—No os hará ningún daño —le estaba diciendo Mosiah cuando entré—. Podéis cogerlo si lo deseáis.
—Yo lo haré, señor —indiqué por señas, y lo cogí antes de que él pudiera tocarlo.
Mosiah me dirigió una leve sonrisa, que era, creo, de aprobación. Saryon se limitó a hacer un gesto de afectuosa exasperación.
Cuando estuve seguro de que el objeto no constituía ningún peligro —en realidad no sé qué esperaba exactamente—, abrí la mano y la alargué. Saryon y yo contemplamos aquello con perplejidad.
—¿Qué es? —preguntó él, desconcertado.
—Muerte —respondió Mosiah.
Como si de un ser Vivo se tratara, la espada absorbió la magia que había en él, dejándolo sin nada, luego lo utilizó para seguir absorbiendo la magia de todo lo que la rodeaba.
La Forja
—¡Muerte! —Saryon intentó arrebatarme el objeto, pero fui demasiado rápido para él, y cerré la mano con fuerza sobre aquella cosa.
—No quiero decir para ninguno de nosotros, aquí y ahora —explicó Mosiah. Su voz tenía un tono de suave reprimenda—. No habría permitido que esto permaneciera en esta habitación si hubiera sido peligroso.
Saryon y yo intercambiamos una mirada, avergonzados.
—Claro, Mosiah —dijo mi señor—. Perdóname... perdónanos... por no confiar en ti... Es sólo que... ha sido todo tan extraño... Estas personas horribles... —Se estremeció y se ciñó todavía más la bata a su alto y delgado cuerpo.
—¿Quiénes eran? —pregunté, moviendo los dedos—. Y ¿qué es esto?
Abrí la palma. En su interior había un medallón redondo de unos cinco centímetros de diámetro fabricado en un plástico muy duro y pesado. El medallón tenía lo que parecía un imán en el dorso, y una cara era transparente. Pude ver en su interior y lo que vi era muy extraño. Encerrado en el medallón había una especie de lodo viscoso espeso y de un color verde azulado; mientras sostenía el objeto en la mano, el lodo empezó a ondularse, a golpear los costados del medallón, como si intentara escapar. No era un espectáculo agradable y observarlo me hizo sentir náuseas.
No tenía ganas de seguir sosteniendo el medallón más tiempo y empecé a juguetear con él.
—¡Pa... parece como si estuviera vivo! —exclamó Saryon, frunciendo el entrecejo con repugnancia.
—Lo están —respondió Mosiah—, o más bien lo estaban. La mayoría ya están muertos, motivo por el que los D'karn-darah renunciaron a él. El resto no tardará en morir.
—¿El resto de qué? ¿Qué hay aquí dentro? —Mi señor estaba horrorizado y miró indeciso a su alrededor, como si buscara algo con lo que romper el medallón y abrirlo.
—Lo explicaré enseguida. Primero voy a quitar los aparatos de escucha que los D'karn-darah han puesto en vuestra sala de estar y en el teléfono. Han dado a conocer su presencia, y por lo tanto ya no hay motivo para seguir con la simulación.
Abandonó la habitación, para regresar al cabo de un instante.
—Ya está. Ahora podemos hablar con toda tranquilidad.
Le entregué el medallón, agradecido por poder librarme de él.
—Un organismo muy elemental —explicó él, levantándolo hacia la luz—. Una especie de caldo orgánico, si lo preferís. Criaturas unicelulares, que los Tecnomantes crían con un único propósito: para que mueran.
—¡Qué barbaridad! —exclamó Saryon, anonadado.
—Pero no difiere tanto de los terneros —dije yo por señas—, que se crían con el único fin de convertirlos en chuletas.
—Es posible —concedió el catalista con una sonrisa y un gesto de asentimiento.
Los únicos desacuerdos —no puedo ni siquiera denominarlos discusiones— que él y yo hemos tenido nunca han sido con respecto al hecho de que yo soy vegetariano, en tanto que a él le encanta comer de vez en cuando un trozo de pollo o de carne de vacuno. Al principio de estar con él, intenté —en mi celo— que compartiera mi forma de pensar, y siento tener que decir que aquello nos hizo la vida muy difícil a ambos, hasta que llegamos a un acuerdo sobre nuestras respectivas opiniones. Él ahora considera mi cuajada de judías con ecuanimidad y yo ya no organizo un escándalo por culpa de una hamburguesa.
—Los vivos siempre se alimentan de los muertos —dijo Mosiah—. El halcón mata al ratón. El pez grande devora a sus primos más pequeños. El conejo mata al diente de león que devora, bien mirado. El diente de león se alimenta de los elementos nutritivos que saca del suelo, nutrientes que proceden de cuerpos en descomposición de otras plantas y animales. La vida vive de la muerte. Ése es el ciclo.
—Jamás lo había considerado desde ese punto. —Saryon pareció muy afectado por las palabras de Mosiah.
—Tampoco yo —dije por señas, pensativo.
—Los miembros del Culto Arcano lo han hecho durante generaciones —continuó Mosiah—. Llevaron incluso sus creencias un paso más allá. Si la muerte es la base de la vida...
—¡Entonces la Muerte sería la base de la Vida! —concluyó Saryon, comprendiendo de improviso.
Tardé un poco más en comprender, sobre todo porque no percibí, en su momento, que algunas palabras estaban en mayúscula.
Desde luego, cuando habló de Vida, se refería a la magia, pues la gente de Thimhallan cree que la magia es Vida y que los que nacen sin la capacidad de usar magia están Muertos. Y eso, podría decirse, fue el principio de la historia de Joram y de la Espada Arcana.
La magia —o Vida— está presente en todas las cosas vivas. El diente de león posee su diminuta parte de ella, así como también el conejo y el halcón, los peces y nosotros los humanos. En épocas muy remotas algunas personas descubrieron cómo tomar Vida de las cosas que los rodeaban y la usaron para realizar lo que otros consideraban milagros; aunque ellos denominaban tales milagros como «magia» y aquellos que no podían usar la magia los temían y recelaban de ellos. Los hechiceros y las brujas eran perseguidos y condenados a muerte.
—Pero ¿quiénes son los miembros del Culto Arcano? —preguntó Saryon.
—Recordad vuestras lecciones de historia, Padre —respondió Mosiah—. Recordad el modo en que los magos de la Antigüedad se reunieron y decidieron abandonar la Tierra y encontrar otro mundo... un mundo donde la magia pudiera florecer y crecer, no marchitarse y morir como acabaría por hacer en éste.
«Recordad cómo Merlin, el más grande de todos ellos, condujo a su pueblo a las estrellas y cómo fundó el nuevo mundo, Thimhallan, donde la magia quedó concentrada, atrapada, de modo que pareció que había desaparecido por completo de la Tierra.
—¿«Pareció que había desaparecido»? —repitió Saryon.
—Excusadme —dije por señas—, pero si vamos a quedarnos despiertos el resto de la noche, ¿por qué no vamos a la cocina? Encenderé la calefacción y haré té para todos.
Habíamos estado de pie y temblando —al menos Saryon y yo estábamos temblando— en la habitación de mi señor, y el catalista tenía un aspecto ojeroso y cansado, aunque ni él ni yo podríamos dormir ahora, tras aquellos acontecimientos asombrosos y desconcertantes.
—Es decir —añadí—, a menos que penséis que esos seres horribles van a regresar.
Saryon tradujo mi lenguaje mímico.
—Los D'karn-darah no regresarán esta noche —afirmó Mosiah—. Creyeron que podrían tenderme una trampa, cogerme por sorpresa. Ahora ya saben que conozco sus intenciones, y no se enfrentarán a mí cara a cara. Se verían obligados a matarme y no desean mi muerte. Quieren capturarme... deben capturarme... con vida.
—¿Por qué?
—Porque me infiltré en su organización. Soy el único discípulo de los caballeros sangrientos que ha conseguido escapar de sus garras con vida. Conozco sus secretos. Los D'karn-darah quieren averiguar lo que sé y, lo que es más importante, quién más lo sabe. Están convencidos de que si me capturan, lo confesaré todo. Están equivocados —concluyó con firme convicción—. Antes moriré.
—Tomemos un poco de té —dijo Saryon en voz baja.
Posó la mano en el brazo de Mosiah, y supe ahora que mi señor confiaba en ese hombre. Yo también quería hacerlo, pero era todo tan raro... Me resultaba muy difícil confiar en mis propios sentidos, y mucho más en otra persona. ¿Había sucedido en realidad lo que había sucedido? ¿Había abandonado yo realmente mi cuerpo? ¿Me había ocultado en un pliegue del tiempo?
Llené la tetera de agua, la puse sobre el quemador y saqué la tetera de servir y las tazas. Mosiah se sentó a la mesa, pero rehusó el té. Sostenía el medallón en la mano. Ninguno de nosotros habló durante todo el tiempo que tardó el agua en hervir y en convertirse el té en infusión. Cuando llené la taza de mi señor, había empezado ya a creer.
—Empieza por el principio —indicó Saryon.
—¿Le importa —pregunté por señas— que tome notas?
Saryon frunció el entrecejo y sacudió la cabeza, pero Mosiah dijo que no le importaba y que nuestras experiencias podrían, algún día, convertirse en un libro interesante; sólo esperaba que quedara todavía gente con vida en la Tierra para leerlo.
Fui a buscar el pequeño ordenador que tenía en mi dormitorio, y sentado con él en el regazo, empecé a tomar nota de sus palabras.
—El Culto Arcano ha existido desde siempre, aunque nosotros, en Thimhallan, desconocíamos su existencia. Lo que conocíamos como el Consejo de los Nueve en Thimhallan, que representaba a las nueve artes mágicas, aquí en la Tierra había sido en el pasado el Consejo de los Trece. En aquella época el Consejo creía que todos los magos debían estar representados, incluso los que tenían distintos puntos de vista éticos, y por ello también fueron incluidos los que practicaban la parte oscura de la magia. Es posible que algunos de los miembros más cándidos esperaran conseguir que sus hermanos y hermanas que andaban en las sombras regresaran a la luz. Si así fue, no tuvieron éxito y, en realidad, provocaron su propia ruina definitiva.
«Fueron los seguidores del Culto Arcano quienes emponzoñaron a los mundanos de la Tierra contra los magos. Para ellos la Vida no provenía de la vida. La Vida, o magia, provenía de la muerte. Se dedicaron a hacer sacrificios humanos y de animales, en la creencia de que las muertes de otros aumentaban su poder. Crueles y egoístas, usaron sus artes arcanas sólo para darse gusto, para fomentar sus ambiciones, para esclavizar, seducir y destruir.
»Los mundanos se defendieron. Llevaron a cabo juicios de brujas, inquisiciones. Apresaron a unos cuantos magos, los torturaron hasta que confesaron, y luego los quemaron, colgaron o ahogaron. Entre ellos había muchos miembros del Consejo que habían usado su magia para el bien, no para el mal. Anonadados y entristecidos por sus muertes, el Consejo de los Trece se reunió para tomar una decisión.
»Los Cuatro Cultos Arcanos —el Culto del Corcel Blanco, del Corcel Negro, del Corcel Rojo y del Corcel Pálido— abogaron por la guerra y la conquista. Se sublevarían y destruirían a todos lo que se opusieran y convertirían en esclavos a los que sobrevivieran. Los Nueve Cultos de la Luz rechazaron su propuesta. Enfurecidos, los miembros de los Cuatro abandonaron la reunión. En su ausencia, los otros miembros tomaron su decisión. Abandonarían la Tierra para siempre; y puesto que comprendían el peligro que representaban los seguidores del Culto Arcano para su orden, el Consejo se ocupó de que éstos quedaran excluidos de sus planes.
»En el año 1600 de la Era Cristiana, cuando Merlin y el Consejo de los Nueve abandonaron este mundo, el Culto Arcano se enteró del éxodo, pero se había guardado tan bien el secreto, que sus miembros llegaron demasiado tarde para impedir su marcha o forzar su inclusión en ella, y quedaron abandonados en la Tierra.
»Al principio, se alegraron del cambio, pues el Consejo de los Nueve llevaba mucho tiempo menoscabando sus actividades, y ahora se veían a sí mismos como los gobernantes de los habitantes de la Tierra y se dispusieron a cumplir sus objetivos. Pero durante este tiempo, en Thimhallan, Merlin creó el Pozo de la Vida, que concentró la magia dentro de los límites de Thimhallan, y de este modo los miembros del Culto Arcano se vieron desposeídos de su poder mágico.
»Se enfurecieron, pero no podían hacer nada. Sabían lo que había sucedido: la magia estaba siendo atraída y recluida en el interior de aquel otro mundo. Sus poderes menguaron, excepto en épocas de hambruna, peste o guerra, cuando la Muerte deambulaba por el mundo y aumentaba sus poderes; pero incluso en esas circunstancias, sólo podían llevar a cabo magia menor, por lo general en provecho propio. De todos modos, nunca renunciaron a su ambición, ni perdieron el recuerdo del poder que habían detentado. Creían que llegaría un tiempo en que volverían a recuperar la supremacía.
»Y así han seguido las cosas, durante siglos, los Cuatro Cultos mantuvieron su deslavazada organización. Los padres transmitían esta siniestra herencia a sus hijos. Se incorporaban neófitos valiosos al círculo. Temiendo ser descubiertos, practicaban sus Artes Arcanas a escondidas, manteniéndose apartados de todos. Sin embargo, siempre se reconocían entre ellos; un mago reconocía a otro mediante ciertas señales y consignas secretas.
«Existía también una organización central, dirigida por los Sabios Khandicos. Esto se guardaba tan en secreto que pocos de sus miembros supieron jamás quién estaba al mando. Una vez al año, los Sol-huena, los Recaudadores, aparecían ante la puerta de cada uno de los miembros del Culto Arcano, exigiendo un diezmo, que se usaba para financiar el Consejo. La única ocasión en que los miembros entraban en contacto era en el caso de que uno de ellos hubiera sido negligente en el pago o hubiera incumplido una de sus estrictas reglas. Los hechiceros del Corcel Negro, los Sol-t'kan o Jueces, juzgaban y dictaban sentencia, y los Sol-huena la ejecutaban.
»Por último, con el paso del tiempo, el mundo moderno dejó de creer en las brujas y los hechiceros. Los practicantes del Culto Arcano pudieron entonces abandonar los sótanos y cuevas, donde habían practicado sus artes, para trasladarse a los pisos y las casas de las ciudades. Entraron en la política, se convirtieron en ministros y gobernantes de distintos gobiernos, y cuando convenía a sus propósitos, fomentaban la guerra y la rebelión. Se regocijan con el sufrimiento y la muerte, porque con ellos aumentan su poder.
»Y entonces llegó el día en que se creó la Espada Arcana.
Mosiah dirigió una rápida mirada a Saryon, que sonrió levemente, suspiró de forma casi inaudible e hizo un gesto de impotencia. Pues aunque no lamentaba la parte que había tenido en la creación de la Espada Arcana y la subsiguiente caída de Thimhallan y a menudo decía que volvería a hacerlo, también con la misma frecuencia añadía que deseaba que se hubiera podido conseguir con menos dolor y sufrimiento.