Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
—Comprendido. Siga usted. Lejeune.
—Volvemos a localizar al padre Gorman en Tony's Place, un pequeño café acomodado en un sótano con salida directa a la calle. Un establecimiento honesto, de clientela escasa y nada sospechosa. El servicio es más bien deficiente... El padre Gorman pidió una taza de café. Al parecer se tentó el bolsillo y no encontrando en éste lo que buscaba pidió al propietario, Tony, un trozo de de papel, el que acaba usted de ver... —añadió Lejeune señalándoselo a Corrigan.
—¿Y luego?
—Cuando Tony le sirvió el café, el sacerdote estaba escribiendo algo en aquél. Poco después se marchó, dejándo la taza casi intacta, cosa esta última harto justificada. Habiendo completado la lista la guardó en uno de sus zapatos.
—¿No se encontraba en aquel momento nadie más en el local?
—Tres muchachos del tipo de los teddy_boys entraron en el establecimiento, ocupando una de las mesas. Un hombre de edad se sentó frente a otra, marchándose sin pedir nada.
—¿Siguió al sacerdote?
—Quizá. Tony no advirtió cuándo se fue. Ni tampoco se fijó en su aspecto. Le describió como un tipo corriente. Un individuo con aire de otros muchos. De mediana talla, cree, abrigo azul oscuro... o castaño, quizá. Ni muy moreno ni muy rubio. No había ninguna razón para que se concentrase su atención en él. No sé qué pensar. El desconocido no se ha presentado aquí a decirnos, por ejemplo, que vio al sacerdote en el bar de Tony. Claro que aún no han pasado muchos días. Hemos pedido a todos los que vieron al padre Gorman entre las ocho y ocho y cuarto de la noche que se pusieran en comunicación con nosotros. Para ello, naturalmente, nos hemos dirigido al público en general. Hasta ahora sólo han respondido dos personas a nuestro llamamiento: una mujer y un hombre, un farmacéutico este último que se halla establecido por las cercanías. Luego iré a verles. El cadáver fue encontrado a las ocho y cuarto por dos niños, en la calle Oeste... ¿Sabe dónde es? Una alameda, prácticamente. A uno de los lados están las instalaciones ferroviarias. El resto ya lo conoce.
Corrigan asintió. Después señaló el trozo de papel.
—¿Qué piensa usted de esto?
—Estimo que tiene su importancia.
—La moribunda debió contarle algo y entonces, en cuanto le fue posible, apuntó unos nombres en el papel, antes de que se olvidaran, ¿no es eso? Pero... ¿era factible tal cosa mediando un secreto de confesión?
—Puede que no fuera así. Supongamos, por ejemplo, que esos nombres están relacionados con un acto delictivo. Imaginemos un chantaje...
—Ésa es su idea, ¿no?
—No tengo ideas concretas aún. Se trata de una hipótesis más. Esa gente era objeto de un chantaje. Una de dos: o la moribunda era la chantajista o sabía algo acerca del asunto. Hubo, quizá, arrepentimiento, al que siguió la confesión y el deseo de reparar el daño causado en la medida de lo posible. El padre Gorman asumió tal responsabilidad.
—¿Y luego?
—Todo son conjeturas... —añadió Lejeune—. Tal vez hubiera que hacer efectiva una contribución clandestina y alguien deseara que esto continuara indefinidamente. El caso es que alguien sabía que la señora Davis se estaba muriendo y que había pedido un sacerdote. Lo demás corresponde a los hechos registrados.
—Me pregunto ahora —Corrigan estudió de nuevo el trozo de papel—, ¿qué significado tienen las interrogaciones colocadas al final de los dos nombres citados en último lugar?
—Quizás el padre Gorman no estuviera seguro de recordar aquéllos correctamente.
—Ese Corrigan podía ser también Mulligan —manifestó el doctor con una mueca—. Es bastante probable. En cuanto al apellido Delafontaine... Es de los que uno recuerda a la perfección u olvida totalmente... ¿Me comprende? Resulta extraño que no figure en el papel señal alguna. —Comenzó otra vez a leer la lista—. Parkinson... Los hay a montones. Sandford tampoco deja de ser corriente. Hesketh_Dubois... Tiene un poco de trabalenguas. No puede haber muchas personas con ese apellido compuesto.
Con un respingo impulso se inclinó hacia delante para coger la guía telefónica, que se encontraba encima de la mesa.
—De la E a la L. Veamos. Mesketh... ¡Aquí está! Hesketh_Dubois, señora, 49, Plaza Ellesmere, 5. W. E. ¿Qué le parece si la llamamos por teléfono?
—Para decirle, ¿qué?
—La inspiración nos la dicta en el momento oportuno —manifestó el doctor Corrigan alegremente.
—Adelante.
—¿Eh? —inquirió Corrigan mirándole fijamente.
—Le he dicho que adelante. No se desconcierte usted. —Él mismo descolgó el teléfono entonces—. Deme una línea exterior —posó la vista en el doctor—. ¿Número?
—Grosvenor, sesenta y cuatro mil quinientos setenta y ocho.
Lejeune repitió, sus palabras, poniendo después el receptor en manos de Corrigan.
—Vamos, diviértase un poco.
Un tanto confuso, el doctor miró atentamente a Lejeune mientras esperaba. Oyó sonar el timbre al otro extremo del hilo. Por fin le contestó una voz femenina, jadeante:
—Grosvenor, sesenta y cuatro mil quinientos setenta y ocho.
—¿Es el domicilio de la señora Hesketh_Dubois?
—Sí... Bueno, sí... Quiero decir...
El doctor Corrigan hizo caso omiso de aquellas vacilaciones.
—¿Podría hablar con ella?
—No. ¡No! La señora Hesketh_Dubois murió el pasado mes de abril.
—¡Oh!
El doctor no contestó a la siguiente frase de su interlocutora. («¿Con quién hablo, por favor?»), volviendo a poner suavemente el auricular en su sitio.
Después miró fríamente al inspector Lejeune.
—Por eso tenía tanto interés en que llamara, ¿verdad?
Lejeune sonrió maliciosamente.
—El pasado mes de abril... —dijo Corrigan pensativamente—. Hace cinco meses. El chantaje o lo que fuera dejó de constituir una preocupación para ella entonces; supongo que no se suicidaría.
—No. Murió de un tumor en el cerebro.
—Volvamos a empezar —dijo Corrigan mirando la lista.
Lejeune suspiró.
—Ni siquiera sabemos si esta relación tiene algo que ver con el asesinato del padre Gorman. Pudo ser una agresión más, entre tantas como tienen lugar durante las noches brumosas... Existen pocas esperanzas de dar con el culpable, a menos que tengamos suerte y...
Corrigan inquirió:
—¿Le importaría que continúe estudiando esa lista?
—Siga, siga. Le deseo toda la suerte de este mundo.
—Lo que quiere decir, en realidad, es que si usted no ha sido capaz de encontrar nada, a mí me va a ocurrir otro tanto. No se muestre tan seguro. Voy a fijarme especialmente en Corrigan. En el señor, señora o señorita Corrigan, con su correspondiente signo de interrogación.
Realmente, señor Lejeune, ¡no sé qué más puedo decirle! Ya se lo conté todo antes al sargento. Ignoro quién era la señora Davis; tampoco sé de dónde procedía. Estuvo en mi casa unos seis meses. Pagaba su alquiler con regularidad. Parecía una persona tranquila y respetable. ¿Qué quiere que le diga más?
La señora Coppins hizo una pausa para tomar aliento, mirando a Lejeune con cierta expresión de desagrado. Él le correspondió con la suave y melancólica sonrisa que utilizaba en estos casos, la cual no dejaba de producir su efecto, según sabía por experiencia.
—De poder, les ayudaría de buena gana —dijo la mujer enmendándose.
—Gracias. Eso es lo que nosotros necesitamos: ayuda. Las mujeres siempre resultan útiles en estas situaciones... Poseen un instinto especial. Por eso saben muchas veces más cosas que los hombres.
Era una excelente treta. Y dio el resultado apetecido.
—¡Ah! —exclamó la mujer—. ¡Cuánto me gustaría que Coppin le pudiese oír! Mi marido era tan brusco como soberbio... «¡Dices que sabes tal cosa y no tienes nada en qué basarte!», comentaba a menudo dando un resoplido. ¿Y qué pasaba luego? Pues que de cada diez veces, nueve tenía yo razón.
—A eso se debe el que yo tenga interés por conocer sus ideas acerca de la señora Davis. ¿Usted cree... que era una mujer desgraciada?
—Yo no me atrevería a decir tanto. Metódica es lo que me pareció siempre. Como si su vida se desenvolviera de acuerdo con un plan trazado de antemano. Tengo entendido que se hallaba empleada en una firma de esas que se dedican a hacer investigaciones entre el público consumidor. Iba de un lado para otro preguntando a la gente qué jabón usaban o qué harina preferían, qué gastaban en su presupuesto semanal y cómo repartían los ingresos. Desde luego, siempre me han sorprendido esas cosas... ¿Para qué quiere el Gobierno o quien sea, averiguar esos detalles? Al final llegan a conclusiones que todo el mundo conoce... Pero hoy, hoy es una locura: a todo el mundo le ha dado por eso. Y por si desea usted tenerlo en cuenta añadiré que la pobre señora Davis debía cumplir con su quehacer diario a la perfección. Sus modales eran agradables; nada ruidosa, sino ordenada, positiva...
—¿No conoce usted el nombre de la razón social en que se encontraba empleada?
—No. Me temo que no...
—¿Mencionó alguna vez a sus parientes?
—No. A mí me parece que era viuda y que había perdido a su esposo hacía muchos años. El hombre había estado inválido algún tiempo. Ahora bien, la señora Davis le mencionó pocas veces.
—¿Nunca dijo nada acerca de su procedencia, ni se refirió especialmente a determinada parte del país?
—No creo que fuese de Londres. Yo diría que procedía del norte.
—¿Nunca le pareció una persona... una persona algo misteriosa?
Lejeune vaciló al expresarse así. Si su interlocutora era una mujer sugestionable... Pero la señora Coppins no aprovechó la oportunidad que le acababa de ofrecer.
—No sé qué contestarle. Sus palabras no me produjeron nunca extrañeza. La única cosa suya que me sorprendió fue su maleta de buena calidad aunque no nueva. Las iniciales en la misma estampadas no habían sido orinalmente J. D., correspondientes a Jessie Davis. Antes había ocupado el lugar de aquélla una J. y otra letra más. La H, quizá. Pero también pudo haber sido una A. Sin embargo, en el momento más indicado no pensé en eso. Siempre hay ocasión de hacerse de buenas maletas de segunda mano y es lógico que a raíz de su adquisición una proceda a cambiar las iniciales del nombre del anterior poseedor, sustituyéndolas por las propias. No disponía de muchos efectos... Los contenidos en su única maleta solamente.
Lejeune conocía tal dato. La muerta, cosa curiosa, poseía bien pocos objetos. Ni cartas, ni fotografías... Al parecer no tenía ningún seguro, ni cuenta corriente, ni por lo tanto, libro de cheques. Sus ropas eran de buena calidad, sin dejar de ajustarse a lo corriente y práctico. Estaban todas casi nuevas.
—¿No le parecía la señora Davis una mujer completamente feliz?
—Supongo que lo era.
Lejeune advirtió el leve acento de duda que había en sus palabras.
—¿Lo supone solamente?
—Yo aseguraría más bien que no lo pasaba mal. Tenía un buen empleo y estaba satisfecha por el género de vida que llevaba. No abrigaba muchas ilusiones y... Pero, desde luego, cuando cayó enferma...
—Cuando cayó enferma, ¿qué?
—Sentíase inquieta, al principio. Estoy hablando de cuando se sintió indispuesta, con la gripe. Dijo que se vería obligada a alterar todos sus planes, a faltar a ciertas citas... Ahora, ya sabe usted lo que es la gripe y cuando ésta se presenta puede más que nostros. La señora Davis se acostó después de tomarse una aspirina y hacerse un poco de té que ella misma se preparaba, en un hornillo de gas. Le hablé de llamar a un médico y no consintió en ello. La gripe, a su juicio, sólo exigía del paciente la permanencia en el lecho, un poco de calor. Añadió que lo mejor era que no me acercase a ella, para evitar el contagio. Al encontrarse más restablecida le preparé a veces algo de comer: sopa caliente, una tostada... De cuando en cuando un buen budín de arroz. Aquel ataque griposo perdió intensidad en la forma de costumbre. Posteriormente es cuando llega la depresión. A ella le ocurrió lo que a todos. Sentada junto al hornillo de gas recuerdo que me dijo en cierta ocasión: «Me agradaría no disponer de tanto tiempo para pensar. No, no me gusta. Me aburre soberanamente. Me produce un gran desaliento».
Lejeune no perdía de vista a la señora Coppins, que había abordado decididamente el tema por él propuesto tan hábilmente.
—Me pidió que le prestara algunas revistas. Pero no parecía ser capaz de concentrar su atención en la lectura. Recuerdo que una vez me dijo: «Si las cosas no son como debieran. ¿a qué preocuparse por ellas? ¿No piensa usted igual, señora Coppins?». Le contesté afirmativamente. Luego añadió: «No sé... En realidad no he estado nunca segura». Asentí también. Y nuevamente, la señora Davis manifestó: «Todo lo que he hecho ha sido siempre de una rectitud indudable. Nada tengo que reprocharme». «Por supuesto que no, querida» repuse. Me pregunté si en la empresa a que pertenecía no habría habido algún desfalco o cosa por el estilo, sobre la cual estuviese bien informada, formulándome finalmente la conclusión de que con aquello nada tenía que ver.
—Es posible.
—Sea como sea no tardó en ponerse buena... o casi buena, reintegrándose al trabajo. Le advertí que se estaba precipitando. «Tómese uno o dos días más», le dije. ¡Cuánta razón tenía yo! A la segunda noche observé que regresaba con fiebre alta. Apenas pudo subir las escaleras. Le sugerí que llamara a un médico. No accedió de ningún modo. A lo largo del día siguiente fue empeorando: Vi que tenía los ojos vidriosos y las mejillas ardientes. Respiraba dificultosamente. Al llegar la noche consiguió decirme con mucho trabajo: «Un sacerdote. Necesito un sacerdote. Que venga en seguida... Si no, será demasiado tarde». Pero no era el nuestro el que ella quería. Tenía que ser un sacerdote católico. Hasta entonces no me enteré de que fuese católica. Nunca había visto en su habitación un crucifijo o una imagen.
Sin embargo, en el fondo de la maleta había sido hallado un crucifijo. Lejeune no hizo la menor alusión a él. Se limitó a seguir escuchando a la señora Coppins.
—Vi en la calle al pequeño Mike y le envié a buscar al padre Gorman, de la iglesia de Santo Domingo. Por mi cuenta, sin decirle a ella nada llamé a un médico y al hospital.
—¿Hizo usted entrar al padre Gorman en cuanto llegó?
—Sí. Y los dejé solos.
—¿Les oyó decir algo?
—Pues... No puedo recordar ahora exactamente. Le dije a la señora Davis que allí tenía a su sacerdote, que no tardaría en ponerse buena... Trataba de animarla. Pero... Sí. Me acuerdo de que al cerrar la puerta la oí pronunciar una palabra: iniquidad. Y también hablar algo acerca de un caballo, carreras de caballos, quizá. Me gusta gastarme media corona de cuando en cuando en éstas, pero hay mucho «tongo»... Bueno. Eso dice la gente.