El misterio de Pale Horse (21 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—¡Muchas gracias, Rhoda!

—¡Oh, no te enfades, Mark! Yo creo en realidad que es lo mejor que podía ocurrirte... Me siento encantada. Ella es muy bonita.

—¿Quién?

—Hablaba de Hermia Redcliffe, desde luego. Tú crees, por lo visto, que yo no me doy cuenta de nada. Hace tiempo que sospechaba esto. Y ella es la persona más indicada para ti... No sólo es guapa sino también inteligente.

—Ésa es una de las cosas más amables que puedes decir a un hombre si pretendes halagarlo.

Rhoda se despidió de mí. Tenía todavía que ir a la carnicería. Yo le dije que pensaba encaminarme a la casa del pastor, el reverendo Dane Calthorp.

Antes de que hiciera cualquier comentario me apresuré a añadir:

—Que conste que mi visita no está relacionada con el comienzo de las amonestaciones o gestión similar.

2

Ir a casa del pastor era como volver al hogar.

La puerta principal de la hospitalaria casa se encontraba abierta, como siempre. Al entrar experimenté la impresión del que de pronto se desprende de una pesada carga.

La señora Calthrop apareció en la puerta del fondo del vestíbulo, llevando en la mano, por una razón incomprensible para mí, un enorme cubo de plástico de un verde brillante.

—¡Ah, es usted! Me lo figuré.

Entonces me entregó el balde. Yo, no sabiendo qué hacer con él, me quedé mirándola, confuso.

—Déjelo ahí fuera, al lado de la puerta, en el último peldaño de la escalinata —me ordenó la señora Calthrop impaciente, como si fuera lógico que yo supiese aquello.

Obedecí. Luego la seguí hasta la misma habitación de la primera vez sumida en una grata penumbra. En la chimenea alentaba un pequeño fuego, a punto de extinguirse, que la señora Calthrop reanimó arrojando a aquél un leño. A continuación me hizo una seña para que me sentara y ella me imitó, mirándome atentamente, con unos ojos brillantes de impaciencia.

—Bien... ¿qué ha logrado hasta ahora? —me preguntó.

—Usted me dijo que debía hacer algo. En esto estoy.

—¿De qué se trata?

Se lo conté todo. En cierto modo le hablé incluso de cosas que yo sólo conocía a medias.

—¿Esta noche? —inquirió la señora Calthrop con un gesto de preocupación.

—Sí.

Guardó silencio unos segundos. Reflexionaba, evidentemente. No me pude contener.

—No me gusta esto, Dios mío, no me gusta nada —exclamé.

—¿Por qué?

—Temo que a ella le ocurra algo.

La esposa del pastor sonrió amablemente.

—No tiene usted idea de lo valiente que es. Si de un modo u otro esa gente le causara algún daño...

La señora Calthrop dijo lentamente:

—No comprendo... No, en absoluto... En la forma que usted me ha dicho, ¿cómo van a causarle algún mal?

—Ha habido otras víctimas anteriormente.

—Sí, eso es, al parecer...

La señora Calthrop parecía desilusionada.

—Por lo demás no habrá novedad. Hemos tomado todas las precauciones imaginables. Ningún daño material puede sobrevenirle.

—Un daño material es lo que esa pandilla causa, según afirman ellos. Aseguran su actuación sobre el cuerpo a través de la mente. Primero la enferman y luego la muerte. Muy interesante, de ser cierto. ¡Y qué horrible! No hay más remedio que detenerlos en su espantosa acción, como ya convinimos.

—Quien corre el peligro es ella —musité.

—Alguien tenía que afrontarlo en un puesto semejante —dijo la señora Calthorp calmosamente—. Usted ha sentido el ramalazo del orgullo. Quisiera haber disfrutado de ese privilegio. Ha tenido que prescindir de él. Ginger posee facultades sobradas para representar adecuadamente su papel. Sabe dominar sus nervios y es inteligente. No le dejará en mal lugar.

—¡No es eso lo que me preocupa!

—No se preocupe de nada. No mejorará la situación de la chica con ello. Miremos cara a cara las posibles consecuencias... Si como resultado de este experimento Ginger muere, la muchacha habrá sacrificado su vida a una buena causa.

—¡Dios mío! ¡Es usted brutal!

—Una persona u otra tiene que serlo, enfrentándose así con lo peor. No sabe usted hasta qué punto tal práctica centra nuestro sistema nervioso. Inmediatamente comienza una a sentirse confiada, a pensar en que todo no será tan terrible como lo imaginado en un principio.

—Quizá tenga usted razón —le respondí vacilante.

La esposa del pastor me contestó, absolutamente convencida, que así era, sin ningún género de dudas.

Me ocupé de ciertos detalles.

—¿Tienen teléfono aquí?

—Naturalmente.

Le expliqué lo que quería hacer.

—Esta noche, en cuanto haya terminado eso, voy a ponerme en comunicación con Ginger. La llamaré por teléfono cada día si usted me consiente que haga uso de él.

—Ni que decir tiene, señor Easterbrook. En casa de Rhoda hay demasiado ajetreo. Además usted querrá que esta historia siga siendo algo reservado...

—Me alojaré allí varios días más. Luego quizá me vaya a Bournemouth. Nadie sabe que me propongo regresar a Londres.

—No tienda la vista demasiado lejos —dijo la señora Calthrop—. Piense exclusivamente ahora en esta noche.

—Esta noche... —Me puse en pie. Y entonces añadí—: Rece por mí... por nosotros.

—Naturalmente que lo haré —contestó la señora Calthrop sorprendida de que le hubiera sugerido aquello.

Al salir de la casa sentí una repentina curiosidad, la cual me hizo preguntar:

—¿Y este balde? ¿Para qué es?

—¿El balde? Está destinado a los chiquillos, que se dedican a coger fresas y hojas de los cercados... Son para la iglesia. Es muy grande, ¿verdad?, pero en cambio resulta manejable.

Contemplé el hermoso panorama otoñal que desde allí se divisaba.

—Un ejército de ángeles nos protege —murmuré.

—Amén —respondió la señora Calthrop.

3

En «Pale Horse» me dispensaron un recibimiento normal. No sé qué atmósfera particular había esperado encontrar allí... Aquélla no, desde luego.

Thyrza Grey, que vestía un atuendo oscuro, de lana, me abrió la puerta diciendo en el tono de cualquier ama de casa:

—¡Ah, ya está usted aquí! Muy bien, muy bien... Ya no tardaremos mucho en cenar...

Nada podía resultar más corriente, más dentro de lo ordinario...

Al fondo de la sala artesonada fue puesta la mesa. Una cena sencilla: sopa, tortilla y queso. Nos la sirvió Bella. Llevaba un vestido negro y en aquellos instantes me pareció más que nunca un miembro femenino de cualquier tribu primitiva. La nota más exótica correspondía a Sybil. Llevaba un largo vestido de policroma tela, con motitas doradas, que brillaban a la luz. Había prescindido de sus cuentas, pero usaba dos pesados brazaletes de oro. Comió un poco de tortilla y nada más. Habló poco, mostrando una actitud ausente... Todo aquello debía haber resultado impresionante. En realidad no había nada de eso. El efecto era teatral, falso.

Thyrza Grey se encargó de animar la conversación: una charla intrascendente sobre los últimos acontecimientos locales. Aquella noche se mostró como la clásica solterona campesina: agradable, eficiente y desinteresada por todo lo que alienta más allá de sus alrededores inmediatos.

Me juzgué un loco. ¿Qué podía temerse allí? Incluso Bella no parecía otra cosa que una pobre chiflada o de escaso juicio, semejante a otras muchas mujeres de la campiña, que nacen en el seno de la misma y viven sin recibir ninguna educación, sin asomarse jamás al mundo.

Contemplada con esta perspectiva, mi conversación con la señora Calthrop se me antojó un producto de la fantasía. Habíamos dejado correr la imaginación, pensando Dios sabe qué excentricidades. La idea de que Ginger (que ahora tendría los cabellos tintados y estaría usando un nombre falso) pudiese estar en peligro por obra de aquellas tres mujeres, absolutamente vulgares, ¡era ridícula!

Llegamos al final de la cena.

—No tomaremos café —dijo Thyrza en tono de excusa—. Ha de evitarse toda sobreexcitación. —Púsose en pie—. ¿Sybil?

—Sí, ya sé —contestó la aludida haciendo que se dibujara en su rostro lo que ella creía que era una expresión de éxtasis perteneciente a otro mundo—. Debo ir a «prepararme»...

Bella comenzó a aclarar la mesa. Yo me acerqué adonde se hallaba colgada la muestra de la antigua hospedería. Thyrza me siguió.

—Con esta luz no podrá verla —me dijo.

Era cierto. La desvaída imagen apenas podía ser identificada allí como la figura de un caballo. En la sala brillaban unas bombillas nada potentes protegidas por gruesas pantallas.

—Esa muchacha pelirroja... ¿Cómo se llama?... Ginger, o algo por el estilo... Dijo que un día se ocuparía de limpiar ese cuadro, de restaurarlo. Yo creo que ya ni siquiera se acuerda... Trabaja para una galería de Londres, no sé cuál.

Experimenté una extraña sensación al oír sonar el nombre de Ginger en aquel ambiente.

Comenté con la vista en el cuadro:

—Podría resultar interesante.

—Por supuesto, no se trata de una buena pintura. Ahora bien, le va perfectamente al sitio... Por otro lado cuenta ya con trescientos años de antigüedad.

—Lista.

Nos volvimos bruscamente.

Bella, que acababa de emerger de la oscuridad, hizo una seña.

—Ha llegado el momento de comenzar —dijo Thyrza con tono de naturalidad.

La seguí hasta la gran habitación que en otro tiempo fuera el pajar o granero de la casa.

Como ya he dicho, no se podía entrar en aquélla directamente desde la vivienda. El firmamento aparecía nublado. No se veía brillar una sola estrella. Procedente de las sombras, nos sumergimos en la larga e iluminada nave.

A la luz del día ésta me había parecido una grata y acogedora biblioteca. Ahora estaba transformada. Veíanse algunas lámparas, pero se hallaban apagadas. La iluminación era indirecta. La claridad resultaba suave y fría. En el punto central del pavimento divisé una especie de lecho o diván. Había sido cubierto por un paño de color púrpura, que presentaba, bordados, diversos signos cabalísticos.

En el lado opuesto, del recinto había algo así como un pequeño brasero y junto a éste una gran palangana de cobre, bastante vieja a juzgar por su aspecto.

Adosada a la pared vi una pesada silla de roble. Thyrza me hizo encaminarme hacia ella.

—Siéntese aquí —me dijo.

Obedecí. Los modales de Thyrza habían sufrido una alteración. Lo raro es que no hubiera podido explicar en qué consistía ese cambio. No se trataba del falso ocultismo de Sybil... Era, como si alguien acabara de levantar el telón que nos separaba de la trivial vida cotidiana. Ahora conocía a la mujer real, mostrándose con el aire personal, momentáneo, del cirujano que penetra en el quirófano para iniciar una operación peligrosa. Esta impresión se hizo más fuerte cuando ella se acercó a un armario para sacar un largo blusón, el cual parecía haber sido confeccionado con un tejido metálico. Se puso luego unos largos guanteletes que me recordaron el género de los chalecos a prueba de balas.

—Es preciso tomar precauciones —me dijo.

A continuación se dirigió a mí en tono enfático y profundo:

—He de subrayar, señor Easterbrook, la necesidad de que no se mueva en absoluto del sitio que ocupa. No abandone en ningún momento su silla. Pudiera presentarse algún peligro. Esto no es un juego de niños. Nos enfrentamos con fuerzas que, desatadas, no sabría dominar. —Hizo una pausa y añadió—: ¿Lleva encima lo que le dijeron que trajera?

Sin pronunciar una palabra extraje de un bolsillo un guante de gamuza, de color castaño, que puse en sus manos.

Cogiéndolo se aproximó, a una lámpara metálica de pantalla en forma de cuello de cisne. Encendida ésta, mantuvo bajo la luz, de un tono muy peculiar, el guante. La prenda tomó un indefinible color grisáceo.

Una vez apagada la lámpara, la mujer hizo un gesto de aprobación.

—Un objeto muy indicado para nuestro experimento —comentó—. Las emanaciones físicas de su dueña son extraordinariamente fuertes.

Inmediatamente lo colocó sobre lo que parecía ser un gran aparato de radio, al final de la habitación. Luego levantó la voz un poco.

—Bella... Sybil... Nosotros estamos preparados.

La primera en aparecer fue Sybil, llevando una larga túnica negra encima de su vestido multicolor. Con un dramático gesto se desposeyó de aquélla, que al caer al suelo formó como un negro charco. Después avanzó unos pasos.

—Confío en que todo saldrá bien —manifestó—. Los resultados no se conocen nunca de antemano. Haga el favor de no adoptar la actitud mental del escéptico, señor Easterbrook. Eso dificulta siempre el experimento.

—El señor Easterbrook no ha venido aquí a burlarse de nada ni de nadie —apuntó Thyrza.

Había cierta oculta fiereza en sus palabras.

Sybil se tendió en el diván púrpura. Thyrza se inclinó sobre ella ordenado sus ropas.

—¿Te encuentras cómoda? —inquirió solícita.

—Sí, gracias, querida.

Thyrza apagó algunas luces. Luego desplazó lo que era, en efecto, un pabellón del lecho montado sobre ruedas, situándolo de manera que el diván quedara oscurecido por la sombra que proyectaba.

—La luz excesiva es perjudicial durante el trance —explicó—. Ahora creo que los preparativos han quedado ultimados. ¿Bella?

Ésta surgió a continuación de entre las sombras. Las dos mujeres se acercaron a mí. Thyrza tocó mi mano derecha con su izquierda y lo mismo hizo Bella. Con las manos libres establecieron también contacto entre sí. La de Thyrza me pareció reseca, áspera; la de Bella, fría y huesuda... Se me antojó que acababa de tocar una babosa y sentí un estremecimiento de repugnancia.

Thyrza debió oprimir algún botón oculto, pues, procedente del techo, empezó a sonar una suave música: era la marcha fúnebre de Mendelssohn.

«Mise en scène —me dije bastante desdeñosamente—. En resumen: una exhibición de caprichosos atavíos». Me mostraba frío: mirábalo todo con la actitud de un crítico imparcial... Sin embargo, sentía una extraña aprensión, que me empeñaba inútilmente en desechar.

La música cesó. Hubo una prolongada pausa. Sólo percibía el rumor de la respiración de Bella, ligeramente trabajosa, y la de Sybil, profunda y regular.

Repentinamente, esta última habló. Pero no era aquélla su voz. Era la de un hombre... Poseía un gutural acento extranjero.

—Aquí estoy —dijo la voz.

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