Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
Mis manos quedaron libres. Bella se perdió en la oscuridad. Thyrza inquirió:
—Buenas noches. ¿Eres Macandal?
—Soy Macandal.
Thyrza se encaminó al diván, apartando el pabellón protector. Una suave luz iluminó la faz de Sybil. Parecía hallarse completamente dormida. Inmóvil su rostro se ofrecía muy distinto.
Las arrugas habían desaparecido. Daba la impresión de haberse quitado de encima unos cuantos años. Casi me hubiera atrevido a decir que resultaba bonita en aquellos instantes.
—Macandal —dijo Thyrza—, ¿estás dispuesto a someterte a mi deseo, a plegarte a mi voluntad?
La voz respondió:
—Estoy dispuesto.
—¿Protegerás el cuerpo de la Dossu que yace aquí, y que ahora ocupas tú, de todo daño físico? ¿Dedicarás su fuerza vital a mi propósito, a los medios necesarios para su realización?
—Sí.
—¿Obedecerás este cuerpo, a través del cual puedes pasar la muerte, a las mismas leyes naturales que el del recipiente?
—Sí. Para causar la muerte, ésta debe ser proyectada.
Thyrza retrocedió un paso. Apareció Bella, que le tendió... una pata de conejo. La primera la colocó sobre él pecho de Sybil. Después Bella trajo un pequeño frasco verde. Thyrza vertió una o dos gotas del líquido que contenía encima de la frente de Sybil, trazando un signo con el dedo.
La voz de Thyrza tenía un tono absolutamente normal y esto, no obstante, no rompió el hechizo. Me pareció más alarmante que nunca todo aquel asunto.
Finalmente trajo una especie de sonajero, horrible, que yo había visto antes, agitándolo tres veces, después de lo cual lo colocó en la mano de Sybil. Habiendo retrocedido de nuevo, dijo:
—Todo está listo.
Bella repitió sus palabras:
—Todo está listo.
Thyrza se dirigió a mí, hablándome en voz baja:
—No creo que le haya impresionado mucho todo este ritual. No es ése el caso de algunos de nuestros visitantes. Me atrevería a asegurar que para usted hay demasiado ceremonial... No se aferre demasiado a estas convicciones. El ritual... Una serie de palabras y frases santificadas por el tiempo y el uso que ejercen su efecto sobre el espíritu humano. ¿Qué es lo que hace enloquecer a las multitudes? No lo sabemos, exactamente. Sin embargo, es un fenómeno que existe. Yo creo que esos antiguos sortilegios desempeñan su papel, un papel esencial...
Bella había abandonado la habitación. Regresó en seguida trayendo un gallo blanco. El animal se agitaba desesperadamente, intentando en vano liberarse.
Arrodillada en el suelo, con una tiza en la mano, empezó a dibujar extraños signos en aquél, en torno al brasero y a la palangana de cobre. Después depositó el gallo sobre las losas, manteniendo su pico apoyado en una de las rayas trazadas.
Aún dibujó más signos, sin cesar de cantar en voz baja, en tono gutural. Ya no llegaba a percibir con claridad las palabras. No obstante, aprecié, cuando inició arrodillada un ondulante movimiento, que intentaba abstraerse en un éxtasis.
Thyrza, que no me perdía de vista, dijo:
—No le agrada, ¿verdad? Ha de saber usted que eso es antiquísimo. Se trata del maleficio de la muerte, proclamado de acuerdo con viejas fórmulas transmitidas de padres a hijos.
No acertaba a entender a Thyrza. No hacía nada por intensificar los posibles efectos que la desagradable actuación de Bella hubiera podido causar en mí. Representaba deliberadamente el papel de un comentador.
Bella extendió los brazos en dirección al brasero, del cual se elevó una temblorosa llama. Habiendo rociado ésta con una sustancia desconocida, un penetrante y empalagoso perfume saturó la atmósfera del local.
—Estamos preparados —manifestó Thyrza una vez más.
«El cirujano —pensé— se dispone a tomar su bisturí...»
Encaminándose hacia la caja que yo había tomado por un aparato de radio, abrió aquélla. Comprobé que se trataba de un dispositivo repleto de cables, bastante complicados por lo que veía.
Diole la vuelta lentamente, situándolo en las proximidades del diván.
Inclinándose sobre él, manipuló los mandos, recitando en voz baja:
—Compás... Norte, norte, este... grados... Eso es...
Cogió el guante, colocándolo de una manera muy particular. Luego encendió una pequeña luz de color violeta que había al lado.
Entonces le habló a la inerte figura del diván en los siguientes términos:
—Sybil Diana Helen... Acabas de abandonar tu envoltura mortal, que el espíritu Macandal custodia ahora. Ya estás en condiciones de fundirte con la propietaria de este guante. Como ocurre con todos los seres humanos, su meta es la muerte. No existe más satisfacción final que ésta. Sólo la muerte resuelve todos los problemas. Sólo la muerte proporciona una paz auténtica. No hay ningún grande del pasado que no la haya conocido. Acuérdate de Macbetb... «Tras su febril ciclo vital descansa en paz». Recuerda el éxtasis de Tristán e Isolda. Amor y muerte. Amor y muerte. Pero en las dos cosas esta última es la más importante...
Las palabras se repetían como un eco... De la caja había comenzado a salir un sordo zumbido. Sus lámparas se encontraban encendidas... Me sentía confuso, transportado. No creía que aquello que contemplaba pudiera ser ya motivo de burla. Y entretanto, Thyrza, en pleno ejercicio de su poder, mantenía la postrada figura del diván completamente esclavizada. Estaba valiéndose de ella. La utilizaba para un fin concreto. Comprendí de un modo incierto por qué la señora Oliver habíase sentido asustada, no de Thyrza sino de Sybil, una mujer necia, aparentemente. Sybil gozaba de un poder, de un don natural, algo que no tenía que ver en absoluto con la mente o el intelecto, era un poder físico: el de aislarse de su cuerpo. Y aislada ya, su mente no era la suya sino la de Thyrza. Y ésta se valía de su temporal posesión.
Sí, pero, ¿y la caja?, ¿qué papel representaba la caja?
De repente, toda mi atención se concentró en ella. ¿Qué diabólico secreto servía? ¿Seria capaz de producir rayos de una u otra clase que actuaran sobre las células mentales? Y este cerebro, ¿sería alguno previamente determinado?
Continuaba oyéndose la voz de Thyrza:
—El punto débil... siempre hay un punto débil... oculto entre los tejidos orgánicos, en lo más profundo de ellos... A través de la debilidad avanza la muerte, lenta, naturalmente, hacia la muerte... El camino verdadero, el natural. La carne obedece a la mente... Ordénaselo, ordénaselo... Hacia la muerte... La Muerte, la Gran Conquistadora... La Muerte... pronto... muy pronto... Muerte... Muerte... ¡Muerte!
Su voz se fue elevando hasta convertirse en un ondulante grito... Otro chillido horrible, semejante al de una bestia, salió de la garganta de Bella. La mujer se levantó. La luz arrancó mil destellos a la hoja de acero del cuchillo... El gallo se estremeció convulsivamente... La sangre comenzó a caer dentro de la palangana de cobre...
Bella gritó:
—Sangre... la sangre... ¡Sangre!
Thyrza cogió el guante que hasta aquel momento había estado encima del extraño aparato y Bella lo sumergió en la sangre del animal, tras lo cual se lo devolvió a la otra, que lo volvió a poner en su sitio.
La voz de Bella fue elevándose progresivamente en una extática llamada:
—La sangre... la sangre... ¡la sangre!...
Luego empezó a correr alocadamente en torno al brasero, arrojándose al suelo sin interrumpir sus violentas contorsiones. La llama del brasero tembló un poco antes de apagarse.
Me sentí trastornado. Apoyé ciegamente las manos en los brazos de la silla que ocupaba... La cabeza parecía darme vueltas...
Oí un «¡clic!». El zumbido procedente de la caja cesó.
En la habitación resonó ahora la voz de Thyrza, clara, con su timbre de costumbre, recuperada:
—La magia antigua y la moderna. Las viejas creencias y los conocimientos científicos. Ambas cosas, aliadas, prevalecerán...
Relato de Mark Easterbrook
Bueno... ¿Qué ha ocurrido? —me preguntó ansiosamente Rhoda ante la mesa en que nos acababan de servir el desayuno.
—¡Oh! Los mismos trucos de siempre —respondí con un gesto de indiferencia.
Me sentí molesto al advertir la mirada de Despard. Indudablemente, era un hombre muy sensible.
—¿Signos cabalísticos dibujados en el suelo?
—A puñados.
—Y gallos blancos también, ¿no?
—Naturalmente. Eso forma parte de la actuación de Bella.
—Y trances y demás cosas por el estilo, ¿no?
—Tú lo has dicho: trances y demás cosas por el estilo.
Rhoda parecía desilusionada.
—Das la impresión de haberlo encontrado todo muy aburrido —comentó.
—Simplemente: he satisfecho mi curiosidad —le contesté.
En cuanto mi prima se marchó a la cocina, Despard me habló:
—¿No es más cierto reconocer que eso te ha sorprendido extraordinariamente? —inquirió.
—Pues...
Hubiera querido dejar aquel asunto a un lado, pero a Despard no se le podía engañar fácilmente.
—En determinado aspecto fue... fue algo bestial.
El marido de mi prima asintió.
—En realidad uno no cree en ello —dijo—. Sobre todo cuando se razona... Ahora bien, ésas cosas producen su efecto. En África Oriental he tenido no pocas ocasiones de apreciarlo. Los brujos o hechiceros de las tribus ejercen una terrorífica influencia en la gente. Hay que reconocer que suceden hechos extraños que no pueden ser explicados con un sencillo razonamiento.
—¿Ciertas muertes, por ejemplo?
—Sí. Cuando un hombre se sabe marcado, destinado definitivamente a morir, muere...
—El poder de la sugestión, supongo.
—Es probable.
—Pero esa explicación no te satisface.
—No, no del todo. Existen casos difíciles de explicar echando mano de las teorías científicas occidentales. El maleficio no influye habitualmente en los europeos, aunque yo he conocido excepciones. La verdad es que si la creencia penetra a uno, ¡el individuo afectado muere!
Declaré pensativamente:
—Convengo en que no hay posibilidad de pronunciarse radicalmente en un sentido u otro. Hasta en nuestro país ocurren cosas extrañas. Un día me encontraba yo en un hospital de Londres. Trajeron una chica... Una neurótica. Se quejaba de unos terribles dolores que decía sufrir en los brazos, en las articulaciones. No había manera de quitárselos. Los doctores sospecharon que era víctima de su histeria. Uno de ellos le dijo a la chica que solamente podría curarse pasando a lo largo de su brazo una vara de hierro puesta al rojo vivo. La muchacha accedió a que le aplicaran aquel tratamiento.
»Miró hacia otro lado, cerrando los ojos. El doctor sumergió una varilla de cristal en agua fría, que a continuación deslizó por su antebrazo. La joven lanzó un angustioso grito. "Ahora no tardarás en curar" —dijo el médico. "Así lo espero. Pero eso fue horroroso. ¡Cómo quemaba!" —respondió la paciente—. Lo raro del caso para mi no era que ella hubiera confundido dos sensaciones totalmente opuestas sino que su piel aparecía quemada, en efecto. La zona que había estado en contacto con la varilla se veía cubierta de ampollas.
—¿Curó por fin? —preguntó Despard muy interesado.
—Sí. Su neuritis, o lo que fuese, no volvió a presentarse. Hubieron de curarle el brazo quemado, no obstante.
—Extraordinario —juzgó Despard.
—El doctor estaba asombrado.
—Muy lógico...
Despard me miró atentamente.
—¿Por qué tenías tanto interés en asistir a esa séance de anoche?
—Esas tres mujeres consiguieron intrigarme. Deseaba ver qué espectáculo eran capaces de montar para mí.
Despard no dijo nada más. No me creía, seguramente. Como ya he dicho, era un hombre muy sensible.
Luego me fui a casa del pastor. La puerta de ésta se encontraba abierta, pero en su interior no parecía haber nadie.
—Me fui derecho a la pequeña habitación en que se hallaba el teléfono y llamé a Ginger.
Se me antojó que transcurría una eternidad antes de oír su voz.
—¡Diga!
—¡Ginger!
—¡Ah, eres tú! ¿Qué ha ocurrido?
—¿Te encuentras bien?
—Claro que me encuentro bien. ¿Por qué había de estar mal?
Experimenté un alivio inmenso.
Nada extraño noté en ella. Me hizo mucho bien oír sus características expresiones, ya familiares. ¿Cómo podía haber llegado a pensar que toda aquella comedia se tradujera en un daño positivo, material, para una mujer como Ginger?
—Pensé que, por ejemplo, podías haber sufrido una pesadilla durante el sueño...
—Pues no. Me acosté con esa idea y al despertarme me concentré en mí misma, intentando descubrir si había sentido algo especial. Casi me enfadé al comprobar que no...
Me eché a reír.
—Bien. Continúa explicándome —dijo Ginger—. ¿En qué ha consistido esa célebre sesión?
—No se ha apartado mucho de lo ordinario. Sybil se tiende en un diván, colocándose en trance.
Ginger hizo esfuerzos por contener la risa.
—¿Sí? ¡Estupendo! Habría una cubierta de terciopelo negro y ella no llevaría nada encima, ¿verdad?
—Sybil no es madame de Montespan. Y, además, no se trataba de una misa negra. En realidad, Sybil se cubrió con muchas ropas de varios colores, en las que se veían bordados algunos símbolos.
—Eso resulta muy apropiado para Sybil. ¿Qué hizo Bella?
—Desempeñó el papel más desagradable. Después de matar un gallo blanco empapó en su sangre tu guante.
—¡Oh, qué repugnante!... ¿Algo más?
—Thyrza me fue dando explicaciones. Requirió los servicios de un espíritu... Macandal, creo que se llamaba. Hubo también cánticos y luces de colores. Cierta gente se habría asustado al presenciar esa exhibición...
—¿Tú no?
—Bella me impresionó un poco —respondí—. Tenía en la mano un gran cuchillo y pensé que podía perder la cabeza y lanzarse sobre mí en cualquier momento, convirtiéndome en la segunda víctima de la noche.
Ginger insistió:
—¿De veras que no hubo nada que te infundiera miedo?
—Eso no ha ejercitado ninguna influencia en mí.
—Entonces, ¿por qué te has sentido tan contento al comprobar que me encontraba perfectamente?
—Pues... porque...
Me interrumpí bruscamente.
—Bien. No es preciso que me contestes. Y tampoco es necesario que alteres tu manera de ser para llevar este asunto hasta el fin. Hay algo que te ha impresionado...