Particularmente en la India ha habido fuertes corrientes místicas desde mucho antes de los tiempos de Platón. Una persona que ha contribuido a traer las ideas del hinduismo a Occidente, el swami Vivekananda, dijo en una ocasión:
De la misma manera que en determinadas religiones se dice que una persona que no cree en un Dios personal fuera de sí mismo es un ateo, nosotros decimos que una persona que no cree en sí mismo, es un ateo. Nosotros llamamos ateísmo a no creer en la gloria del alma de uno mismo.
Una experiencia mística también puede tener importancia para la ética. Un presidente de la India, Radakrishnan, dijo en una ocasión: «Debes amar a tu prójimo como a ti mismo, porque tú eres tu prójimo. Es una ilusión hacerte creer que tu prójimo es algo diferente a ti mismo».
También personas modernas que no pertenecen a ninguna religión relatan experiencias místicas. Han tenido de repente lo que llaman «conciencia cósmica» o «sensación oceánica». Han tenido la sensación de haber sido arrancados del tiempo y han visto el mundo «bajo el prisma de la eternidad».
Sofía se incorporó en la cama. Tuvo que tocarse para ver si tenía un cuerpo...
Conforme iba leyendo sobre Plotino y los místicos había tenido la sensación de empezar a flotar por la habitación, salir por la ventana, flotando muy alto por encima de la ciudad. Había visto a toda la gente abajo en la plaza, pero había seguido volando por encima del planeta en el que vivía, por encima del Mar del Norte y Europa, bajando por el Sáhara y atravesando las llanuras de África.
Todo el gran planeta se había vuelto una sola persona viva, y era como si esta persona fuera la misma Sofía. Yo soy el mundo, pensó. Todo ese gran universo que ella a menudo había sentido como algo inescrutable y aterrador, era su propio yo. El universo también era grande y majestuoso, pero ahora era ella quien era así de grande.
Esa extraña sensación desapareció bastante pronto, pero Sofía estaba segura de que no la olvidaría nunca. Era como si algo dentro de ella hubiese salido saltando por su frente mezclándose con todo lo demás, de la misma manera que una gota de colorante podía dar color a una jarra entera de agua.
Cuando todo hubo acabado, fue como despertar con dolor de cabeza después de un maravilloso sueño. Sofía comprobó con un poco de desilusión que tenía un cuerpo que intentaba levantarse de la cama. Le dolía la espalda de estar tumbada boca abajo leyendo las hojas de Alberto Knox. Pero había tenido una experiencia que no olvidaría nunca.
Finalmente logró poner los pies en el suelo. Perforó las hojas y las archivó en la carpeta junto con las demás lecciones. A continuación salió al jardín.
Los pájaros trinaban como si el mundo acabara de ser creado. Los abedules detrás de las viejas conejeras tenían un color verde tan intenso que daba la sensación de que el creador aun no había mezclado del todo el color.
¿Podía ella creer realmente que todo era un solo yo divino? ¿Podía ella pensar que llevaba consigo un alma que era una «chispa de la hoguera»? Si fuera así, ella misma era un ser divino.
... me impongo n mi mismo una severa censura...
Pasaron unos días sin que Sofía recibiera más cartas del profesor de filosofía. El jueves era 17 de mayo, y también tenían libre el 18.
De camino a casa el 16 de mayo, Jorunn dijo de repente:
—¿Nos vamos de acampada?
Lo primero que pensó Sofía era que no podía ausentarse demasiado tiempo de su casa.
Recapacitó.
—Por mí vale.
Un par de horas más tarde Jorunn llegó a casa de Sofía con una gran mochila. Sofía también había hecho la suya; y ella era la que tenía la tienda de campaña. También se llevaron sacos de dormir y ropa de abrigo, colchonetas y linternas, grandes termos con té y un montón de cosas ricas para comer.
Cuando la madre de Sofía llegó a casa a las cinco, les dio una serie de consejos sobre lo que debían y no debían hacer. Además exigió saber dónde iban a acampar.
Contestaron que pondrían la tienda en el Monte del Urogallo.
A lo mejor oirían cantar a los urogallos a la mañana siguiente.
Sofía tenía también una razón oculta para acampar justamente en ese sitio. Si no se equivocaba, no había mucha distancia entre el Monte del Urogallo y la Cabaña del Mayor. Había algo que le atraía de aquel sitio, pero no se atrevería a ir allí sola.
Tomaron el sendero que había junto a la verja de Sofía. Las dos chicas hablaron de muchas cosas; para Sofía era un alivio poder relajarse de todo lo que tenía que ver con la filosofía.
Antes de las ocho ya habían levantado la tienda en un claro junto al Monte del Urogallo. Habían preparado sus lechos para la noche y extendido los sacos de dormir. Cuando acabaron de devorar los bocadillos, Sofía dijo:
—¿Has oído hablar de la Cabaña del Mayor?
—¿La Cabaña del Mayor?
—Hay una cabaña en este bosque... junto a un pequeño lago. Una vez vivió allí un extraño mayor, por eso se llama «Cabaña del Mayor».
—¿Vive alguien allí ahora?
—¿Vamos a verlo?
—¿Pero dónde está?
Sofía señaló entre los árboles.
Jorunn estuvo un poco reacia al principio, pero al final se fueron hacia allí. El sol ya estaba bajo en el horizonte.
Primero se metieron entre los grandes pinos, luego tuvieron que abrirse camino entre matorrales y maleza. Finalmente llegaron a un sendero. ¿Sería el mismo sendero que Sofía había seguido el domingo por la mañana?
Pues sí, pronto vio brillar algo entre los árboles a la derecha del sendero.
—Está allí dentro —dijo
Un poco más tarde se encontraban delante del pequeño lago. Sofía miraba hacia la cabaña. Estaba cerrada con postigos en las ventanas. La cabaña roja tenía un aspecto de abandono total.
Jorunn miró a su alrededor.
—¿Vamos a tener que andar sobre el agua? —preguntó.
—Qué va, vamos a remar.
Sofía señaló el cañaveral. Allí estaba la barca, exactamente donde la otra vez.
—¿Has estado aquí antes?
Sofía negó con la cabeza. Sería demasiado complicado contarle a su amiga lo de la visita anterior. ¿Cómo podría hacerlo sin tener que hablar de Alberto Knox y del curso de filosofía?
Cruzaron a remo mientras se reían y bromeaban. Sofía tuvo mucho cuidado en subir bien la barca a la otra orilla. Pronto estuvieron delante de la puerta. Jorunn tiró del picaporte. Era evidente que no había nadie dentro.
—Cerrado. ¿No pensarías que iba a estar abierta?
—A lo mejor encontramos una llave —dijo Sofía.
Empezó a buscar entre las piedras de los cimientos de la casa.
—Bah, volvamos a la tienda —dijo Jorunn al cabo de unos minutos.
Pero Sofía exclamó:
—¡La encontré! ¡La encontré!
Mostró triunfante una llave. La metió en la cerradura y la puerta se abrió.
Las dos amigas entraron a hurtadillas, como se hace cuando uno se aproxima a algo prohibido. Por dentro, la casa estaba fría y oscura.
—Pero si no se ve nada —dijo Jorunn.
Pero Sofía había pensado en todo. Sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió una. Les dio tiempo a ver que la cabaña estaba totalmente vacía antes de que la cerilla se consumiera. Sofía encendió otra y descubrió una pequeña vela en un candelabro de hierro forjado sobre la chimenea. Encendió la vela con una tercera cerilla. La salita se iluminó lo suficiente como para poder echar un vistazo.
—Es curioso cómo una pequeña vela puede iluminar tanta oscuridad, ¿verdad? —dijo Sofía.
Su amiga asintió.
—Pero en algún lugar se pierde la luz —prosiguió Sofía—. En realidad, no existe la oscuridad en sí. Se trata simplemente de falta de luz.
—Hablas de cosas muy desagradables. Vámonos...
—Primero miremos el espejo.
Sofía señaló el espejo de latón colgado encima de la cómoda, igual que la vez anterior.
—Qué bonito...
—Es un espejo mágico.
—Espejo, espejito mágico, ¿quién es la más bella de todo el país?
—No bromeo, Jorunn. Creo que es posible mirar a través del espejo y ver algo que está al otro lado.
—¿No dijiste que nunca habías estado aquí? Por cierto, ¿por qué te resulta tan divertido asustarme?
Sofía no tenía ninguna respuesta.
—¡Lo siento!
De repente Jorunn descubrió algo en un rincón en el suelo. Era una cajita. Jorunn la cogió.
—Postales —dijo.
Sofía dio un respingo
—¡No las toques! Me oyes, no se te ocurra tocarlas.
Jorunn se sobresaltó. Soltó la caja como si quemara. Las postales quedaron esparcidas por el suelo. Al cabo de un par de segundos, se empezó a reír.
—Pero si no son más que postales.
Jorunn se sentó en el suelo. Al rato se sentó Sofía también.
—El Líbano... el Líbano... el Líbano... Todas las postales están fechadas en el Líbano —observó Jorunn.
—Lo sé —contestó Sofía, casi sollozando.
Jorunn se incorporó de golpe y la miró fijamente a los ojos.
—Entonces, ¿has estado aquí antes?
—Supongo que sí.
Se le ocurrió que todo sería más fácil si admitiera que había estado allí antes. No importaría que le contara a su amiga un poco de todo lo misterioso que le había ocurrido en los últimos días.
—No quería decírtelo hasta que no estuviéramos aquí.
Jorunn había empezado a leer las postales.
—Todas son para alguien que se llama Hilde Møller Knag.
Sofía todavía no había tocado ninguna de las postales.
—¿Ésa es la dirección completa?
Jorunn leyó:
—Hilde Møller Knag c/o Alberto Knox, Liselland, Noruega.
Sofía suspiró aliviada. Había temido que pusiera su nombre y dirección también en aquellas postales. Ahora empezó a mirarlas con más atención.
—28 de abril... 4 de abril... 6 de mayo... Hace pocos días que les han puesto el matasellos.
—Pero hay una cosa más... están selladas en Noruega. Mira: «Batallón de la ONU». Los sellos también son noruegos...
—Creo que lo hacen así. Se supone que tienen que ser neutrales, así que tienen su propia oficina de correos.
—¿Pero cómo mandan el correo a casa?
—Con aviones militares, creo.
Sofía dejó la vela en el suelo. Y entonces las dos amigas empezaron a leer lo que ponía en las postales. Jorunn las colocó en el orden correcto. Fue ella la que leyó la primera postal:
Querida Hilde. No sabes cuanto me apetece volver a casa, en Lillesand. Calculo que aterrizaré en Kjevik temprano la noche de San Juan. Me hubiera gustado volver para tu cumpleaños, pero estoy bajo ordenes militares. A cambio puedo prometerte que estoy poniendo todo mi empeño en un gran regalo que recibirás el día de tu cumpleaños. Un cariñoso saludo de alguien que siempre piensa en el futuro de su hija.
P. D. Envío una copia de esta postal a alguien que los dos conocemos. Ya lo comprenderás, Hildecita. Por ahora estoy siendo muy misterioso, pero ya lo entenderás.
Sofía cogió la siguiente postal:
Querida Hilde. Aquí abajo se vive sólo el momento. Si de algo me acordaré de estos meses en el Líbano será de esta eterna espera. Pero hago lo que puedo para que tengas el mejor regalo posible en tu decimoquinto cumpleaños. No puedo decir más por ahora. Me impongo a mi mismo una severa censura.
Abrazos, papá.
Las dos amigas apenas se atrevieron a respirar. Ninguna de las dos dijo nada, simplemente leyeron lo que ponía en las postales.
Querida hija. Lo que más me hubiese gustado habría sido haberte enviado mis confesiones con una paloma blanca. Pero no se encuentran palomas blancas en el Líbano. Este país arrasado por la guerra carece decididamente de palomas blancas. Ojalá las Naciones Unidas un día consigan crear la paz en el mundo.
P. D. Quizás puedas celebrar tu cumpleaños con otras personas. Lo hablaremos cuando llegue a casa. Pero aún no tienes ni idea de lo que estoy hablando.
Abrazos de uno que tiene tiempo de sobra para pensar en nosotros dos.
Ya sólo quedaba una postal. En ésta ponía:
Querida Hilde. Estoy tan a punto de explotar con todos mis secretos relacionados con tu cumpleaños que varias veces al día tengo que frenar el deseo de ir a llamarte por teléfono y contártelo todo. Es algo que crece y crece. Y sabes que, cuando una cosa no hace más que crecer, resulta cada vez más difícil mantenerla escondida.
Abrazos, papá.
P. D. Un día conocerás a una chica que se llama Sofía. Para que tengáis la posibilidad de conoceros un poco antes de encontraros, he comenzado a enviarle a ella copia de todas las postales que te envió a ti. Tiene una amiga que se llama Jorunn. Quizás puedas ayudar.
Cuando acabaron de leer la última postal, Jorunn y Sofía se quedaron sentadas mirándose fijamente a los ojos. Jorunn había agarrado por la muñeca el brazo de Sofía.
—Tengo miedo —dijo.
—Yo también.
—¿Qué fecha lleva la última postal?
Sofía miró la postal de nuevo.
—16 de mayo —dijo—. Es hoy.
—¡Imposible! —contestó Jorunn. Estaba más bien enfadada.
Miraron muy detenidamente el matasellos. No había vuelta de hoja. Ponía «16-5-90».
—No puede ser —insistió Jorunn—. Además no entiendo quién puede haber escrito estas postales. Tiene que ser alguien que nos conozca. ¿Pero cómo podía saber que nosotras vendríamos aquí hoy?
Jorunn era la que tenía más miedo. Para Sofía la historia de Hilde y su padre no era, al fin y al cabo, totalmente nueva.
—Creo que tiene que ver algo con el espejo de latón. Jorunn se sobresaltó de nuevo.
—¿No querrás decir que las postales salen a saltos del espejo en el momento en que les ponen el matasellos en una oficina de correos del Líbano.
—¿Tienes alguna explicación mejor?
—No.
—Pero también hay algo más que es muy misterioso.
Sofía se levantó e iluminó las dos postales. Jorunn se inclinó sobre ellas.
—«Berkeley» y «Bjerkely». ¿Qué significa eso?
—Ni idea.
La vela estaba a punto de consumirse.
—¡Vámonos! —dijo Jorunn.
—Quiero llevarme el espejo.
En esto, Sofía se levantó y descolgó el gran espejo de latón, que estaba colgado encima de la cómoda. Jorunn intentó protestar, pero Sofía no se dejó detener.