—Afortunadamente, no. Aunque en lo que va de año ya ha montado tres o cuatro follones.
—Sí, lo he leído en el informe. ¿Qué tal se lleva con el resto de los jugadores?
—No se lleva. De vez en cuando sale a cenar con los sudacas del equipo y ha asistido a alguna que otra fiesta, pero por lo general no anda con nadie de la plantilla. Suele ser amable, pero distante.
—Entonces, ¿no tiene amigos?
—En el club, no, desde luego: la verdad es que apenas se relaciona con nadie. Incluso tiene su propio masajista y su fisioterapeuta particular.
—¿Eso es normal?
—No. Lo impuso su representante cuando se redactó el contrato. Y también que no hablara con el psicólogo.
Arqueé las cejas, confundida.
—¿Qué psicólogo? —pregunté.
Emilio respiró profundamente, armándose de paciencia ante mi ignorancia.
—En los equipos de fútbol hay psicólogos, Carmen —respondió—. Para motivar a los jugadores y todas esas gilipolleces. Müller estipuló en el contrato que su pupilo se mantendría alejado de cualquier comecocos.
—Y eso tampoco es normal…
—No, no lo es.
En ese momento sonó el teléfono. Tras hacerme un gesto de disculpa, Emilio descolgó el auricular y comenzó a hablar sobre algo relacionado con las cámaras de seguridad del estadio. Aparté la mirada y la paseé en derredor; no había objetos personales, ni una fotografía, ni un cuadro, ningún adorno que caldease un poco la burocrática frialdad de aquel despacho. Intenté de nuevo recordar cómo se llamaba la mujer del ex policía, pero su nombre seguía obstinándose en esquivarme.
—Perdona —dijo Emilio al tiempo que colgaba el auricular—. ¿Dónde estábamos?
—Hablabas del representante de Mochedano. No hay ningún informe sobre Müller en el
dossier
que me entregó Vázquez. ¿Qué sabes de él?
—Que es un tiburón. Sólo te diré que va siempre acompañado por dos guardaespaldas. Y si no hay informe es porque no tenemos ninguno. Sólo rumores.
—¿Y qué dicen los rumores?
Emilio apoyó un codo en la mesa y se frotó la nuca.
—Ni siquiera sabemos cuándo nació —dijo—. Supongo que tendrá unos sesenta años. Dicen que se enriqueció con la dictadura de Pinochet y que luego perdió su fortuna invirtiendo en caballos de carreras. Más tarde reapareció en México, donde anduvo varios años metido en el mundo del boxeo; incluso llegó a tener una cuadra de boxeadores. Luego conoció a Mochedano y se convirtió en su representante. Entre medias ha recorrido América metido en toda clase de asuntos turbios: trata de blancas, tráfico de armas, drogas…, aunque nunca se ha podido probar nada.
—¿Y en España?
—Limpio como una patena. Desde que llegó, su única actividad, aparte de dirigir la carrera de Mochedano, han sido unas cuantas inversiones inmobiliarias. Si se dedica a algo delictivo, lo lleva muy en secreto.
—¿Qué tal es su relación con Mochedano? —pregunté.
—Tampoco creas que le conozco mucho —respondió Emilio con un encogimiento de hombros—, pero parece que buena. Al menos, en público, le trata como si fuera su hijo.
Tomé nota mentalmente de que debía averiguar más cosas acerca de Martin Müller.
—¿Y qué me dices de Raquel Tena? —pregunté.
Emilio soltó una risa sarcástica.
—Ah, sí, la zorrita —dijo—. La novia del
crack
Mochedano. Siempre que hay partido viene a ver a su amado; en el palco de honor, claro, comiendo Jabugo, si es que esa anoréxica come algo.
De repente, me di cuenta de que cada vez que Emilio se refería a una mujer lo hacía con acritud; incluso cuando me hablaba a mí, había un punto de recelo en su mirada. Antes no era así; ¿qué le habría pasado?
—He visto fotos suyas —dije—, y no parece muy anoréxica.
Emilio lanzó un suspiro en forma de gruñido.
—Sí —aceptó a regañadientes—; está buena.
—¿Cómo se conocieron?
—Hace cosa de un año, en la fiesta de cumpleaños de Brandáo.
—¿Brandáo?
Emilio frunció el ceño.
—Brandáo Guimaráes, el delantero brasileño, la otra estrella del equipo. Deberías aprenderte la plantilla, Carmen.
—Estoy en ello. ¿Qué pasó en esa fiesta?
—No sé, a mí no me invitaron. Pero dio mucho que hablar; salió en todos los programas de cotilleo. ¿No te enteraste?
—No suelo ver la tele.
Me miró como si fuera un bicho raro y prosiguió:
—Brandáo acababa de separarse de su mujer y, supongo que para celebrarlo, decidió dar una fiesta de cumpleaños a lo grande. Invitó a todo el famoseo, a actores, modelos, deportistas, incluso a algún que otro político. Y, por lo visto, hubo de todo aquella noche. Por ejemplo, a Chapman le tomaron unas fotos muy comprometedoras… —Hizo una pausa y aclaró—: Richard Chapman es uno de los centrocampistas del equipo. Le pillaron encima de una aspirante a actriz, con los calzoncillos bajados, y le hicieron varias fotos con un móvil. Chapman está casado, así que me tuve que ocupar personalmente de recuperar esas fotos. —Rió entre dientes—. Costaron una pasta; no sabes lo caro que puede resultar un casquete rápido.
—Y Mochedano fue a esa fiesta —apunté, reconduciendo la conversación.
Emilio asintió con un cabeceo.
—Raquel Tena también estaba invitada; se conocieron, supongo que echaron un polvo y, desde entonces, no se han separado. Eso es todo.
—Me imagino que la habréis investigado —dije.
—Más o menos. Es una cazafortunas.
—Creía que las
top model
ganaban mucho dinero.
—Raquel Tena no es una
top model
—replicó en tono desdeñoso—. Demasiado conflictiva, demasiados líos de pantalones. Y, mira tú qué casualidad, los tíos con los que se enrolla siempre tienen cuentas corrientes de ocho dígitos para arriba. No es más que una puta. De lujo, pero una puta.
Decididamente, no me gustaba el modo en que Emilio hablaba de las mujeres. Hubo un largo silencio.
—¿Hay algo más que deba saber sobre Mochedano? —pregunté.
Emilio sacudió la cabeza, pero de pronto se quedó inmóvil, con las cejas alzadas, como si hubiera recordado algo.
—Ah, sí —dijo—. Es un meapilas.
—¿Es religioso?
—Un beatorro el tío. Sólo te diré que… —Enmudeció y, tras sacar unas llaves de un cajón, se puso en pie—. Será mejor que lo veas.
—¿El qué? —pregunté, incorporándome a mi vez.
—El santuario de Mochedano: está junto a los vestuarios.
Consulté el reloj; había quedado a mediodía con Violeta y Sebastián, pero aún disponía de algo de tiempo, así que, guiada por Emilio, me adentré en las entrañas del Augusto Berenguer.
* * *
Recorrimos un enmoquetado pasillo con despachos a ambos lados y descendimos por unas escaleras que desembocaban en un largo corredor. Una puerta blindada nos bloqueó el paso hasta que Emilio la abrió con una tarjeta magnética. Más pasillo y escaleras, y finalmente llegamos a los vestuarios.
Eran enormes. Tenían sauna, baño de vapor,
jacuzzi
y unas duchas tan complicadas como cabinas de astronauta. Aquello parecía más un
spa
de lujo que unas instalaciones deportivas.
—¿Hoy no entrenan los jugadores? —pregunté.
—Sí, pero en la Ciudad Deportiva —contestó Emilio—. Ven, sígueme.
Salimos de los vestuarios, giramos a la derecha y nos detuvimos delante de una puerta cerrada. Emilio sacó unas llaves del bolsillo y la abrió; luego se apartó y me cedió el paso. Entré en una habitación pequeña, sin ventanas y desprovista de muebles, salvo un par de sillas y un reclinatorio situado frente a un altar presidido por una talla de la Virgen con el niño Jesús en brazos.
—La Virgen del Perpetuo Socorro —dijo Emilio al tiempo que señalaba la policromada escultura—. Rubén es muy devoto de ella; por lo visto, es la patrona de su pueblo.
—¿Qué es esto? —pregunté, abarcando la estancia con un ademán.
—El retiro espiritual de Rubén. En los partidos, antes de comenzar cada tiempo, se mete aquí unos minutos para rezar.
—¿Y reza solo?
—No, con Müller y sus guardaespaldas.
—¿Y qué pasa cuando el equipo juega en campo contrario? —pregunté.
—Rubén se lleva a la Virgen en un altar portátil y el rival le presta un cuarto para que pueda ponerse ciego a rezar. Parece coña, ¿verdad?
Le respondí con una vaga sonrisa y miré el reloj; se me estaba haciendo tarde, así que le pedí que me acompañara a la salida. Emilio me guió en silencio a través de aquel laberinto de corredores; cuando llegamos a la puerta que daba al aparcamiento, dijo:
—Si necesitas algo, ya sabes dónde estoy. Y si tuvieras algún problema con la pasma, llámame. Aún se acuerdan de mí en el cuerpo; puedo ayudarte.
—¿Echas de menos la policía? —pregunté.
—No, era un trabajo de mierda. Pero… —Se encogió de hombros—. Ya sabes lo que dicen: madero una vez, madero para siempre.
Sonreí.
—No creo que tenga problemas con la poli, pero gracias.
Entonces, de repente, lo recordé: Patricia. La mujer de Emilio se llamaba Patricia.
—Por cierto —dije—, ¿qué tal está Patricia?
Súbitamente, las duras facciones de Emilio se endurecieron aún más. Encajó la mandíbula, entrecerró los ojos y respondió:
—Ni puñetera idea. Nos separamos hace dos años.
—Vaya, no lo sabía… Lo siento.
—Yo no —replicó él con sequedad—. Se lió con un vendedor de electrodomésticos. Es una puta. Que la jodan.
Acto seguido, sin despedirse, se dio la vuelta y desapareció en el interior del edificio, así que me encaminé lentamente al coche, pensando que la vida es un continuo encuentro y desencuentro, como si fuéramos bolas de billar que se unen, chocan y se alejan, dejándonos la piel y la vida en cada carambola. Pero era demasiado temprano para embarcarme en disquisiciones filosóficas, así que subí al coche, encendí la radio y puse rumbo a la casa de Violeta.
Violeta es la hija de mi tía Marisa. Sus cuatro hermanos mayores habían dejado la casa paterna hacía tiempo, pero ella, a sus veintinueve años de edad, seguía viviendo allí y no parecía que sus planes futuros incluyesen una posible emancipación.
—Ay, Carmen, a ver si convences a Violeta de que se cuide un poco —dijo mi tía Marisa después de saludarme—. Esta hija mía es un desastre.
Violeta no era un desastre; sencillamente, pesaba más de ciento cincuenta kilos. Siempre fue una niña gordita —y no por un problema glandular, sino porque comía muchísimo—, pero cuando entró en la universidad para estudiar informática su peso comenzó a dispararse; cada curso que superaba —con extraordinarias calificaciones, eso sí— sumaba al menos diez kilos a su ya aparatosa anatomía. Finalmente, cuando acabó la carrera, estaba tan obesa que apenas podía caminar, así que se encerró en su cuarto, se rodeó de ordenadores, acumuló la mayor cantidad de banda ancha posible y prácticamente no volvió a pisar la calle. Pero nada de eso la convirtió en una inútil, ni mucho menos: Violeta era —y es— una extraordinaria programadora, lo cual le permite trabajar como
free lance
para diversas compañías informáticas de todo el mundo. Y es que, pese a no abandonar su cuarto, con sólo hacer clic con el ratón, Violeta puede conectarse instantáneamente a cualquier lugar del planeta. De hecho, su novio, al que conoció a través de la red, es un analista ruso llamado Nikolai Lubkov; suele visitarla cinco o seis veces al año y está tan enamorado que piensa trasladarse a España para estar cerca de ella. Cuando le conocí me quedé de piedra, porque es un mocetón de treinta y tantos años de edad, alto, rubio, con ojos azules y la musculosa anatomía de un levantador de pesas. Son la pareja más rara que he visto jamás y, si he de ser sincera, no puedo —ni quiero— imaginarme cómo se lo montan en la cama.
Precisamente allí, en la cama, hallé a Violeta cuando entré en su habitación. Estaba recostada sobre un montón de almohadones, con un teclado inalámbrico en el regazo y un monitor de plasma encima de una mesita auxiliar. Llevaba un amplísimo vestido negro, tenía las uñas pintadas de rojo y el rostro perfectamente maquillado. Lo cierto es que, a su manera, era guapa; la modelo perfecta para Fernando Botero. Me senté a su lado y apenas habíamos empezado a intercambiar cotilleos y confidencias cuando mi tía Marisa hizo entrar en la habitación a mi cuñado Sebastián.
—Hola, Violeta —dijo Sebastián, contemplando con un punto de asombrada incredulidad el enorme volumen de mi prima—. Hacía tiempo que no venía por aquí; te veo muy bien.
—Lo difícil sería no verme, querido —dijo ella con una sonrisa socarrona.
Sebastián se ruborizó.
—Quiero decir que estás fantástica, en serio…
—Estoy inmensa, pichurrín, no hace falta que disimules. Mi madre no sabe si llevarme al endocrino o a una feria de ganado.
Sebastián abrió y cerró la boca un par de veces y luego se nos quedó mirando con aire desvalido. Tras intercambiar una mirada, Violeta y yo nos echamos a reír.
—Me estás vacilando, joder —dijo él con el ceño fruncido—. Venga, no me hagáis perder el tiempo, que se supone que estoy currando. ¿Qué hay que hacer, Carmen?
Sin entrar en muchos detalles, les expliqué lo que quería de ellos. Cuando acabé, Sebastián chasqueó la lengua y dijo en tono admirativo:
—Así que tengo que pincharle la línea nada más y nada menos que a Rubén Mochedano… Joder, qué cosas.
Sebastián trabajaba en el departamento de mantenimiento técnico de Telefónica y, de cuando en cuando, se ganaba un sobresueldo haciendo «chapuzas especiales» para mí.
—¿Qué opinas de él? —pregunté.
—¿Del Moche? Que es un hijo de puta.
—¿Por qué?
—Porque soy del Atleti y el puto Moche de los cojones nos metió dos goles cuando jugó en el Calderón.
—Entonces te parece un buen futbolista.
Sebastián arrugó la nariz.
—No está mal, pero que le den. Me alegro de pincharle la línea. ¿Cuál es su compañía telefónica?
—La tuya.
—Entonces está chupado; me pasas sus números y esta misma tarde me ocupo del asunto.
—También hay que intervenir los móviles.
—Sin problemas. Acabo de agenciarme un aparatito de puta madre; se llama Cellular Phone GSM TDMA Interceptor Pro System —su pronunciación inglesa era atroz— y capta cualquier llamada en un radio de quinientos metros, más o menos. Mañana por la mañana lo instalo frente a la casa.