El misterio de Pale Horse (25 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—Supongo que deseaba ser una cosa así como Madeleine Smith —sugerí.

—Exactamente. Pero, ¡ay! —exclamó el señor Osborne con un suspiro—. Eso no ha llegado a ocurrirme. Y sin embargo, casos criminales como el que he citado se dan muy a menudo. La identificación presente, aunque no encajaba perfectamente en lo que yo esperaba, me facilitaba por lo menos la oportunidad de figurar como testigo en un proceso por asesinato.

Su faz denotó un infantil placer.

—Debe usted haberse disgustado —manifesté afectuosamente.

—Sí.

De nuevo percibí en la voz de Osborne la rara nota de insatisfacción que notara antes.

—Soy un hombre obstinado, señor Easterbrook. A medida que los días han ido pasando, me he sentido más y más seguro. Estoy convencido de que yo tenía razón, de que el hombre que vi era Venables. ¡Oh! Ya sé... —Osborne levantó una mano al advertir que yo me disponía a hablar—. La noche era de niebla y yo estaba algo separado de él... Pero la policía no toma en cuenta que yo he hecho un estudio detenido de mi identificación. No se trata solamente de los rasgos más sobresalientes, de la pronunciada nariz, de la marcada nuez, sino también de la inclinación de la cabeza, del ángulo formado por el cuello y los hombros. «Vamos, vamos. Admite tu error, me he estado diciendo a mí mismo. Pero continúo pensando en que no hay tal equivocación. La policía juzgó imposible lo que yo afirmé. ¿Lo es, en realidad? Eso es lo que me he preguntado muchas veces.

—Seguramente, con una enfermedad de esa clase...

Me interrumpió agitando nerviosamente ante mi rostro una de sus manos.

—Sí, sí, pero la experiencia que tengo, adquirida en el Servicio de Sanidad Nacional... Se quedaría, usted sorprendido si viera las cosas que la gente es capaz de hacer... ¡Y que a veces se salen con la suya! No voy a decir que todos los médicos son unos incrédulos... Suelen descubrir las simulaciones en seguida. Existen medios, sin embargo... Medios que un químico o un farmacéutico conoce mejor que el médico por la índole de su profesión... Ciertas drogas y algunos preparados de inofensiva apariencia. La fiebre puede ser provocada, así como irritaciones de la piel, sequedad de la garganta, incremento de secreciones...

—Ése no es el caso de unas extremidades atrofiadas —le respondí.

—Claro... claro, pero, ¿quién ha dicho que las extremidades inferiores del señor Venables se encuentran atrofiadas?

—Supongo que su doctor.

—Es natural. Ahora bien, yo he intentado hacerme de alguna información en lo tocante a eso. El médico del señor Venables vive en Londres, es un profesional de Harley Street... A su llegada a esta población le vio el que prestaba sus servicios en la misma. Digo «prestaba» porque el hombre se retiró y vive en la actualidad en otra ciudad o fuera del país. El que hay ahora no ha asistido jamás al señor Venables. Y nuestro amigo le visita una vez por mes en Harley Street.

Le dirigí una mirada de franca curiosidad.

—Pues eso para mí no representa todavía ningún punto débil, ya que... ejem...

—Usted no sabe las cosas que yo sé —dijo el señor Osborne—. Supongamos —el dedo índice de su mano derecha movíase ahora más nerviosamente que nunca—, que el señor Venables conoce a un paralítico carente de recursos económicos. Le hace una proposición. Digamos que el hombre se le parece, no en detalle, sino en general. El paciente auténtico, dándose a sí mismo el nombre de su protector, visita a un especialista, siendo examinado por el médico, con lo que el historial clínico resulta cierto. Después el señor Venables se instala en la población en que vive. El titular de la localidad se retira pronto. Más visitas del auténtico enfermo a su médico... ¡Ahí le tiene usted! El señor Venables queda perfectamente documentado como víctima de la polio. Nadie duda de que tenga sus piernas atrofiadas. Cuando se deja ver, todo el mundo puede apreciar que se vale de una silla de ruedas, etc.

—Sus servidores estarían enterados, seguramente —objeté—. Su ayuda de cámara...

—Suponiendo que constituyeran una banda, el ayuda de cámara sería, simplemente, un miembro de aquélla. Nada más sencillo. Los otros criados podrían encontrarse en las mismas condiciones.

—Pero, ¿por qué?

—¡Ah! —exclamó el señor Osborne—. Ésa es otra cuestión, ¿no? No quisiera darle a conocer mi teoría. Tal vez se ría de ella. Bueno... Eso supone una coartada magnífica. Ese hombre podría encontrarse aquí y estar al mismo tiempo en otras muchas partes. ¿Que le habían visto andando en Padington? ¡Imposible! Él es un ser impedido, que vive en el campo, etc. —Osborne hizo una pausa para echar un vistazo a su reloj—. Mi autobús está a punto de llegar. Debo apresurarme. He estado cavilando acerca de todo eso. Me pregunté si podría hacer algo para probar mi hipótesis. Decidí venir aquí... Estos días dispongo de tiempo de sobra, tanto que casi echo de menos el ajetreo de la vida comercial... Decidí venir y... y llevar a cabo una pequeña labor de espionaje. Dirá usted que no está bien y no tengo más remedio que reconocerlo. Pero tratándose de un caso como el presente, de localizar a un criminal... Por ejemplo: quizá sorprendiera al señor Venables dando un paseo por su posesión cuando creía que no lo observaba nadie. Si no se adelantaban al echar las cortinas, cosa que esa gente suele hacer una hora después de oscurecido, tal vez se me deparara la oportunidad de ver al señor Venables de un lado a otro de su biblioteca, sin ocurrírsele un momento la idea de que alguien le estuviera espiando. ¿Y por qué había de pensar tal cosa? Él no sabe de nadie que sospeche de él hasta ahora.

—¿Por qué está usted tan seguro de que el hombre que vio aquella noche era Venables?

Osborne se puso en pie.

—¡Sé muy bien que lo era!

—Mi autobús no tardará ya mucho en llegar. Me alegro de haberle conocido, señor Easterbrook, y no sabe el peso que me he quitado de encima al tener ocasión de justificar mi presencia en Priors Court. Tal vez todo lo que le he dicho no le parezca otra cosa que un puñado de tonterías.

—No, no, nada de eso —respondí—. Pero aún no me ha explicado... ¿De qué acciones cree usted capaz al señor Venables?

De nuevo vi la confusión reflejada en su semblante. Me daba la impresión de hallarse algo avergonzado.

—Se echaría a reír si se lo dijera. Todo el mundo asegura que es rico pero nadie sabe cómo hizo su dinero. Le diré lo que pienso de él. Creo que es un gran criminal, uno de esos cerebros excepcionalmente dotados para el crimen... Usted habrá oído hablar de algunos tipos semejantes. Son los que planean los golpes y cuentan con una banda que lleva éstos a la práctica. Esto puede parecerle una tontería, pero yo...

El autobús acababa de detenerse. El señor Osborne echó a correr para alcanzarlo...

Emprendí el camino de regreso muy pensativo. La teoría esbozada por Osborne tenía un carácter fantástico, pero había que admitir que en ella había puntos posiblemente ciertos.

Capítulo XX
1

A la mañana siguiente llamé por teléfono a Ginger. Le dije que veinticuatro horas después pensaba trasladarme a Bournemouth.

—He dado con un hotel tranquilo y pequeño llamado sabe Dios por qué, Dear Park
[7]
. Cuenta con un par de salidas fáciles de alcanzar. Podría hacer una escapada a Londres sin que nadie lo advirtiera.

—Supongo que es mejor que no intentes tal cosa. Aunque he de reconocer que caerías aquí como llovido del cielo. ¡Qué aburrimiento, Mark! ¡No tienes idea! Si tropezaras con dificultades para venir, yo podría abandonar el piso, citándome contigo en cualquier parte.

Repentinamente me sentí sobresaltado.

—¡Ginger! Tu voz... Noto en ella un timbre diferente...

—¡Ah! No hay novedad. No te preocupes.

—Pero... ¿por qué, por qué esa voz?

—Me duele un poco la garganta, eso es todo.

—¡Ginger!

—¡Mark, por Dios, eso nos puede pasar a todos! Simplemente: estoy en los comienzos de un resfriado, si es que no he cogido la gripe.

—¿La gripe? Mira, Ginger, no eludas el tema... ¿Te encuentras bien o no?

—No te amontones. Me encuentro perfectamente.

—Dime exactamente los síntomas... ¿Notas lo mismo que cuando nos sentimos griposos?

—Pues... Quizá me duele algo todo el cuerpo. Ya sabes tú...

—¿Tienes fiebre?

—Tal vez...

Me senté. Me asaltaba un terrible presentimiento. Estaba asustado. Y a ella, sin duda, le ocurría igual por más que se empeñara en negarlo.

Percibí de nuevo su ronca voz.

—Mark... No tengas miedo. Estás asustado... En realidad no hay nada que temer.

—Quizá tengas razón. Pero hemos de observar todas las precauciones posibles. Telefonea a fu médico. Dile que vaya a verte. En seguida.

—Bien, bien... Sin embargo... El hombre pensará que me he alarmado innecesariamente.

—¿Qué más da? ¡Hazlo! Luego, cuando se haya ido, llámame.

Después de colgar el teléfono me quedé con la vista obsesionadamente fija en él. El pánico... No debía dejarme llevar del pánico... En esta época del año la gripe era bastante corriente... Las palabras del médico me tranquilizarían... Quizá se tratara tan solamente de un leve resfriado...

Evoqué involuntariamente la figura de Sybil ataviada con su polícromo vestido, cubierto de signos, auténticos símbolos del mal. Oí la voz de Thyrza, imperiosa... Sobre el suelo, saturado de misteriosos dibujos, canturreaba oscuras fórmulas, sosteniendo un gallo blanco que se agitaba desesperadamente...

Tonterías, nada más que tonterías... Desde luego, sólo se trataba de disparatadas supersticiones...

La caja... No, no era tan fácil desentenderse de ella... Ésta representaba no la humana superstición, sino un ingenio científico, de algunas posibilidades... Pero no... No podía ser que...

La señora Calthrop me encontró en aquel cuarto, sentado; sin apartar la vista del teléfono.

—¿Qué ha sucedido? —me preguntó en seguida.

—Ginger no se encuentra bien... —respondí.

Esperaba que ella me dijera que aquello no tenía razón de ser. Ansiaba unas palabras tranquilizadoras. Pero no ocurrió así.

—Mala cosa —comentó—. Sí, creo que eso es un mal indicio.

—No es posible... ¡No es posible que esa gente sea capaz de hacer lo que dicen!

—¿No?

—Usted no cree... Usted no puede creer...

—Mi estimado Mark: tanto usted como Ginger han admitido la posibilidad de que ocurra una cosa tan rara como ésta. De lo contrario no harían ninguno de los dos lo que están haciendo.

—Nuestra credulidad lo empeora todo, ¡lo torna aún más probable!

—No vaya tan lejos... Usted dijo que mediante una prueba quizá llegara a creer.

—¿Una prueba? ¿Qué prueba?

—Ginger se hallaba indispuesta. Eso constituye una prueba, ¿no? —inquirió la señora Calthrop.

En aquel momento la odiaba. Levanté la voz enojado.

—¿Por qué ha de mostrarse usted tan pesimista? No es más que un simple resfriado o algo parecido. ¿Por qué insiste en creer lo peor?

—Porque si, efectivamente, es lo peor, hemos de hacerle cara. A nada conduce la táctica de esconder la cabeza debajo del ala como si fuéramos avestruces. Luego podría ser demasiado tarde.

—Pero, ¿cree usted en realidad que esa ridícula comedia surte su efecto? Me refiero al trance de Sybil, a los maleficios, al sacrificio del gallo blanco y demás zarandajas...

—Algo indeterminado surte efecto, no cabe duda. Hemos de procurar localizarlo... Lo demás, en mi opinión, es pura farsa, tendente a crear un ambiente. Esto es siempre un detalle importante. Entre esas cosas accesorias debe hallarse la que buscamos, la que realmente interesa, la que surte efecto...

—¿Algo como la radiactividad a distancia, por ejemplo?

—Algo por el estilo. Ye sabe usted que los hombres de ciencia no cesan de descubrir cosas nuevas, en su mayor parte, atemorizadoras. Una derivación de esos nuevos conocimientos podría ser aprovechada por personas poco o nada escrupulosas para sus propios fines... Recuerde que el padre de Thyrza fue un físico...

—Pero, ¿qué puede ser eso? ¡La maldita caja! Si consiguiéramos examinarla... Si la policía...

—La policía necesita saber más de lo que nosotros sabemos para extender un permiso autorizando un registro.

—¿Y si penetrara en la casa, procediendo a destrozar ese condenado artefacto?

La señora Calthrop movió la cabeza denegando.

—A juzgar por lo que usted me dijo, el daño, si es que se produjo alguno, fue causado aquella noche.

Dejé caer la cabeza entre mis manos, exhalando un gemido.

—Ojalá no nos hubiéramos ocupado nunca de este maldito enigma.

La señora Calthrop manifestó con firmeza:

—Los móviles de su decisión no pudieron ser más nobles. Parte de la labor ya está hecha. Cuando Ginger llame, después que la haya visitado el doctor, sabremos más. Supongo que le telefoneará a casa de Rhoda...

No se me escapó la sugerencia.

—Será mejor que regrese allí.

—Soy una estúpida —declaró la señora Calthrop en el momento de irme—. Me doy perfecta cuenta. ¡Pura farsa! Estamos obsesionados con ella. Me figuro que pensamos exclusivamente todo lo que ellos se proponían hacernos pensar.

Quizá tuviese razón. Sin embargo, yo no acertaba a dar con otro género de razonamiento.

Ginger me llamó más tarde.

—Ha venido el médico —dijo—. Parecía un poco desconcertado pero cree en un probable ataque de gripe. Hay mucha por ahí... Me ha ordenado guardar cama. Me enviará alguna medicina. Tengo mucha fiebre pero esto es natural en las indisposiciones de este tipo, ¿no?

Bajo su superficial valentía noté una desesperada llamada, una muda solicitud de ayuda.

—Te pondrás bien en seguida. ¿Me oyes? Te pondrás bien... ¿Te sientes muy molesta?

—Pues... Tengo fiebre, como te he dicho... Siento un gran ardor en la piel. No toleraría que alguien me tocara. Además me duelen los pies... Todo. Me encuentro muy caliente.

—Eso es consecuencia de la fiebre, querida. Escucha, Ginger... Voy a verte. Salgo de aquí ahora, en seguida. No, no te opongas.

—Conforme. Me alegro de que vengas, Mark. Yo diría... Sí. Desde luego. No soy tan valiente como en alguna ocasión pensé...

2

Telefoneé a Lejeune.

—La señorita Corrigan está enferma —le dije.

—¿Eh?

—Ya me ha oído: está enferma. Ha llamado a su médico. Éste cree que puede ser gripe. Quizá sea eso u otra cosa. No se me ocurre qué podrá hacer usted. La única idea que me ha asaltado ha sido la de procurarme la atención de un especialista.

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