El misterio de Pale Horse (28 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El misterio de Pale Horse
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—¿A qué artículos se refería en sus informaciones?

—Eran muy variados. A veces se trataba de comestibles. Pero de los cereales y demás sustancias del ramo de la alimentación pasaba a lo mejor a las escamas de jabón y a los detergentes. También me ocupé de los productos de tocador, polvos para la cara, lápices de labios, cremas, etcétera. En algunos casos de medicinas: tabletas contra el dolor, pastillas para la tos, somníferos, líquidos para gargarismos o para lavar la boca, medicamentos para facilitar la digestión...

—¿No le exigieron que entregara a las personas visitadas muestras de algunos de esos productos? —inquirió Lejeune.

—No. No hice nunca tal cosa.

—Usted se limitaba a formular las preguntas y a tomar nota de las contestaciones, ¿no es eso?

—Sí.

—¿Cuál era el objeto concreto de las preguntas?

—Eso parecía raro... Nunca se nos dijo exactamente. Suponíamos que el propósito era informar a ciertos fabricantes... Pero allí no había nada sistemático, organizado. Daba la impresión de ser la obra de un novato.

—¿Estima posible que entre las preguntas que le encargaban que hiciera, hubiese una o un grupo que constituyesen el objeto real de la firma, sirviendo las restantes de camuflaje?

Eileen Brandon frunció el ceño, concentrándose en sus reflexiones. Luego hizo un gesto de asentimiento.

—Sí —respondió—. De ahí que me parecieran como redactadas al azar y sin conexión entre ellas... Pero no podría decir qué pregunta o conjunto de preguntas eran las importantes...

Lejeune le miró con viveza.

—Tiene que haber algo más de lo que hasta ahora nos ha dicho.

—Ése es el caso... Percibí algo extraño en el montaje de aquel tinglado. Y más tarde, hablando con una amiga, la señora Davis...

—Hablando con la señora Davis... ¿qué?

La voz de Lejeune no había sufrido la más leve alteración.

—Tampoco ella se encontraba a gusto.

—¿Y por qué razón?

—Había oído decir algo...

—¿Qué?

—Ya le indiqué que no podría concretar mucho. Lo único que me dijo fue que la organización en la cual estábamos empleadas era un tapujo, que no resultaba ser lo que aparentaba. «Claro está —añadió—, que esto no nos importa. El dinero que cobramos es bueno y nadie nos pide que hagamos nada que vaya contra la ley. ¿A qué preocuparnos?».

—¿Eso fue todo?

—Hubo algo más. No sé lo que quiso darme a entender. Mi amiga comentó: «A veces pienso como Typhoid Mary».

Lejeune sacó un papel de uno de sus bolsillos, mostrándoselo a la mujer.

—¿Le es familiar alguno de esos nombres? ¿Recuerda si visitó a alguna de esas personas?

—Es imposible que me acuerde —respondió ella cogiendo la hoja de papel—. ¡Fueron tantas las visitas que hice!

Calló un momento para repasar la lista.

—Ormerod —dijo.

—¿La recuerda?

—No. Pero la señora Davis lo mencionó una vez. Murió de repente, ¿verdad? Hemorragia cerebral. Mi amiga se alteró al conocer la noticia. «Hace quince días figuraba en mi lista de visitados —manifestó—. Daba la impresión de gozar de una salud perfecta». Después de eso fue cuando formuló su observación acerca de Typhoid Mary. «La gente que visito suele liar el petate no bien me ha echado la vista encima». Riose de sus propias palabras, explicando que aquello era una coincidencia. Aunque no creo que se quedara satisfecha... No obstante, me comunicó que no pensaba preocuparse.

—¿Algo más?

—Pues...

—Siga, siga.

—Ocurrió más adelante. Hacía algún tiempo que no la veía. Nos encontramos en un restaurante de Soho. Le dije que había abandonado la «C. R. C.», consiguiendo otro empleo. Me preguntó por qué. Le respondí que porque me sentía molesta no sabiendo lo que había detrás de todo aquello. Repuso: «Quizá hayas obrado prudentemente. Claro que el empleo está bien remunerado y ocupa pocas horas. Además, todos estamos en la obligación de aprovechar las oportunidades que la vida nos depara. Yo he llevado una existencia muy ajetreada. ¿Por qué voy ahora a preocuparme de lo que le sucede al prójimo?» Objeté: Ignoro de qué me estás hablando. Exactamente: ¿qué es lo que hay de equívoco en esa empresa?». A tales palabras ella contestó: «No tengo seguridad, pero he de decirte que el otro día reconocí a una persona. Salía de una casa, llevando un saco de herramientas. Nada justificaba su presencia allí. Me gustaría saber para qué necesitaba esos utensilios». Mi amiga me preguntó si había tropezado alguna vez con una mujer que poseía una hostería denominada «Pale Horse». Yo deseé saber entonces qué tenía que ver eso con aquella historia.

—¿Y cuál fue su respuesta?

Se echó a reír, diciéndome: «Lee tu Biblia».

La señora Brandon añadió:

—Ignoraba a qué aludía. Esto sucedió en nuestro último encuentro. No sé qué ha sido de la señora Davis, si sigue en la «C. R. C.» o ha dejado la firma...

—La señora Davis murió —dijo Lejeune.

Eileen Brandon pareció sobresaltarse.

—¡Ha muerto! Pero... ¿de qué?

—De pulmonía, hace dos meses.

—¡Oh! Lo siento.

—¿Puede decirnos algo más, señora Brandon?

—Me temo que no. En alguna ocasión he oído citar esas dos palabras: «Pale Horse»... Ahora bien, la gente se calla si se atreve usted a hacer una pregunta tan sólo sobre el particular. Dan la impresión de hallarse asustados.

La señora Brandon parecía inquieta, como deseosa de dejar aquella conversación.

—Yo... yo no quisiera andar mezclada en un asunto peligroso, inspector Lejeune. Tengo dos pequeños... Sinceramente: no sé más que lo que he dicho.

Él la miró atentamente... Después asintió, dejándola marcharse.

—Esto nos lleva un poco más lejos —dijo Lejeune en cuanto Eileen Brandon se hubo ido—. La señora Davis llegó a saber demasiado. Intentó cerrar los ojos a lo que era evidente, pero en sus sospechas debió aproximarse mucho a la realidad. De pronto cayó enferma y al ver que no tardaría en morir se apresuró a pedir un sacerdote, poniendo a éste al corriente de todo. Mi pregunta es: ¿qué abarcó su conocimiento? Esa lista diría yo que está integrada por personas a las que ella visitó en el curso de sus actividades, las cuales murieron posteriormente. De ahí la observación sobre Typhoid Mary. El enigma quizá radique en esto: ¿a quién reconoció en el instante de salir de una casa? ¿Quién era el individuo que pretendía hacerse pasar por un trabajador y qué hacía en aquel lugar? Tal incidente debió convertirla en un elemento peligroso para la organización. Si ella le reconoció, al otro debió pasarle lo mismo... Si semejante dato había llegado a conocimiento del padre Gorman lo lógico es que éste fuera eliminado antes de que el secreto dejara de serlo.

El inspector Lejeune me miró.

—Está usted de acuerdo conmigo, ¿no? En esta forma se deslizaron sin duda los acontecimientos.

—Sí. sí.

—¿Tiene usted alguna idea respecto a la identidad de ese hombre?

—La tengo, pero...

—Lo sé. No poseemos ni la más leve prueba.

Lejeune guardó silencio unos segundos. Luego se puso en pie.

—Pese a todo nos haremos con él. No incurriremos en ningún error. En cuanto sepamos con certeza quién es surgirán los medios... ¡Y no dejaremos de probar ni uno tan sólo!

Capítulo XXIII

Tres semanas más tarde se detenía un coche frente a la puerta principal de Priors Court.

De aquél se apearon cuatro hombres. Yo era uno de ellos. Se encontraban presentes el inspector Lejeune y el sargento Lee también. El cuarto hombre era el señor Osborne, quien al ser designado como miembro del grupo apenas había podido contener su alegría.

—No vaya usted a decir nada —le previno Lejeune—. Manténgase callado, ¿eh?

—Descuide, inspector. Puede contar conmigo. No diré una palabra.

—Recuérdelo.

—Esto para mí supone una atención, una gran atención, aunque no comprendo del todo.

Como es natural, en aquellos momentos nadie se iba a extender dándole explicaciones.

Lejeune oprimió el botón del timbre y preguntó por el señor Venables.

Penetramos los cuatro en la casa. Parecíamos una comisión encargada de realizar algún servicio especial.

Si Venables se vio sorprendido por nuestra visita, debió disimularlo muy bien, pues no dio muestras de ello. En el momento de hacer retroceder su silla de ruedas, como para contemplarnos mejor, me dije que, en efecto, su aspecto no tenía nada de corriente. La nuez, muy prominente, se movía hacia arriba y hacia bajo, entre las breves aletas del cuello de la camisa, de modelo anticuado. Estudié su perfil, con la nariz curvada, semejante al de un ave de presa.

—Me alegro de verle, Easterbrook. En la actualidad parece ser que pasa mucho tiempo en este rincón del mundo.

Advertí un leve tono malicioso en su voz. El hombre añadió:

—¡Ah!... El inspector Lejeune, ¿eh? He de admitir que su presencia en mi casa despierta mi curiosidad. Estos poblados son pacíficos. Se hallan muy alejados del mundo del crimen. La visita de un inspector de la policía causa siempre impresión. ¿En qué puedo servirle?

Lejeune habló con entera serenidad.

—Hay una cosa en la que su colaboración, señor Venables, puede sernos de gran utilidad. Eso hemos pensado.

—Veamos.

—El día siete de octubre un sacerdote, el padre Gorman, fue asesinado en West Street, Paddington. Se me ha informado de que usted se encontraba por allí entre las ocho menos cuarto y las ocho y cuarto de la noche. ¿No podría haber visto algo que tuviera relación con aquel suceso?

—¿Estaba yo en realidad en aquel sitio a la hora que dice? Sepa que lo dudo. Por lo que yo recuerdo no he estado jamás en ese distrito de Londres. Le hablo de memoria, pero creo que ni siquiera visité la capital aquel día. Voy a Londres tan sólo cuando se me presenta la oportunidad de participar en una subasta interesante o con el fin de ver a mi médico, lo cual llevo a cabo con cierta regularidad...

—Su médico... sir William Dudgale, de la calle Harley, ¿verdad?

El señor Venables miró fríamente a su interlocutor.

—Está usted bien informado, inspector —declaró.

—No tanto, sin embargo, como a mí me agradaría. Me disgusta que no pueda ayudarme en la forma que yo espero. Me creo en el deber de referirle los hechos que guardan relación con el asesinato del padre Gorman.

—Perfectamente. Nunca había oído ese nombre antes de ahora.

—El padre Gorman había sido guiado aquella noche de niebla hasta el lecho de una moribunda. Ésta formó parte de una organización criminal, al principio ignorándolo, pero luego se dio cuenta de la gravedad del asunto. La entidad habíase especializado en la eliminación de personas no gratas... a cambio de unos honorarios cuantiosos, naturalmente.

—La idea no es nueva —murmuró Venables—. En América...

—No obstante, la organización de que hablo presentaba ciertos rasgos peculiares. Las eliminaciones se producían por medio de determinados artificios psicológicos. El «deseo de la muerte», existente, según afirmaban los regidores de la misteriosa sociedad, en todo ser humano, era estimulado.

—¿De manera que la persona afectada iba a parar indefectiblemente en el suicidio? Permítame que me exprese así: eso suena demasiado bien para ser verdad.

—Nada de suicidio, señor Venables. La persona en cuestión muere de muerte natural.

—Vamos, vamos. ¿Cree usted realmente en eso? ¡Qué poco se acomoda su actitud, a la clásica de nuestros policías, casi siempre tercos, obstinados y fieles seguidores de la rutina!

—De creer ciertas afirmaciones la organización mencionada tenía su sede en una finca denominada «Pale Horse».

—¡Ah! Comienzo a comprender. Eso es lo que le ha traído hasta nuestra aldea. ¡Mi amiga Thyrza Grey y todas sus disparatadas teorías! Nunca he conseguido averiguar si ella cree verdaderamente lo que dice. A mí me consta que todo eso es pura insensatez. Thyrza dispone de una médium absolutamente necia... La bruja de la localidad confecciona sus comidas.. Hay que ser muy valiente para sentarse a la mesa en aquella casa. Uno pudiera encontrar cualquier sustancia venenosa diluida en la sopa. Las tres mujeres disfrutan aquí de una especial reputación. Muy inquietante todo en apariencia, pero, inspector, ¡no me diga que Scotland Yard o el centro policíaco de donde usted proceda ha tomado la cosa en serio!

—Lo hemos tomado, efectivamente, muy en serio, señor Venables.

—¿Creen ustedes realmente que como consecuencia de las tonterías que recita Thyrza Grey, del trance de Sybil y de la magia negra de Bella se produce la muerte de un ser humano?

—No, señor Venables... La causa de la muerte es más sencilla... —Lejeune hizo una pausa—. La muerte se produce siempre mediante un envenenamiento por talio.

Otro silencio y...

—¿Qué ha dicho usted?

—Sí. Se trata de un simple envenenamiento utilizando cualquiera de las sales del talio. Muy sencillo y expeditivo. Claro, hay que disimularla... ¿Hay algo más apropiado con tal fin que una tramoya pseudocientífica y psicológica? Luego basta ya con recurrir a la jerga apropiada, reforzada por viejas supersticiones. Todo ello es calculado para anular la idea del envenenamiento.

—Talio... —El señor Venables frunció el ceñó—. Jamás oí hablar de tal sustancia hasta ahora.

—¿No? Pues se usa mucho en la fabricación de raticidas y también como depilatorio... Es fácil de obtener. Y da la casualidad de que en un rincón del cobertizo en que guarda usted sus macetas se encuentra un paquete de la mencionada sustancia.

—¿En el cobertizo...? No es posible que eso sea cierto.

—Pues allí está. Hemos hecho una prueba. No. No estamos equivocados.

Venables parecía ligeramente excitado.

—Alguien debe haberlo puesto en ese sitio. Yo no sé nada de eso. Nada en absoluto.

—¿De veras? Usted es un hombre bastante rico, ¿no es así, señor Venables?

—¿Qué tiene eso que ver con lo que estábamos hablando?

—La Comisión Nacional de Impuestos ha realizado últimamente alguna indagaciones, según creo, interesándose sobre todo por conocer la fuente de sus ingresos.

—Lo peor de Inglaterra, lo que le amarga a uno la existencia aquí, es indudablemente, nuestro sistema de tasas. Estos meses pasados he meditado muy seriamente sobre mi proyecto de irme a vivir a las Bermudas.

—No creo ya que llegue a convertirse en realidad.

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