El manuscrito de Avicena (5 page)

Read El manuscrito de Avicena Online

Authors: Ezequiel Teodoro

BOOK: El manuscrito de Avicena
12.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Comprendo. No se preocupe, no tiene por qué ser aquí. Podemos hablar en la comisaría o en una cafetería si lo prefiere.

—Será mejor que vayamos al Fujiyama, en Saltoun Road. ¿Lo conoce? —Alex enfrentó su mirada a la del inspector mientras formulaba la pregunta, acentuando cada una de las sílabas de la última palabra. De pronto, se sonrojó y bajó la mirada. ¿Cómo puedo estar coqueteando? Por el amor de Dios, acaban de atracarme, se dijo avergonzada.

El inspector no parecía haber percibido su coquetería. Se limitó a asentir y seguirla con la mirada puesta en su trasero sin detenerse en él, como si sus pensamientos residieran en otro lugar. Ella era guapa, bueno, más que guapa resultona; no podía quejarse de su éxito entre los chicos, conocía, además, ese éxito, y en tiempos lo usó a menudo.

El policía andaba encogido, ausente. Fue uno de los mejores investigadores de Scotland Yard, le habían concedido dos medallas al mérito policial y contaba con centenares de casos resueltos. Ahora parecía un hombre bajo un montón de ropa arrugada.

—¿Empezamos? —preguntó Alex nada más acomodarse en una silla de madera gastada en un local escasamente iluminado y de paredes y suelos enmoquetados de azul eléctrico.

El inspector asintió y sacó una libreta de cuero negro; después la abrió y rebuscó algunas notas para ordenar sus ideas. Mientras tanto Alex llamó al camarero.

—Un ron-cola.

El camarero desvió la mirada hacia al policía aun cuando éste seguía con los ojos clavados en sus anotaciones.

—¿Quiere tomar algo? —preguntó Alex con tono de exasperación cuando veinte segundos después el camarero continuaba allí de pie.

El inspector levantó la cabeza. Parecía perdido.

—Mmmm, un güisqui con soda. —Después carraspeó y dirigió su mirada a Alex—. ¿A qué se dedica?

La joven le explicó que se llamaba Alexandra Anderson, tenía treinta y cuatro años y trabajaba en el Museo Británico desde hacía nueve. No poseía objetos de valor ni había ahorrado dinero desde que la contrataron y, por supuesto, no sospechaba lo que pretendían al entrar en el piso quienesquiera que fueran. En cuanto a sus relaciones familiares, reveló al policía que su madre murió diez años atrás, su padre era filólogo y vivía fuera del país, y no tenía ni hermanos ni primos ni tíos ni abuelos.

—Somos una familia muy corta —bromeó mostrando una sonrisa que, ante la nula respuesta del policía, transfiguró en una mueca.

La conversación, en realidad un monólogo con preguntas sueltas de tanto en tanto, se alargó durante algo más de media hora. El inspector asentía de vez en cuando y anotaba continuamente en su libreta. Al acabar el interrogatorio, le sugirió que fuera precavida con los desconocidos en los próximos días y le rogó que le llamara si recordaba algún dato más que pudiera aportar a la investigación.

Alex trató de decir algo y el policía percibió su miedo.

—No se preocupe. Probablemente habrán sido unos gamberros que no volverán a molestarla. Lo averiguaremos pronto.

Después salieron a la calle, se dieron la mano fríamente, cada uno pensando en sus propios asuntos, y se alejaron sin prisas en direcciones opuestas. Alex no podía creer lo que le había ocurrido, la casa completamente revuelta, desconocidos que podrían merodear por ahí para quién sabe qué, sus intimidades bajo el foco policial. Qué estrés. Se sentía impotente porque no estaba en su mano solucionar nada, en esos instantes dependía de los demás y esa circunstancia la aterraba. La advertencia del inspector la puso en guardia, caminaba observando de reojo a su alrededor, temiendo que en cualquier momento alguien le pudiera poner una mano encima.

AI cruzar una calle, no sabía muy bien cómo, tuvo la certeza de que la seguían. Se detuvo y giró la cabeza, sin embargo no había nadie. No hay que exagerar. En el museo dirán que soy una paranoica, conjeturó.

Jeff despertó sobresaltado. Eran las seis de la mañana, la misma pesadilla de todas las noches le había arrancado del sueño. Michael y Vivian le saludaban desde la parte de atrás del coche, Janice aceleraba disparando al aire los gritos de una discusión a medio acabar. Se levantó en busca de un vaso de agua. El psicólogo le había recomendado unas vacaciones sin embargo él sabía que lo que de verdad necesitaba era mantener la mente ocupada. Preparó unos cereales con leche y se sentó frente al televisor apagado. ¿Por qué demonios había ocurrido? Su compañero le había llamado la noche antes. Encontraría en su cajón el expediente del caso Anderson, la documentación y las pocas pruebas reunidas. Suspiró, no se sentía con fuerzas para ir a la comisaría, sin embargo tampoco podía abandonar.

Una hora más tarde se detuvo frente al sistema biométrico para su identificación en el acceso a la comisaría, dirigió su mirada hacia el punto azul del láser y esperó dos segundos a que sus pupilas fueran escaneadas. Con la proliferación de atentados terroristas se extendieron como hormigas este tipo de artilugios en las instalaciones susceptibles de ser protegidas; algunos países incluso experimentaban con sistemas de identificación a través del ADN.

Una vez frente a la pantalla de su ordenador, buscó en el banco central de datos el número de expediente. No existía número ni expediente. El inspector repetía una y otra vez el proceso y no conseguía generar ningún informe, insistió nervioso una vez más y la máquina le devolvió el mismo mensaje. Respiraba ruidosamente. Trató de tranquilizarse para no errar en el número de comandos y tecleó de nuevo las órdenes correctas, no obstante la información persistió. A reglón seguido descolgó el teléfono y telefoneó a su compañero.

—¿No introdujiste la información del caso de Brixton?

—Claro, está en el banco de datos.

—No, no está.

—¿Cómo que no?

Alex se dio por vencido.

—Bueno, qué más da. Las notas y las pruebas están en el cajón, ¿no?

—Sí, en la carpeta del caso.

Abrió el cajón de la mesa contigua.

—Aquí no hay nada.

—No puede ser. ¿Y las órdenes para los análisis de ADN y huellas?

—Te he dicho que no hay nada.

—Te digo que no. ¡Lo hice yo mismo anoche!

El inspector lanzó un quejido sordo y golpeó la mesa.

—Qué mierda es esta.

Colgó con brusquedad y cogió el móvil.

—¡¿Qué quieres Jeff?! —Era el comisario Jerome Eagan, un hombre corpulento con voz de tenor.

—Comisario, ha desaparecido toda la documentación del expediente 23458698, el caso de Brixton.

—Joder Jeff, te he dicho mil veces que hables más alto. No te entiendo una mierda.

—Le decía que estoy con el expediente del robo de Brixton. Pero no encuentro nada en la red interna y la documentación no está.

—Deberías tomarte unas vacaciones, aún no te has recuperado de aquello.

—Bueno..., no es el momento. En cuanto al...

—Olvídate, está resuelto —afirmó interrumpiendo a su subordinado—. Fueron unos gamberros.

—¿Unos gamberros? No ha dado tiempo a...

—¡Para ya! —gritó el jefe—. Mira, Jeff, tú eres un buen policía.

Hace tiempo que las cosas no te van bien pero todo se arreglará. Habla con la mujer, asegúrale que no tiene de qué preocuparse y cierra el informe. Te lo pido como amigo, no como comisario.

El inspector cortó la comunicación. No entendía lo que ocurría, ¿no era un caso sin complicaciones?, ¿qué había detrás?, ¿en qué andaba metida esa mujer?, ¿quién había robado la documentación?

El comisario Eagan pulsó el botón de apagado de su móvil con un gesto agresivo. Reclinó su sillón de piel y subió los pies a la mesa. Detrás, una sombra se recortaba en los ventanales del despacho.

—¿Hemos elegido bien? —preguntó al policía.

—Descuida, cerrará el pico. Quizá en otros tiempos hubiera metido la nariz, ahora no es más que una piltrafa,

—Mejor así.

—Sí, mejor así...

Ya no había policías trasteando entre sus cosas, aunque todo continuaba prácticamente como lo había encontrado Alex la tarde antes, El inspector le recomendó que de momento no cambiara nada de lugar, por si era necesario retomar la captación de datos sobre el terreno, sin embargo no soportaba la imagen de caos que se había adueñado de su apartamento.

No pudo evitar caer en la tentación de recoger algunos objetos, un marco digital, dos cuadros, piezas sueltas de la cubertería. La reconstrucción duró poco, se sentó en una caja y recordó que tres noches antes degustaba caviar junto a su padre en un lujoso restaurante ruso bromeando sobre los apretados lazos de las corbatas de los camareros. Reparó de pronto en la caja sobre la que se había sentado, formaba parte de las dos docenas que había comprado para la mudanza a San Petersburgo; la mayoría había sido abierta y volcada. Ahora tendré que empaquetar de nuevo, lamentaba.

Se levantó decidida a hacer caso omiso de la recomendación del policía y comenzó por unas figuras de cristal tallado; a medida que completaba la capacidad de una caja, la cerraba y pasaba a otra sin detenerse. No es bueno pensar.

Una llamada interrumpió su trabajo. Era el inspector Tyler y parecía tener noticias. Alex esperaba algo que despejara sus dudas.

El inspector se aturulló al hablar.

—No sabemos exactamente... No..., no es que no hayamos encontrado pistas..., usted sabe que esto lleva su tiempo..., sí., sí, claro, lo mejor es que se lo explique en persona.

La había citado en una hora en el mismo restaurante de la tarde antes, tiempo suficiente para arreglar el desaguisado de su piso y atender a los informáticos de la compañía de seguridad, que llegarían en unos minutos. Recogió del suelo algunos vestidos y los fue doblando con cuidado sobre un sofá de diseño de color naranja, lo primero sería preparar las maletas para Rusia.

Cuando ya había despejado el salón sonó el timbre de la puerta. Dos técnicos de
Flash.net,
la sociedad de la que dependía la seguridad del edificio, con monos azules y el logotipo de la empresa sobre la solapa esperaban en el descansillo. Abrió y enseguida se pusieron a trabajar con la alarma. ¿Qué diablos buscarían en el apartamento unos atracadores? En el barrio de Alex no eran frecuentes los robos, menos aún en apartamentos como el suyo. Quizá se hubieran equivocado y estuvieran buscando el piso de unos narcotraficantes o algo así. La joven sonreía al pensar en ello.

Los dos empleados de
Flash.net
la estudiaban de vez en cuando; al principio ella se sintió halagada aunque estaba acostumbrada, tenía un cuerpo bien dibujado con unos pechos desafiantes y unos labios bien marcados, aunque más tarde descubrió en sus miradas algo que no le agradaba. Fue entonces cuando un escalofrío le recorrió el cuerpo, esos ojos no rebosaban lascivia, eran ojos fríos, calculadores.

Al dar por concluida la reactivación de la vigilancia solicitaron a la propietaria del piso que les permitiera conectar el sistema de seguridad al Sistema Domótico de la vivienda para perfilar una serie de elementos. Alex dudó, no recordaba que fuese necesario interconectar los dos sistemas, de hecho lo habitual es mantenerlos separados para la protección de los datos personales.

—En circunstancias normales no. Pero usted ha sufrido un acto vandálico y para reactivar la vigilancia externa debemos comprobar que no ha sido alterado el sistema interno —explicó uno de los técnicos.

—Comprenderán que tengo información personal que no...

—¿Está segura? No le robaremos mucho tiempo.

Dudó ante la insistencia y la seguridad que emanaban de sus palabras, secundadas además por la firmeza de su mirada, si bien finalmente se negó señalando hacia la puerta. Los tres se mantuvieron en silencio, el tiempo parecía haberse detenido, a continuación uno de ellos encogió los hombros e hizo una leve señal a su compañero en dirección a la salida. Alex los siguió hasta la puerta. El primero de los informáticos agarró el picaporte e hizo ademán de abrir mientras el segundo se giraba con un tubo negro en la mano, similar a una pluma, y apretaba un interruptor en la parte superior.

Ella sólo tuvo tiempo de levantar una mano y emitir un débil sonido que no logró escapar de su garganta. Todo se volvió negro y su cuerpo cayó al suelo.

Abrió los ojos, le costaba enfocar y los párpados le escocían terriblemente. Una voz lejana, un murmullo ininteligible como desde el fondo de un pozo. Intentó levantarse pero sintió arcadas. Sufría un punzante dolor justo en las sienes, su cuerpo se sacudía y en la boca notaba un sabor amargo y pastoso. Su mente logró equilibrarse, sin embargo sus ojos sólo contemplaban figuras caleidoscópicas que cambiaban de forma como en una especie de resaca pesada.

Frente a Alex una sombra, un bulto arrodillado que la sacudía. ¿Quién es? ¿Qué ha pasado? Poco a poco la imagen fue ajustándose en su retina hasta detenerse en la mirada asustada del inspector Tyler. De rodillas en el suelo, un vaso de agua medio vacío en una mano y sujetándole la cabeza por la nuca con la otra, trataba de reanimarla.

—¿Se encuentra bien? ¿Qué le ha pasado?

—Uffff..., todo me da vueltas —dijo por fin pretendiendo incorporarse.

—No se levante tan rápidamente. Espere, deje que le eche una mano. —Le puso una mano en la espalda y la ayudó a alzarse. El labio inferior le temblaba y sentía escalofríos de vez en cuando, aunque podía apoyar bien los pies en el suelo si el inspector la sostenía por la cintura. Cogidos el uno al otro, atinaron a dar unos pocos pasos hasta llegar al sofá.

—Siéntese aquí. Voy a prepararle un té y verá cómo se anima.

—Ahhh... Olvídelo, no es necesario —Alex apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y cerró los ojos.

—Sí, sí lo es.

Pocos minutos después ambos estaban sentados, uno frente al otro, con una taza de té humeante en las manos. Alex fijó su mirada en el policía. ¿Quién está haciendo esto? Necesitaba respuestas y temía que el inspector sólo le ofreciera vaguedades. Éste carraspeó, no parecía muy seguro de lo que iba a decir.

—Inspector Tyler, se lo ruego, dígame la verdad. —Acercó la mano hasta apoyarla en el antebrazo de su interlocutor, y aunque trató de aparentar firmeza su voz temblaba ligeramente.

—Jeff —murmuró.

—¿Cómo?

—Llámeme Jeff

—De acuerdo, Jeff. Sólo le ruego que sea honesto conmigo. Hace un rato no acertaba a explicarse. Dijo que podía ser algo así como una chiquillada. En ese momento no me lo podía creer y ahora estoy más convencida aún. ¡Han intentado asesinarme! —Sus últimas palabras rozaron el histerismo.

Other books

The Greatest Evil by William X. Kienzle
Connor by G, Dormaine
strongholdrising by Lisanne Norman
The Widow's Walk by Robert Barclay
The Way Through Doors by Jesse Ball
The Leonard Bernstein Letters by Bernstein, Leonard
Untamable by Berengaria Brown