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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (4 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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—Mi abuelo embarcó a mi tía en uno de los últimos barcos de refugiados que partieron hacia la Unión Soviética. Cuando perdió la guerra huyó a los montes abandonando a mi abuela con unos amigos. El abuelo Jordi se escurrió unos pocos años de la Guardia Civil, robando y luchando por los montes de Cataluña, bajando a los pueblos y visitando a mi abuela de vez en cuando, hasta que ella quedó embarazada. Cuando el abuelo recibió la noticia, comprendió que ese hijo no podía criarse solo y decidió exiliarse con su mujer, su hija y el bebé que nacería pronto. Sin embargo, la decisión no llegó a materializarse nunca; lo mataron unos pocos kilómetros antes del desfiladero donde le esperaba mi abuela. Alguien habría dado el chivatazo.

Pasaba de la una y media de la madrugada. Los dos estaban cansados.

—Te afecta esa historia, ¿no es cierto?

—No, que va, que va —respondió Javier sorbiendo por la nariz—. Es este tiempo loco.

—Quizá sea mejor dormir, mañana nos espera un camino muy largo. Me gustaría estar despejado.

Cuando se adentraron en las estribaciones de los Pirineos la mañana alcanzaba su cenit. Habían intercambiado escasas frases de cortesía para rellenar los silencios, en tanto el todoterreno avanzaba pausadamente por una sinuosa vía a los pies de las sucesivas lomas, como picudas tortugas dormidas, que se interponen entre España y Francia. Los fantasmas de Silvia y del abuelo de Javier sobrevolaban sus pensamientos. Había que romper con aquello y ninguno de los dos se decidía, pues incluso evitaron que sus ojos se encontraran.

El móvil volvió a centrar las reflexiones del médico, recordó la mañana de la salida, la preparación del equipaje; se decía a sí mismo que debía acordarse del momento exacto en el que lo vio por última vez. Colocó las maletas, sólo le faltaba la cámara de video y cerrar puertas y ventanas. ¿Dónde puso el teléfono? Javier observó con desinterés el cielo, las nubes filtraban el sol empañando el aire con una pátina violeta y sumergían los picos más altos entre jirones de humo. Durante buena parte del día había permanecido con la cabeza apoyada en la ventanilla de su lado del coche, ahora parecía despertar.

—No me contaste por qué aceptó Silvia ese trabajo.

El doctor Salvatierra suspiró con los ojos puestos en la carretera. Mantenía las manos firmemente aferradas al volante de cuero, la espalda pegada al sillón y en el estómago sentía cristalizar la presión de sus pensamientos. Si pudiera cambiarlo todo, pero nada se puede, ¿verdad?

—Olvídalo —dijo Javier tras unos segundos de silencio—. Al menos sí sabrás algo más sobre lo que hacía tú mujer en esos laboratorios. Y no es que me interese demasiado.

—No sé más. Snelling la contrató y dos semanas después la llevé al aeropuerto y tomó un vuelo. Después de eso algunas llamadas de teléfono, aunque ningún comentario laboral; entre nosotros no era precisamente uno de los temas favoritos. Bastante teníamos ya.

Javier aguantó el tonó hostil de su compañero de viaje.

—Pues habrá que averiguarlo.

—¿Averiguar qué? Vamos a San Petersburgo, allí la veré y ella misma me dirá si pasa o no algo. Tampoco es tan complicado, unos ladrones han intentado robarme; seguro que se han equivocado de persona. No hay más explicaciones.

El médico fue rotundo, de modo que Javier se retiró de nuevo a su ventanilla y se limitó a contemplar la carretera.

Quince kilómetros detrás del todoterreno un
Ford Mondeo
negro zigzagueaba entre el tráfico a buena velocidad. En su interior, dos hombres de piel bronceada y traje oscuro. El conductor echó un vistazo a la hora en el salpicadero, apretó las manos sobre el volante y aumentó la presión sobre el acelerador.

—Vamos a alcanzarlo —aseguró su acompañante.

—No estés tan confiado.

—Bueno, y qué si no. La culpa es de ellos, no se pueden cambiar las órdenes cada dos por tres.

El conductor se rió estruendosamente hasta toser, luego abrió la ventanilla y escupió una saliva pegajosa.

—En serio, como sigas hablando así voy a tener que matarte —advirtió al copiloto con la sonrisa aún en los labios.

—Es broma, ¿no?

—No —contestó el conductor con el semblante serio—. Sólo te lo diré una vez, y porque es tu primer trabajo, a los jefes nunca se les cuestiona.

El copiloto del
Ford
respiró ruidosamente unos segundos.

—No te preocupes, hermano; esta noche reza tus oraciones y purifícate. ¿A qué tener miedo? Lo único que nos espera es cumplir con la misión o morir como guerreros para ser recibidos en el jardín de Alá.

El acompañante se relajó.

—Tienes razón, Makin. Que Alá te premie por ello.

—¡Qué te decía! Ahí lo tienes.

Unos doscientos metros por delante el todoterreno del doctor Salvatierra se adentraba en Francia siguiendo el curso de la autovía A-63. El médico había reducido la velocidad al pasar a la vía francesa.

—¿Y ahora qué?

—A cumplir con las órdenes.

En Francia el paisaje cerrado de las montañas fue dando paso a suaves colinas verdes moteadas por pintorescas casas con jardines cercados. El médico examinaba de vez en cuando a su acompañante. Sólo quiere ayudar. ¿Por qué le había respondido de esa manera? Desde la desaparición de David esa misma actitud fue continuamente una fuente de problemas con Silvia, ahora lo entendía; sin embargo, no era capaz de deshacerse de esas maneras hoscas que le dominaban. ¿Era la culpabilidad o el dolor por la pérdida? No lo había conseguido averiguar en todo este tiempo. Quizá si hubiese acudido a un especialista como le rogaba Silvia cada vez que tenía oportunidad.

—Aún no ha pasado tiempo suficiente.

Javier le miró.

—Cada mañana despierto oliendo el perfume de su pelo en la almohada, sintiendo su calor, su peso junto a mí en la cama; cada mañana despierto creyendo oír la voz de mi hijo llamando a su madre para que le prepare el desayuno. Todas y cada una de esas malditas mañanas abro los ojos y me doy de bruces con el olor a suavizante en la funda de la almohada, con las frías sábanas, con el silencio de una casa vacía, con la decepción.

El médico hablaba despacio, entreteniéndose en cada palabra, quizá con temor a no expresar lo que quería o, peor aún, a expresar lo que no quería. Su mirada permanecía fija en la carretera.

—No recuerdo cómo empezó ni cuándo. De repente nos habíamos instalado en una especie de estado de sitio...

Javier se inclinó hacia delante y echó un vistazo al retrovisor.

—... Todo estaba mal, todo era negatividad...

El joven giró la cara hacia el médico pero percibió de reojo algo que no le cuadraba y volvió a mirar por el espejo.

—... Cada palabra que decía se convertía en un no, cada oferta que proponía se encontraba con un muro...

Javier se incorporó en su asiento y observó a través de la luna trasera.

—… yo intentaba rebajar mis pretensiones y no conseguía nada y, claro, todo empeoró...

—Doctor.

—... Lo intenté varias veces, quise acercarme...

—Doctor, nos están siguiendo.

El médico atisbó por el retrovisor central.

—¿Ese coche negro?

—Sí. La matrícula es la misma de ayer.

El doctor Salvatierra desvió la mirada de nuevo hacia el espejo. Las cámaras de la gasolinera grabaron el coche y la matrícula; no había duda, era esa.

—Esto es un sinsentido. Voy a parar ahora mismo.

—Ayer estuvieron a punto de matarte, no creo que sea buena idea.

En los siguientes tres kilómetros ninguno de los dos dijo nada. El médico presionaba las manos contra el volante y apretaba los pies contra el piso del coche y el acelerador, aumentando poco a poco la velocidad.

—No vayas más deprisa. Se van a dar cuenta de que sabemos que nos siguen.

—¿Y qué? A lo mejor abandonan, a lo mejor piensan que vamos a avisar a la policía y salen huyendo, a lo mejor creen que les vamos a hacer frente y prefieren no buscar un enfrentamiento, a lo mejor...

—A lo mejor sacan sus armas y nos disparan —sentenció Javier.

El doctor Salvatierra redujo la velocidad. Unas gotas de sudor rodaban por sus sienes. ¿Qué quieren? Cogió la foto de Silvia que había guardado en el bolsillo de su camisa y se la mostró a Javier.

—Es guapa, ¿verdad? —La voz del médico temblaba.

—Mucho. Y la vas a ver de nuevo.

El médico asintió brevemente y se guardó la foto.

—Coge la primera salida.

Los dos coches circulaban a ochenta kilómetros por hora, separados entre sí por unos doscientos metros. El doctor Salvatierra apartó un momento la vista de la carretera y dirigió una mirada implorante a Javier.

—Si hablamos con ellos, quizá lo arreglemos.

El joven sonrió ante la ingenuidad del médico.

—Quien saca un arma, está dispuesto a usarla.

—¿Qué vamos a hacer?

—Sólo perderlos. ¿No te parece bien?

El médico asintió. Dos kilómetros después abandonaron la carretera y entraron en un pequeño pueblo; el doctor Salvatierra condujo luego sin dirección concreta, virando a izquierda o derecha según le parecía.

—Les llevamos una ventaja de un par de calles. Para allí —señaló un callejón entre dos viviendas a medio construir—, tras esos camiones.

El médico detuvo el coche.

—Vamos a salir.

El doctor obedecía como un autómata las órdenes del joven. Todo había ocurrido muy rápido, el coche, la persecución, dos hombres con armas tras él. No podía estar pasando.

Se colaron en el jardín de un edificio de dos plantas con una verja de hierro forjado. Javier señaló un pequeño seto tras la verja.

—Van a dar con nosotros tarde o temprano. Es mejor escondernos y despistarlos, quizá podamos averiguar algo.

—¡Estás loco! Acudamos a la policía.

—No hay tiempo.

Miró de soslayo a su coche.

—No te preocupes, ahí detrás no lo encontrarán.

El médico accedió y los dos se ocultaron tras el seto. Se sentaron sobre el césped con las rodillas pegadas al pecho, a los pocos segundos el doctor Salvatierra sentía que su pulso se disparaba. Entre las hojas acechaba la calle: un barrendero, un coche aislado que se movía sin prisas. Los minutos se alargaron, el mundo parecía suspendido, y eso le estaba poniendo más nervioso. Se frotó las piernas. Silvia habría disfrutado con la persecución, seguramente se hubiera enfrentado a ellos. Siempre ha sido una osada, una rebelde. Eso la había puesto en peligro en más de una ocasión, y es que ella no medía los peligros ni las consecuencias. El sonido de un automóvil lo apartó de sus pensamientos. No había duda, era el coche que esperaban. Circulaba muy despacio, a unos veinte kilómetros por hora. Desde el seto no divisaron más que las ruedas y la parte inferior del vehículo. El doctor sudaba. En ese instante el conductor frenó en seco.

Poco después unos pasos se acercaron, pero una voz reclamó desde lejos la atención del dueño de los pasos y éste desandó el camino. A través del seto oían fracciones desordenadas de una conversación apenas audible, quizá hablaban en árabe o hindú, oriental desde luego. Los pasos se volvían a aproximar. Se dirigían hacia ellos lentamente mientras el doctor Salvatierra se acurrucaba contra su acompañante, doblando las piernas en una postura que hubiera jurado su cuerpo no era capaz de mantener.

El golpe seco del caminar sobre el firme se apagó delante de ellos, únicamente los treinta centímetros del seto los separaban de quienes les perseguían. Calzaban zapatos italianos y vestían buenos trajes, sus manos de piel oscura se dejaban ver a media altura, si bien desde su ubicación les era imposible descubrir sus caras. Hablaron de nuevo, sin duda árabe, parecían discutir sobre el camino a seguir; de repente, uno de ellos empujó al otro hacia la casa. El médico se apretó más, Javier no se movía, ni siquiera le oía respirar. Estaría aterrado, no podía ser de otra manera. El doctor lamentaba haberle liado, ahora estaría cómodamente instalado en un coche en su viaje hacia Murino. ¿Cómo había averiguado que su tía vivía en esa ciudad? En momentos de tensión el médico frivolizaba, tal vez su mente trataba de esquivar la inquietud que provoca las situaciones no controladas. Los pasos de esos hombres sobre la acera se perdían en su memoria confundiéndose con aquellos otros que creyó sentir la mañana que desapareció David. Siempre mantuvo dudas sobre aquellos pasos, ¿oyó a una o a dos personas? Casi no estaba despierto, bien pudo ser un error. Años después el recuerdo se volvía difuso, el doctor ya no sabía qué había oído en la habitación de su hijo y, después, en el pasillo camino de la calle. La policía tampoco averiguó nada, se ha escapado, era la conclusión más fácil y menos comprometida.

Los pasos se detuvieron ante la puerta del jardín. Uno de sus perseguidores gritó algo al otro, ni Javier ni el médico lo pudieron ver pero sacaron sendas pistolas automáticas de su cintura. El médico, sin saber por qué, echó un vistazo a su reloj. Las dos y dieciocho, moriría a las dos y dieciocho.

La casa estaba irreconocible. No había ninguna habitación en la que no hubieran entrado y sacado cajones, levantado camas, roto fundas de cojín, abierto armarios y tirado ropa por doquier. Algunas láminas del suelo fueron arrancadas, los marcos de aluminio de puertas y ventanas destornillados, y el techo agujereado. Ni un sólo metro cuadrado se salvó.

Alex permanecía en estado de
shock.
Sus recuerdos, sus intimidades, sus secretos habían sido violados sin que llegara a imaginar el motivo. Tras unos minutos de indecisión, se acercó al sistema de alarma, estaba averiado. Extrajo el móvil del bolso y respiró hondo para intentar recuperar su seguridad habitual ante la llamada que estaba a punto de efectuar.

—Scotland Yard. ¿En qué podemos ayudarla?

—¿Me podría repetir su nombre? —Era un hombre guapo, de aire despistado, casi frágil. No parecía policía, quizá científico o intelectual, en ningún caso inspector de Scotland Yard.

—¿Usted es? —preguntó Alex.

—Soy el inspector Jeff Tyler. Estoy a cargo del caso y debo hacerle algunas preguntas para la investigación. ¿Se encuentra en condiciones para atenderme? Le aseguro que no le quitaré mucho tiempo.

—Lo atenderé cuanto guste, aunque preferiría que fuera en otro lugar. No soporto ver mis cosas por el suelo y la casa destrozada —lamentó mientras contemplaba a media decena de policías buscando huellas y revisando puertas y ventanas.

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