Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
Solté una carcajada.
—Por tus venas corre sangre oriental, escéptica y excelente, con muchos siglos de antigüedad. No existe predisposición.
—Pero, entonces, ¿crees que puede darse el caso?
—No conozco suficientemente bien la materia para juzgar. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Es que en tu nueva obra presentas un crimen cometido por sugestión?
—De veras que no. Me arreglo muy bien con el anticuado veneno para ratas o el arsénico. O el seguro instrumento contundente. Nada de armas de fuego, siempre que puedo. Resultan de delicado manejo. Bien. No creo que hayas venido aquí sólo para hablar de mis libros.
—Francamente, no. La verdad es que mi prima Rhoda Despard ha organizado una fiesta parroquial y...
—¡Nunca! ¡Nunca más! —exclamó la señora Oliver—. ¿Sabes lo que pasó la última vez? Organicé una reunión con elementos aficionados a las novelas de misterio y con lo primero que tropezamos fue con un cadáver auténtico. ¡Jamás me volveré a ver en otro!
—Eso es distinto. Todo lo que tendrás que hacer es sentarte en el interior de una tienda y firmar tus libros... a seis chelines por rúbrica.
—Bueno... Quizá resulte bien la cosa entonces. ¿No tendré que pronunciar el discurso de apertura? ¿No me obligarás a prodigar tonterías? ¿Ni a ponerme el sombrero?
Le aseguré que nadie la forzaría a hacer eso.
—Y además no te retendrán más de una o dos horas —añadí para acabar de convencerla—: Al fin habrá un partido de cricket... No. Supongo que no lo organizarán en esta época del año. Un baile infantil, quizá. O un concurso de vestidos de fantasía...
La señora Oliver me interrumpió profiriendo un salvaje grito de alegría.
—¡Eso es! —exclamó—. ¡Una pelota de cricket! ¡Desde luego! Él la ve desde la ventana... La ve elevándose en el aire... y eso le distrae... ¡Por tal motivo no llega a mencionar la cacatúa! Has tenido una idea magnífica al visitarme, Mark. Te has portado maravillosamente.
—Perdona, pero no comprendo en absoluto...
—Tú tal vez no, pero yo sí. Todo es un tanto complicado y no quiero perder el tiempo dándote explicaciones. Me he alegrado mucho de verte, pero ahora lo que deseo es que te marches. Cuanto antes.
—De acuerdo, de acuerdo. Y lo de la fiesta...
—Ya pensaré en eso. Ahora no me busques complicaciones. ¿Dónde demonios puse mis gafas? Verdaderamente, desaparecen las cosas de una manera que...
La señora Gerathy abrió la puerta del presbiterio con su vivo estilo habitual. No se limitaba sencillamente a corresponder al sonido del timbre. La suya era una maniobra triunfal que expresaba de un modo práctico esta idea: «¡Esta vez te he cogido a tiempo!»
—Bueno, ¿qué es lo que quieres? —inquirió con un gesto beligerante.
En el umbral había un niño de descuidado aspecto que, por otro lado, no presentaba ningún rasgo sobresaliente, digno de ser recordado... Un niño como tantos otros. Respiraba trabajosamente. Se encontraba acatarrado.
—¿Es ésta la casa del sacerdote?
—¿Buscas al padre Gorman?
—Le necesitan —dijo el chiquillo.
—¿Quién? ¿Dónde? ¿Para qué?
—En la calle Benthall, número veintitrés. Una mujer se está muriendo... Me ha enviado la señora Coppins. Ésta es una iglesia católica, ¿verdad? La mujer dice que el sacerdote no querrá venir.
La señora Gerathy le tranquilizó en lo referente a punto tan esencial, indicándole que esperara allí, perdiéndose luego en el interior. Tres minutos después salió un sacerdote ya entrado en años, alto, que llevaba en la mano un pequeño maletín de cuero.
—Soy el padre Gorman —dijo—. ¿La calle Benthall? Ésa cae en las proximidades de los cercados ferroviarios, ¿verdad?
—Sí. Está sólo a unos pasos de aquí.
Echaron a andar juntos. El sacerdote avanzaba de prisa.
—La señora... Coppins, ¿dijiste? ¿Es ése su nombre?
—Es la dueña de la casa. Se dedica a alquilar habitaciones. Le necesita una de sus inquilinas. Se llama Davis, creo.
—Davis... Me pregunto... No recuerdo ahora.
—Es una de las feligresas. Quiero decir que es católica. Afirmaba que el sacerdote no querría verla.
El padre Gorman asintió. Llegaron a la calle Benthall en muy pocos minutos. El chiquillo señaló una casa alta y desaseada, incrustada entre otras del mismo estilo.
—Ésa es.
—¿Tú no entras?
—No vivo ahí. La señora Coppins me dio un chelín por llevar el recado.
—Entendido. ¿Cómo te llamas?
—Mike Potter.
—Gracias, Mike.
—Adiós —respondió Mike.
Tras lo cual se alejó de allí silbando. No se sentía afectado por la inminencia de la muerte, amenazando aquella persona.
Abrióse la puerta del número 32, plantándose en el umbral de la señora Coppins, una mujer corpulenta, de roja faz, que acogió al visitante con entusiasmo.
—Entre, entre. Yo diría que ella se encuentra muy mal. Debiera estar en el hospital, no aquí. He telefoneado, pero sólo Dios sabe cuándo vendrán. La hermana de mi marido tuvo que esperar seis horas cuando se rompió la pierna. Una desgracia. Verdaderamente que el Servicio de Socorro... Se llevan el dinero y cuando una les necesita, ¿quién sabe dónde paran?
La mujer precedía al sacerdote al subir las escaleras, sin parar de hablar un momento.
—¿Qué le ocurre?
—Cayó en la cama con una fuerte gripe. Luego pareció mejorar. Salió a la calle demasiado pronto. Anoche volvió con el aspecto de una muerta. La obligué a acostarse. No quiso comer nada. Tampoco accedió a que la visitara un médico. Esta mañana me di cuenta de que tenía mucha fiebre. Debe haber tenido una complicación.
—¿Pulmonía, quizá?
La señora Coppins, jadeante ahora, hizo un ruido similar al que produciría la válvula de escape de una máquina de vapor, lo cual parecía poder traducirse por una respuesta afirmativa. Abriendo una puerta se quedó a un lado para que entrara el padre Gorman, diciendo por encima del hombro de éste:
—Aquí tiene usted al sacerdote. Ya está contenta, ¿verdad?
El padre Gorman avanzó. La habitación, llena de muebles antiguos, de estilo victoriano, se encontraba limpia. En la cama que había cerca de la ventana una mujer volvió la cabeza haciendo un penoso esfuerzo. El sacerdote vio en seguida que estaba muy enferma.
—Ha venido usted... No disponemos de mucho tiempo... —murmuró la mujer respirando trabajosamente— semejante iniquidad... iniquidad... Tengo que... Tengo que... No puedo morir así... Confesar... Mi pecado... grave... grave. —La mirada de la enferma se paseó de un lado para otro. Luego entornó los ojos.
Un monótono aluvión de palabras salió de su boca.
El padre Gorman se aproximó al lecho. Habló como había hablado tan a menudo, demasiado a menudo. Palabras llenas de autoridad las suyas, de promesas, las palabras de su plegaria, de su fe. La paz penetró en la habitación... La angustiosa mirada desapareció de aquellos torturados ojos.
Luego, cuando el sacerdote terminó de ejercer su ministerio, la moribunda habló de nuevo.
—Hay que acabar... Es preciso acabar con eso... Usted hará...
El padre repuso, seguro de sí mismo:
—Haré cuanto sea necesario. Puede confiar en mí...
Poco más tarde llegaron al mismo tiempo un médico y la ambulancia. La señora Coppins les recibió con unas palabras lúgubres de triunfo:
—Demasiado tarde, corno de costumbre. Ha muerto.
El padre Gorman regresaba a su casa. Una luz suave, la del inminente crepúsculo, bañaba la calle. Llegaba la noche, habría niebla. Ésta iría espesándose poco a poco. Detúvose un momento, frunciendo el ceño. ¡Qué historia tan extraordinaria, tan fantástica...! ¿Qué habría de cierto en ella? ¿Qué cosas tendrían su origen en la fiebre y el delirio? Parte de la misma era verdad, desde luego... Y, sin embargo, ¿hasta qué punto? De todas formas lo importante ahora era confeccionar una lista con determinados nombres, para evitar que se le olvidaran. Los miembros de la Asociación Benéfica de San Francisco sé hallarían reunidos a su regreso. Bruscamente, se decidió a penetrar en un pequeño café, pidió un servicio y se sentó. El padre Gorman se tentó el bolsillo de su sotana. ¡Ah! Había rogado a la señora Gerathy que le cosiera el forro de aquél. Como de costumbre; ¡no lo había hecho! Acababa de perder su agenda, el lápiz y varias monedas sueltas que se habían escabullido, sin duda, por el roto. No. Tentando entre las ropas logró dar con una moneda o dos y el lápiz. No consiguió, en cambio, localizar su agenda. En cuanto le sirvieron el café preguntó si le podrían dar una hoja de papel.
—¿Le servirá esto?
«Esto» era un trozo procedente de alguna bolsa de papel. El padre Gorman asintió. En seguida se puso a escribir en aquél los nombres... Lo importante era que no se olvidara de ellos.
La puerta del café se abrió, entrando en el establecimiento tres jóvenes, que armaron un gran estruendo al sentarse.
El padre Gorman acabó de redactar su recordatorio. Plegó el trozo de papel y estaba a punto de guardarse el mismo en el bolsillo cuando se acordó del roto. Entonces hizo lo que en muchas ocasiones anteriores en situaciones semejantes: guardó aquél en uno de sus zapatos.
El hombre penetró silenciosamente en el local, tomando asiento en el extremo opuesto. El padre Gorman bebió un sorbo o dos del café que le habían servido, que no era nada bueno. Un gesto de cortesía el suyo... Luego pidió la cuenta y pagó. Una vez puesto en pie, se encaminó a la puerta.
El hombre que acababa de entrar pareció cambiar de idea. Consultando su reloj con el gesto del que ha sufrido un error al estimar la hora levantóse, saliendo de allí apresuradamente.
La niebla se hacía cada vez más espesa. El padre Gorman aceleró el paso. Conocía su distrito muy bien. Acortó la distancia que le separaba de su casa dando la vuelta a la pequeña calle que corría a lo largo de las instalaciones ferroviarias. Quizá llegó a oír el rumor de unos pasos a sus espaldas pero no hizo caso de ellos. ¿Por qué había de preocuparle tal cosa?
El golpe que le asestaron con un instrumento contundente le cogió completamente desprevenido. Después de vacilar unos segundos, el padre Gorman se derrumbó...
El doctor Corrigan entró en el despacho del detective inspector Lejeune silbando Father O'Flynn, dirigiéndose despreocupadamente a aquél.
—Lo del padre es cosa hecha —señaló.
—¿Resultados?
—Me reservé los términos técnicos para el juez de guardia. Gorman fue golpeado concienzudamente. El primer golpe, es lo más probable, le mató. Pero el autor de la agresión quiso asegurarse. Un asunto muy feo.
—Eso creo yo —dijo Lejeune.
Era un tipo fornido, de oscuros cabellos y ojos grises. Tenía unas maneras engañosamente calmosas. Sus gestos eran a veces sorprendentemente gráficos y delataban su ascendencia francesa.
—¿Era necesario matar a ese hombre para robarle? —preguntó como si hablara consigo mismo.
—Pero, ¿fue acaso ése el móvil del crimen?
—Uno tiene que suponerlo así. Sus bolsillos fueron registrados y el forro del de la sotana estaba roto.
—¿Qué esperarían encontrarle encima? —inquirió Corrigan—. La mayor parte de esos párrocos son más pobres que las ratas.
—Le golpearon despiadadamente en la cabeza para asegurarse... —musitó Lejeune—. Me agradaría saber por qué.
—Existen dos posibles respuestas. El autor del asesinato pudo ser uno de esos jóvenes malhechores que gustan de la violencia por la violencia en sí... Es una lástima, pero esos tipos, desgraciadamente, abundan hoy.
—La otra respuesta.
El doctor se encogió de hombros.
—Alguien odiaba al padre Gorman. ¿Es probable esta hipótesis?
Lejeune denegó con un movimiento de cabeza.
—No. El padre Gorman era un hombre popular, muy querido en su distrito. Por lo que he oído decir carecía de enemigos. Hay que descartar también el robo. A menos...
—A menos, ¿qué? ¿Tiene la policía una pista ya?
—Quizá fuera algo que llevaba encima y que el agresor no acertó a arrebatarle. Eso se encontraba en uno de sus zapatos.
Corrigan emitió un silbido.
—Parece una historia de espionaje...
—Se trata de algo más sencillo —repuso Lejeune sonriendo—. El padre Gorman tenía roto el bolsillo de su sotana. El sargento Pine habló con la mujer que le atendía. Ésta es un tanto desaliñada, por lo visto. No cuidaba debidamente de sus ropas, como era su obligación. La señora en cuestión admitió que, en efecto, el padre Gorman acostumbraba a guardar en sus zapatos alguna que otra nota o carta cuando veía que por no hallarse en condiciones sus bolsillos corría peligro de perder aquéllas.
—¿Y no conocía el asesino ese detalle?
—¡El asesino no pensó en ningún momento en tal cosa! Suponiendo que fuese ese trozo de papel lo que él buscaba en lugar de unas míseras monedas.
—Y ese papel, ¿qué es?
Lejeune tiró de un cajón, sacando un pedazo de papel fino y arrugado.
—Una lista de nombres.
Corrigan, arrastrado por la curiosidad, leyó aquélla:
Ormerod.
Sandford.
Parkinson.
Hesketh Dubois.
Shaw.
Harmondsworth.
Tuckerton.
Corrigan?
Delafontaine?
Las cejas del doctor se desplazaron bruscamente hacia arriba.
—Pero... ¡si figura mi nombre en la lista!
—¿Tiene algún significado para usted esos apellidos?
—No.
—¿Llegó a conocer al padre Gorman?
—Tampoco.
—Entonces poco podrá usted ayudarnos.
—¿No existe idea alguna sobre el probable fin de esa relación?
Lejeune no respondió directamente a la pregunta del doctor.
—A las siete de la tarde un chico fue en busca del padre Gorman. Le dijo a éste que una mujer que se estaba muriendo deseaba que la visitara un sacerdote. El padre Gorman se marchó acompañado por aquel chiquillo.
—¿Adónde? Bueno, si es que sabe...
—Lo sabemos. No tardamos mucho en aclarar tal punto. Calle Benthall, número veintitrés. La casa pertenece a una mujer llamada Coppins. La enfermera era una tal Davis. El sacerdote llegó allí a las siete y cuarto y estuvo hablando con ella una media hora. La señora Davis murió momentos antes de que llegara la ambulancia para conducirla al hospital.