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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (9 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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El doctor Salvatierra permanecía sentado y con las manos esposadas a la espalda. Hasta el momento se había resistido a hablar. Cuando los levantaron del suelo con las manos atadas, pudo oír, casi adivinar, de labios de Javier que cualquier cosa que averiguasen pondría en peligro a Silvia. El médico optó, disciplinado, por evitar respuestas comprometedoras y se limitó a exigir la presencia de su embajada y murmurar que los dos disfrutaban de sus vacaciones cuando sufrieron el accidente.

Pero la advertencia de Javier no era la única causa de su silencio. ¿Cómo habían dado con ellos? ¿Quién podía conocer su paradero?, ellos mismos desconocían la dirección de la vivienda en la que se habían ocultado. Existían demasiadas incógnitas como para confiar en una desconocida, de momento sólo se fiaba de Javier.

—¡No comprende que yo sólo quiero ayudarlo! —aseguró la comisaria.

El doctor Salvatierra reclamó de nuevo la asistencia de un representante del consulado o de la embajada. Lemaire hablaba bastante bien español, su abuelo había sido un exiliado de la Guerra Civil española, aún así no parecía segura de que su interrogado entendiera las preguntas e insistía en las mismas cuestiones.

—Cuénteme el motivo de su viaje.

—Ya le he dicho... Estamos de vacaciones, hemos tenido un accidente, nos asustamos y huimos.

—Sí, eso me ha contado una y otra vez, y le digo que no me lo creo. No sé cómo ni por qué pero hasta ahora nos ha sido imposible acceder a información alguna sobre usted salvo su nombre y su profesión, y eso no puede ser casualidad... Aquí hay algo que no cuadra.

Lemaire se sentó, sus ojos evidenciaban cansancio.

—¿No comprende que así no puedo ayudarle?

El médico dudó. El tono de su voz podría ser sincero, el doctor sentía que quizá se estuviera equivocando, tal vez debería explicarle todo y tratar de reemprender el camino hacia San Petersburgo. En ese momento, la comisaria recibió una llamada y salió precipitadamente de la habitación.

Mientras estuvo solo el médico ordenó sus ideas. No sería sencillo aclarar la presencia de Javier, quizá no debería inmiscuirle. El doctor le había cogido aprecio pese a que se había sentido engañado cuando el joven le confesó que era un agente del CNI. En cualquier caso le había salvado la vida, de eso no cabía duda. Lo mejor sería no revelar su identidad, le pondría en dificultades.

La puerta de la sala de interrogatorios se abrió y un hombre joven de piel pálida y sobrado de músculos se adentró en la habitación. Se presentó como agente del Cuerpo Nacional de la Policía española, su acento le delataba, había nacido en Cádiz o en alguna parte de la provincia. Se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Puede acabar muerto en cualquier momento, igual que su esposa; si sabe lo que le conviene manténgase en silencio cuando regrese la comisaria.

—¿Quién es usted? ¿Cómo se atreve...?

—Shhhh... —El desconocido le mandó callar—. No se ponga nervioso doctor. ¿No querrá perjudicar a su hijo?

—¿Mi hijo? Pero qué demonios...

—Sabemos mucho de usted, no se crea que venimos con los ojos cerrados. Usted nació el 28 de abril de 1958, fue criado en Madrid. Estudió Medicina en la Complutense, por sus notas podría haber escogido una especialidad más importante, pero eligió Medicina de Familia, tal vez porque nunca ha sido ambicioso; su mujer sí, ¿verdad? A Silvia Costa la conoció en la universidad. Al terminar la carrera de Física se marchó a Estados Unidos para completar sus estudios y regresó con una amplia formación. Se casaron y se establecieron en Madrid. Después ella obtuvo una plaza de investigadora en el CSIC, pero constantemente trabaja en proyectos internacionales. Bueno, hasta hace cuatro años, cuando lo de su hijo David.

El médico forcejeó con las esposas sin conseguir nada.

—¡¿Qué sabe de mi hijo?!

—No podemos contarle nada. No podemos... de momento. Usted me ayuda a mí y yo le ayudo a usted; ya sabe, una mano lava a la otra. Sólo tiene que proporcionarnos algún dato acerca del paradero de su mujer. ¿Dónde se ha escondido en los últimos días?

—¿Escondido? ¿Cree usted que yo le puedo ayudar? ¡No puedo ni ayudarme a mí mismo!

—Sí que puede, usted es la única persona en quien confía Silvia Costa y me va...

Lemaire interrumpió la frase.

—¿Quién es usted? ¿Cómo ha entrado en la sala de interrogatorios?

—Comisaria, soy el inspector Óscar Elorriaga del Cuerpo Nacional de Policía de España. He intentado ponerme en contacto con usted pero me ha sido imposible. Uno de sus hombres me indicó que estaría por aquí, encontré la puerta abierta y me he permitido entrar. Espero que disculpe mi intromisión, no pretendía ofenderla.

—No crea nada. Me ha amenazado con dañar a mi familia si no le contaba yo no sé qué....

—No le haga caso. Este hombre forma parte de una organización que se dedica al tráfico de órganos para trasplantes. Íbamos tras su pista desde hace dos años aunque, he de confesar, ésta es la primera vez que nos enfrentamos a él cara a cara. Estábamos a punto de cazarlo hace unas horas y se nos escabulló después de provocar un accidente —explicó el recién llegado a la policía francesa.

—Yo no he provocado nada... Ha sido un problema del automóvil...

—¿Tiene usted alguna identificación? —preguntó la comisaria.

—Por supuesto. Aquí tiene mi placa y una orden de detención para el doctor. Cuando quiera puede ponerse en contacto con mis superiores en Madrid y le corroborarán mi historia.

—No le quepa la menor duda, lo haré inmediatamente. Mientras tanto, le sugiero que espere en mi despacho. Es el segundo a la derecha.

—Lamento decirle que no puedo esperar. Sabe perfectamente que ni usted ni yo debemos contravenir una orden de detención internacional. He de trasladar a su detenido y al joven que lo acompaña.

—Me niego a marcharme con usted —exclamó el médico súbitamente—. Comisaria, confíe en mí... Este policía no es lo que aparenta... —Parecía a punto de sufrir un colapso nervioso—. Sé que hasta ahora le he contado una historia un poco inverosímil, pero estoy dispuesto a empezar de nuevo si impide que me vaya con él.

Lemaire dudó unos segundos y finalmente se inclinó por obedecer el mandato que detentaba el inspector español.

—Puede hacerse cargo de ellos, aunque antes haré esa llamada. ¿De acuerdo? —Dijo dirigiéndose a Elorriaga.

—Lo comprendo, yo hubiera actuado de la misma manera.

—Está cometiendo un grave error —advirtió el médico con síntomas de abatimiento en la voz.

—Acompáñeme, debe rellenar una serie de formularios en la intranet del departamento —apuntó la comisaria dando por terminado el interrogatorio.

—Desde luego. —El inspector sonrió al cerrar la puerta.

El médico luchó de nuevo con las esposas. ¿Qué está pasando? David continuaba vivo, el policía conoce su paradero. Trató de incorporarse pero las esposas no se lo permitían. Forcejeó hasta derrumbarse en la silla extenuado y luego apretó los puños; estaba convencido de que no iba a escapar bien de todo aquello, no podía hacer nada para salir de allí ni para contactar con su mujer. ¿Y David? ¿Cómo sabían de él? ¿En qué estaban metidos? Un montón de preguntas se agitaban en la marejada de sus pensamientos.

Los dos policías regresaron. Lemaire había comprobado la veracidad de la información y ahora debía entregar al médico y al joven pese a las reiteradas protestas del doctor. El agente español sonrió sin pudor al mirar al médico, después le sacó de la sala; el doctor temblaba, había algo en ese hombre que le repugnaba.

Coincidió en la puerta de la comisaría con Javier; como él, había sido esposado y era escoltado hacia la calle. El médico respiraba agitadamente. La herida del abdomen volvía a molestarle, se mordió los labios por el dolor. Sabía que los puntos podrían abrirse con el esfuerzo y no podía hacer nada por evitarlo.

Javier intentó transmitirle confianza con un gesto, pero el doctor mantenía apoyada la barbilla en su pecho y la mirada taciturna, las fuerzas le abandonaban por momentos. Se dirigieron a un vehículo estacionado a unos metros, caminaban despacio, avanzando a base de los empujones de sus guardianes. La comisaria contemplaba la escena desde una ventana. Su intuición le advertía sobre esos policías, no sería la primera vez que unos individuos se colaban en una instalación policial para secuestrar a unos detenidos. El trato de los agentes hacia los detenidos era rudo, demasiado para ser policías, aunque eran españoles, y todos conocían en Francia sus métodos, pensaba la comisaria. De todos modos, algo no se ajustaba. Recordó en ese momento la grabación de la sala de interrogatorios y tecleó una contraseña en su PDA, quince segundos más tarde corrió hacia la salida.

—¡Detenedlos! ¡Detenedlos! —El video confirmaba las palabras del doctor. Evidentemente no era agentes españoles.

Intentó alcanzarlos antes de que huyeran, sin embargo la rapidez con la que actuó no fue suficiente, cuando alcanzó el aparcamiento los secuestradores ya arrancaban. Poco después el automóvil desapareció por las calles de París. A Lemaire sólo le restaba dictar una orden de busca y captura y sentarse, derrumbada, en su despacho. Estaba furiosa consigo misma, primero la habían ninguneado desde Londres y ahora engañado aquí, en su propia comisaría.

Dos minutos después de iniciada la marcha, el vehículo abandonaba París y se adentraba en la A—4 en dirección a Reims. Los supuestos policías españoles se mantenían atentos a los retrovisores mientras que los dos retenidos permanecían cabizbajos en el asiento trasero con las manos a la espalda, en una postura harto incómoda. El doctor protestó en un par de ocasiones para que les abrieran las esposas, y los policías no respondieron a sus requerimientos. A Javier aquello parecía no interesarle pues mantenía la cabeza entre sus piernas desde que lo arrojaron sin muchos miramientos en el asiento trasero.

El médico se preguntaba quienes podrían ser sus captores, estaba claro que no pertenecían al Cuerpo Nacional de Policía y tampoco parecían árabes; el caso es que la pronunciación de Elorriaga le recordaba a Andalucía.

—¿Quiénes son ustedes?

Los dos hombres se miraron un par de segundos con un brillo irónico en sus ojos, luego regresaron a la carretera. Mantenían el gesto adusto y la mirada concentrada, ambos vestían traje oscuro, Elorriaga, sin embargo, se permitía una nota de color en la corbata.

—¡¿Qué sabe de mi hijo?!

—Aún no es momento de hablar, les están esperando.

—¿Esperando? ¿Quiénes? ¿Qué quieren de mí?

—No necesita más información —insistió Elorriaga.

—Al menos podrían decirnos quienes son.

—No van a responder. Son profesionales —advirtió Javier.

El agente del CNI se había incorporado. A diferencia del médico, exhibía una sonrisa amplia y un gesto despreocupado.

—Son británicos, doctor. ¿No es así?

Los dos individuos hicieron caso omiso.

—Como ve, no van a contestar. Están entrenados para eso, ¿o no les entrenan en el MI6 para eso?

Sus captores continuaban impertérritos observando la carretera y, de tanto en tanto, los retrovisores. El médico observaba el cabello del conductor, cortado casi al cero, cuando Javier volvió a hablar.

—En el MI6 les enseñan a actuar en todo tipo de situaciones...

El médico giró la cabeza a tiempo de ver al agente español hacerle una señal hacia la puerta, pero el doctor Salvatierra encogió los hombros. ¿Qué quería? Javier no esperó ninguna ayuda, sacó las manos desde detrás de la espalda, rodeó el cuello de Elorriaga con la cadena de las esposas, se incorporó lo suficiente y le propinó un fuerte cabezazo al conductor, que quedó inconsciente sobre el asiento. Sin nadie que sujetara el volante, el coche viró con brusquedad a izquierda y derecha, aunque milagrosamente se mantuvo en el mismo carril.

Elorriaga jadeaba. No llegaba el aire a sus pulmones. Javier se aferró más a su garganta. El médico, entretanto, se encogió junto a la puerta con el semblante demudado. Veía como el supuesto policía nacional iba perdiendo fuerzas, pataleaba y se forzaba por captar oxígeno. Javier apretó más la cadena y gritó algo al doctor, pero éste se acurrucó aún más contra el sillón. Medio minuto más tarde Elorriaga perdió el conocimiento.

—¡El volante!

Pocos metros por delante la carretera se cerraba en una curva. El médico se había incorporado.

—¡Javier, el volante!

El agente del CNI se estiró, agarró el volante, dio un volantazo y saltó por encima de los asientos delanteros, pero el cuerpo del conductor le impedía tomar el control. Se apretó tratando de meterse entre él y el volante, metió la pierna y consiguió frenar justo antes de llevarse por delante el quitamiedos metálico.

—¡Ufff!

Lo primero que hizo Javier fue comprobar que los dos agentes británicos tenían aún pulso. Después sacó fuera al doctor, y un minuto más tarde ambos huían campo a través evitando las zonas despejadas.

Caminaron durante una decena de kilómetros por una campiña solitaria. Temían que en cualquier momento un helicóptero de vigilancia les diera alcance y repetir la escena de horas antes. Mientras vagaban por la región tratando de hallar algún modo de transporte, el médico quiso saber cómo se las había ingeniado Javier.

—¿Cómo lograste quitarte las esposas?

—Fue sencillo, se trataba de unas Kalcyon, unas esposas muy fáciles.

—¿Eso es lo que hacías mientras estabas recostado sobre tus piernas?

—Sí —respondió Javier con una sonrisa.

—¿Y cómo supiste que eran británicos?

—Estaba meridianamente claro. Quizá podría ser más difícil adivinar la procedencia de aquel que te interrogó a ti; tal vez habrá vivido una parte de su vida en Gibraltar o haya nacido allí. Pero el que a mí me tocó probablemente aprendió castellano en Inglaterra. Además, es obvio su origen indio y eso proporciona muchas pistas, ¿no cree?

—Ya veo que te han enseñado bien en la academia. ¿Y eso de que pertenecen al MI6?

—Las técnicas de trabajo, la estrategia de acción, no sé..., si vinculas su nacionalidad a que indudablemente forman parte de un servicio de inteligencia... bueno... cualquiera con un poco de sentido común llegaría a la misma conclusión sin demasiado esfuerzo.

—Realmente estás aquí para protegerme —manifestó agradecido.

—Sí, ya te lo dije. Espero que confíes en mí y me ayudes —le rogó tendiéndole la mano.

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