Read El misterio de Pale Horse Online
Authors: Agatha Christie
Reflexioné un momento.
—Era una mujer anticuada —manifesté—. Podríamos situarla en la época victoriana. Viuda de un ex gobernador de una isla poco conocida. Poseía bastante dinero y vivía bien. En invierno visitaba Estoril y otros sitios semejantes. Tenía una casa espantosa, llena de muebles de su tiempo. Lo peor y lo más complicado ciñéndonos a lo que entonces imperaba. No tuvo hijos pero poseía un par de perros de lanas regularmente criados, a los que amaba tiernamente. Era porfiada. Fiel conservadora. Amable, pero dominante. Muy apegada a sus convicciones. ¿Qué quieres saber más?
—¿Podrías decirme si alguna vez fue objeto de cualquier chantaje?
—¿Chantaje, dices? —inquirí atónito—. Nada más improbable, a mi juicio. ¿A qué viene todo esto?
Fue entonces cuando me enteré de las circunstancias que habían rodeado el asesinato del padre Gorman.
Soltando la cuchara que tenía en la mano pregunté:
—¿Llevas encima esa lista de nombres?
—La original, no. Pero hice una copia. Mírala.
Sacando de uno de sus bolsillos un papel me lo tendió.
—¿Parkinson? Conozco dos Parkinson: Arthur, que ingresó en la Armada, y Henry, funcionario de un Ministerio. Osmerod... Recuerdo al mayor Osmerod... ¿Sadmonsworth? No... Tuckerton... —Hice una pausa—. Tuckerton... No se tratará de Thomasina Tuckerton, ¿verdad?
Corrigan me miró con curiosidad.
—Podría ser... ¿Qué es ella y a qué se dedica?
—Ahora a nada. Hace una semana, por una esquela del periódico, me enteré de que había muerto.
—Poca ayuda nos supone eso entonces.
Proseguí la lectura de la breve relación.
—Shaw... Conozco un dentista llamado así. Y hay un tal Jerome Shaw, del Colegio de la Reina... Delafontaine... He oído últimamente ese nombre pero no acierto a recordar dónde. Corrigan. ¿Se refiere a ti, por casualidad?
—Confío en que no. Tengo la impresión de que no resulta nada favorable figurar en esa lista.
—Quizá. ¿Qué es lo que te ha hecho pensar en el chantaje al estudiarla?
—Creo recordar que fue una sugerencia del inspector Lejeune. Parece una posibilidad muy razonable... Pero aquí tienen cabida otras muchas hipótesis. Tal vez se trate de una lista de personas complicadas en un asunto de contrabando de drogas, o de adictos a las mismas, o de agentes secretos... Una cosa es segura: era importante. La prueba es que el agresor no vaciló en llegar al crimen con el fin de apoderarse de ella.
Inquirí impulsado por la curiosidad:
—¿Siempre te tomas tanto interés por el aspecto policíaco de tu trabajo?
Corrigan denegó con un movimiento de cabeza.
—No siempre en realidad. En lo que yo me fijo de un modo especial es en el del personaje criminal. Procuro llegar al conocimiento de su medio ambiente, su evolución, su salud...
—¿A qué atribuyes entonces tu interés por esta lista de nombres?
—No lo sé —declaró Corrigan hablando lentamente—. Quizá haya sido porque vi mi nombre en ella. ¡Vivan los Corrigan! Un Corrigan acude presuroso en socorro de otro individuo del mismo apellido.
—¿En socorro? Por lo que veo consideras definitivamente esto como una relación de víctimas, no de malhechores. ¿Y no crees que podría ser indistintamente una u otra cosa?
—Tienes toda la razón. Y admito que es raro que yo me sienta tan seguro de mi afirmación. Quizá se trate sólo de un presentimiento. Tal vez eso tengo que ver con el padre Gorman. No me crucé muy a menudo con él pero sé que era un hombre excelente, respetado por todo el mundo y muy querido por sus feligreses. Pertenecía al grupo de los militantes más encariñados con su misión. No me puedo quitar de la cabeza la idea de que él estimara esta lista una cuestión de vida o muerte...
—¿No hace nada la policía?
—¡Oh, sí! Pero aún necesita cierto tiempo... Los agentes se dedican a comprobar este extremo o aquel... También procuran obtener datos sobre la mujer que llamó al padre Gorman aquella noche.
—¿Quién era ella?
—Una persona nada misteriosa, al parecer. Viuda. Pensamos en un principio que su marido pudo tener relación con las carreras de caballos, pero por lo visto no hay nada de eso. Trabajaba en una empresa comercial de poca importancia dedicada a hacer investigaciones entre el público consumidor. Nada hay de raro en esto. La firma en cuestión es de solvencia dentro del grupo de las de su categoría. Los que la rigen no sabían mucho de esa mujer. Procedía del norte de Inglaterra, de Lancashire. Lo extraño es que dispusiera de tan pocos efectos personales.
Me encogí de hombros.
—Yo creo que eso mismo les ocurre a muchas personas, más de las que imaginamos, que viven en la soledad.
—Efectivamente, así es.
—Sea como sea, has decidido echar una mano a tus compañeros.
—He querido husmear un poco a mi alrededor. Hesketh_Dubois es un apellido poco corriente. Creí poder averiguar algo sobre lady... —Corrigan no acabó la frase—. De lo que tú me has dicho deduzco que este camino no nos conducirá a ninguna parte.
—Mi madrina no era ni adicta a las drogas ni contrabandista —le aseguré—. Menos aún un agente secreto. Y como llevó una vida intachable no es posible que fuera objeto de chantaje alguno. No acierto a imaginar por qué motivo sería incluida en una lista como ésa. Acostumbraba a guardar sus joyas en el Banco. De pensar en robarla, los ladrones hubieran perdido el tiempo.
—¿No conoces a ninguna otra persona de su apellido? ¿Hijos?
—No. Tenía un sobrino y una sobrina pero no llevan aquél. El esposo de mi madrina fue hijo único.
Corrigan me dijo que la información que acababa de facilitarle le sería de indudable utilidad. Luego consultó su reloj de pulsera, me comunicó despreocupadamente que le esperaban para llevar a cabo una autopsia y sin decir nada más se marchó.
Regresé a casa preocupado. No pude concentrarme en mi tarea y finalmente, en un súbito impulso, decidí telefonear a David Ardingly.
—Soy Mark, David. Estaba pensando en la chica que me presentaste la otra noche: Poppy. ¿Cuál es su apellido?
—Te propones quitármela, ¿eh?
David parecía sentirse muy divertido.
—Tienes tantas amigas que probablemente podrás desprenderte de una.
—Y tú ya tienes a quién acompañar, querido. Yo creí que te proponías formalizar, esas relaciones.
«¿Formalizar nuestras relaciones?» Una frase repulsiva. Y sin embargo, ésta era una consecuencia natural de la amistad que me unía con Hermia. ¿Por qué me sentía deprimido? Había pensado muchas veces en que acabaría casándome con ella... Me gustaba más que ninguna de las mujeres que conocía. ¡Teníamos tantas cosas en común!
Sentí fuertes deseos de dejar vagar la imaginación... Veía nuestra existencia futura. Hermia y yo asistiríamos a representaciones teatrales de importancia, de auténtica trascendencia. Y luego discusiones sobre temas artísticos, sobre música. No me cabía duda alguna: Hermia era la compañera perfecta.
Pero de diversión, lo que se dice para diversión, no tanto. Esta burlona sugerencia brotó de mi subconsciente. Me quedé impresionado.
—¿Te has dormido? —me preguntó David.
—Desde luego que no. Sinceramente: tu amiga Poppy me pareció una chica muy agradable, tranquila, reposada...
—Lo es. Tómala en pequeñas dosis. Su nombre real es Pamela Stirling y trabaja en una de las floristerías de Mayfair. Ya sabes: tres ramitas secas, un tulipán de caídos pétalos y una hojita de laurel con manchas amarillentas. En total: tres guineas.
Diome la dirección.
—Invítala. ¡Que te diviertas! —me deseó David amablemente—. En compañía de esa chica descansarás... No tiene absolutamente nada dentro de la cabeza. Creerá cuanto le digas. A propósito: se trata de una muchacha virtuosa. Así pues, no abrigues falsas esperanzas.
Penetré en Flower Studies Limited. Poseído de cierto miedo. Me salió al encuentro un irresistible olor a gardenias. Me sentí un poco confuso al hallarme frente a varias chicas uniformadas con guardapolvos color verde pálido, todas ellas con el mismo aspecto que Poppy. Finalmente localicé a ésta. Estaba escribiendo una dirección con alguna dificutad, deteniéndose vacilante al deletrear silenciosamente Fortecue Crescent. Tan pronto como quedó libre, después de calcular detenidamente el cambio de un billete de cinco libras, cosa que también le costó bastante trabajo, reclamé su atención.
—Nos conocimos la otra noche... Le acompañaba David Ardingly —me apresuré a recordarle.
—¡Ah, sí! —exclamó Poppy cordialmente, posando con un vago gesto sus ojos en mí.
—Quería preguntarle algo —repentinamente sentí ciertos escrúpulos—. Quizá fuera mejor que comprara unas flores, ¿no?
Como un autómata en el instante de apretar el botón debido, Poppy repuso.
—Tenemos unas rosas preciosas, frescas, del día.
—Aquellas amarillas, ¿quizá? —había rosas por todas partes—. ¿Qué valen?
—Muy baratas —contestó Poppy con voz melosa y persuasiva—. Cinco chelines cada una.
Tragué saliva antes de indicarle que me llevaría media docena.
—¿No le parece que le irán bien al ramillete estas hojas extraordinarias?
Miré dudoso las hojas en cuestión, que se me antojaron bastante marchitas. En lugar de las mismas escogí unas ramitas de helechos, elección que seguramente me hizo descender unos grados en la estimación de Poppy.
—Deseaba preguntarle una cosa —insistí mientras Poppy arreglaba el ramo, lo que llevaba a cabo más bien con torpeza—. La otra noche usted mencionó algo así como «Pale Horse»...
Presa de un repentino sobresalto, a Poppy se le fueron de las manos las rosas y los helechos, que quedaron tirados por el suelo.
—¿No podría usted darme más detalles sobre el particular?
Poppy se incorporó. Había estado agachada unos instantes.
—¿Qué dijo usted?
—Le preguntaba por «Pale Horse».
—¿Un caballo bayo?
[2]
. ¿Qué me quiere dar a entender con eso?
—Es una frase citada por usted la otra noche.
—¡Con toda seguridad que se equivoca! Jamás oí hablar de semejante cosa.
—Alguien le habló de ello. ¿Quién fue?
Poppy hizo una profunda inspiración, hablando después rápidamente.
—¡No le comprendo en absoluto! Y ha de saber que a la dependencia no se nos permite charlar con los clientes cuando se trata de asuntos apartados de nuestra labor... —inmediatamente agregó, tras envolver mi ramillete en papel fino—: Son treinta y cinco chelines. Gracias.
Le entregué dos billetes de una libra. Poppy me puso en la mano seis chelines, volviéndose rápidamente hacia otro cliente.
Las suyas, según advertí, temblaban ligeramente.
Abandoné el establecimiento caminando lentamente. Cuando ya había recorrido cierto trecho comprendí que se había equivocado al hacer la cuenta, devolviéndome más dinero del debido, pues los helechos eran a siete chelines y seis peniques. Sus errores aritméticos habían apuntado anteriormente en otra dirección...
Volví a ver a aquel encantador e inexpresivo rostro, sus grandes ojos azules. Algo indefinible habíase asomado a éstos...
«Asustada —me dije—. Está terriblemente asustada... Pero, ¿por qué? ¿Por qué?».
—¡Qué descanso! —exclamó suspirando la señora Oliver—. ¡Pensar que todo ha terminado sin que sucediera nada anormal!
Era aquél un momento de descanso. La fiesta de Rhoda se había deslizado como todas las fiestas. El tiempo suscitó cierta ansiedad. A primera hora de la mañana había sido muy variable. Esto dio lugar a infinidad de discusiones sobre la conveniencia de abrir algunos puestos en zona despejada, sin protección, o bien aprovechar el largo pajar y la marquesina. Rhoda zanjó con tacto las diferencias de criterio. Hubo también periódicas huidas de los deliciosos aunque indisciplinados perros de la organizadora, pues aquéllos, no teniendo su dueña seguridad sobre su comportamiento, habían quedado encerrados en la casa. ¡Las dudas de Rhoda quedaron plenamente justificadas! Abrió la fiesta una grata figura local, cuya actuación resultó encantadora, añadiendo a las palabras de rigor en tales casos unas consideraciones sobre los refugiados que dejaron perplejos a sus oyentes, ya que la fiesta había sido planeada para recaudar fondos que serían destinados a la reconstrucción de la torre de la iglesia. El puesto de bebidas tuvo un éxito enorme. Se produjeron las dificultades de siempre con el cambio. El embrollo fue grande a la hora del té. Todos pretendían invadir la marquesina y tomarlo al mismo tiempo.
Finalmente: la bendita llegada de la noche. En el pajar aun continuaban las exhibiciones de bailes locales. Figuraba dentro del programa un castillo de fuegos artificiales y una gran hoguera. Rhoda, fatigada, se retiró a la casa en compañía de otras personas. Hallábanse en el comedor, tomando unos bocadillos, entretenidos con una de esas deshilvanadas conversaciones en el transcurso de las cuales uno está atento a sus propios pensamientos y apenas presta atención a lo que dicen los demás. Todos se encontraban a gusto allí. Los perros andaban por debajo de la mesa, mordisqueando unos huesos.
—Vamos a sacar más que el año pasado, cuando hicimos la fiesta a beneficio de los niños de los suburbios —manifestó Rhoda muy complacida.
—Me pareció extraordinario —declaró la señorita Macalister, una institutriz escocesa— que Michael Brent encontrara el tesoro enterrado por tercera vez en tres años consecutivos. Me pregunto si alguien sería capaz de anticiparle alguna información.
—Lady Brookbank ganó el otro concurso. No creo que ella lo hubiera querido. Parecía terriblemente desconcertada —señaló Rhoda.
En el grupo, además de mi prima Rhoda y su esposo, el coronel Despard, entraban: la señorita Macalister, una joven de rojos cabellos, atinadamente llamada Ginger
[3]
, la señora Oliver y el pastor, el reverendo Caleb Dane Calthrop y su esposa. El pastor era un hombre agradable, un estudioso, que gustaba de traer a colación citas de clásicos siempre que le era posible. No recurría nunca a su sonoro latín. Se sentía satisfecho con el hallazgo de aquéllas, sin más complicaciones.
—Como dice Horacio... —observó paseando la mirada alrededor de la mesa.
—Yo creo que la señora Horsefall incurrió en alguna pequeña ilegalidad con la botella, de champaña —opinó Ginger con el gesto de la persona que está pensando en voz alta—. Le tocó a su sobrino...