Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
—¿Es eso una amenaza, inspector? Porque de ser así...
—No, no, señor Venables. Se trata tan sólo de una opinión. ¿No le agradaría saber cómo desarrollaba sus actividades la organización de que hablábamos?
—Le veo muy decidido a explicarme este punto.
—Todo había sido muy bien concebido. Los detalles financieros corrían a cargo de un abogado destituido, el señor Bradley. Éste tiene un despacho en Birmingham. Los que desean convertirse en pacientes le visitan allí. Surge una apuesta sobre las probabilidades de morir que tiene una persona dentro de cierto período de tiempo... El señor Bradley, que es un fanático de las apuestas, se muestra habitualmente pesimista. El cliente, en cambio, suele presentarse a sus ojos esperanzador. Al ganar el señor Bradley, este último ha de proceder inmediatamente al pago de la suma especificada... si no quiere que le suceda algo desagradable. He ahí todo el trabajo de Bradley: concertar una apuesta. Muy sencillo, ¿no?
»El cliente visita después «Pale Horse». La señorita Thyrza Grey y sus dos amigas representan una comedia a fin de impresionar a aquél en la forma y medida que a ellas les interesa.
»Examinemos ahora algunos detalles situados tras ese escenario.
»Unas mujeres, empleadas bona fide de una de las muchas firmas dedicadas a efectuar sondeos en el mercado consumidor, se encargan de visitar al vecindario de un distrito señalado con un cuestionario en la mano. ¿Qué pan prefiere usted? ¿Qué artículos de tocador, qué cosméticos le agradan más? Las preguntas se extienden a los laxantes, tónicos, sedantes, medicamentos para facilitar la digestión, etcétera. La gente, en nuestros días, se halla acostumbrada a responder a aquéllas. Raras veces se oponen.
»Así se llega al último peldaño, sencillo, audaz, que no puede conducir más que hasta el éxito. Ésta es la única acción realizada personalmente por el hombre que concibió el plan. Puede ser que vista el uniforme de portero o que llame a la puerta de la casa en calidad de empleado de la compañía del gas, de la electricidad, con el exclusivo objeto, aparente, de leer los contadores. Quizá se presente como fontanero, electricista o trabajador de esta o aquella especialidad... Sea lo que sea se personará en la casa con sus documentos, en regla, por si alguien se los pide. Nadie lo hace, sin embargo. Juegue un papel u otro, el objetivo que persigue es bien simple: substituir un producto de los utilizados normalmente en el dormitorio visitado (conocido gracias al cuestionario de la «C. R. C.») por otro de los que lleva encima. Quizá se entretenga examinando las tuberías, leyendo los contadores o llevando a cabo otra tarea similar, pero eso no será más que un pretexto. Una vez logrado su propósito se va. Ya nadie le volverá a ver por aquellos parajes.
»Pasan unos días. Tal vez no ocurra nada en el transcurso de los mismos. Pero antes o después, la víctima presenta síntomas de hallarse enferma. Llama ésta a su médico... ¿Cómo va a sospechar el doctor que se trata de algo fuera de lo normal? Quizá pregunte qué ha comido o bebido su paciente. ¿Quién va a desconfiar del producto usado por éste durante años enteros?
»¿Se da cuenta de lo ingenioso del plan, señor Venables? La única persona que sabe en qué consiste la misión del jefe de la condenada entidad es este mismo. Nadie podría denunciarle.
—¿Cómo ha llegado usted a averiguar todas esas cosas? —inquirió serenamente el señor Venables.
—Cuando sospechamos de una persona disponemos siempre de medios para asegurarnos.
—¿Sí? Cítelos.
—No es posible mencionarlos todos. Existen dispositivos ingeniosos: la cámara fotográfica por ejemplo. Y otros que continuamente inventan los hombres. A veces se saca una instantánea a un individuo sin que éste lo advierta. De esta manera nos hemos hecho de excelentes fotografías de, pongamos por caso, un portero uniformado, un empleado de la compañía suministradora de gas, etcétera. Existen recursos tales como falsos bigotes, patillas, etcétera, pero nuestro hombre ha sido identificado fácilmente... primero por la señora Easterbrook, alias Katherine Corrigan, y después por una mujer llamada Edith Binns. Las identificaciones son siempre interesantes, señor Venables. He aquí un caso curioso: este caballero, el señor Osborne, está dispuesto a jurar que le vio a usted siguiendo al padre Gorman por la calle Barton el día siete de octubre a las ocho de la noche, aproximadamente.
—Y, efectivamente, ¡le vi! —exclamó Osborne excitado, inclinándose hacia delante—. Le describí a usted... ¡Le describí exactamente!
—Demasiado exactamente tal vez —dijo Lejeune—. Porque la verdad es que usted no vio al señor Venables aquella noche, hallándose a la puerta de su establecimiento. Usted no se encontraba allí, en absoluto. El que estaba al otro lado de la calle era usted mismo... siguiendo al padre Gorman hasta que éste giró en dirección a la calle Oeste, momento en que se lanzó sobre él para matarle...
Zachariah Osborne no acertó a decir más que esto:
—¿Qué?
Aquello era ridículo. ¡Ridículo! ¿Pero la caída mandíbula, los ojos, obsesionadamente fijos...?
—Venables: permítame presentarle al señor Zachariah Osborne, farmacéutico hasta hace poco establecido en la calle Barton, de Paddington. Se sentirá usted particularmente interesado por él cuando sepa que el señor Osborne, que ha estado sometido a estrecha vigilancia durante algún tiempo, cometió la imprudencia de depositar un paquete de sales de talio en el cobertizo de su jardín. Ignorando su enfermedad, quiso divertirse asignándole el papel de villano. Luego, mostrándose tan obstinado como estúpido de bulto...
—¿Estúpido? ¿Se atreve usted a llamarme estúpido? Si pudiera... Si poseyera una idea de lo que he hecho, de lo que soy capaz de hacer... Yo...
Osborne, muy agitado, comenzó a expresarse iracundo.
Lejeune fue resumiendo su actuación cuidadosamente. Su actitud me recordó la de un hombre en el instante de hacerse definitivamente con un pez que acabara de morder la carnada de su anzuelo.
—No debió dárselas de listo —le dijo a Osborne en tono de reproche—. Si usted se hubiera limitado a seguir tranquilamente en su establecimiento, guardando silencio, yo no me encontraría aquí ahora, advirtiéndole, como es mi deber, que cualquier cosa que diga será anotada y posteriormente utilizada como argumento.
Osborne se perdió en una oleada de conceptos sin sentido, levantando progresivamente la voz, hablando ya a gritos...
—Mire, Lejeune, hay un puñado de cosas que me agradaría saber.
Cubiertas las formalidades de rigor había procurado quedarme a solas con el inspector. Nos hallábamos sentados ante dos grandes boks de cerveza.
—Me lo figuro, señor Easterbrook. Ya advertí su sorpresa.
—Ciertamente que no esperaba eso. Yo estaba obsesionado con Venables. Usted nunca me hizo la menor sugerencia en otra dirección.
—No pudo ser de otro modo, señor Easterbrook. Estas cosas se reservan exclusivamente para uno. Resultan engañosas, a menudo. Para llegar a la verdad hay que recorrer siempre un largo camino. Por tal razón montamos esa comedia, con la colaboración de Venables. Tuvimos que llevar a Osborne de la mano, saltando repentinamente sobre él. Y todo salió bien.
—¿Acaso está loco ese hombre? —inquirí.
—Ahora es cuando se halla al borde de la locura. Pero al comienzo de todo, desde luego, estaba en su sano juicio. Examinemos lo que hay tras ese afán insensato de matar... El depravado se siente poderoso y con dominio sobre la vida. Se cree un ser superior cuando en realidad no es más que un desecho. Luego, al ser descubierta la realidad, aquél no puede soportarla. Entonces grita, corre de un lado para otro, alardea incluso proclamando lo que ha sido capaz de llevar a cabo, presume de inteligente... Bueno. Ya lo ha visto usted.
Asentí.
—De manera que Venables se prestó a esa comedia. ¿Le agradó la idea de ayudarle?
—Creo que le divertía esa perspectiva. Además, estimó que era justo devolver golpe por golpe.
—¿Qué hay detrás de sus misteriosas alusiones?
—Pues... Esto, querido amigo, no debiera decírselo, ya que queda parte por completo del caso. Hace unos ocho años hubo una serie de atracos en otros tantos Bancos. La misma técnica cada vez. Y los autores de aquéllos consiguieron escapar. Todos fueron inteligentemente planeados... por alguien que no intervenía personalmente. Ese hombre se hizo de una fuerte suma de dinero. Aun en el caso de que nuestras sospechas se hubiesen orientado bien, nada hubiéramos podido probar. El hombre era más inteligente que nosotros... Sobre todo desde el punto de vista financiero. Por otro lado, el individuo en cuestión tuvo el acierto de no seguir tentando la suerte. No pienso decirle más. Se trataba de un pícaro, pero no de un asesino. En el transcurso de esas operaciones ningún ser humano perdió la vida.
Mi atención se concentró de nuevo en Zachariah Osborne.
—¿Sospechó usted siempre de Osborne —preguntó al inspector—. ¿Desde el principio?
—La verdad es que fue obra suya el que yo reparara en él —contestó Lejeune—. Como ya le dije, de haber continuado tranquilamente al frente de su establecimiento, sin hacer nada, nunca hubiéramos llegado a pensar en que Zachariah Osborne, un respetable farmacéutico, tuviese algo que ver con nuestro caso. Pero hay un detalle curioso: esa actitud es precisamente la que jamás adopta el asesino. Éstos suelen agitarse en un sentido u otro, parapetados en su seguridad, desde luego, no resignándose al aislamiento. Sinceramente: ignoro el porqué.
—Esa ansia inconsciente de la muerte... —sugerí—. Una variante del tema de Thyrza Grey.
Lejeune me miró con severidad.
—Cuanto antes se olvide usted de Thyrza Grey y de las cosas que le dijo, mejor. —Después añadió pensativamente—: No. Yo lo atribuyo todo a la soledad. El individuo se cree un ser extraordinariamente inteligente, pero no puede hablar a nadie de sus portentosas facultades.
—Todavía no me ha dicho cuándo comenzó a sospechar de Osborne.
—Pues... tan pronto empezó a decir mentiras. Rogamos a cuantos hubieran visto al padre Gorman la noche en que fue asesinado, que se pusieran en contacto con nosotros. Así conocimos al señor Osborne. Su declaración constituyó una auténtica mentira. Había visto a un hombre siguiendo al desgraciado sacerdote y describió a aquél. Ahora bien, en una noche de niebla como la del crimen es imposible que distinguiera sus rasgos faciales hallándose el desconocido en la acera opuesta de la calle. Quizá fuera visible una nariz muy prominente, pero no la nuez de ese hombre. Eso era ya pretender mucho. Por supuesto, detrás de tal mentira podía haber tan sólo el ingenuo afán de destacarse, de lograr cierta notoriedad. Hay mucha gente así... Pero el hecho hizo que mi atención se concentrara en Osborne. En realidad era una persona bastante curiosa. En seguida comenzó a hablar de sí mismo. Una imprudencia. Se retrató como un ser deseoso de alcanzar más importancia de la que tenía en el medio ambiente social. No se consideraba satisfecho con haber impulsado el negocio que heredara de su padre. Osborne probó suerte en la industria del espectáculo, sin éxito. ¿Quién se hubiera atrevido a decirle cómo había de representar determinado papel? Probablemente fue sincero al contar que una de sus ambiciones era la de figurar como testigo en un proceso criminal, instruido para desembarazarse de una persona. Ignoramos, naturalmente, en qué momento se le ocurrió a Osborne la idea de que podía llegar a convertirse en un criminal notable, un hombre tan inteligente que jamás se viera sorprendido por la justicia.
Lejeune hizo una pausa y a poco siguió diciendo:
—En mis anteriores palabras hay no pocas suposiciones. Volvamos atrás... La descripción del hombre visto por Osborne era interesante. Correspondía, evidentemente, a una persona real, a quien él había tenido ocasión de ver anteriormente. Sepa usted que describir a un ser humano constituye un ejercicio que no tiene nada de fácil. Hay que fijarse muy bien en los ojos, en la nariz, barbilla, orejas, porte general, etcétera. Pruebe... Inconscientemente se pondrá usted a describir a éste o aquél, una persona observada en alguna parte, en un tranvía, en un tren o en un autobús. La descripción de Osborne era la de un hombre de características poco comunes. Yo diría que él vio a Venables sentado en su coche cualquier día, en Bournemouth, y que le sorprendió su aspecto... De haber ocurrido la cosa así, no se habría dado cuenta de que era un impedido.
»Otra de las razones que me llevaron a interesarme por Osborne fue su actividad profesional. Tratábase de un farmacéutico. Pensé que nuestra lista pudiera tener relación con el tráfico de drogas. Luego deseché esa idea, y, por consiguiente, hubiese llegado a olvidarme de Osborne de no haberse empeñado éste en continuar en primer plano. Deseaba saber qué andábamos haciendo nosotros. Por lo tanto me escribe con objeto de notificarme que ha visto a su hombre en una fiesta parroquial celebraba en Much Deeping. Aún no sabe que el señor Venables es una víctima de la parálisis. Al averiguarlo no tuvo sentido común suficiente para callarse, retirándose prudentemente. Obraba impulsado por su vanidad. Éste es un rasgo típico en el criminal. No estaba dispuesto a admitir, de ningún modo, que se hallaba equivocado. Aferrose a sus convicciones neciamente, desarrollando todo género de absurdas teorías. Visité a Osborne en su casa de Bournemouth. Una visita muy atractiva. El nombre de aquélla era aleccionante: «Everest». Así le llamaba él. Y en el vestíbulo tenía colgada una fotografía de dicho monte. Me dijo que se hallaba muy interesado por la exploración de los Himalayas. Esas eran las bromas de que él gustaba. «Ever rest»
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. Tal era su actividad, su profesión. Osborne proporcionaba a la gente el eterno descanso mediante el pago de determinada cantidad. La idea es excelente, hay que admitirlo. Todo se hallaba perfectamente planeado. Bradley encontrábase al frente del despacho de Birmingham; Thyrza Grey se encargaba de las séances celebradas en Much Deeping. ¿Quién iba a sospechar que Osborne estaba relacionado con Thyrza, Bradley o la víctima? La realización del propósito final era un juego de niños para el farmacéutico. Como ya he dicho: si Osborne se hubiese limitado a quedarse quieto en su establecimiento otra suerte hubiera corrido.
—¿Y qué hacía con el dinero? Supongo que éste era el móvil principal de sus actos.
—Desde luego. Osborne se había dejado llevar de su fantasía, indudablemente. Quería viajar, divertirse, ser una persona rica, importante. Pero en realidad no era lo que él pensaba. En mi opinión su sentido del poder se vio excitado con el crimen. Éste le intoxicó gradualmente. Gozaba enormemente sabiéndose el personaje principal, la figura central, hacia la cual se volvían todos los ojos... sin verla.