El juego de Caín (2 page)

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Authors: César Mallorquí

Tags: #Intriga, Policiaco

BOOK: El juego de Caín
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Estaba tan fascinada por el modo en que aquella mujer pronunciaba los apellidos de su jefe —
Vázquezdeolmedo
, todo junto, como si fuera un solo nombre—, que tardé unos instantes en darme cuenta de que me había preguntado algo.

—Sí, sí, claro —respondí apresuradamente—. Creo que puedo hacerle un hueco en mi agenda.

—Perfecto. ¿Esta tarde, a las cuatro y media, le parece bien?

Simulé consultar una inexistente agenda y le dije que sí. Acto seguido, ella me proporcionó una dirección de la calle Serrano y añadió:

—El señor Vázquez de Olmedo es muy escrupuloso con la puntualidad, así que procure llegar a la hora convenida. Y una cosa más, señora Hidalgo: venga sola.

Tras despedirse con un distante «buenos días», la secretaria cortó la comunicación. Durante unos segundos me quedé con el auricular pegado a la oreja y el pitido intermitente de una línea muerta latiéndome en el oído; aquel «venga sola», no sé por qué, me había sonado incongruentemente siniestro.

* * *

Pasé el resto de la mañana poniendo al día el papeleo y llamando por teléfono, aunque a última hora decidí zambullirme en Internet para intentar averiguar algo más acerca de Ignacio Vázquez. Esto es todo lo que descubrí:

Ignacio Vázquez de Olmedo. Nacido en Madrid el 7 de enero de 1948. Ingeniero aeronáutico. Casado con Teresa Castresana Díez-Vilariño. Dos hijos: María Teresa, nacida en 1979, y José Ignacio, nacido dos años más tarde. Tras acabar la carrera, fue profesor de Ecuaciones Diferenciales y Cálculo Numérico en la Universidad Politécnica. En 1984 se convirtió en vicepresidente ejecutivo de Construcciones Valdeavellano, S. A. En 1991 fue nombrado presidente y consejero delegado de la constructora COLCISA, convirtiéndose en uno de los principales accionistas de la compañía. A partir de entonces compaginó su trabajo en COLCISA con la presidencia de diversas empresas, hasta que, en 1998, se convirtió en presidente y máximo accionista de Contratas y Obras Públicas, S. A., Copsa, resultante de la fusión de COLCISA con Construcciones Valdeavellano. En 2001, tras unas reñidas elecciones, fue elegido presidente del club de fútbol Deportivo de Chamartín.

Punto final. Ningún problema grave con la justicia, ningún escándalo, nada que pudiera empañar su imagen de empresario modélico, salvo quizá la recalificación de los terrenos de la Ciudad Deportiva del club, un asunto que, dos años atrás, había levantado mucha polémica, pero que al final nadie se atrevió a denunciar como lo que en realidad parecía ser: puro tráfico de influencias.

Poco antes de las dos, tras llamar discretamente a la puerta, Hermenegildo Astray entró en mi despacho. Hermes tenía una edad indefinida, entre cincuenta y sesenta años; era delgado, de mediana estatura, con una abundante cabellera de color negro «Just for men», bigote, perilla y los ojos parapetados tras unas gafas de montura metálica. Vestía un impecable terno gris plomo, camisa azul y corbata roja.

—Buenos días, jefa —me saludó con su voz de barítono—. ¿Te sucede algo? Tienes mala cara.

—Lo que tengo es resaca, Hermes.

—Ah, el alcohol… Como decía Shakespeare, «el buen vino es una excelente y jovial criatura de Dios cuando se hace de él uso moderado».

—Lo malo es que, además de vino, tomé ginebra, whisky, ron… y, desde luego, no fui ni pizca de moderada. Era la despedida de soltera de mi prima Almudena y después de cenar fuimos a uno de esos locales para mujeres donde…

—¿Dónde bailan semidesnudos jóvenes atletas con los músculos embadurnados de aceite?

Dejé escapar un suspiro.

—De lo del aceite no estoy segura —repuse—; pero lo demás es una descripción bastante fiel, sí.

—Bueno, una cana al aire de vez en cuando tonifica el espíritu. ¿Lo pasaste bien?

Cerré los ojos y evoqué una turbia imagen de mí misma bailando en un escenario con un semental adicto a los anabolizantes. Sacudí la cabeza y respondí:

—No me acuerdo. Oye, ¿qué es eso de Intasa?

—Una subsidiaria de Promotel, el cliente que nos contrató hace un mes para investigar una presunta estafa. Resulta que el director general y el director financiero de Intasa han estado emitiendo facturas falsas con cargo al…

Asentí con un cabeceo y dejé de prestar atención. Me aburrían los casos de índole económica, así que solía dejarlos en manos de Hermes. Le miré con los ojos entrecerrados; parecía un empresario, o un abogado, incluso un aristócrata, pero algo en su exquisitamente correcta dicción, un casi imperceptible arrastre de las ges y las jotas, le delataba como el granuja del barrio de Lavapiés que en realidad era.

—¿Qué sabes de Ignacio Vázquez de Olmedo? —pregunté, interrumpiendo el aburrido monólogo en que se había embarcado.

—Que es constructor —respondió al instante—, que es el presidente del Deportivo de Chamartín y que es uno de los diez hombres más ricos de este país. ¿Por qué?

—Porque me ha telefoneado.

—Vaya, jefa, qué nivel. Así que codeándote con el gran Vázquez con uve de victoria.

—En realidad, sólo he hablado con su secretaria. Estoy citada con él a las cuatro y media.

—¿Acaso pretende recurrir a nuestros servicios?

—Supongo.

—Eso está bien; siempre es bueno trabajar para potentados. Aunque, como decía Bonnard, los ricos deben tener el alma muy fuerte para poder abstenerse con firmeza del placer que se experimenta al dar a los otros. ¿Trabajaremos para la constructora o para el club?

Me encogí de hombros y pregunté:

—¿Sabes si Vázquez se ha metido en algún lío últimamente? ¿Negocios turbios, faldas, política?

Hermes negó con la cabeza.

—Es un santo varón —dijo—. Su único escándalo fue la recalificación de los terrenos del club, y ni siquiera se le puede llamar escándalo. Aunque ha ganado una fortuna con el asunto, claro; pero sus métodos no fueron ilegales. Al menos, no lo suficientemente ilegales como para poner en marcha el lento, pero tenaz, mecanismo de la justicia.

Suspiré al tiempo que le echaba un vistazo al reloj.

—Las dos y media —dije, incorporándome—; qué tarde es.

—¿Comemos juntos? En la tasca de Abilio tienen hoy cocido; un plato que, como todo el mundo sabe, es mano de santo para la resaca.

—Me voy a casa, Hermes —respondí mientras recogía mis cosas—. Quiero cambiarme de zapatos antes de ver al gran hombre.

* * *

La dirección que me había indicado la secretaria de Vázquez correspondía a un suntuoso edificio de seis plantas situado en una de las zonas más señoriales de la calle Serrano; allí estaba la sede central de Contratas y Obras Públicas y allí me presenté yo cinco minutos antes de la hora fijada. Tras identificarme ante el agente de seguridad que custodiaba la entrada y recibir una pegatina de identificación que ni loca pensaba adherir a la solapa de mi carísima chaqueta, un ordenanza me condujo a un ascensor modernista de caoba y cristal. También había un espejo, así que mientras subíamos aproveché para revisar mi aspecto.

Hora y media antes, cuando llegué a casa, decidí sustituir el vestido de H&M que llevaba por algo sobrio, caro, elegante y de marca. Apenas tardé un minuto en elegir, pues sólo dos de mis trajes reunían esas características: uno verde oscuro de Carolina Herrera —que me había costado una fortuna— y otro, más barato y de color gris, firmado por Purificación García. Al final, decidí que Carolina era más apropiada para una de las diez mayores fortunas del país. En cuanto a los zapatos, dado que tengo cincuenta y tres pares, escogerlos me llevó algo más de tiempo; tras darle muchas vueltas, opté finalmente por unos discretos y conservadores Loewe de piel negra y tacón bajo.

Así pues, el espejo del ascensor me devolvía una imagen razonablemente distinguida de mí misma, como si la ropa cara me hubiera impulsado un par de peldaños arriba en la escala social. Tras detenernos en la sexta planta, el ordenanza me guió a lo largo de un alfombrado pasillo y me hizo pasar a una antesala, lugar donde una secretaria tomó el relevo de mi custodia. La mujer —una cincuentona con aspecto de carcelera de la Gestapo— me pidió que aguardara un momento y, después de descolgar el auricular del teléfono y anunciar mi llegada, me condujo a una puerta contigua, la abrió y me franqueó el paso al despacho de Ignacio Vázquez de Olmedo.

El despacho era más grande que mi piso. De las paredes colgaban dos cuadros de Miró, uno de Picasso y otro de Gris, y estoy segura de que no eran reproducciones. A mi derecha había una mesa ovalada rodeada por seis sillas, todo, sin duda, de diseño italiano. Al fondo, unos ventanales mostraban un amplio panorama de la calle Serrano; frente a ellos había un moderno escritorio y un sillón de cuero ocupado por un hombre que se levantó nada más entrar yo. A la izquierda del escritorio, una mujer permanecía de pie con una carpeta entre las manos, tan estirada como el palo de una escoba.

—Buenas tardes, señora Hidalgo —me saludó Vázquez, estrechándome la mano—. Tome asiento, por favor.

Mientras me acomodaba en una silla situada delante del escritorio, le eché un vistazo a Vázquez. Vestía un traje azul marino, camisa azul claro y corbata rosa; mediría un metro setenta, estaba algo pasado de peso, tenía el pelo castaño, jaspeado de gris en los aladares, y usaba gafas de miope con montura metálica. La verdad es que ofrecía un aspecto de lo más anodino, de no ser por un detalle: su mirada. Tras las lentes, los ojos de Vázquez crepitaban de inteligencia; eran unos ojos intensos, brillantes, magnéticos, unos ojos que parecían decir: «Eh, tú, capulla, el cerebro que tenemos ahí detrás funciona mil veces mejor que el tuyo».

—Le presento a Luisa Cebrián —dijo Vázquez al tiempo que señalaba con un leve gesto a su izquierda—. Mi secretaria personal.

La mujer me saludó con una inclinación de cabeza. Escuchando su voz a través del teléfono, me había formado una imagen de ella totalmente equivocada. Supongo que esperaba encontrarme con una especie de señorita Rottenmeyer, pero lo cierto es que Luisa Cebrián, pese a haber sobrepasado los cuarenta, aún seguía siendo condenadamente guapa.

—Señora Hidalgo —prosiguió Vázquez—, supongo que todo lo que digamos a partir de este momento quedará protegido por el secreto profesional, ¿no es cierto?

—Por supuesto —asentí.

—Siempre y cuando —agregó él— yo sea su cliente. Por ello, voy a retribuirle las molestias ocasionadas al hacerla venir aquí. Como desconocía sus tarifas, me he tomado la libertad de fijar yo mismo el montante.

La secretaria sacó un cheque de la carpeta y lo dejó encima de la mesa, frente a mí. Estaba a mi nombre, cruzado, sellado y firmado por un importe de seis mil euros. Tragué saliva un par de veces; a la segunda me atraganté y tuve un acceso de tos.

—¿Le parece bien, señora Hidalgo? —preguntó Vázquez con inocencia.

—Muy bien, sí… —respondí entre carraspeos.

—En tal caso, tenga la bondad de firmar este documento.

Luisa Cebrián me entregó un papel escrito. Era un contrato de confidencialidad por el cual me comprometía a no revelar nada de lo que me contase Vázquez en el curso de nuestra entrevista; en caso de incumplimiento, estaría obligada a abonar una penalización económica tan elevada que no podría afrontarla ni aun tocándome la lotería. Pero como soy una profesional discreta que siempre ha respetado la privacidad de sus clientes, y como seis mil euros son una cifra escandalosamente alta por una mera visita, firmé aquel contrato sin dudarlo un instante. Nada más hacerlo, Luisa Cebrián lo guardó en su carpeta y, sin pronunciar palabra, abandonó el despacho.

—Me han hablado muy bien de usted, señora Hidalgo —dijo Vázquez una vez que nos quedamos solos.

—¿Quién? —pregunté.

—Un antiguo cliente suyo. Pero mi jefe de seguridad también me ha dado excelentes informes. —Vázquez abrió un archivador que descansaba sobre el escritorio y examinó brevemente unos papeles—. ¿Aún trabaja usted con Gonzalo Monroy, su marido?

—Ex marido —puntualicé—. Y no, no trabajo con él; de hecho, hace más de cinco años que no le veo.

Vázquez asintió, como si mi respuesta le hubiese complacido. Por mi parte, nada me alegraba más que mantener apartado de mi vista al que fuera mi media naranja.

—Deseo contratar los servicios de su agencia, señora Hidalgo —prosiguió Vázquez—, pero quiero asegurarme de que todo se llevará con absoluta discreción.

—Nuestro código profesional así lo exige —repliqué.

—Lo sé, pero me tranquilizaría contar con su garantía personal; en concreto, desearía que se ocupara usted personalmente de la investigación. Aunque imagino que deberá utilizar colaboradores, usted se responsabilizará de que todo se mantenga en absoluto secreto. ¿Está de acuerdo?

Le miré con los ojos entrecerrados; aquel hombre era un maniático de la confidencialidad.

—De acuerdo, pero ¿por qué tanta discreción, señor Vázquez?

—Porque este asunto está relacionado con alguien muy conocido. —Vázquez hizo una pausa—. Quiero que investigue a una persona —dijo y, tras una nueva pausa, agregó—: Quiero que investigue a Rubén Mochedano.

Vázquez guardó silencio y se mantuvo expectante, como si esperara alguna reacción por mi parte. Desgraciadamente, el nombre que acababa de pronunciar me sonaba vagamente familiar, pero no tenía ni la más remota idea de quién era.

—¿Quién es Rubén Mochedano? —pregunté cuando el silencio comenzó a hacerse incómodo.

Las cejas de Vázquez se convirtieron en dos acentos circunflejos.

—¿Nunca ha oído hablar de Rubén Mochedano? —preguntó, incrédulo.

—No.

—¿
Moche
?

Negué con la cabeza. Vázquez sonrió por primera vez; una sonrisa gélida, por cierto.

—Rubén Mochedano —dijo— es la estrella del Chamartín. Un jugador muy conocido; me sorprende que no haya oído usted hablar de él.

Un jugador de fútbol. De modo que estaba hablando con el dirigente deportivo, no con el constructor.

—Señor Vázquez —dije—, antes de continuar debo advertirle que no sé nada de fútbol.

Me dedicó otra sonrisa polar.

—No importa —replicó—; yo tampoco sé nada de fútbol y presido un club. Además, no pretendo que investigue al futbolista, sino al hombre.

—¿Y hay algo en concreto que deba buscar?

Vázquez asintió con un cabeceo.

—Debe saber, señora Hidalgo, que Mochedano es un jugador muy valioso para el equipo. Ocupa el puesto de media punta y el año pasado fue pichichi de la liga.

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