El número de la traición (30 page)

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Authors: Karin Slaughter

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: El número de la traición
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—Tú dirás.

—Ya no bebo. Llevo un año completamente sobrio.

—¿Has venido a hacer las paces?

Sam se echó a reír.

—Por Dios, Faith. Debes de ser la única persona en mi vida a la que no he dejado tirada.

—Solo porque yo te di la patada antes de que tuvieras ocasión —replicó Faith cerrando la bolsa de la basura de un tirón.

—Esa bolsa se va a romper.

No había terminado la frase cuando el plástico se rajó.

—Mierda —masculló Faith.

—¿Quieres que…?

—Puedo sola.

Sam se inclinó sobre el mostrador.

—Me encanta observar a una mujer haciendo las tareas del hogar.

Faith lo fulminó con la mirada.

Sam sonrió de nuevo.

—Creo que hoy en Rockdale te has despachado a gusto.

Faith blasfemó mentalmente al recordar que Max Galloway todavía no les había enviado los informes relativos a la escena del crimen. Estaba tan furiosa que no había estado pendiente, y no estaba dispuesta a permitir que volviera a salirle con que todo era mera rutina.

—Faith, te estoy hablando.

—La policía de Rockdale colabora sin reservas en la investigación —respondió sin salirse de lo acordado.

—Es la hermana la que debería preocuparte. ¿Has visto las noticias? Joelyn Zabel va por ahí culpando a tu compañero de la muerte de su hermana.

Aquello era algo que no pensaba permitir.

—Lee el informe de la autopsia.

—Ya lo he leído —replicó Sam. Faith imaginó que Amanda había filtrado el informe a ciertas personas para que divulgaran su contenido lo antes posible—. Jacquelyn Zabel se suicidó.

—¿Le has dicho eso a la hermana? —le preguntó Faith.

—A ella no le importa la verdad.

Faith le miró con ironía.

—Como a la mayoría.

El periodista encogió los hombros.

—Ya consiguió lo que quería de mí. Ahora prefiere salir en televisión.

—El
Atlanta Beacon
no es lo suficientemente bueno para ella, ¿eh?

—¿Por qué te pones tan borde conmigo?

—No me gusta tu trabajo.

—A mí tampoco me enloquece el tuyo, ¿sabes? —Se fue hacia el armario del fregadero para sacar una bolsa de basura—. Métela dentro de otra bolsa.

Faith cogió una nueva bolsa y trató de no pensar en lo que Pete había hallado durante la autopsia.

—¿Qué dice él? Me refiero a tu compañero, Trent —preguntó Sam con aire distraído mientras volvía a guardar el paquete de bolsas en el armario.

—El departamento de relaciones públicas te dará la información que necesites.

No era de los que aceptaban un no por respuesta.

—Francis me dijo que Galloway le ha dejado hoy a la altura del betún. Me lo ha pintado como un gorila con pocas luces.

La agente se olvidó por un momento de la basura.

—¿Quién es Francis?

—Fierro.

Mentalmente Faith se regodeó en lo afeminado del nombre.

—Y tú vas y publicas lo que te dice ese capullo sin molestarte en contrastar la información con alguien que te contaría la verdad.

Se apoyó en el mostrador de la cocina.

—Afloja un poco, ¿quieres? Me limito a hacer mi trabajo.

—¿Te dejan poner excusas en Alcohólicos Anónimos?

—No publiqué lo del asesino del riñón.

—Porque se demostró que no era verdad antes de que lo hicieras.

Se echó a reír.

—No hay manera de colarte un farol —dijo observándola mientras forcejeaba con la basura para meterla en la segunda bolsa—. Dios, cómo te he echado de menos.

Faith le fulminó con la mirada, pero sus palabras no le dejaron indiferente. Sam había sido su salvavidas durante muchos años; podía recurrir a él cuando de verdad lo necesitaba, pero no la agobiaba con sus atenciones.

—No he publicado nada sobre tu compañero —le dijo.

—Gracias.

—Pero ¿qué es lo que pasa con Rockdale? Es evidente que van a por vosotros.

—Tienen más interés en dejarnos en evidencia que en encontrar al tipo que secuestró a esas mujeres.

—Faith no se paró a pensar en que estaba verbalizando los sentimientos de Will—. Sam, es algo terrible. He visto a una de ellas con mis propios ojos. Ese asesino… quienquiera que sea…

Tardó demasiado en darse cuenta de con quién estaba hablando.


Off the record
—dijo él.

—Nada es
off the record
.

—Por supuesto que sí.

Faith sabía que era sincero. En el pasado le había contado secretos que él había guardado celosamente. Cosas relacionadas con algunos de sus casos. Secretos sobre su madre, una buena policía que había perdido su trabajo porque habían pillado a algunos de sus detectives metiendo la mano en alijos de droga. Sam jamás había publicado nada de lo que Faith le había contado, y por eso debía confiar en él ahora. Pero no podía, porque no se trataba solo de ella, también concernía a Will. Puede que en ese momento odiara a su compañero por ser tan pusilánime, pero por nada del mundo iba a dejar que nadie le cuestionara.

—¿Qué te pasa, nena?

Faith miró la bolsa de basura rasgada que tenía a sus pies, sabiendo que si levantaba la vista él podría leerlo todo en su cara. Recordó el día en que descubrió que a su madre la habían expulsado del cuerpo. Evelyn no quiso que nadie la consolara; prefirió que la dejaran sola, y su hija se sintió igual hasta que apareció Sam, que se había colado en su casa exactamente igual que ahora. Al sentir sus brazos alrededor de su cuerpo, Faith se desmoronó y rompió a llorar como un bebé.

—¿Nena?

Ella abrió la bolsa nueva de una sacudida.

—Estoy cansada, de mal humor y parece que no te enteras de que no voy a darte ningún titular.

—No quiero un titular. —El tono de Sam había cambiado. Faith alzó la vista para mirarle, sorprendida al ver una sonrisa bailando en sus labios—. Estás…

Se le vinieron a la cabeza muchas formas de terminar la frase: hinchada, sudorosa, como una ballena.

—Preciosa —dijo Sam para sorpresa de ambos. Nunca había sido muy proclive al halago, y desde luego Faith no estaba acostumbrada a escucharlos.

Salió de detrás del mostrador y se acercó a ella.

—Te veo distinta —dijo tocándole el brazo. La rugosidad de su palma hizo que una oleada de calor y de deseo recorriera todo el cuerpo de ella—. No sé, pareces tan…

Estaba muy cerca y miraba fijamente sus labios, como si quisiera besarlos.

—Oh —exclamó Faith—. No, Sam.

Se apartó bruscamente. Ya le había pasado con su primer embarazo: a los hombres les daba por tirarle los tejos, por decirle que estaba preciosa, aunque tuviera la barriga tan grande que no podía ni atarse los cordones de los zapatos. Debían de ser las hormonas, las feromonas, o algo así. Con catorce le daba un poco de grima, pero ahora, con treinta y tres, simplemente le molestaba.

—Estoy embarazada.

Sus palabras quedaron flotando entre los dos como un globo de plomo. Faith cayó en la cuenta entonces de que era la primera vez que las pronunciaba en alto.

Sam intentó quitarle hierro al asunto haciendo una broma.

—Vaya, y ni siquiera he tenido que quitarme los pantalones.

—Lo digo en serio. Estoy embarazada.

—¿Y eso…? —A Sam parecía costarle encontrar las palabras—. ¿El padre?

Faith pensó en Víctor; aún tenía calcetines suyos en el cubo de la ropa sucia.

—No lo sabe.

—Deberías decírselo. Tiene derecho a saberlo.

—¿Desde cuándo eres el más indicado para decidir lo que es moral o inmoral en una relación?

—Desde que mi mujer se sometió a un aborto sin decirme nada. —Sam se acercó a ella y le puso las manos sobre los hombros. Levantó los suyos—. Gretchen pensaba que no estaba preparado. Probablemente tenía razón, pero aún así…

Faith se mordió la lengua. Pues claro que Gretchen tenía razón: hasta un dingo le habría sido de más ayuda para criar a un hijo.

—¿Fue mientras salías conmigo?

—Después —respondió Sam bajando la vista. Apretó el brazo de Faith y recorrió con los dedos el cuello de su blusa—. Todavía no había tocado fondo.

—No estabas en situación de tomar una decisión responsable.

—Todavía estamos intentando entender lo que pasó.

—¿Por eso estás aquí?

Sam la besó apasionadamente. Faith sintió la aspereza de su barba y el sabor de la canela del chicle que había estado mascando. La subió encima del mostrador y sus lenguas se entrelazaron. A Faith no le desagradó, y cuando las manos de Sam se deslizaron por sus muslos y le subieron la falda no se resistió. De hecho le ayudó, aunque probablemente no debería haberlo hecho, porque eso precipitó el final de manera innecesaria.

—Perdona —se disculpó Sam meneando la cabeza y casi sin aliento—. No pretendía… Yo solo…

A Faith le daba igual. Pese a que con los años había logrado quitárselo de la cabeza, por lo visto su cuerpo recordaba cada centímetro del de Sam. Era tan condenadamente agradable volver a estar en sus brazos, volver a sentir la cercanía de alguien que lo sabía todo de su familia, de su trabajo y de su pasado… incluso aunque ese cuerpo no le sirviera de mucho ahora mismo.

Faith besó sus labios con mucha ternura.

—No pasa nada.

Sam se apartó. Estaba demasiado avergonzado para darse cuenta de que no importaba.

—Sammy…

—Todavía no le he cogido el tranquillo a esto de estar sobrio.

—No pasa nada —repitió Faith, e intentó besarle de nuevo.

Él se apartó bruscamente, mirando por encima de su hombro para no mirarla a los ojos.

—¿Quieres que…? —dijo, señalando su entrepierna sin demasiada convicción.

Faith exhaló un profundo suspiro. ¿Por qué todos los hombres de su vida la decepcionaban siempre? Dios sabía que sus expectativas no eran muy altas.

Sam miró su reloj.

—Gretchen debe de estar esperándome. Últimamente estoy trabajando hasta tarde.

Faith se rindió y apoyó la cabeza en el armario que tenía detrás. Pero aún podía sacar partido de aquella situación.

—¿Te importa llevarte la basura al salir?

Capítulo doce

—Maldita sea —murmuró Pauline, e inmediatamente se preguntó por qué no lo gritaba a voz en cuello—. ¡Joder! —aulló, con todas sus fuerzas.

Agitó las manos, sujetas con esposas, y tiró con fuerza, pese a que sabía que no le serviría de nada. Era como si la hubieran metido en la cárcel: las esposas estaban fuertemente atadas a un cinturón de cuero, de modo que aunque lograra doblar su cuerpo hasta hacerlo una bola no podía ni tocarse la barbilla con la punta de los dedos. Tenía los pies encadenados y los gruesos eslabones tintineaban a cada paso que daba. Había practicado tanto el yoga que podía ponerse los pies detrás de la cabeza pero ¿de qué le servía? ¿Para qué demonios servía la postura del arado cuando era tu vida lo que estaba en juego?

La venda que le cubría los ojos solo empeoraba las cosas, aunque había logrado desplazarla un poco frotando su cara contra los bloques de cemento situados a lo largo de una de las paredes. Estaba muy apretada. Milímetro a milímetro, había conseguido aflojarla, aunque para ello había tenido que despellejarse media cara. La habitación estaba a oscuras, pero Pauline sentía que había avanzado algo, que estaría preparada cuando la puerta se abriera y pudiera ver algo de luz por debajo de la venda.

Pero de momento, todo estaba a oscuras. Oscuridad era todo cuanto podía ver. No había ventanas, ni luz, ni nada que pudiera servirle para medir el paso del tiempo. Pensándolo bien, aunque no podía verlo, bien podía ser que alguien la estuviera vigilando, o grabándola, o peor aún, que se estuviera volviendo loca. Qué demonios, ya estaba empezando. Estaba empapada en sudor. Las gotas brotaban de su cuero cabelludo y le hacían cosquillas al deslizarse por la nariz. Resultaba enloquecedor, y la maldita oscuridad lo hacía aún más difícil.

A Felix le gustaba la oscuridad. Le encantaba que se metiera en la cama con él y le contara cuentos. Le gustaba esconderse entre las sábanas y taparse la cabeza con la manta. Quizá le había mimado demasiado cuando era más pequeño. Nunca le permitía irse a donde ella no pudiera verlo. Le daba miedo que alguien lo secuestrara, que alguien se diera cuenta de que en realidad ella no debería ser madre, de que no estaba capacitada para amar a un niño de la forma en que necesita ser amado. Pero lo quería: adoraba a su hijo. Lo quería tanto que pensar en él era lo único que le impedía hacerse una bola, enrollarse las cadenas alrededor del cuello y suicidarse.

—¡Socorro! —gritó, sabiendo que no serviría de nada. Si alguien pudiera oírla la habrían amordazado.

Unas horas antes había recorrido la habitación y calculado que debía de medir unos seis metros de largo por un poco más de cuatro. Una de las paredes estaba hecha de bloques de cemento, las demás de yeso, y había también una puerta metálica que estaba cerrada por fuera. En un rincón había un colchón de vinilo y un cubo con tapa para hacer sus necesidades. El cemento estaba frío bajo sus pies desnudos. Se oía un zumbido que venía de la habitación de al lado: un calentador de agua, algo mecánico. Estaba en un sótano, bajo tierra, y eso le hacía sentir pavor. Odiaba estar bajo tierra. Ni siquiera dejaba el coche en el garaje cuando iba a la oficina, hasta ese punto lo detestaba.

Dejó de caminar y cerró los ojos.

Nadie aparcaba en su sitio, justo al lado de la puerta. A veces salía a que le diera un poco el aire y se acercaba hasta la puerta del garaje para asegurarse de que su plaza estaba vacía. Podía leer el letrero desde la calle: PAULINE MCGHEE. Dios, lo que tuvo que batallar con la empresa que pintaba los rótulos para que pusieran esa «c» en minúscula. A alguien le había costado el puesto, pero a ella le daba igual, porque quien fuera no había sabido hacer su trabajo.

Si descubría que alguien había aparcado en su sitio llamaba al encargado para que lo sacara con la grúa. Porsche, Bentley, Mercedes… a Pauline le daba igual. Se había ganado a pulso esa puñetera plaza. Y aunque no la usara, no iba a permitir que nadie más lo hiciera.

—¡Sáquenme de aquí! —gritó, y sacudió los brazos, intentando deshacerse del cinturón. Pero era muy grueso, se parecía a los que llevaba su hermano en los años setenta. Tenía una doble fila de agujeros y dos dientes en la hebilla. El metal parecía recubierto de cera, y sabía que los dientes estaban soldados. No podía recordar cuándo había ocurrido, pero sabía de sobra qué tacto tenía un cinturón soldado.

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