió mi tía—. No me había dado cuenta.

—Claro que te habías dado cuenta. Esta hija mía es un desastre, no sé qué voy a hacer con ella.

—No le hagas caso —intervino tía Carlota—. Estás preciosa, Carmen. Dime, ¿sales con alguien?

Mi tía Carlota era la casamentera oficial de la familia; cada vez que me ve, por muy poco tiempo que haya transcurrido desde nuestro último encuentro, lo primero que hace es interesarse por mi vida sentimental.

—Sigo soltera y sin compromiso —respondí.

—Qué pena —repuso ella, decepcionada—. Con lo mona que eres…

—No, si ya se lo digo yo —terció mi madre—: «Tienes treinta y cinco años, Carmen, y el tiempo no perdona. Como sigas así, se te va a pasar el arroz». Pero nada, no me hace ni caso.

—¿Has visto últimamente a tu marido? —preguntó tía Alicia.

—Ex marido —dije—. Afortunadamente, hace años que no sé nada de él.

—Pues qué lástima, porque Gonzalo era muy simpático.

Y un hijo de puta, estuve a punto de añadir, pero tía Carlota me interrumpió:

—Hacíais muy buena pareja. ¿Por qué no os dais otra oportunidad?

Inspiré hondo, armándome de paciencia.

—Por tres razones, tía: porque no sé dónde está, porque se fue con una chica de veinte años y porque me estafó. Y ahora perdonadme; tengo que hablar con papá.

La mesa de los canapés se encontraba a unos veinte metros de distancia, pero tuve que saludar a tanta gente por el camino que tardé casi diez minutos en recorrerlos. Cuando llegué a su altura, mi padre estaba concentrado en dar buena cuenta de una bandeja de Jabugo.

—A ti te gusta el fútbol, ¿no, papá? —le pregunté después de intercambiar un par de besos.

—Claro —respondió con la boca llena.

—¿De qué equipo eres?

—Del mejor del mundo.

—¿Y cuál es?

—Pues cuál va a ser; el Real Madrid, hija, el Real Madrid.

—Ya… ¿Qué te parece el Deportivo de Chamartín?

Mi padre arrugó la nariz con desdén.

—Son unos mantas —respondió mientras le hincaba el diente a una lasca de jamón—. No tienen ni puñetera idea de jugar.

—Pues van los segundos en la liga —objeté.

—Porque tienen suerte. Además, los árbitros les favorecen. —Me miró con el ceño fruncido—. ¿Y a ti desde cuándo te interesa el deporte?

—Desde hace poco, papá. Oye, quería preguntarte una cosa: ¿conoces a alguien que sepa mucho de fútbol?

—Por supuesto: yo.

—Sí, pero me refiero a alguien que haya jugado.

Adoptando un aire altivo, mi padre se señaló a sí mismo con el pulgar de la mano izquierda.

—Yo jugué al fútbol, niña, y no se me daba nada mal.

Entonces, una voz a mi espalda exclamó:

—¡Tú qué vas a jugar al fútbol, Armando!

Giré la cabeza: era mi madre. Debía de haberme seguido sin que yo me diera cuenta, algo muy propio de ella. Mi madre albergaba la secreta convicción de que sus hijos eran exclusivamente suyos; pensaba, supongo, que la intervención de su marido en lo que respecta a nosotros había comenzado y terminado con el acto de la concepción. Luego, según solía decir, ella nos había llevado nueve meses en el vientre y ella nos había parido «sin epidural ni ninguna de esas moderneces». Por eso, cada vez que uno de sus hijos se reunía a solas con su marido, a ella le asaltaban unos celos terribles. Todavía recuerdo lo mucho que se enfadó conmigo cuando supo que había escogido como nombre profesional el segundo apellido de papá.

«No sé qué tiene de malo Corral», dijo, ofendida. «Hubo un condado del Corral, aunque luego el título se perdió; pero es un apellido noble, para que lo sepas». En fin, por mucho que lo intenté, no logré convencerla de que sonaba bastante mejor «Investigaciones Hidalgo» que «Investigaciones Corral».

—Claro que jugué al fútbol —replicó mi padre, ofendido—. De delantero centro, y mi equipo, los Salesianos de Chamberí, ganó la liga 1958-1959. Veintisiete goles metí, ahí es nada.

—Pero estás hablando de la liga escolar —protesté.

—Dieciséis años tenía yo —asintió—, y un talento natural para el fútbol que luego, por desgracia, las circunstancias, como por ejemplo casarme con tu madre, me impidieron desarrollar. Pero era un auténtico ariete, un jugador de raza.

—Sí, y cuando eras un crío te bañabas en el Manzanares —replicó mi madre con sorna—, pero el año pasado casi te ahogas en Marbella.

Mi padre arqueó las cejas y comenzó a ponerse rojo, señal inequívoca de que una tormenta estaba a punto de desatarse.

—Lo que necesito es un futbolista profesional —dije—. ¿Conoces alguno?

Mi padre fulminó a mi madre con la mirada y luego me contempló con extrañeza.

—No, no conozco a ninguno —dijo—. ¿Y tú para qué quieres un futbolista?

—Por un asunto de trabajo. No importa.

—Yo conozco uno —terció de pronto mi madre.

Mi padre y yo nos la quedamos mirando, sorprendidos.

—¿Cómo…? —pregunté.

—Que conozco a un futbolista —respondió ella en tono triunfal—. Bueno, ya no juega, pero fue profesional.

—¿Y quién es? —pregunté.

—Óscar Mayoral. Jugó en no sé qué equipo del norte, creo.

—¿Mayoral? —Mi padre arrugó la nariz—. No me suena ningún Mayoral.

—Ay, qué pesadito te pones a veces, Armando —repuso mi madre dando un impaciente taconazo en el suelo—. No jugó mucho tiempo, porque sufrió una lesión; el pobre todavía cojea un poco. Pero fue profesional.

—¿Y tú de qué le conoces? —pregunté.

—Pues porque me lo acaban de presentar.

—¿Está aquí?

—Claro, es amigo del novio y… —Los ojos de mi madre se iluminaron, como si de repente hubiera tenido una revelación—. ¿Quieres conocerlo? —preguntó.

Acto seguido, sin esperar mi respuesta, me cogió del brazo y prácticamente me arrastró a través de aquel mar de invitados. Mientras caminábamos, decía:

—Es un chico muy majo. Estuvo casado, ¿sabes?, con una tal Begoña. Pero se divorciaron hace cinco o seis años. Una lástima, porque tienen un hijo pequeño, pero bueno, así está el mundo hoy en día. —Lanzó un suspiro de censura que abarcaba a todos los divorcios en general y al mío en particular—. La ex mujer también está invitada, aunque todavía no me la han presentado. Debe de ser todo un papelón, ¿no crees?, estar aquí los dos juntos; porque, por lo visto, no se llevan muy bien. Pero él parece un hombre muy cabal. Acaba de cumplir treinta y ocho años, ¿te lo había dicho?, y es muy atractivo, ya lo verás. Tiene una tienda de deportes en…

Yo, debo reconocerlo, estaba maravillada: ¿cómo había logrado mi madre, en apenas un par de horas, averiguar tantas cosas acerca de un perfecto desconocido? Por otro lado, sus intenciones no podían ser más diáfanas: acababa de encontrar a mi equivalente masculino, otro miembro más del Club de los Corazones Solitarios, y ahora su principal misión en la vida consistía en presentarnos, unirnos y hacer que juntos renunciásemos a la soltería. Puede que incluso estuviera escuchando ya el rumor de unos piececitos correteando por el pasillo de mi hogar. Suspiré, resignada, y me dejé llevar por mi madre sin oponer resistencia. En el fondo, creo, sentía curiosidad.

No sé por qué, pero supe que era él nada más verlo; supongo que se trataba del único invitado con aspecto de deportista, hombros anchos, caderas estrechas, complexión atlética. Estaba de pie, en un rincón del jardín, con la mirada perdida y un vaso medio lleno de lo que parecía Coca-Cola en una mano. Llevaba un traje gris plomo, camisa violeta oscuro y corbata de seda escarlata; el traje era bonito, de Armani o Hugo Boss, pero se le veía incómodo en él, como si no estuviera acostumbrado a llevar ropa tan formal. Los zapatos parecían de buena factura pero escasa imaginación; puede que unos Yanko, o quizá unos Lotusse. Era alto, alrededor de un metro ochenta y cinco quizá. Tenía el pelo castaño, los ojos azules y grandes, la nariz un poco aguileña y una barba muy corta cubriéndole el mentón. Dios mío, cómo me gustaban —y me gustan— esas barbas así como descuidadas, de cuatro o cinco días; siempre me han parecido de lo más sexy, aunque raspan, lo sé por experiencia. La verdad es que mi madre tenía razón: Óscar Mayoral era condenadamente atractivo.

Con su habitual desenvoltura social, mi madre se aproximó al ex futbolista y me presentó, dejando muy claro que yo era Carmen, su hija favorita (lo cual no es cierto; no que sea su hija, sino que sea la favorita), que también estaba divorciada y que necesitaba hablar urgentemente con él. A continuación, tras proclamar su convencimiento de que nos íbamos a llevar muy bien, se dio la vuelta y regresó junto a sus hermanas. Durante unos segundos, Óscar y yo nos miramos sin decir nada; él, muy serio, y yo, con una estúpida sonrisa en los labios.

—Disculpa a mi madre —dije, antes de que el silencio se volviera demasiado incómodo—; es una vocacional de las relaciones públicas.

—Sí, me la presentaron antes —respondió en tono distante—. Tú eres la mujer policía, ¿no?

Sonreí un poco más y negué con la cabeza.

—Soy detective. ¿Te han hablado de mí?

—Roberto, el novio, comentó en broma que nunca podría serle infiel a Almudena, porque una de sus primas era policía. Dijo que se llamaba Carmen.

—Pues sí, ésa soy yo; pero trabajo en el sector privado de la investigación, no en el público.

—Interesante —dijo él sin mostrar el más mínimo interés—. Tu madre ha dicho que querías hablar conmigo, ¿sobre qué?

—Sobre fútbol. Fuiste futbolista profesional, ¿verdad?

Frunció levemente el ceño.

—De eso hace mucho tiempo —repuso.

—No importa. Verás, estoy trabajando en un caso relacionado con el mundo del fútbol y… bueno, no sé nada de deporte, así que, si un día de éstos tuvieras un poco de tiempo libre, te agradecería infinitamente que me echaras una mano contestando unas cuantas preguntas.

Óscar guardó unos instantes de silencio y luego sacudió la cabeza.

—Lo siento —dijo—, estoy muy ocupado.

—Sólo te robaría un par de horas.

Negó de nuevo.

—No tengo tiempo. Además, hace casi veinte años que dejé de jugar. Seguro que encuentras a otro que pueda ayudarte mejor que yo. Ahora, si me disculpas…

Se despidió con un adusto cabeceo y echó a andar hacia el otro extremo del jardín; mientras se alejaba, advertí que cojeaba ligeramente de la pierna derecha. Suspiré, me di media vuelta y regresé junto a mi madre; ella, al verme de vuelta tan pronto —y sin compañía—, alzó una ceja y preguntó:

—¿Ya habéis acabado?

—Ni siquiera hemos empezado; tu amigo el futbolista me ha mandado educadamente a freír espárragos.

—¿Qué? Pero no puede ser, si es un chico encantador.

—Pues ahora no ha sido nada simpático.

Mi madre arrugó el entrecejo.

—¿No le habrás dicho alguna inconveniencia?

—No, mamá —respondí, compitiendo en paciencia con el santo Job—, he sido tan educadita como tú me enseñaste. Me he limitado a preguntarle si podíamos charlar un día de éstos; él ha dicho que no, porque estaba muy ocupado, y luego se ha ido. Eso es todo.

Mi madre parpadeó varias veces, muy rápido, y adoptó una expresión de profundo disgusto, no sé si dedicada a mí, a Óscar Mayoral o al mundo entero. En ese momento sucedieron dos cosas a la vez: un camarero apareció en el jardín agitando una campanilla —señal de que el banquete nupcial iba a comenzar— y mi teléfono móvil empezó a sonar. Era Violeta.

—¿Tienes un ordenador a mano? —preguntó mi prima sin saludarme siquiera.

—Estoy en la boda de Almudena; ¿dónde quieres que encuentre un ordenador ahora?

—¿Todavía no se han casado? Qué boda más lenta.

—Sí que se han casado. Estamos en el restaurante, pero no veo ordenadores. Canapés sí, ordenadores no. ¿Sucede algo?

—Claro que sí, cielo; he entrado en el disco duro de nuestro amigo.

—¿Tan pronto?

—Entré anoche, guapa; le mandé un
e-mail
con un troyano de mi cosecha y las murallas del antivirus se derrumbaron como las de Jericó, pero sin trompetas. En menos de diez minutos tenía en mis manos su equipo. ¿No te doy un poco de miedo?

—Me estremezco, Gran Hermana. ¿Has encontrado algo interesante?

Durante unos segundos sólo escuché estática en el auricular.

—Sí, cielito —dijo Violeta al fin—; algo muy interesante. ¿Te acuerdas de ese medio kilo del que me hablaste?

—Sí.

—Pues ya sé para qué lo quería nuestro amigo. Sentí que el corazón me daba un brinco.

—¿Para qué? —pregunté.

Un nuevo silencio.

—No creo que sea buena idea decírtelo por teléfono —respondió Violeta—. Llámame cuando llegues a casa y te lo mandaré por correo electrónico.

Miré en derredor; los invitados iban entrando lentamente en el salón de banquetes. Junto a mí, mi madre me miraba con una mezcla de curiosidad, reprobación y recelo. Dudé durante unos segundos y tomé una decisión.

Mi madre me iba a matar.

—¡Yuhuuuu! —sonó la voz de mi prima en el auricular—. ¿Estás ahí, Carmen?

—Sí, Violeta, perdona. Oye, me voy a acercar ahora mismo a casa. Tardaré media hora o así; en cuanto llegue te llamo.

Mi madre, que no había perdido ripio de la conversación, respiró hondo, puso los brazos en jarras y se dispuso a matarme.

Capítulo 5

Finalmente, mi madre no me mató; no tuvo tiempo. Le dije que debía resolver un urgentísimo asunto de trabajo, juré que volvería enseguida y, antes de que pudiera articular palabra, abandoné el restaurante dejando una nubecita de polvo detrás de mí, como el Correcaminos huyendo del Coyote. Luego, nada más llegar a casa, telefoneé a Violeta, pero ella dijo que prefería hablar conmigo a través de un vídeo-chat.

—Quiero verte la cara cuando leas lo que voy a mandarte —dijo.

Encendí el ordenador, ajusté la cámara web y me conecté a NetMeeting. Al cabo de unos segundos de espera, apareció una ventana en la pantalla y, dentro de la ventana, el rostro sonriente de Violeta.

—Vaya, veo que al final no fuiste a la peluquería —dijo.

Su imagen, no excesivamente nítida, se movía a saltos, como una película a la que le faltaran fotogramas.

—Al final decidí arreglarme el pelo yo misma —respondí.

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