El manuscrito de Avicena (8 page)

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Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Creo que estos te servirán, ¿no?

El joven acababa de regresar con una bolsa surtida: antibióticos en cápsula y líquidos, calmantes, vendas, esparadrapos, puntos de sutura, jeringuillas, etc. Por suerte el herido era médico.

—Preguntaron si era para completar un botiquín de primeros auxilios del ejército. Debe de haber algún cuartel francés por aquí cerca.

El médico tomó un par de calmantes y se los tragó sin agua. Después miró a Javier a los ojos.

—¿A qué te referías antes?

—¿Antes?

—Cuando decías que había mucha gente trabajando.

El joven carraspeó y guardó silencio, daba la impresión de que no se atrevía a hablar.

—Responde Javier.

Javier le observaba como si tratara de averiguar hasta qué punto podía abrirse al médico. Se acarició la mejilla izquierda, donde exhibía una leve magulladura, nada importante, suspiró ruidosamente y comenzó.

—Hace tiempo que esos árabes te vienen siguiendo.

El médico palideció. ¡¿Qué está pasando?!

—Hace seis meses, en uno de los controles rutinarios de agentes del Cuerpo Nacional de Policía detectamos a dos terroristas de Al-Qaeda en nuestro país. Siguiendo el protocolo preestablecido informaron al Cuerpo Nacional de Inteligencia, y varios de sus miembros fueron designados para emprender un seguimiento discreto de estos terroristas. Se trataba de conocer sus intenciones antes de que cometieran cualquier tipo de acto delictivo, por si se conseguía desactivar toda una red. En pocos días se constató que ellos a su vez habían montado un operativo de seguimiento; al principio se pensó que estaba relacionado con la empresa farmacéutica con la que colaboras de tanto en tanto, con McCalister, pero unas semanas después en el CNI estaban seguros de que únicamente estaban interesados en ti.

Al médico se le fueron las manos a la cabeza en un gesto apesadumbrado.

—Los agentes encargados de la vigilancia de los terroristas permanecieron al acecho para averiguar los motivos por los que te seguían; sin embargo, actuaban de forma tan sigilosa que por más que lo intentaron no descubrieron el objetivo de su trabajo. En cualquier caso, continuaron a la espera por ver en qué se concretaba todo. Así se han mantenido durante el último medio año, hasta que algo cambió. Hace una semana captaron una comunicación proveniente de algún lugar en Oriente Medio. A los terroristas les ordenaron capturarte y trasladarte a San Petersburgo.

Javier se detuvo. Parecía temer que la información que le suministraba acabaría de complicar su estado de salud, tan precario en esos momentos.

—Es difícil de creer... pero continúa. —Los calmantes habían hecho su efecto y el médico se había permitido incluso mantenerse sentado y sereno.

—Querían que les ayudaras a encontrar lo que ellos denominan el Objetivo Uno. En ese intervalo iniciaste los preparativos para viajar a San Petersburgo y eso les facilitó las cosas. Al emprender tu viaje ellos te siguieron, también los agentes del CNI por supuesto.

Acabó de hablar y se mantuvo a la espera. Sabía que faltaban algunas preguntas, también algunas respuestas.

—¿Han estado siguiéndome unos terroristas durante seis meses?

—Sí.

—¿Y la Policía lo sabía y no hizo nada?

—No es que no hiciera nada, estabas protegido desde luego.

—¡¿Protegido?! —El médico tuvo un acceso de tos y escupió algo le sangre.

—Debes guardar reposo —le dijo al tiempo que intentaba que se volviera a recostar en el sofá.

El médico le rechazó

—¿Y tú qué pintas en todo esto? ¿Quién eres?

—Efectivamente no soy estudiante de arte.

—¡Eso ya lo imagino yo solo!

Javier suspiró. Tenía derecho a enfadarse, todos lo habían engañado, en este momento debía sentirse como la marioneta de una farsa, bailando al son de lo que unos y otros dictaban sin que él hubiera sido consciente hasta ahora. Se merecía la verdad.

—Soy uno de los agentes del CNI encargado de tu vigilancia. Somos cuatro. Viste a los otros tres en el restaurante donde me conociste.

El médico hizo memoria y recordó a tres jóvenes con corbata que cuchicheaban a unas mesas de distancia.

—Pensamos que la situación se había vuelto muy peligrosa y mis jefes decidieron que uno de nosotros te acompañara. Me eligieron a mí porque soy el más joven y podría dar mejor con el perfil...

El doctor Salvatierra se levantó enfurecido. Olvidó por un momento su dolor y su herida y comenzó a pasear de un lado a otro del salón murmurando, unos segundos después se volvió y se dirigió a Javier con los ojos vidriosos.

—¡Me has engañado! A qué venía toda esa historia de tu padre y tus abuelos, a qué esa vena romántica, ¿era necesario?

—Gran parte de aquello es cierto. Mi padre sí murió hace poco y sí es verdad que acabo de descubrir que tengo una tía en Rusia, no se lo había contado a nadie.

—¿Por qué a mí, por qué?

—No lo sé, sentía que podía hacerlo.

El médico se volvió a sentar y se colocó una mano en el abdomen, los efectos de los calmantes se evaporarían de un momento a otro. Sentía la boca pastosa, sudaba y sus manos temblaban.

—Tal vez deberías beber un poco de agua —dijo, y sin esperar respuesta se levantó y trajo un vaso de la cocina.

El médico bebió atropelladamente.

—¿Por qué yo? —preguntó con un hilo de voz mientras el agua le resbalaba por la barbilla.

—No hemos cosechado demasiados resultados en ese campo. Los dos terroristas de Al Qaeda son Mâkin Nasiff y Rashâd Jalif, unos asesinos capaces de arrancarte un ojo si se adecua a sus propósitos. Desde luego, te han destinado a los mejores, ha de ser muy importante aquello que quieren de ti.

—¿Y qué buscan? ¿Y por qué Al Qaeda? ¿No es una organización terrorista?

—La opinión pública sólo conoce una parte de sus actividades. Al Qaeda comenzó su carrera de violencia en la segunda mitad del siglo XX, desde entonces ha evolucionado. Ahora no sólo se dedica al terrorismo, sus integrantes están infiltrados en el narcotráfico, el blanqueo de dinero, el juego y en todo aquello que pueda destruirnos. Funcionan con agentes, nosotros seguimos llamándoles terroristas, pero en realidad son espías, y espías muy bien formados. Roban información, planean acciones de desinformación, asesinan limpiamente a objetivos individuales.

El médico se veía superado por el alcance de los acontecimientos. ¿Qué está pasando? Una punzada volvió a lastimarle.

—¿Objetivos individuales? ¿No es eso un eufemismo?

—Es mejor llamarlo así.

—Continúo sin saber por qué yo. ¿Qué ocurre con Silvia? ¿Sabe el CNI dónde está?

Javier negó.

—Mis jefes han investigado a tu mujer. Sabemos que comenzó una investigación hace un año, como dijiste, pero no hemos conseguido averiguar ningún detalle acerca de su trabajo, seguro que tú sabes más que nosotros.

Un par de calmantes y su gestó se relajó.

—Lo único que sé es que lo llevan con gran secretismo, mi mujer nunca me ha contado nada. Bien es cierto que entre nosotros no ha habido mucho de qué hablar en los últimos meses.

—¿Cómo la contrataron?

—Fue ese Snelling del que te hablé. No hay más de lo que ya te he explicado. Le ofreció formar parte de un encargo de alguien que prefería mantenerse en el anonimato. La investigación se inició meses antes pero parece que no conseguían avanzar, por lo que requirieron la colaboración de mi esposa.

—¿Cómo pudo aceptar sin conocer los detalles?

—Es muy común cuando se trata de desarrollos para la empresa. En muchas ocasiones ni siquiera conoces el producto que estás ayudando a elaborar, sólo te ocupas de una porción de la investigación. Desde que se promulgó la Ley Europea de Protección de los Derechos Colectivos, las compañías han pasado a tener todo el poder pese a que son los científicos los que desarrollan las ideas.

—Sabíamos que tu mujer trabajaba en Rusia aunque, como dices, oda lo que rodea su labor está encapsulado, aislado. No hemos logrado averiguar nada. Montamos un operativo de seguimiento y lo único que descubrimos es que prácticamente no abandona las instalaciones del laboratorio y cuando lo hace la acompañan discretamente dos escoltas.

El médico se incorporó.

—¿La habéis seguido? ¿Cuándo?

—Hace unos dos meses, aunque el operativo fue abandonado al no descubrir evidencias —admitió.

—Comisario, le llaman de la Comisaría Central de la Policía Nacional francesa. Es la comisaria Laure Lemaire.

El comisario Eagan había oído hablar de esa mujer. Se la conocía muy bien en el ámbito policial europeo por su sagacidad y, sobre todo, por su tenacidad en la resolución de casos. Eagan no la conocía personalmente, con todo su opinión acerca de ella no era precisamente favorable.

—Pásame... Al habla Eagan, ¿en qué puedo ayudarla? —Le preguntó en un tono frío.

—Buenas tardes, comisario Eagan. Me he puesto en contacto con usted porque hoy se ha producido un accidente de tráfico a unos cuarenta kilómetros de París.

El comisario inglés se sorprendió. Era completamente improbable que se pusieran en contacto con él desde Francia para algo así, aunque la víctima fuera del mismo Londres.

—¿Y para eso me llama? ¿Hay algún ciudadano inglés implicado?

—No, no lo hay. No hay ninguna víctima, en realidad no hemos encontrado a nadie en el coche.

—¿Entonces qué colaboración podemos aportar desde Londres? —Eagan se exasperaba.

—Muy fácil. ¿Me puede decir por qué no podemos acceder al expediente de la persona que había alquilado ese vehículo?

—Y yo que tengo que ver. —El comisario había elevado el volumen.

—Usted dirá, su departamento obstaculiza la información.

—¡Que, vamos a...!

La comisaria francesa le interrumpió.

—El coche fue alquilado por un médico español, un tal Simón Salvatierra. Hemos intentado acceder a su expediente, pero una orden dictada por usted lo impide, ¿me puede decir qué está ocurriendo?

—Javier Dávila.

—¿Cómo?

—Mi nombre real es Javier Dávila. Es justo que sepas mi verdadero nombre.

El médico asintió. Aún estaba conmocionado por la información recibida del joven. Intentó levantarse pero perdió el equilibrio, y se hubiera estampado contra el suelo si Javier no llega a sujetarlo a tiempo. Debía descansar un par de horas, en caso contrario sólo sería un estorbo y pondría la vida de los dos en peligro, ambos pensaban en ese momento en los árabes.

Los minutos transcurrían con cuentagotas y la impaciencia de Javier crecía ostensiblemente, la primera regla a la que debía atenerse era no permanecer en el mismo lugar mucho tiempo, aunque las circunstancias físicas del doctor no aconsejaban una huida precipitada.

Fuera oscurecía y hacía frío. El doctor Salvatierra se incorporó con cuidado y señaló el móvil, que descansaba sobre la mesa.

—Tenemos que intentarlo de nuevo.

Javier asintió, cogió el teléfono y se lo entregó al médico. El doctor pulsó la tecla de rellamada y se colocó el móvil en la oreja; nadie al otro lado, únicamente el mensaje de la operadora.

—¿Puede haber olvidado el teléfono en casa?

—Nunca pierde ni olvida nada. Yo sí, ella es distinta. No puede haberlo extraviado... Debe ser otra cosa...

—¿No tienes otro número donde contactar?

—Nunca me dio otro número.

El médico se recostó en el sofá. El dolor del abdomen había remitido gracias a los calmantes pero estaba muy cansado.

—Debemos continuar hacia San Petersburgo.

—No me perdonaría que le ocurriese algo.

Javier recogió los objetos que había dejado sobre la mesa y se los guardó en el bolsillo. Al médico le extrañó tanto secretismo, ¿de qué se trataba?, ¿qué era tan importante? Quiso preguntarle cuando una nueva punzada en el estómago le cortó la respiración unos segundos, luego olvidó la cuestión, no era el momento de preguntas. En la calle la temperatura había descendido, ya era noche cerrada y no se veía un alma por los alrededores; pese a todo, Javier insistió en la necesidad de ser precavidos. Bajaron los tres escalones de la entrada cogidos el uno al otro y recorrieron el camino de piedra que dividía el césped del jardín, se detuvieron al cruzar la valla de la entrada y observaron una vez más la calle: ni peatones ni coches.

Javier comenzaba a recelar de tanta quietud, aún no era tarde y ya parecía una zona fantasma, y así se lo hizo saber al médico.

—Es mejor darse prisa.

En ese momento sintieron una leve vibración en sus oídos, apenas un susurro que rápidamente se transformó en el ruido de un rotor. Suspendido diez metros por encima de sus cabezas, un helicóptero. Javier arrastró al médico en dirección a una callejuela oscura que distinguió enfrente pero súbitamente los rodearon una veintena de policías franceses que esgrimían sus armas y los conminaban a detenerse y alzar las manos. En pocos segundos se encontraron con la cara pegada al asfalto y las manos esposadas a la espalda, inmediatamente después alguien los levantó y los empujó por separado hacia el interior de dos coches patrulla.

El doctor contemplaba las piernas de la mujer que se paseaba ante él, no porque le atrajeran, realmente se sentía aterrorizado y no se atrevía siquiera a mirar a los ojos de su interlocutora, simplemente no había otro sitio al que dirigir su atención. Le habían arrastrado hasta una sala diminuta de paredes blancas con una mesa enorme, también blanca, que ocupaba el centro de la habitación; a un lado un espejo, en realidad un cristal con una cámara detrás, al otro la puerta. La mujer de las piernas estupendas, que comenzaban en unos estrechos tobillos pálidos y acababan en un muslamen desproporcionado, presumía de sus encantos exhibiéndose en un claro juego de seducción. Se sentaba ante el médico, se levantaba de nuevo sin ocultar su sonrisa artificial, caminaba a su alrededor, rozando como por casualidad los hombros del doctor Salvatierra, después volvía a las preguntas. Así una y otra vez durante dos horas.

Laure Lemaire vestía una minifalda roja pegada al cuerpo y un jersey marrón de hilo con un escote en «V»; los pechos nunca habían constituido su parte favorita aunque procuraba realzarlos con un sujetador con relleno, y eso acababa por dar resultado siempre. Sin embargo, hoy no era uno de esos días.

La comisaria ignoraba la causa del accidente, el motivo de la explosión posterior del cuatro por cuatro —explosión que el médico conoció por la comisaria, Javier no le había puesto al tanto, pensó que tal vez por no preocuparle más—, a qué venía la intromisión de Scotland Yard... En definitiva, poco más sabía que al inicio de lo que ella misma había denominado eufemísticamente una charla agradable.

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