Gutiérrez me saludó efusivamente e insistió en transportar mi maleta hasta el aparcamiento donde tenía estacionado su coche, un antiquísimo Ford Taurus Ghia. El Dorado se encuentra a unos veinte kilómetros de la capital, en La Sabana, una vasta y verde planicie rodeada por montañas y situada a dos mil seiscientos metros de altitud, razón por la que el termómetro marcaba una agradable temperatura de dieciocho grados centígrados. Incluso hacía un poco de fresco. Durante el trayecto hacia la ciudad, Gutiérrez me puso al tanto de los pormenores de su investigación —que no aportaban mucho más a lo que me había relatado por teléfono— y me informó de que nuestro vuelo a Santa Marta saldría al día siguiente a las siete y media de la mañana.
Santa Fe de Bogotá está emplazada justo al pie de dos grandes montañas —Monserrate y Guadalupe—, en la zona más elevada de La Sabana. Es, como otras ciudades sudamericanas, una mezcolanza de nuevo y viejo, de miseria y lujo, un exótico cóctel donde se mezclan modernos rascacielos y edificios coloniales, fastuosas mansiones y miserables chabolas, amplias avenidas y dédalos de callejas. El hotel Bacatá se encontraba en el centro de la ciudad, cerca del llamado Sector Institucional, donde se concentran la mayor parte de los ministerios. Cuando llegamos, Gutiérrez se ofreció a enseñarme la ciudad por la tarde, pero rechacé su propuesta aduciendo que estaba cansada.
—Entonces, señora Hidalgo —repuso él—, la recogeré mañana a las seis, aquí, en el hotel. Ah, por cierto: el lugar adonde vamos es mucho más cálido que Bogotá, así que procure llevar ropa ligera. Pero ni
shorts
ni manga corta, si no quiere que se la coman los moscos.
No había mentido cuando dije que estaba cansada (los viajes en avión me agotan), pero después de darme una ducha me sentí algo mejor, así que, para matar el tiempo y mantener a raya el sueño (según mi reloj biológico, eran casi las doce de la noche), decidí dar una vuelta por el casco histórico de la ciudad. Visité la catedral y el Museo del Oro, paseé por la concurrida Carrera 7 y luego, a eso de las ocho y media, cené en el restaurante del hotel y me fui temprano a la cama.
Aquella noche tuve un sueño muy extraño. Soñé que estaba jugando un partido de fútbol y que un arbitro me sancionaba con tarjeta roja; aunque lo verdaderamente raro fue que, al principio, el arbitro se parecía a Rubén Mochedano, pero al final del sueño su rostro era el de Óscar Mayoral.
* * *
El vuelo de Avianca —un moderno Focker bimotor— despegó puntualmente de El Dorado y, hora y media más tarde, a las nueve de la mañana, aterrizó en el aeropuerto Simón Bolívar de Santa Marta. La ciudad estaba situada a orillas del Caribe, en medio de una hermosa bahía emplazada a los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta, pero no llegamos a entrar en ella. Gutiérrez había reservado un todoterreno Suzuki directamente en la oficina Avis del aeropuerto, así que, nada más aterrizar, recogimos el vehículo y partimos en dirección sur, hacia el interior del Departamento del Magdalena.
—San Bernardino está a unos ciento ochenta kilómetros de aquí —me informó Gutiérrez—. La carretera no es mala al principio, pero luego se estropea. Demoraremos unas tres o cuatro horas en llegar.
Bajé la ventanilla y una agradable brisa me acarició el rostro.
—No hace mucho calor —observé.
—Aquí no, señora; el viento de la sierra refresca el ambiente. Pero más adelante sí que hará calor, ya verá.
Giré la cabeza y miré hacia las distantes montañas.
—En esa sierra fue donde supuestamente mataron a Simón Mochedano, ¿verdad? —pregunté.
—Sí, señora; cerca del nacimiento del río Piedras.
—¿Y usted lo cree? ¿Cree que Simón murió allí?
—No, señora, no lo creo. De ser cierto, los militares habrían mostrado el cadáver, y no lo hicieron. Más bien me parece que esa historia se la inventó el DAS para aplacar a los gringos.
—Entonces piensa que Simón puede estar vivo.
Gutiérrez se encogió de hombros.
—Eso ya no lo sé, señora. Hace diez años que no se le ha visto, y diez años es mucho tiempo para estar oculto.
Al principio, la carretera discurría paralela al mar, pero al llegar a la altura de una inmensa ciénaga, poco antes de cruzar un pueblo llamado precisamente Ciénaga, se bifurcaba en dos caminos; uno giraba hacia el oeste, siguiendo la costa, y el otro iba recto hacia el sur. Tomamos la segunda carretera y nos adentramos en una zona de sabana cuyo monótono paisaje —una plantación de bananas tras otra— parecía extenderse hasta el infinito.
Gutiérrez me comentó que en Ciénaga, la población donde se encontraba el desvío, se había establecido a finales del siglo XIX la tristemente famosa United Fruit Company. Según me contó, en 1928 hubo una huelga de trabajadores y el ejército, siguiendo órdenes de los norteamericanos, la reprimió disparando contra los jornaleros. Murieron entre quinientas y mil personas.
—Lo llaman la Masacre de las Bananeras —dijo Gutiérrez. Luego chasqueó la lengua y agregó—: No se les quiere mucho a los gringos por aquí, no…
Había poco tráfico en la carretera y casi todos los vehículos con los que nos cruzábamos eran camiones más bien vetustos, aunque extraordinariamente bien conservados. De hecho, muchos de ellos estaban adornados con una constelación de luces o pintados de vivos colores. Tuneado tropical, supongo. Una hora más tarde, después de cruzar un pueblo llamado Tucurinca, llegamos a Aracataca.
—Aquí nació nuestro premio Nobel —me informó Gutiérrez.
Aracataca era un pueblo de casas de madera y adobe con un inmenso cartel en la calle principal que rezaba: «Casa Museo Gabriel García Márquez».
—Parece Macondo —comenté, mirando en derredor.
Gutiérrez suspiró.
—Debo de ser el único colombiano que no ha leído
Cien años de soledad
, señora —dijo en tono melancólico—. Y mire que lo he intentado, pero qué le vamos a hacer; a mí quien de verdad me gusta es Mickey Spillane…
Me caía bien Mario Gutiérrez. Tenía un soterrado sentido del humor, era amable, discreto y mucho más inteligente de lo que su tosco aspecto permitía sospechar.
Dejamos atrás Aracataca y seguimos la carretera hasta llegar a Santa Rosa de Lima, donde tomamos un desvío a la derecha, en dirección hacia el sudeste. Poco a poco nos adentramos en una zona progresivamente despoblada; las bananeras se fueron espaciando y la vegetación se tornó más feraz y frondosa. Conforme avanzábamos, el camino iba deteriorándose, hasta que finalmente perdió todo rastro de asfalto y se convirtió en una pista de tierra. Al mismo tiempo, cuanto más nos alejábamos de la sierra, más calor hacía. Ahora sí que me sentía en el trópico.
Hora y media después alcanzamos una desviación marcada con un pequeño cartel pintado a mano: «San Bernardino 8 Km». La carretera que conducía al pueblo estaba perfectamente asfaltada.
—Este camino lo sufragó Rubén Mochedano —dijo Gutiérrez—. Según me han contado, ha pagado de su bolsillo muchas obras de mejora en el pueblo.
No tardamos en comprobar que la información del detective colombiano era cierta. San Bernardino parecía más una colonia de vacaciones que un pueblecito rural. No había ni una calle sin asfaltar, ni una acera sin adoquinar; las cuarenta o cincuenta casas que componían el poblado se hallaban en perfecto estado, todas encaladas y relucientes, y había un par de edificios de piedra verdaderamente lujosos. La iglesia, que parecía recién construida, ofrecía un aspecto inmaculado; cerca de ella, el ayuntamiento relumbraba bajo el sol del mediodía, ostentando en su fachada el recién pintado escudo del pueblo bajo la esfera de un gran reloj. Al fondo se distinguía un modesto, pero cuidado, campo de fútbol y un pequeño polideportivo.
Gutiérrez aparcó en la plaza, frente a la iglesia. Había poca gente a la vista; un par de ancianos sentados en un banco, un grupo de niños jugando y tres o cuatro mujeres ocupadas en sus tareas. Todos nos miraron cuando bajamos del vehículo, pero nadie dijo nada. Al fondo de la plaza, frente a la iglesia, había una cantina; fuimos hacia allí y, al entrar, nos topamos con el rostro de Rubén Mochedano decenas de veces repetido, pues las paredes del local estaban literalmente tapizadas con fotos del futbolista y carteles de los equipos donde había jugado.
Había varias mesas de madera distribuidas por el establecimiento; todas desocupadas, salvo una a cuyo alrededor se sentaban tres hombres jóvenes y un cincuentón vestido con una impecable guayabera blanca y unos pantalones negros de algodón, tan bien planchados que se hubieran podido emplear para trazar líneas rectas. Tras la barra, un cantinero alto y bigotudo secaba lentamente una pila de vasos recién lavados. Nos aproximamos y pedimos las consumiciones: Gutiérrez una cerveza y yo un refresco de naranja. Sin decir nada, el cantinero se dirigió a un extremo de la barra, abrió una cámara frigorífica y regresó con dos botellas, una de naranjada Postobón y la otra de cerveza Póquer. Mientras servía las bebidas, Gutiérrez le dijo:
—Disculpe, amigo; ¿tendría la amabilidad de indicarnos dónde podemos encontrar a don Antonio Mochedano?
El cantinero nos contempló con nada soterrado recelo.
—¿Y quién le busca? —preguntó.
—Me llamo Mario Gutiérrez. La señora es doña Carmen Hidalgo, una prestigiosa periodista que ha venido desde España para escribir un artículo sobre el astro Rubén Mochedano.
En eso consistía la falsa identidad que habíamos pactado Gutiérrez y yo para presentarnos ante los familiares del jugador: periodistas en busca de un reportaje. El cantinero nos contempló en silencio durante unos instantes y luego miró de soslayo a los cuatro parroquianos que se congregaban en torno a la mesa. Entonces, uno de ellos —el cincuentón de la guayabera— dijo:
—Yo soy la persona que buscan.
Me volví hacia él.
—¿Es usted don Antonio Mochedano?
—Sí, señora. —Señaló a sus acompañantes—. Éstos son mis hijos Samuel, Bartolomé y Salvador. Siéntense con nosotros, si gustan.
Los jóvenes se apartaron para dejarnos hueco. Gutiérrez y yo cogimos sendas sillas y nos acomodamos frente a la mesa.
—De modo, señora, que viene usted de la madre patria… —comentó Antonio con una amable sonrisa.
—Sí, de Madrid.
—Mi sobrino me invitó a conocer su país el año pasado. Estuvimos en Madrid, en Toledo, en Segovia y en Salamanca. Su tierra es muy hermosa, señora.
—Y la suya también, don Antonio.
—Sí lo es, sí. Permítame una pregunta: ¿para qué diario trabaja?
—Para el
As
.
—Ah, lo conozco; es un buen diario. Y dígame, ¿qué desea saber?
—Pues verá, don Antonio, estoy preparando una serie de reportajes sobre los mejores futbolistas de la liga española y el primero de todos irá dedicado a Rubén Mochedano. Lo que me gustaría es conocer detalles sobre la infancia de su sobrino, aquí, en Colombia…
Al principio interpreté fielmente el papel de periodista y me dediqué a apuntar en una libreta las anécdotas e historias que me iba relatando el tío del jugador. No fue hasta al cabo de unos veinte minutos de charla cuando me decidí a plantear el tema que de verdad me interesaba.
—La vida de Rubén ha tenido momentos de gran dramatismo —dije—. Primero la muerte de sus padres y luego la de su hermana Caridad. ¿Cómo se llevaba con ella?
—Se querían mucho —respondió Antonio—. Mi sobrino costeó el tratamiento médico de Caridad y, cuando ella murió, mandó construir un mausoleo en el cementerio de Cartagena.
Hice una pausa mientras fingía tomar nota y luego, en el tono más neutro e indiferente posible, pregunté:
—¿Y qué tal son las relaciones con su hermano Simón?
La sonrisa vaciló en el rostro de Antonio.
—Simón también falleció —dijo.
—Eso me han contado —asentí—. En la Sierra de Santa Marta, ¿verdad?
—Así es, señora.
—Pero también me han dicho que esa historia puede no ser cierta y que, a lo mejor, Simón Mochedano continúa vivo.
El hombre entrecerró casi imperceptiblemente los ojos.
—Le han informado mal, señora —repuso en un tono mucho menos amistoso que antes—. Mi sobrino Simón murió hace nueve años.
—Comprendo —asentí, pensativa. Y, como de pasada, pregunté—: ¿Dónde está la tumba?
—¿Qué…?
—¿Dónde está enterrado su sobrino Simón?
Se produjo un tenso silencio. Antonio, muy serio, miró un instante por encima de mi hombro y luego clavó sus ojos en los míos. Samuel, Bartolomé y Salvador también nos miraban sin decir nada, pero con cara de muy pocos amigos. De pronto, advertí que Gutiérrez había palidecido y contemplaba con alarma algo que había detrás de mí. Giré la cabeza… y ahí estaba el cantinero, de pie fuera de la barra, apuntándonos a Gutiérrez y a mí con una escopeta de dos cañones.
—Pero… —balbuceé—. ¿A qué viene…?
No llegué a completar la frase. Samuel, el hijo mayor, había sacado de algún sitio una pistola y la sostenía en la mano, sin apuntarnos directamente, pero con una clara actitud amenazadora.
—Me parece que aquí hay algún malentendido, caballeros —dijo Gutiérrez, incorporándose muy despacio—. Lo mejor será que dejemos de importunarles y…
—Siéntese —ordenó Antonio.
Gutiérrez se dejó caer instantáneamente sobre la silla. El patriarca de los Mochedano señaló con un ademán a su hijo menor y le dijo:
—Tráeme sus documentos, Salvador.
Sin pronunciar palabra, el joven se incorporó, cogió mi bolso y la cartera de Gutiérrez y se lo entregó todo a su padre. Antonio sacó entonces nuestra documentación y la examinó durante lo que se me antojó una eternidad.
—No son periodistas —dijo al fin, articulando con lentitud las palabras—. Son detectives privados.
—¿Ella es detective? —exclamó Samuel, sorprendido.
Antonio asintió, mirándonos alternativamente a nosotros y a los documentos.
—¿Quién les ha pagado por venir aquí? —preguntó, tan serio como un sepulturero.
—Yo he contratado los servicios del señor Gutiérrez —respondí, intentando que no me temblara la voz.
—¿Y quién la ha contratado a usted?
—Lo siento, eso no puedo decírselo. Pero le aseguro que nuestra intención no es perjudicar a su sobrino, sino todo lo contrario: ayudarle.
Antonio inspiró profundamente y dejó escapar el aire poco a poco.
—No me haga perder el tiempo, señora —susurró—. Se lo repito por última vez: ¿quién la ha contratado y para qué?