Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
Relato de Mark Easterbrook
Lejeune me resultó una persona agradable desde el primer momento. Sus maneras eran las del hombre sereno, tranquilo, seguro de sí. Me dio la impresión también de que no carecía de fantasía. En fin, pertenecía al tipo humano que yo necesitaba, capaz de considerar ciertas posibilidades dentro de un asunto que se apartaba radicalmente de la rutina cotidiana.
—El doctor Corrigan —me dijo—, me ha hablado de su encuentro con usted. Esta historia le ha interesado enormemente desde un principio. El padre Gorman, desde luego, era un hombre muy conocido y respetado en el distrito. Bien. ¿Dice usted que posee una información especial para nosotros?
—Está relacionado con un lugar llamado «Pale Horse».
—En un pequeño poblado: Much Deeping. ¿verdad?
—Sí.
—Hábleme de ello.
Le referí el episodio de la primera mención de «Pale Horse», en el Fantasie. Luego le conté mi visita a Rhoda y mi presentación a las «tres extrañas hermanas». Hice un trasunto lo más exacto posible de mi conversación con Thyrza Grey, que tuvo lugar aquella tarde.
—¿Y quedó usted impresionado por lo que esa mujer le dijo?
Me sentí un tanto embarazado ante esta pregunta.
—Bueno, en realidad... Quiero decir que no creí seriamente...
—¿No, señor Easterbrook? A mí me parece todo lo contrario.
—Supongo que tiene usted razón. A uno no le gusta habitualmente reconocer su credulidad...
Lejeune sonrió.
—Algo quedó en su animo, sin embargo. Usted se hallaba ya muy interesado cuando fue a Much Deeping... ¿por qué?
—Vi a la chica tan asustada...
—¿A la joven de la tienda de flores?
—Sí. Su observación sobre «Pale Horse» había sido incidental. Después... Su reacción parecía subrayar el pánico. También cuenta mi encuentro con el doctor Corrigan, quien me habló de la lista de nombres que el padre Gorman llevaba escondida en uno de sus zapatos. Dos de ellos ya me eran conocidos. Un tercer apellido se me antojó familiar. Más tarde averigüé que ella también había muerto.
—¿Se refiere a la señora Delafontaine?
—Sí.
—Continúe.
—Me imaginé que podría averiguar más datos en relación con este asunto.
—Y puso manos a la obra. ¿Cómo?
Le referí mi visita a la señora Tuckerton. Finalmente llegué al episodio de la entrevista con el señor Bradley, en el despacho que éste ocupaba en el inmueble de Birmingham.
Su interés se acentuó notablemente. Lejeune repitió el nombre.
—Bradley. De manera que Bradley anda metido en esto...
—¿Le conoce?
—¡Oh, sí! Sabemos todo lo que se puede saber acerca del señor Bradley. Nos ha dado muchos quebraderos de cabeza. Es un individuo capaz, que siempre se ocupa de asuntos en los cuales es difícil que la policía llegue a sorprenderle. Conoce todas las mañas de la compleja trama legal. Posee la habilidad suficiente para quedarse una y otra vez al margen. Es un tipo perfectamente capaz de escribir un libro que llevara por título: «Cien maneras distintas de burlar a la ley», a imitación de los que contienen exclusivamente recetas de cocina para las amas de casa. Pero en cuanto al asesinato, y lo que es más, al asesinato organizado... Yo diría que eso cae fuera del marco de sus actividades. Sí, decididamente...
—Con lo que yo le he contado, ¿podrían ustedes actuar contra ese hombre?
—No. No nos sería posible. Empezaremos con que nadie ha presenciado esa entrevista. No hay testigos. Estuvieron ustedes completamente solos y él podría negar sus afirmaciones. Esto aparte, él tenía razón al decir que un hombre puede apostar sobre cualquier cosa. ¿Qué hay de criminal en eso? A menos que relacionemos prácticamente a Bradley con un crimen real... Me imagino que no sería fácil.
Lejeune se encogió de hombros. Tras una leve pausa añadió:
—Con ocasión de su visita a Much Deeping, ¿conoció usted por casualidad a un tal Venables?
—Sí —respondí—. Tuve ocasión de comer en su casa, en compañía de unos amigos comunes.
—¡Ah! ¿Y qué impresión le causó? Bien. Si es que me permite la pregunta.
—Me impresionó fuertemente. Tiene mucha personalidad. Está inválido.
—Sí. Un ataque de polio, ¿verdad?
—Va de un sitio a otro en una silla de ruedas. Su enfermedad parece haber acentuado en él la decisión de vivir lo mejor posible, de gozar de la existencia.
—Dígame cuanto se le ocurra a usted acerca de este hombre.
Describí la casa de Venables, sus tesoros artísticos. Aludí a la naturaleza y alcance de sus bienes.
—Es una lástima —dijo Lejeune.
—¿A qué se refiere usted?
—Es una lástima que Venables sea un impedido.
—Perdóneme, pero, ¿está usted seguro de ello? ¿No pudiera ser que Venables estuviese fingiendo?
—Le atiende un doctor, sir William Dugdale, de Harley Street, un profesional que está por encima de toda sospecha. Su médico nos ha dicho que las extremidades inferiores de Venables se encuentran atrofiadas. El señor Osborne tendrá toda la seguridad que quiera en cuanto a la identidad del individuo que avanzaba a lo largo de la calle Barton la noche en que fue asesinado el padre Gorman, pero lo cierto es que, se equivoca.
—Ya, ya...
—Como le decía antes: es una lástima. Porque si es verdad que existe una organización criminal cuyo objetivo es el asesinato, Venables pertenece al tipo de hombre ideal para regirla.
—Sí. Eso mismo pensé yo.
Lejeune se entretuvo unos segundos trazando invisibles círculos sobre la mesa con la punta de su dedo índice. De pronto me miró.
—Permítame que conjunte todos nuestros conocimientos, que añada la información que nos ha proporcionado a la que ya poseíamos. Parece ser que razonamos acertadamente al pensar en la posible existencia de una organización especializada en lo que podríamos llamar la eliminación de personas no gratas. Nada hay de violento en esa entidad por lo que a los medios puestos en práctica respecta. Esto es: no se vale de malhechores, pistoleros, por ejemplo... Las víctimas fallecen de muerte natural, aparentemente. No hay tampoco indicios de lo contrario. Puedo decirle que además de los datos relativos a las tres personas fallecidas, que usted mencionó antes, obran en nuestro poder ahora otros relacionados con determinados nombres de la lista... Las causas de esas muertes fueron naturales, desde luego, pero en todo caso hubo siempre alguien beneficiado por aquéllas.
»Se trata, indudablemente, de una sociedad o agencia presidida por un hombre de talento, señor Easterbrook. Sea quien sea ha demostrado tener algo en la cabeza, pues no son pocos los detalles que se ha visto obligado a prever. Nosotros, sólo hemos conseguido hacernos de unos cuantos nombres... Dios sabe qué cifra alcanza el número de víctimas, hasta dónde ha llegado el desarrollo de sus actividades esa misteriosa y condenada entidad. Y a todo esto nos hemos hecho de esos nombres por pura casualidad, porque una mujer, en el instante de morir, ha querido quedar en paz con el Todopoderoso.
Lejeune movió la cabeza en un enojado gesto, para proseguir así:
—Me ha informado usted en el sentido de que esa mujer, Thyrza Grey, alardeaba de poseer ciertos poderes ocultos. Y es que puede hacerlo en la más absoluta impunidad. Acúsela usted de haber cometido un crimen, súbala a la tribuna de los acusados, proclame a los cuatro vientos que se ha dedicado a librar a la gente de las preocupaciones y trabajos de este mundo mediante el ejercicio de sus poderes mentales o determinados hechizos o lo que se le antoje... De acuerdo con la ley no podría ser condenada. Jamás ha entrado en contacto con las personas fallecidas. Lo hemos comprobado. Tampoco les ha enviado bombones envenenados por correo. Según su propia declaración, ella se limita a instalarse en una habitación, valiéndose de la telepatía. ¡La audiencia en pleno se echará a reír!
—Sin embargo, Lu y Aengus no ríen. Ni ninguno de los que se encuentran en la Corte Celestial.
—¿Qué es eso?
—Lo siento, inspector. Se trata de una cita correspondiente a «La Hora Inmortal».
—Pues resulta bastante cierta. El diablo, allá, en las profundidades del infierno, debe estar riéndose a mandíbula batiente; no así, desde luego, los espíritus celestes. Nos encontramos ante un asunto verdaderamente malo, señor Easterbrook.
—Sí. He ahí una palabra que no se usa mucho en nuestros días. No obstante, es la única aplicable al caso, en cuya sencillez se resume todo. Por eso...
—Diga, diga.
Lejeune me miró inquisitivamente.
—Creo que existe una posibilidad... Una posibilidad de lograr más información sobre el particular. Entre una amiga y yo hemos elaborado un plan. Tal vez le parezca una tontería...
—Veamos primero de qué se trata.
—Antes de nada he de decirle que, según deduzco de sus palabras, está usted convencido de la existencia de la organización a que nos hemos referido y de que la misma da muestras de actividad...
—Es innegable, sobre todo esto último.
—¿Se ha dado cuenta de cómo funciona? Han quedado definidos los primeros pasos. El sujeto a quien yo he dado el nombre de cliente oye hablar vagamente de ella. En cuanto logra concretar un poco más es enviado al señor Bradley, en Birmingham, decidiendo seguir adelante. Puesto ya de acuerdo con ese individuo, le es sugerida la visita a «Pale Horse». Al menos así me lo imagino... Lo que ignoramos es lo que ocurre a continuación. ¿Qué sucede realmente en «Pale Horse»? Alguien habrá de ir allí a averiguarlo.
—Continúe.
—Seguiremos parados en tanto continuemos ignorando qué es lo que hace Thyrza Grey... El doctor Corrigan juzgó todo eso una sarta de tonterías. ¿Opina usted lo mismo, inspector Lejeune?
—Ya conoce la respuesta, la que le daría cualquier persona en su sano juicio: «Sí». Ahora bien, yo le estoy hablando de un modo extraoficial. En los últimos cien años han ocurrido cosas muy extrañas. Hace tan sólo setenta, ¿habría llegado a creer alguien en la posibilidad de oír doce campanadas del «Big Ben» a través de una pequeña caja, percibiéndolas a continuación directamente sin otro trabajo que el de asomarse a la ventana del cuarto en que nos encontrábamos siempre y cuando ésta se hallase a prudencial distancia del reloj? Y sin embargo, la serie de campanadas no se produce más que una vez... Lo que sucede es que llegan a nuestros oídos conducidas por dos clases de ondas. ¿Habría esperado entonces alguien oír en su casa la voz de un hombre que hablaba en Nueva York? Y lo que era más difícil aún: sin un cable que uniera los dos puntos. ¿Quién habría pensado igualmente...? Bueno. ¿A qué seguir? Podría citarle una docena de modernas maravillas que la ciencia ha hecho realidad, que se han convertido incluso en hechos vulgares, con los que topamos a cada paso, de los que hablan con perfecta naturalidad hasta los niños.
—En otras palabras: todo es posible, ¿verdad?
—Eso es lo que he querido decir. Si usted me pregunta si Thyrza Grey podría matar a alguien sin más que revolver los ojos para ponerse en trance y luego proyectar su voluntad le contestaría: «No». Pero... No estoy seguro... ¿Cómo voy a estarlo? Si por casualidad ha dado con algo...
—Sí. Lo sobrenatural parece lo que es en realidad. Pero la ciencia de mañana es frecuentemente lo que hoy consideramos sobrenatural.
—Recuerde que le hablo en el plano extraoficial —me advirtió Lejeune.
—Usted se expresa de una manera sensata. Y la contestación es: alguien tendrá que ir a ver lo que en aquella casa ocurre. Lo cual es precisamente lo que me propongo hacer.
Lejeune me miró atentamente.
—Tengo ya el camino preparado —añadí.
Le di detalladas explicaciones. Le conté exactamente lo que mi amiga y yo habíamos planeado.
El inspector me escuchó con el ceño fruncido, mordiéndose nerviosamente el labio inferior.
—Comprendo su punto de vista, señor Easterbrook. Las circunstancias le han dado, por así decirlo, la entrée. Pero no sé si se da cuenta de que lo que se propone llevar a cabo puede resultar peligroso... Se enfrenta usted con gente de cuidado. Correrá riesgos, sin duda, y en el caso de su amiga todavía más graves.
—Me consta, inspector... Los hemos examinado un centenar de veces. No me agrada que ella desempeñe el papel que se ha adjudicado. Pero está decidida, completamente decidida... ¡Diablos! No hay manera de disuadirla de su propósito.
Lejeune me preguntó inesperadamente:
—¿Dijo usted que es pelirroja?
—Sí —contesté sobresaltado.
—No se le ocurra a usted nunca discutir con una pelirroja —me aconsejó el inspector—. No conseguirá nada. ¡Si lo sabré yo!
¿Serían los cabellos de su esposa del mismo color que los de Ginger?
Relato de Mark Easterbrook
En mi segunda visita a Bradley no me sentí nada nervioso. Al contrario, disfruté bastante en el transcurso de la misma.
—Identifícate bien con tu papel —me recomendó Ginger antes de separarnos.
Eso fue lo que intenté en todo momento.
El señor Bradley me acogió con una sonrisa de bienvenida.
—Me alegro mucho de verle —dijo tendiéndome la mano—. Así, pues, ha estado usted, reflexionando sobre su pequeño problema, ¿verdad? Bueno, ya le indiqué que no tenía por qué apresurarse, que se tomara todo el tiempo que necesitase.
—Eso es precisamente lo que no puedo hacer. Es... es bastante urgente...
Bradley me miró con atención, advirtiendo mis nerviosas maneras, la forma en que evitaba sus ojos, el temblor de mis manos al dejar el sombrero... Todo ello fingido, claro está.
—Bien, bien —dijo Bradley—. Ocupémonos de nuestro asunto. Usted quería concertar conmigo una apuesta, ¿verdad? ¡Ah! Nada como eso para quitarse de encima... ejem... las preocupaciones cotidianas.
—Así es...
Repentinamente me quedé callado.
Dejé que Bradley me hiciera el artículo.
—Le veo a usted un tanto nervioso —me dijo—. Cautela... No está nunca de más un poco de cautela... Ahora bien, ¿es que ha pensado quizá que en algún sitio de esta oficina hay escondido un «chivato»?
No lo comprendí. Él debió advertirlo guiándose por la expresión de mi rostro.
—En el argot de los barrios bajos ése es el nombre del micrófono —me explicó—. Aludía a las cintas magnetofónicas y otras cosas parecidas. No. Le doy mi palabra de honor de que no hay nada de eso aquí dentro. Nuestra conversación no quedará registrada en ningún lado. Y si no me cree —¿por qué no ha de creerme, digo yo?—, está usted en su derecho al designar un lugar cualquiera, a su elección, un restaurante, la sala de espera de una estación de ferrocarril... Si lo prefiere podríamos trasladamos a uno de esos sitios...