Giré para entrar en el Paseo de la Dirección, dejé atrás el aparcamiento y detuve el Citroen unos ciento cincuenta metros más adelante, allí donde la calzada trazaba una curva a la izquierda. Miré por la ventanilla del copiloto y vi que en el costado de uno de los espantosos edificios situados a mi derecha había un bar con las luces encendidas. Casa Rita. No encontré ningún lugar cercano donde dejar el coche, así que di la vuelta y me dirigí al aparcamiento.
Estacioné en una plaza próxima a la acera. Aparte del mío, sólo había otros cinco vehículos diseminados aquí y allá; no se veía ni un alma por los alrededores y el único sonido que llegaba a mis oídos era el del tráfico que circulaba por las lejanas avenidas. Hacía fresco. Me abroché los botones de la chaqueta y eché a andar hacia el bar bajo la luz de las farolas. Apenas tardé un par de minutos en llegar, pero la zona era tan solitaria que el trayecto se me hizo eterno, aunque finalmente logré alcanzar mi objetivo sin problemas.
Casa Rita era un bar de batalla que olía a calamares fritos y a vinagre. Un camarero moreno y ceñudo —que no tenía el menor aspecto de llamarse Rita— se afanaba en limpiar concienzudamente una plancha de hierro; sentados a la barra, un chico y una chica llenos de
piercings
charlaban frente a dos cañas de cerveza. A su derecha, un anciano daba periódicos sorbos a su chato de vino. Ésos eran todos los presentes en el local y ninguno de ellos llevaba una corbata a franjas.
Me senté en un taburete, frente a la barra, y consulté el reloj; eran las once y media pasadas. El camarero desatendió momentáneamente su lucha contra la grasa y se aproximó para preguntarme qué quería tomar. Pedí un café solo. Diez minutos más tarde, el anciano abandonó el local apoyándose en un bastón. Juan Pérez siguió sin aparecer. Pedí otro café. Un hombre vestido con un mono verde entró en el bar, compró un paquete de Fortuna y se marchó. No llevaba corbata. A las doce menos diez, la parejita agujereada abonó sus consumiciones y se fue. Cinco minutos más tarde, el ceñudo camarero se aproximó a mí y anunció:
—Vamos a cerrar.
—Sí, ya me voy. Disculpe, me llamo Carmen Hidalgo; ¿ha preguntado alguien por mí o me han dejado algún recado?
—No —respondió el hombre con indiferente laconismo—. Son dos euros.
Dejé dos monedas sobre la barra (sin propina, por antipático), abandoné Casa Rita y me detuve en la acera. ¿Por qué no había acudido a la cita Juan Pérez…? De repente, un atronador estruendo resonó a mi espalda; giré la cabeza, sobresaltada, y descubrí que mi amigo el camarero acababa de echar el cierre metálico del local. Me había dado un susto de muerte; quizá debería haberle dejado propina. Saqué el móvil, busqué en «llamadas recibidas» la de Juan Pérez y marqué su número. La señal sonó una y otra vez sin que nadie respondiese.
Entonces lo noté de nuevo, esta vez con mayor intensidad: me estaban mirando. Giré en redondo y contemplé la oscuridad que se cernía a mi espalda; no vi a nadie, pero estaba segura de que había alguien allí, oculto en las sombras, espiándome. Con el corazón acelerado, eché a andar hacia el aparcamiento; mientras caminaba, guardé el móvil en el bolso y saqué el
spray
de gas lacrimógeno. Avivé el paso. La sensación de no estar sola, de ser observada, se volvió asfixiante. Giré la cabeza, pero de nuevo no vi a nadie. Faltaban cincuenta metros para llegar al Citroen. Eché a correr…
No me enorgullezco de lo que sucedió a continuación. Estaba tan asustada, tan irracionalmente aterrada, que no supe prestar atención a las señales. No me fijé en que mi coche se encontraba estacionado entre dos farolas que antes, cuando llegué, se hallaban encendidas, pero que ahora estaban apagadas y con los cristales rotos. Tampoco advertí que cerca del Citroen había una furgoneta blanca que antes no se encontraba allí. No, no vi nada de eso. Llegué corriendo a la altura del vehículo, guardé el
spray
, saqué las llaves del bolso y me incliné para abrir la portezuela. Entonces, unos brazos me rodearon por detrás y me alzaron en vilo.
Eran dos hombres: uno estaba a mi espalda, sujetándome, y el otro se había situado frente a mí. Quise gritar, pero una mano me tapó la boca mientras me arrastraban hacia la furgoneta. Me debatí y logré zafarme de la mano que me amordazaba. Grité con todas mis fuerzas. El tipo que estaba delante me dio una bofetada y ordenó:
—¡Cállate, puta!
Le lancé una patada, pero el hombre la esquivó con facilidad y, abalanzándose sobre mí, me puso algo gélido en la cara, muy cerca del ojo izquierdo. Era la hoja de un estilete. Al instante, me quedé muda e inmóvil. La mano volvió a taparme la boca. Sin apartar la navaja, el tipo aproximó su rostro al mío; pese a la oscuridad, pude ver que una cicatriz le recorría la mejilla derecha.
—Te has portado muy mal, Carmencita —susurró, echándome el aliento en la cara—. Te dijeron que no metieras los hocicos donde nadie te llamaba y no has hecho caso. —Chasqueó la lengua—. Eres una zorra estúpida y ahora lo vas a pagar. —Miró a su compinche y le preguntó—: ¿Qué hacemos con la putita, Tony?
—Rájala —respondió con una risita el tipo que me inmovilizaba—. Rájale la jeta y que se entere la muy guarra.
El de la cicatriz se apartó un paso y me miró de arriba abajo.
—Antes vamos a divertirnos un poco —dijo—. La tía no está tan mal.
De pronto, me agarró por las solapas de la chaqueta y, tirando hacia los lados, arrancó los botones. Luego me desgarró la blusa de un tirón y se quedó mirándome con una sonrisa de escualo.
—Vaya, vaya, pero si la zorra tiene unas buenas tetas —masculló al tiempo que tendía una mano en dirección a mis senos.
Comencé a forcejear de nuevo… y entonces sucedió algo absolutamente inesperado. Ahora lo recuerdo a cámara lenta; quizá sea una falsa impresión, pero creo que en aquel momento también lo percibí así, como si el tiempo se hubiera remansado para permitirme percibir con claridad los detalles.
El tipo de la cicatriz tendió una mano hacia mis senos… De pronto, antes de que llegara a tocarlos, sonó un ruido apagado —
¡pop
!— y un nuevo e insano agujero apareció en su cráneo, justo encima de la oreja. Simultáneamente, un chorro de sangre —que en la penumbra parecía negra— brotó de la herida como un surtidor. Una fracción de segundo después, el hombre cayó inerte sobre el asfalto del aparcamiento. Me quedé inmóvil, paralizada por la sorpresa. Tony, el tipo que me sujetaba, vaciló —supongo que tan estupefacto como yo— y aflojó un poco la presión que ejercía sobre mí. Inspiré hondo y, dando un tirón con todas mis fuerzas, logré zafarme de él. Entonces sonó un nuevo
¡pop
! y Tony, con un grito de dolor, se derrumbó pesadamente.
De nuevo me paralicé. Aturdida, contemplé el cadáver del tipo de la cicatriz, miré después a su compinche, que se retorcía en el suelo de dolor mientras la pernera derecha de su pantalón se empapaba de sangre a la altura de la rodilla, y finalmente alcé los ojos hacia la oscuridad. Y vi surgir una figura de entre las sombras, un hombre de mediana estatura, menudo, pálido, cubierto con un abrigo negro y tocado con una boina ladeada al estilo francés. En la mano derecha sostenía una pistola con silenciador.
Era el cuarto jinete del Apocalipsis, el ángel de la muerte.
—Hola, Carmen —me saludó Ángel con su débil voz de niño, aproximándose—. ¿Estás bien?
Asentí con un vacilante cabeceo. Ángel me dedicó una sonrisa y se acuclilló al lado de Tony, que seguía retorciéndose de dolor.
—Eh, tú —dijo, dándole unos golpecitos en la cabeza con el silenciador para llamar su atención—. Mírame.
Tony, con los ojos bañados en lágrimas, miró a Ángel, luego la pistola y por último al cadáver de su compinche.
—Has matado a Bruno… —musitó con un lastimero hilo de voz—. Te lo has cargado, joder…
—Pero eso es bueno —repuso Ángel suavemente—. Piensa que podría haberte matado a ti y ahora estaría hablando con tu amigo Bruno. Pero estoy hablando contigo y eso significa que estás vivo. Tienes suerte. Verás, te he disparado en una rodilla, pero con ayuda de un bastón podrás volver a caminar casi normalmente. Lo malo es que si te disparo en la otra rodilla tendrás que ir en silla de ruedas toda la vida.
—No lo haga, por favor… —suplicó Tony.
Ángel esbozó una sonrisa que me puso los pelos de punta.
—Tranquilo. Si contestas a mis preguntas, no lo haré. ¿Por qué habéis asaltado a mi amiga?
Tony se mordió el labio inferior.
—Nos pagaron… —musitó.
—¿Os pagaron por violar a Carmen?
—¡No íbamos a violarla! —protestó Tony—. Sólo queríamos darle un susto, se lo juro…
—Shhhhh —siseó Ángel—. No mientas, Tony; ibais a violarla y luego pensabais matarla. Carmen os había visto la cara y Bruno te llamó por tu nombre, algo que sólo haría si no pensaba dejar testigos. Pero eso ya no importa. Dime, ¿quién os pagó?
Tony se mordió el labio inferior de nuevo.
—Dos hombres —dijo—. Nunca los habíamos visto; vinieron al bar donde paramos Bruno y yo, en nuestro barrio, y nos ofrecieron el trabajo…
—¿Cuánto os pagaron?
—Mil euros.
—¿Mil euros por matar a una mujer? —Ángel dejó escapar un débil suspiro—. Los aficionados estáis tirando los precios. ¿Cómo se llaman esos hombres?
—No lo sé, no nos lo dijeron…
Ángel volvió a suspirar y apoyó el cañón de su arma en la rodilla sana del sicario.
—¿Cómo se llaman? —repitió.
—¡No lo sé! —aulló Tony—. ¡Le juro que no lo sé! Escuche, eran dos tipos altos y fuertes, muy trajeados. Tenían el pelo corto, como si fueran militares, y… los dos llevaban bigote y gafas oscuras… Nunca se quitaron las gafas y no nos dijeron sus nombres, se lo juro por mi madre…
Hernández y Fernández.
—Sé quiénes son —intervine.
Ángel me miró con curiosidad y luego se incorporó.
—Muy bien, Tony —dijo—; acabas de salvar tu otra rodilla.
Y sin solución de continuidad, le disparó en la frente.
¡
Pop
!
Antes de que su cabeza rebotara contra el asfalto, Tony ya estaba muerto. Ahogué un grito.
—Lo has matado… —musité, horrorizada.
—Sí.
—Pero… pero… ¿por qué? Estaba herido, no podía hacernos nada.
—Me había visto, Carmen —respondió Ángel con una expresión de absoluta inocencia en su pálido rostro sin edad.
Sentí que me faltaba el aire y comencé a jadear. Ángel me miró con preocupación mientras guardaba la pistola.
—Estás hiperventilándote. Procura respirar más despacio.
Inspiré hondo un par de veces. De pronto, comencé a temblar. Ángel se quitó el abrigo y me lo puso por los hombros.
—Tienes la ropa desgarrada —dijo—. Y hace frío.
De algún modo, esperaba que el abrigo de Ángel desprendiese un aroma intenso y morboso, pero no olía absolutamente a nada e, ignoro por qué, aquella ausencia de olor me resultó aún más perturbadora. Contemplé de nuevo los dos cadáveres.
—Hay que llamar a la policía… —murmuré.
—No es buena idea, Carmen.
—Pero…
—La policía haría muchas preguntas que no podríamos responder. Debemos irnos.
Ángel recogió del suelo mi bolso y me lo entregó; luego cogió las llaves del Citroen, abrió la puerta del copiloto y me invitó con un gesto a sentarme.
—Estás nerviosa —dijo—. Conduciré yo.
Durante unos minutos circulamos en silencio; Ángel absorto en la conducción, con su extravagante boina de apache parisino calada en la cabeza, y yo aspirando aire poco a poco para intentar tranquilizarme.
—Eras tú quien me seguía —dije finalmente.
Ángel asintió.
—Desde que volviste de viaje, Carmen.
—Porque te lo pidió Hermes.
—Sí.
Dosdedos
me contó que te habían amenazado.
Maldije interiormente a Hermes por no hacerme caso, pero acto seguido le bendije, pues de habérmelo hecho estaría muerta.
—¿Adónde vamos? —pregunté.
—Te llevo a tu casa.
Sacudí la cabeza.
—Vamos a casa de Hermes —dije.
* * *
Era la una y media de la madrugada cuando Hermes nos recibió en pijama, envuelto en un impecable batín de seda escarlata. Al verme con la ropa rasgada y el pelo revuelto se alarmó mucho, pero antes de darle ninguna explicación le pedí que me prestara una camisa y me permitiera utilizar su cuarto de baño. Tras reparar someramente mi maltrecho aspecto (la camisa no me quedaba demasiado grande), fui al salón, le pedí a Hermes una copa de coñac, me la bebí de un trago y le conté lo que había ocurrido. Mientras hablaba, observé de reojo a Ángel. Se hallaba sentado en un sillón, mirando hacia el fondo de la sala; sus ojos se movían, como si siguiera con la mirada algo —o a alguien— invisible para los demás. De cuando en cuando, sacaba del bolsillo un frasco de pastillas y se tragaba un puñado. Cielo santo, qué loco estaba…
—¿Te encuentras bien? —preguntó Hermes cuando concluí.
—Sí, salvo mi orgullo.
Me miró con aire preocupado.
—¿Estás segura de que fueron los guardaespaldas de Müller quienes contrataron a esos hijos de puta?
—Segura no, pero la descripción encaja.
Hermes hizo un gesto de desconcierto.
—Entonces, ¿Müller está implicado en el chantaje?
Me encogí de hombros.
—Quizá. O eso, o está protegiendo a Mochedano.
—¿Protegiéndolo de ti?
—De todo el mundo, supongo.
—¿Ese Müller es el que ha pagado para que te mataran? —intervino de improviso Ángel.
—Probablemente —respondí.
Ángel sonrió como un niño inocente.
—Yo podría ocuparme de Müller —se ofreció.
—¡No! —repliqué, alzando la voz y el índice de la mano derecha al mismo tiempo—. No te vas a ocupar de Müller ni de nadie, ¿entendido?
—Como quieras, Carmen —asintió él con docilidad.
Me incorporé y le dije a Hermes:
—Acompáñame un momento, por favor.
Nos dirigimos a la cocina; al llegar allí, me volví hacia mi viejo colaborador y amigo, y le espeté:
—Está loco, Hermes. Es un psicópata.
—Pero te ha salvado la vida.
—Sí, y de paso ha matado a dos personas.
—Que te habían agredido.
Me froté los ojos; estaba agotada.
—Uno de ellos se encontraba herido en el suelo y Ángel le disparó —dije—. A sangre fría.
—Y no lo apruebo —replicó Hermes—, pero menos apruebo que te maten a ti. Este asunto se está complicando demasiado, Carmen. Han intentado matarte, joder.