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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (10 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El médico se la estrechó efusivamente y sin mediar palabra lo abrazó, sorprendiendo al agente, que no esperaba esa muestra de cariño. Ambos habían soportado una enorme tensión en las últimas horas y el contacto les vino bien para descargar el estrés acumulado.

—¿Qué quiere el MI6 de mí? —Preguntó más tarde. De momento evitó hablar de David, no dudaba de Javier aunque desconocía hasta qué punto debía fiarse.

—Eso es algo que tendremos que averiguar.

Siguieron andando hasta que Javier decidió que la única manera de solventar sus problemas era establecer contacto con sus superiores en Madrid; para ello debía encontrar un móvil limpio.

—Necesitamos un transporte y un lugar seguro donde descansar. Vamos a acercarnos a esa casa y pediremos que nos dejen telefonear. Tú no hables, sólo asiente si te pregunto, ¿de acuerdo? —El doctor sólo quería sentarse y comer algo. Se sentía desfallecer a causa del cansancio y el hambre, y le importaba poco qué tenía que hacer o decir, se limitó a encogerse de hombros y seguir a su compañero mientras su mente no dejaba de dar vueltas sobre el paradero de Silvia y la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo irremediable, las palabras del británico acerca de su hijo también le asediaban.

—Maldita investigación... —se quejó entre dientes camino de una valla de madera que rodeaba un jardín de flores azules, blancas y rojas.


Bonjour, monsieur.


Bonjour.


Pourrions-nous téléphoner?


Voulez-vous téléphoner?


Oui, nous avons eu un contretemps et avons besoin de contacter notre entrepris.


Un contretemps?

El francés estaba sentado en el porche trasteando en lo que parecía una parabólica. Llevaba un mono azul impregnado de numerosas manchas de distinto tamaño y color y lucía un enorme mostacho y el gesto desconfiado de quien no suele ver extraños en su propiedad. A su lado, sobre un banco de aluminio, medio crep de chocolate y un vaso vacío. El médico permanecía ajeno a la conversación observando extasiado los restos de comida, Javier, por su parte, trataba de idear alguna explicación razonable por si el propietario de la vivienda ahondaba en sus pesquisas. Finalmente, pese a mantener una expresión huraña, metió la mano en el bolsillo y sacó un móvil.

—Vendrán en media hora. Los he citado a dos kilómetros de aquí para no tener que esperar en casa de este señor, no me fío de su mirada. Apuesto lo que quieras a que en cuanto nos alejemos unos pasos llama a la policía; los gabachos son muy suyos. —Advirtió el agente poco después de despedirse del francés.

—También es verdad que no está la cosa como para fiarse de cualquiera. La crisis nos ha hecho mucho daño a todos ¿no te parece?

—Tal vez, en cualquier caso los franceses son más precavidos, se ponen en guardia en cuanto ven a un desconocido.

—Por cierto, te entiendes muy bien en su idioma. No me dirás que lo aprendiste para tu tapadera porque no me lo tragaría —bromeó el doctor.

—No, claro que no. Lo estudié en la Universidad. También me defiendo bastante bien con el inglés y el ruso, por si lo quieres saber —agregó con sorna.

El médico sonrió pero luego se puso serio.

—¿Qué ocurre?

—¿Cómo nos encontraron?

El agente fijó sus ojos en la carretera como si en cualquier momento pudiera aparecer el coche que esperaban.

—Creo que yo he tenido la culpa. No debí volver al cuatro por cuatro. Alguien tuvo que verme y proporcionó mi descripción a la Policía, sólo fue cuestión de tiempo el que dieran con nosotros.

Álvarez levantó el palo por encima de su cabeza y lo dejó caer con elegancia hasta golpear la bola. Tenía un buen
swing
pero carecía de la paciencia indispensable para disfrutarlo, los socios del club opinaban que no acudía al campo de golf para relajarse sino para estresar a los demás. Esa era la razón por la que nadie quisiera compartir su juego; cuando le veían llegar engominado y perfumado corrían a buscar una excusa, aunque algún novato acababa siempre por picar. En esta ocasión era Pavieta, el de los astilleros.

—Buen golpe, Sergio —Mintió el constructor de barcos.

—Sí..., bueno, a ver cómo lo mejoras tú. —El director de Operaciones del CNI era un hombre de retos; ya fuera en el trabajo o en su tiempo libre, nunca evitaba una apuesta. Con frecuencia aseguraba que la competencia creaba seres fuertes, luchadores, era la naturaleza en estado puro. Y su ayudante lo sabía, por eso se mantenía a varios metros cuando jugaba: lo mejor era no estar cerca tras una mala decisión, se decía. Lamentablemente debía comunicarle novedades sobre el caso Salvatierra, y la cuestión no admitía esperas.

—Señor, nuestro agente ha establecido contacto.

—¿Y bien? —Respondió escuetamente su jefe.

—Los ingleses también están buscándolo.

—Debemos tener más cuidado a partir de ahora —respondió entornando los ojos para divisar dónde había caído la bola.

Un
Lancia
de color azul oscuro se detuvo frente a ellos treinta minutos exactos después de la llamada a Madrid. Era un vehículo de emergencia para agentes de servicio. Disponían de decenas de ellos por toda Europa. En el interior del coche encontró ropa, alimentos y una bolsa de lona. El conductor se entretuvo unos minutos a solas con Javier y luego se montó en un vehículo que el médico no vio llegar.

Javier colocó su pulgar derecho en una pantalla retroiluminada del salpicadero y su huella fue reconocida de inmediato, después emprendió la marcha. Ya en la carretera, introdujo la mano bajo su asiento y extrajo un envase refrigerado de aluminio con sándwiches y un par de coca—colas.

Avanzaban despacio. Era mejor no llamar la atención. El médico lo observaba con curiosidad, ciertamente se parecía a David, los dos ofrecían una impresión equivocada a primera vista, como si hubieran decidido ofrecer su imagen más inconsciente, pero indudablemente sólo era apariencia. Cuando contemplaba a Javier veía a su hijo, con la misma pasión en el fondo de sus ojos, con la misma perseverancia. Lástima que no supiera entenderle a tiempo. Tampoco puso él de su parte. Las recriminaciones volvían a sus pensamientos. No sabía si era capaz de perdonarle, y menos aún de perdonarse a sí mismo.

—Quizá podamos aclarar algo.

El médico dio un largo sorbo a su bebida.

—¿A qué te refieres?

—¿Recuerdas a los árabes en aquel jardín?

El médico sonrió.

—¿No iba a hacerlo?

—Grabé algunas palabras.

—¿Cómo que grabaste?

Javier le entregó la lata vacía de coca—cola.

—Cuando estábamos en el césped, activé una grabadora de alta precisión, podía captar mejor que nuestros propios oídos cualquier conversación a cincuenta metros a la redonda. Lamentablemente la perdí en el accidente, por eso tuve que volver al coche. Ya en la casa no hubo tiempo para contarte nada y después..., ya sabes lo que pasó después.

—Sí, ya sé. —El médico suspiró—. Entonces no has podido oír el audio que grabaste, te quitarían todo en la comisaría como a mí.

—Ya no llevaba la grabadora, la destruí.

El doctor Salvatierra se excitó.

—¡¿La destruiste?!

—No te preocupes, las grabadoras que usamos poseen una conexión
wi-fi
que permite enviar su contenido a un disco duro remoto. Es por seguridad, si te pillan no pueden averiguar qué has conseguido grabar.

El médico asintió. Sabía que sin Javier no habría llegado tan lejos, ¿qué querían los árabes y los británicos? ¿En qué maldito lío se había metido Silvia? ¿Qué tenía que ver en todo esto David?

—Javier, necesito respuestas.

El joven lo miró un segundo y volvió sus ojos a la carretera.

—Mis jefes no aprobarían que te permitiese oír la conversación. Aún así creo que eres la persona con más derecho del mundo a oírla

—Javier calló un momento y se giró hacia el médico. El doctor lo observaba con las retinas empañadas—, por tanto, la vas a oír. No sé si aportará poco o mucho, pero sea lo que sea, tendrás la oportunidad de conocerlo.

—Gracias.

El joven no respondió. Tal vez creía que no era el momento de agradecimientos o quizá le costaba expresar este sentimiento, fuese lo que fuese lo guardó para sí.

—El agente que conducía este automóvil me entregó una nueva grabadora con el audio y, lo que es más importante, con la traducción que han realizado en Madrid.

La grabación comenzaba con unas voces lejanas, eran unos murmullos prácticamente imposibles de interpretar, dos minutos después pudieron captar con suficiente claridad una frase completa:
aleyna an nayiduhu fahuwa yuhawil an yaytami' bil-mara' wa bi-majtut ach-chaij,
luego el sonido fue decayendo hasta no volver a escuchar más que un bisbiseo sin sentido, más tarde el jadeo de alguien, seguramente Javier corriendo, y unas detonaciones.

—¿Tenemos algo? ¿Crees que nos puede servir?

—Has oído lo mismo que yo. Apenas hay tres o cuatro segundos de conversación. Me parece demasiado poco, pero en fin, quién sabe... —respondió desalentado Javier.

Puso en marcha de nuevo la grabadora. Esta vez no se oyó ningún sonido de fondo, sólo unas palabras en castellano, eran de una mujer, la traductora:
Hay que encontrarlo, sabe dónde está la mujer y el manuscrito.

—¿Pero...?

Javier apretó el pedal del acelerador del
Lancia.

A Jeff le temblaban las manos a menudo. La ingesta de grandes cantidades de alcohol se convirtió en un buen remedio para soportar las largas noches de vigilia desde el accidente. Esta noche, sin embargo, no necesitaría ningún trago, la sombra que se había asomado a la ventana despertó en su cuerpo la adrenalina que hacía meses no sentía en los músculos. Depositó la botella de güisqui sobre una mesita y volvió a atisbar tras las cortinas, fuera la sombra se había ocultado, permitiendo a la luna recuperar su posición en el firmamento.

Esperó unos minutos a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra de la noche y examinó el jardín con detenimiento. Eran dos los individuos que pretendían acceder a la vivienda, descubrió a uno tumbado entre las azucenas y el otro, aquel que había aparecido como un fantasma delante de la ventana, trataba de mimetizarse con un banco de madera del porche. Ambos vestían de negro, portaban sendas armas automáticas y se deslizaban con precaución, sus voces sonaron como un murmullo apagado en un par de ocasiones, Jeff comprendió que se comunicaban entre sí a través de unos receptores de audio.

El policía examinó las posibilidades de escape, había que desechar las ventanas superiores pues no disponían de escalera de emergencia, y la de la cocina era poco más que un tragaluz, sólo podían escabullirse por la ventana del cuarto donde dormía Alex. Se apartó de la ventana y se dirigió sigilosamente hacia la habitación. Dormía en la cama de su hija. Jeff la encontró sobre las mantas y con la ropa que trajo, el cansancio la venció antes de desvestirse.

El agente de Scotland Yard vaciló. En su mente pugnaban varias ideas, desconocía el trasfondo del asunto, tampoco estaba seguro de que Alex le estuviera diciendo la verdad y había encontrado serios indicios en la Comisaría de que algo grande podría estar detrás de todo esto. Pese a la urgencia de la situación se detuvo a contemplarla, parecía dormir un sueño crispado, sus ojos se movían inquietos tras los párpados, los labios se cerraban en una mueca tensa. Emitió un quejido, y fue como si un grito de desesperación despertara en el silencio del cuarto; Jeff no lo dudó más.

La espabiló con un par de sacudidas bruscas mientras le tapaba la boca con una mano y después le apremió a que se preparase para huir en tanto él retrasaba la entrada de aquellos tipos, pero ella se negó. Quería ver cara a cara a sus perseguidores, despreciaba profundamente el papel de víctima que le habían conferido, así que se plantó y le advirtió que ahora tocaba averiguar qué pretendían. Ese fue el momento en el que el inspector perdió la iniciativa y se dejó remolcar por la autoridad que emanaba de Alex.

—¿Cuánto pueden tardar en entrar? —preguntó al policía.

—Han desconectado el sistema de vigilancia sin dificultad, por lo que probablemente se hagan con la entrada en minuto y medio —respondió.

—¿Qué esperan encontrar?

—¿Qué esperan? Supongo que resistencia por mi parte y que usted se encuentre escondida o intentando huir por alguna ventana —dijo sin saber a dónde pretendía llegar Alex.

—Es decir, no prevén que yo pueda resistirme y que usted haya huido, ¿no es cierto? —Era una pregunta retórica. Sabía perfectamente que su conclusión era correcta, por tanto no les quedaba otra que actuar. Empujó al inspector hacia el salón, hasta el hueco que la escalera creaba tras la puerta. Ella se colocó frente a la entrada. Necesitaba algo para simular un arma, buscó por la mesa, sobre el sofá, en las estanterías, pero no encontraba nada que le pudiera servir. La puerta estaba cediendo, apenas restaba tiempo para reaccionar cuando reparó en la lámpara de la mesita de su derecha, arrancó a gran velocidad la pantalla y la bombilla halógena, y sujetó la base como si se tratara de una escopeta confiando en que la oscuridad de la casa ocultara su engaño. Respiró hondo y permaneció de pie, sudando, con la angustia cogida al estómago, esperando que en cualquier momento una bala le atravesara el cuerpo.

La puerta se abrió de par en par. Los intrusos esperaron unos segundos en el descansillo para acostumbrarse a la falta de luz; al fondo de la habitación la sombra de una figura se movió. No había tiempo para pensar, avanzaron un par de pasos y dispararon. Momentos después todo fue confusión, un cuerpo cayó al suelo, se oyeron varias detonaciones más y otros dos golpes sonaron en la noche.

Segundos más tarde el inspector encendió las luces del salón. A sus pies, junto a la puerta, encontró a dos hombres derribados sobre la alfombra, uno de ellos sangraba profusamente; se agachó y comprobó que estaba muerto, tenía una herida abierta en la nuca, seguramente se golpeó al caer al suelo tras recibir una de las balas que disparó el arma de Jeff, el otro respiraba con dificultad aunque no parecía que hubiera sufrido daños de consideración. Alex se mantenía sentada contra la pared, con una mano en el brazo derecho, uno de los disparos le había rozado. Se convirtió en la diana de esos hombres sin dudarlo un momento. La miró a la cara, era guapa, dulce de facciones; no mostraba signos de dolor. Se acercó a ella y le preguntó, ella le rechazó con un gesto y le señaló al herido. Él necesita tu atención en este momento le decía con la mirada.

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