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Authors: Ezequiel Teodoro

El manuscrito de Avicena (2 page)

BOOK: El manuscrito de Avicena
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Éstas y otras preguntas semejantes le asediaban desde que supo que Silvia se mudaría. Fue una noche de agosto, cuando se cumplían cuatro años de la desaparición de David. Silvia llegó a casa más tarde que de costumbre, se presentó radiante pese a la fecha, sirvió un par de copas de vino y le ofreció una, después se lo dijo sin más rodeos. Se marcharía en dos semanas. Le habían propuesto dirigir una investigación en Rusia, significaba una buena oportunidad para su carrera, le pagarían bien, olvidaría durante un tiempo la rutina de Madrid, podría conocer los países del Este. Todo eran ventajas. Para el doctor fue una sacudida.

—¿No te estás precipitando?

Silvia bajó los ojos. No quería mirarle directamente.

—¿Recuerdas a Snelling? —El doctor asintió—. Nos hemos reunido hoy para cerrar los detalles. Será muy interesante, no puedo contarte mucho. Ya sabes, cláusula de confidencialidad, secreto profesional, bla, bla, bla. Va a ser muy interesante, sí.

Dio un sorbo a su copa y sonrió tímidamente, como disculpándose. Su silencio explicaba más, el doctor lo comprendía, le imploraba que no le pusiera las cosas difíciles, que no le montara una escena, que la dejara marchar, que estaba cansada, que no quería seguir discutiendo. Lo leyó en sus dedos nerviosos, tamborileando sobre el cristal de la copa, en sus labios tensos, marcados en una sonrisa forzada, en el movimiento de uno de sus pies, que taconeaba sobre la alfombra mecánicamente. Al fin, el doctor inspiró y sonrió a su vez.

—Será interesante, sí.

Después de aquello se derrumbó en el sofá y continuó bebiendo. Y ella, como si no hubiera más que decirse, posó su copa sobre la mesa, lo contempló una última vez y se retiró a su dormitorio, hacía más de dos años que dormían separados. Dos semanas más tarde el doctor conducía su
Seat León
camino del aeropuerto.

Observó el ordenador de a bordo, en treinta kilómetros, quizá cuarenta, se encendería el testigo de la reserva. Aún no había recuperada el horario previsto aunque ya estaba cerca; redujo la presión sobre el acelerador y regresó a los noventa kilómetros por hora, acto seguido buscó en el GPS una gasolinera con servicio de restaurante y se dirigió hacía allí. Valía la pena comer algo antes de alcanzar los Pirineos.

El restaurante era tan insulso como la cafetería donde horas antes se detuvo para desayunar café con leche y unas tostadas. No podía apreciar ningún olor determinado, era como hallarse de pronto en mitad de un quirófano; las sillas, las mesas, el mostrador, incluso el camarero, podían ser los mismos de otros tantos servicios de restauración de las grandes gasolineras. Lástima que no perduraran las antiguas ventas. Pidió un menú y una cerveza sin alcohol, después sacó una foto del bolsillo de su camisa. Silvia llevaba un vestido negro, muy escotado, que resaltaba el dorado de su cabello y las decenas de diminutas pecas que adornaban cuello, cara y brazos; su sonrisa permitía ver los minúsculos dientes, perfectamente alineados y blancos, en una boca entreabierta de labios sinuosos, casi indecentes. Sostenía una copa en la mano izquierda mientras que la derecha se escondía tras la cintura del doctor, que parecía encontrarse en la instantánea como por casualidad, su papel era secundario, ella era la protagonista y a su alrededor todo se ensombrecía, permanecía sin brillo, desenfocado. Cuando se tomó esa imagen ninguno de los dos superaba la treintena. No sabía muy bien por qué la llevaba consigo; el día antes de comenzar el viaje estuvo hojeando algunos álbumes y cuando se tropezó con ella, sintió un impulso y la extrajo de la carpeta de plástico. No se había acordado hasta ese momento. El deseo pasó fugazmente por su mente y le dejó un regusto ácido al recordar que hacía un año que no la veía, en ese instante se sorprendió: en todo ese tiempo ni siquiera había añorado el sexo. Quizá fuese la edad.

En el momento en el que el camarero se acercaba con su primer plato, se despojó de esa sensación de fracaso y guardó la foto. A dos mesas de distancia tres jóvenes esperaban su turno, era la única mesa ocupada además de la del doctor. Vestían traje oscuro y corbata. Hablaban poco y, pese a los escasos cuatro metros que les separaba, nada de lo que decían alcanzaba el suficiente volumen para molestarle. Qué descanso en este país de jóvenes maleducados. El doctor recordó aquella ocasión en la que Silvia le arrastró a un
McDonalds,
cuando David era un crío. El griterío de los niños y el vocerío de sus padres le asediaron de manera insoportable; Silvia transigía más con esas cosas, él no.

Comió despacio, masticando cada bocado de carne hasta hacerla puré, más tarde pagó la cuenta y entró en el aseo. Ante su imagen en el espejo, abrió un diminuto neceser de cuero marrón y extrajo una maquinilla de afeitar eléctrica, le desagradaba la sensación de vello en sus mejillas. Tardó siete minutos en recuperar su estado natural, después se contempló detenidamente para comprobar la perfección del afeitado.

Acabado el escrutinio, sacó su cepillo de dientes y la pasta dentífrica y los colocó sobre el lavabo. Pero al ir a cepillarse le detuvo la aparición de un joven en vaqueros. Se había precipitado en el aseo de manera violenta, como si hubiera perdido algo. El médico le dedicó una mirada breve a través del espejo. Esa forma de acceder a los sitios era propia de los chavales, que se mueven por el mundo como un terrateniente en su finca. Le observó un instante con gesto desagradable y regresó a su limpieza bucal. Acostumbraba a comenzar por los molares inferiores de un lado de la boca e ir cepillando hasta acabar en los molares del otro lado, después hacía lo mismo con la dentadura superior. Terminado el cepillado, se aplicó la seda dental y un colutorio que traía en un frasco de tamaño viaje, luego se lavó las manos dos veces con su propio jabón, evitaba siempre que podía el jabón de los servicios públicos, y se secó con el secador de manos. El joven parecía examinarle mientras orinaba en uno de los urinarios de la pared lateral del aseo; al dador le extraño ese interés si bien lo achacó a la curiosidad, a veces demasiado desinhibida en aquellas edades.

Recogió su neceser y atravesó la puerta de doble batiente del aseo. Fuera, en el restaurante, continuaban los tres jóvenes encorbatados; el médico les saludó con una ligera inclinación de cabeza y salió fuera. En el área de servicio apenas había clientes pese a no ser muy tarde; dos individuos llenaban los depósitos de sus coches y un tercero comprobaba el aire de las ruedas de su vehículo. El médico echó un vistazo al cielo, la luz del sol no lograba filtrarse a través del borrón de nubes que cubría el firmamento por lo que la tarde había ido apagándose hasta un gris sucio.

Se apartó un mechón de pelo de la frente y echó a andar. Estaba cansado, aún debía conducir tres horas hasta Bordeaux, donde pasaría la noche, pero era necesario cumplir el programa. Al otro lado del restaurante y la gasolinera, pocos metros antes de alcanzar el coche, tuvo la sensación de que algo no marchaba. Las ruedas traseras se habían deshinchado o quizá pinchado, se quejó sordamente, esto retrasaría su plan de viaje.

Llegó hasta el vehículo y buscó en la guantera la póliza de la compañía de seguros. Enseguida se palpó los bolsillos delanteros y traseros del pantalón en busca del móvil, y al no encontrarlo examinó los asientos, el compartimiento de las puertas, y de nuevo la guantera. El caso es que ni siquiera recordaba cuando había sido la última vez que lo usó; el dador no solía recibir llamadas, su círculo social era reducido y de su trabajo no esperaba ninguna comunicación durante la excedencia, con lo que en los últimos días no se había preocupado mucho del aparato. Tendría que telefonear desde la gasolinera.

Dejó el neceser en el maletero y se acercó al asiento del conductor para hacer un último intento. Se agachó a inspeccionar el piso del coche y sintió cómo varias manos lo empujaban hacia el interior del vehículo.

Le obligaron a recostarse sobre los asientos delanteros y le cubrieron la cabeza con una capucha. Su respiración se aceleró. Intentaba oponer resistencia pero las manos, creía que cuatro, presionaron su espalda para que permaneciera en aquella postura. Oyó algunas palabras, distinguía una voz áspera y grave y otra más aguda. Dos de las manos abandonaron su espalda y pudo levantar un palmo la cabeza, sin embargo no le sirvió de nada, la capucha le impedía ver; se mantuvo así hasta que el dolor del cuello le obligó a descansar de nuevo en el asiento. Seguramente sería un robo, no había otra explicación, cogerán el dinero y huirán. Las voces crecían y disminuían según la posición de sus oídos, su cuerpo había comenzado a transpirar excesivamente, el calor le ahogaba dentro de la capucha. ¿Han pasado minutos, horas? ¿Nadie ha visto nada? ¿El coche sigue en el aparcamiento? Trató de impulsar su cuerpo hacia arriba empujando con las manos sobre uno de los asientos, sin embargo, la presión de las dos manos que le retenían no le permitieron ni unos centímetros de gracia. La voz tampoco le salía, la tela de la capucha le asfixiaba al intentar gritar.

Pasó mucho rato, no sabría decir cuánto. Sintió luego un contacto duro y frío en la cabeza. Una pistola. ¿Serían capaces de disparar allí mismo y a plena luz del día? ¿Por qué? Se debatió en un último intento por sobrevivir y en ese momento notó como retiraban el metal, poco después desaparecieron las manos de su espalda. Durante unos interminables segundos permaneció quieto, atento a cuanto le rodeaba, las voces se habían apagado. Probó a incorporarse y fue entonces cuando alguien le sujetó por la espalda y le ayudó a levantarse. Segundos después una luz intensa le cegó momentáneamente, le habían quitado la capucha.

—¿Se encuentra bien?

La claridad del día se le clavaba en los ojos. Los oídos le palpitaban y el corazón bombeaba sangre a gran velocidad. Aspiró y expiró unas cuantas bocanadas de aire y sus pulsaciones aminoraron gradualmente; sus ojos se fueron acostumbrando a la luz y los puntitos chispeantes que le deslumbraron dejaron de atormentarle. Su mirada se detuvo en la persona que le sonreía, era el joven del baño del restaurante.

—¿Estás mejor?

—¿Qué ha... quién...?

—Vi a dos hombres forcejear en el cuatro por cuatro. Me acerqué un poco y fue entonces cuando te encontré ahí tirado, bueno, en realidad lo que vi fue un cuerpo sobre los asientos, así que decidí intervenir. Empecé a gritar y a llamar a la policía y los dos tipos salieron corriendo, se montaron en un coche y huyeron por la autovía.

El doctor comprendió.

—Gracias —se obligó a decir.

—Fue una suerte que yo estuviera por aquí. No había nadie más. El médico asintió y exhaló un suspiro. Se incorporó apoyándose con una mano en el todoterreno y se giró, las maletas habían sido abiertas y todas sus pertenencias sacadas y tiradas en el maletero o en el suelo del aparcamiento. ¿Qué demonios buscaban? Se acercó a la puerta del maletero y comprobó que no sólo abrieron las maletas, también las habían desgarrado. No comprendía nada.

—Seguramente quisieran robar.

—¿Pero por qué yo?

—No lo sé.

El dador Salvatierra comenzó a recoger la ropa mecánicamente. ¿No sería mejor dejarlo todo como estaba? El médico iba doblando las prendas a medida que las recuperaba, luego las colocaba en la maleta grande, la que parecía menos dañada. El joven soltó la mochila que llevaba a la espalda y se agachó a ayudarle.

—Esto demorará mi viaje. ¿Tiene un teléfono?

—¿Un teléfono? No llevo móvil.

—¿No posee un aparato de esos? —El médico le escrutó con extrañeza—. ¿Y en su automóvil?

—¿Mi automóvil?

—Su coche.

—Hago auto-stop.

El médico asintió.

—Debo comunicar a la policía lo que ha sucedido. ¿Le importaría aguardar aquí mientras realizo una llamada? Ayudaría bastante que detallara lo que ha presenciado.

El joven entrecerró los ojos para evitar un rayo de luz que se colaba entre dos nubes en ese instante.

—No quiero líos. Será mejor que me vaya.

—Pero es el único que ha visto a mis agresores. Sólo usted puede describirlos.

El joven se mantuvo en silencio.

—Vamos a hacer una cosa. Si me presta ayuda, le acerco todo lo que permita mi camino. ¿Dónde va?

—A Rusia.

—¿A Rusia? ¿Dónde en Rusia?

—Murino, un pueblo al norte de...

—.... San Petersburgo.

—¿Lo conoce?

El doctor sonrió.

—Viajo a San Petersburgo, mi esposa trabaja allí.

El rostro del joven mostraba perplejidad.

—¿En coche?

—¿Por qué no? No se dirige usted también allí...

—Ya, pero no es lo mismo, yo...

—¿Quiere que le lleve o no?

Una hora después dos guardias civiles inspeccionaban el vehículo en busca de pistas. Hablaron con el joven que había presenciado la agresión, con el encargado de la gasolinera y con dos tipos más del restaurante, pero nada pudieron aclarar acerca de los individuos que atacaron al médico, salvo que vestían traje gris y corbata. Ni siquiera las cámaras de seguridad proporcionaron detalles útiles acerca del coche, un
Alfa Romeo
negro con matrícula falsa. Los guardias rellenaron el atestado, solicitaron al doctor Salvatierra un número de teléfono por si avanzaban en la investigación y se despidieron con un saludo militar. El operador de la grúa del seguro, que apareció poco después que los guardias civiles y se marchó para llevar los neumáticos a un taller, regresó en ese momento y los colocó en su lugar.

El doctor gruñó un agradecimiento y se montó en el coche seguido por el joven.

—¿Te encuentras bien?

El médico masculló un sí hosco.

—Puedo conducir si quieres...

—No es necesario, me temo que la noche ya está aquí. Debemos hallar un lugar donde dormir. —Era la primera vez que hablaban desde que telefoneó a la Guardia Civil—. Perdone, no recuerdo... ¿cómo se llama?

—Javier Ubillos, doctor.

—Señor Ubillos vamos a hospedarnos en un hotel. Necesito pensar.

Javier carraspeó.

—¿Un hotel?

El médico lo miró de soslayo. En la penumbra del coche no podía distinguir sus facciones, si bien la intensidad de la voz le llegaba cálida, preocupada. No tendría más de diecisiete o quizá dieciocho años, los mismos que David cuando aquello.

—He meditado bien lo que ha sucedido y no encuentro ningún móvil que concuerde con lo que por fuerza ha de ser un robo. Ni soy rico ni lo parezco, el vehículo, que por cierto es alquilado, tampoco parece de alta gama, y no exhibo nada en el coche que pudiera delatar la presencia de joyas o dinero. Además, tampoco es habitual un atraco de estas características, cometido por dos hombres con traje y con armas de fuego, por lo menos no en este país.

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