Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
Le contesté que tenía la seguridad de que en su despacho no había nada anormal.
—Ha hablado usted sensatamente. ¿Qué utilidad tendría eso? Ninguno de nosotros va a pronunciar una sola palabra que pudiera ser utilizada en contra nuestra posteriormente. Vayamos a la cuestión que nos importa. A usted le preocupa algo. Crea que me gustaría que me hablase de ello. Soy un hombre de experiencia y tal vez le pudiera aconsejar. Una preocupación dividida es una preocupación compartida, suele decirse. Vamos, anímese.
Comencé a contarle la historia que llevaba preparada.
El señor Bradley era muy hábil: apuntaba conceptos, facilitaba el hallazgo de las palabras y frases más difíciles... Su destreza en este punto desbrozó mi camino. Tanto que le conté sin el menor esfuerzo todo lo relativo a mi apasionamiento por Doreen y nuestro matrimonio secreto.
—Esas cosas suceden —comentó moviendo la cabeza—. Sí. A menudo. ¡Algo incomprensible, señor mío! Un joven con la carga de ideales propia de su edad. Una chica auténticamente preciosa. Y ya está... Se los encuentra uno convertidos en marido y mujer en un santiamén. Bueno, ¿y en qué acaba eso siempre?
Proseguí hablando para contarle cómo había acabado aquello.
Aquí fui deliberadamente vago en sus detalles. El hombre cuyo papel representaba yo no habría incurrido en sórdidas menudencias. Presenté solamente un cuadro de desilusión... La imagen de un joven necio que al fin advierte su necedad.
Lo arreglé todo de manera que Bradley creyese que en el último momento había habido una riña. Bastaba con que aquél comprendiese que mi mujer frecuentaba la amistad de otro hombre o que se había ido con él.
—Ella no era... —dije ansiosamente—, no era lo que me pareció en un principio... Y nunca creí que se comportara tan mal, que llegara a hacerme esto...
—¿Qué le ha hecho exactamente?
Le expliqué que lo que había hecho «mi esposa» era volver.
—¿Qué pensó usted que le habría ocurrido?
—Supongo que le parecerá extraordinario, pero en realidad no llegué a pensar en ello... Me imaginé que habría muerto.
—Más bien un deseo latente... —opinó Bradley—. ¿Por qué pensar en su muerte?
—Nunca me escribió ni tuve la menor noticia de ella.
—La verdad es que pretendía olvidarla.
El hombrecillo de los ojos brillantes era, a su manera, un psicólogo.
—Sí —respondí—. Y no es que yo quisiera casarme con otra.
—Pero lo pensó, ¿verdad?
—Bueno... —Mostré ahora ciertos reparos para hablar.
—Vamos, siga, dígaselo a papá —apuntó el odioso Bradley.
Admití avergonzado que sí, que últimamente había considerado la posibilidad de contraer matrimonio...
—Pero me negué firmemente a facilitarle datos respecto a la chica en cuestión. No pensaba meterla en esto. No iba a decir ni una palabra sobre ella.
De nuevo adiviné que mi reacción había sido la más apropiada al caso. Él no insistió.
—Muy natural —manifestó—. Desea usted sobreponerse a la desagradable experiencia vivida. Indudablemente, debe haber dado con una persona ideal, capaz de compartir sus gustos literarios y comprender su forma de vivir. Una verdadera compañera.
Vi entonces que Bradley poseía alguna información sobre Hermia. Con las primeras indagaciones aquél se había enterado de que era la amiga que más trataba, que más cerca de mí se hallaba siempre. Al recibir mi carta, destinada a concertar la cita, Bradley habría averiguado todos los detalles concernientes a mi persona, todo lo de mi amistad con Hermia.
—¿Qué le parece el divorcio —inquirió—. ¿No es ésa la solución natural?
—Nada de divorcios —respondí—. Mi mujer no quiere ni oír hablar de eso.
—Vaya, vaya... ¿Cuál es su actitud hacia usted?
—Ella... ejem... quiere volver a vivir conmigo. No... no se porta razonablemente. Sabe que hay alguien que... y... y...
—Se opone... Ya comprendo... No parece haber ninguna salida a esa situación, a menos que, desde luego... Pero aún es muy joven...
—Vivirá muchos años todavía —dije con amargura.
—Bueno. Uno no sabe nunca lo que puede pasar, señor Easterbrook. Ha estado viviendo en el extranjero, ¿no?
—Eso me ha dicho. Ignoro dónde.
—Es probable que en Oriente. A veces, en esos países lejanos, un bacilo penetra en el organismo de una persona y se mantiene por espacio de años enteros sin manifestarse. Luego el individuo afectado, regresa a su patria y entonces, repentinamente, el microbio produce sus efectos. Sé de dos o tres casos semejantes. En éste también podría ocurrir tal cosa. Si se anima... —Bradley hizo aquí una pausa—, yo concertaría con usted una apuesta...
Moví la cabeza denegando.
—Vivirá muchos años todavía —repetí.
—Bien. Admito que a usted se le ofrecen todas las probabilidades de ganar... Pero, de todos modos, hagamos la apuesta. Mil quinientas libras contra una a que esa señora fallece antes de Navidad. ¿Qué le parece?
—¡Antes, antes! Tendrá que ser antes. No puedo esperar. Hay algunas cosas que...
Dejaba mis frases sin terminar adrede. No sé si él pensaba que Hermia y yo en nuestras relaciones habíamos ido demasiado lejos, por lo que no podíamos esperar más tiempo, o si se figuraba que mi «esposa» que había amenazado con buscar a mi joven amiga y dar un escándalo. Tal vez imaginara que había otro hombre por en medio, dedicado a la conquista de esta última. A mí no me importaba lo que él pensara. Mi propósito era acentuar la nota de urgencia.
—Eso altera las condiciones un poco —declaró Bradley—. Estableceremos la apuesta así: mil ochocientas libras contra una a que en menos de un mes su esposa ha fallecido. Me parece que tengo un presentimiento...
Me dije que había llegado la hora de regatear... y regateé. Protesté, argumentándole que no disponía de aquel dinero. Bradley era listo. Por un medio u otro habíase enterado de qué cantidad podría yo hacerme en un momento de apuro. Sabía que Hermia tenía dinero. Buena prueba de ello es que más adelante me sugirió delicadamente que en cuanto me casara el dinero perdido en la apuesta apenas significaría nada para mí. Además, la premura con que yo le asediaba le colocaba en una situación privilegiada. Lógicamente no accedería a rebajar ni un penique.
Por fin cedí y la fantástica apuesta quedó concertada.
Firmé un documento, una especie de pagaré. El texto del mismo se hallaba demasiado saturado de frases y conceptos legales para que yo pudiera comprenderlo. En realidad, yo tenía mis dudas en cuanto al valor del dicho papel desde el punto de vista indicado.
—¿Da esto carácter legal a nuestra apuesta? —pregunté.
—No creo —repuso el señor Bradley mostrándome su excelente dentadura— que tal extremo llegue a ser comprobado por unos magistrados —su sonrisa tenía bien poco de agradable—. Una apuesta es una apuesta. Si un hombre no paga...
Le miré fijamente.
—No se lo aconsejaría —añadió con voz melosa—. No, no se lo aconsejaría. No nos gustan los individuos que faltan a este género de compromisos.
—Yo pienso cumplir el mío.
—Estoy seguro de ello, señor Easterbrook. Atendamos ahora... ejem... a los detalles. Ha dicho usted que su esposa se encuentra en Londres. ¿Dónde, exactamente?
—¿Tengo que decírselo?
—He de poseer todos los datos necesarios... Lo que hay que hacer después es arreglar una cita, la de usted con la señorita Grey... ¿Se acuerda de ella?
Le contesté que sí, que, desde luego, la recordaba.
—Una mujer desconcertante, verdaderamente —comentó Bradley—. La naturaleza le ha dado unos poderes excepcionales. La señorita Grey necesitará una prenda personal de su esposa... Un guante, un pañuelo... Algo parecido.
—¿Para qué? Por favor...
—Ya sé, ya sé... No me pregunte por qué. No tengo la más mínima idea. La señorita Grey guarda su secreto.
—Pero, ¿qué sucede después? ¿Qué hace ella?
—Tiene usted que creerme, señor Easterbrook, cuando le digo, hablando con toda sinceridad, que no poseo la más leve idea. No sé nada... Es más, no quiero saber nada. Dejemos la cosa así.
Bradley hizo una pausa, prosiguiendo su perorata en un tono paternal.
—Mi consejo es éste, señor Easterbrook. Vaya a ver a su esposa. Tranquilícela. Haga lo que crea conveniente para que ella llegue a pensar que está usted madurando el proyecto de una reconciliación. Le sugiero que le diga que va a salir de Londres, que va a estar fuera unas semanas, pero que al regreso, etcétera, etcétera.
—¿Y luego?
—En cuanto le haya sustraído sin que ella se dé cuenta un objeto, una fruslería de las que usa personalmente cada día, se irá a Much Deeping —Bradley se detuvo, adoptando una actitud pensativa—. Veamos... Creo recordar que en su primera visita me dijo que tenía amigos o parientes en aquella población.
—Sí: una prima.
—Esto lo simplifica todo. Indudablemente, no se opondrá a que usted se aloje en su casa un día o dos.
—¿Qué suele hacer la mayor parte de la gente? ¿Dirigirse a la fonda de la localidad?
—En ciertas ocasiones, sí... Cuando no se acercan allí en coches desde Bournemouth. Habrá otros medios... En realidad, sobre esto sé muy poco.
—¿Qué... ejem... qué pensará mi prima?
—Ha de aparentar que se siente intrigado ante los habitantes de «Pale Horse». Usted pretende participar en una séance... Nada más sencillo... La señorita Grey y su médium celebran aquéllas con frecuencia. Usted sabe cómo son los espiritistas. Sostienen que todo aquello son tonterías, pero que han despertado su interés. Ya no hay más, señor Easterbrook. Como verá no hay complicaciones de ninguna clase. Todo es bien simple.
—¿Y... y después?
Bradley movió la cabeza sonriendo.
—No me es posible decirle más. Eso es lo que yo conozco. Luego entrará en escena la señorita Grey. No se olvide de llevarle el guante o el pañuelo. Le sugiero que a continuación se ausente, que se vaya al extranjero. En esta época la costa italiana resulta muy agradable. Una excursión que dure una o dos semanas es lo indicado.
Le contesté que no quería irme al extranjero, que prefería continuar en Inglaterra.
—Muy bien, pero, concretamente, no se quede en Londres. He de insistir en ello; nada de seguir en Londres.
—¿Por qué?
El señor Bradley me dirigió una mirada de reproche.
—A los clientes, se les garantiza la seguridad más absoluta si atienden rigurosamente a las instrucciones facilitadas.
—¿Qué le parece Bournemouth como lugar de estancia?
—Bien. Es un sitio bastante indicado. Búsquese un hotel, hágase de unos amigos. Procure que le vean en compañía de ellos. Lleve una vida intachable... Apuntamos hacia ese objetivo. Trasládese a Torquay si Bournemouth llega a fatigarle.
Hablaba con la afabilidad del representante de una agencia de viajes.
Una vez más me vi obligado a estrechar su mano.
Relato de Mark Easterbrook
—¿Piensas participar realmente en una séance en casa de Thyrza? —me preguntó Rhoda.
—¿Y por qué no?
—Ignoraba que te interesasen esas cosas, Mark.
—La verdad es que me tienen sin cuidado —dije sinceramente—. Pero, ¡forman un triunvirato tan extraño esas mujeres! Siento curiosidad por ver qué clase de espectáculo acostumbran a montar.
No me resultó fácil dar a mis palabras un tono frívolo. Por el rabillo del ojo observaba a Hugh Despard, mirándome intrigado. Era un hombre sagaz, que había dejado a sus espaldas una existencia saturada de aventuras. Uno de esos hombres que dan la impresión de poseer un sexto sentido, con el que advierte la presencia del peligro. Creo que ahora lo husmeaba y que comprendía que algo más importante que la ociosa curiosidad estaba en juego.
—Te acompañaré, Mark —dijo Rhoda alegremente—. Siempre deseé presenciar una cosa así.
—Tú no harás nada de eso, Rhoda —gruñó Despard.
—Pero... ¡Hugh! Sabes muy bien que yo no creo en los espíritus. Si pretendo ir es sólo por pura diversión.
—Estos asuntos tienen bien poco de divertidos. Puede tratarse de algo auténtico, alejado de la ficción. Es probable. Has de saber, sin embargo, que a la gente que asiste a esas sesiones les disgusta la curiosidad de los incrédulos.
—Pues habrás de disuadir también a Mark.
—Sobre Mark no tengo autoridad suficiente para impedírselo —respondió Despard.
De nuevo me miró disimuladamente. Estaba seguro de que sabía que yo perseguía un fin concreto.
Rhoda se enojó mucho, pero se sobrepuso en seguida. Poco más tarde, aquella misma mañana, tropezamos con Thyrza Grey, quien comenzó a hablar abiertamente.
Le esperamos a usted esta noche, señor Easterbrook. Confiamos en poder ofrecerle algo que merezca su atención y le satisfaga. Sybil es una médium maravillosa y una no sabe nunca de antemano los resultados. En todo caso no se desconcierte. Una cosa deseo pedirle: manténgase bien atento. Siempre acogemos afectuosamente a la persona atraída por la novedad, movida a impulsos de su buena fe... En cambio, los burlones y los frívolos nos disgustan.
—También yo quería ir —declaró Rhoda—, pero Hugh tiene demasiados prejuicios. Ya conocen ustedes su carácter.
—No habríamos aceptado su presencia, de todos modos —le contestó Thyrza—. Con un extraño por sesión hay bastante ya.
Luego la señorita Grey se volvió hacia mí.
—¿Qué tal si nos acompaña a la mesa antes de nada? Tomaremos un ligero refrigerio. Nunca comemos mucho cuando nos disponemos a celebrar una séance. ¿Es buena hora a las siete? Perfectamente. Le esperamos.
Thyrza Grey sonrió, alejándose apresuradamente. Me quedé absorto en mis pensamientos, hasta el punto de que no oí lo que mi prima me estaba diciendo.
—¿Decías algo, Rhoda? Lo siento.
—Últimamente te has estado conduciendo de una manera muy extraña, Mark. Desde tu regreso. ¿Ocurre algo anormal?
—No. Por supuesto que nada, en absoluto. ¿Qué podía sucederme?
—¿Has dado con algún obstáculo que te impide continuar tu libro?
—¿Mi libro? —Por unos segundos fui incapaz de recordar nada relacionado con éste. Después añadí rápidamente—: ¡Ah, sí! El libro... Más o menos de prisa, va saliendo.
—A mí me parece que estás enamorado —declaró Rhoda—. Sí, eso es. El amor causa efectos muy señalados en los hombres... Yo pienso que os resta facultades. A las mujeres nos pasa lo contrario... Nos sitúa en la cima del mundo, incrementa nuestra belleza. Resulta divertido, ¿no es verdad?, que sentando tan bien a las mujeres se limite a dar a los hombres el aspecto de una oveja melancólica.