—Parece que son las doce —anunció—. Sería descortés hacer esperar a Hattie.
—¿Ya es la hora de comer?
—Me temo que sí —dijo, levantándose de la butaca—. Hora de fortalecernos con un poco de alimento.
—Ve tú, tía Clara. Yo iré enseguida.
Mientras veía a la tía Clara salir de la habitación, Barber comprendió que la conversación se había terminado. Peor aún, comprendió que nunca se reanudaría. Había jugado todas sus cartas de una vez, y ya no había más cosas con las que sobornarla, ni más trucos para hacerla hablar.
Recogió las cartas de la mesa, las barajó y luego repartió una mano de solitario. Solly Tario, se dijo, jugando con su nombre. Decidió seguir hasta que ganara y estuvo sentado allí más de una hora. Para entonces, el almuerzo había terminado, pero no le importó. Por una vez en su vida, no tenía hambre.
Estábamos sentados en la cafetería del hotel, desayunando, cuando Barber me relató esta escena. Era domingo por la mañana y ya casi se nos había acabado el tiempo. Bebimos una última taza de café juntos y luego, mientras subíamos en el ascensor para recoger su equipaje, me contó el final de la historia. Su tía Clara murió en 1943. Hattie Newcombe heredó la propiedad de la Casa del Acantilado y durante el resto de la década vivió allí en ruinoso esplendor, reinando sobre multitud de hijos y nietos que ocupaban todas las habitaciones de la mansión. Después de su muerte, en 1951, su yerno vendió la finca a la Compañía Inmobiliaria Cavalcante, que demolió rápidamente la vieja casa. Al cabo de dieciocho meses la finca había sido dividida en veinte parcelas de mil metros cuadrados y en cada parcela se alzaba una casa de dos plantas, cada una de ellas idéntica a las otras diecinueve.
—Si hubieras sabido lo que sucedería, ¿la habrías regalado de todas formas? —le pregunté.
—Desde luego —contestó, acercando una cerilla a su cigarro apagado y echando el humo—. Jamás lo he lamentado. No se tiene a menudo la posibilidad de hacer semejantes extravagancias y me alegro de haberla aprovechado. En el fondo, es probable que regalarle esa casa a Hattie Newcombe sea lo más inteligente que he hecho en mi vida.
Ya estábamos delante de la entrada del hotel, esperando a que el portero llamara a un taxi. Cuando llegó el momento de despedirnos vi que, inexplicablemente, Barber estaba al borde de las lágrimas. Supuse que era una reacción retardada a la situación, que las tensiones del fin de semana habían sido demasiado para él; pero, naturalmente, no tenía ni idea de lo que estaba sufriendo, no podía ni imaginármelo. Él estaba despidiéndose de su hijo, mientras que yo estaba diciéndole adiós simplemente a un nuevo amigo, un hombre al que había conocido sólo dos días antes. El taxi estaba parado delante de nosotros, con el contador marcando a un ritmo frenético mientras el portero ponía la maleta en el maletero. Barber hizo un gesto como si fuera a abrazarme, pero luego se lo pensó mejor en el último momento y me puso las manos en los hombros y los apretó con fuerza.
—Eres la primera persona a quien le he contado estas historias —me dijo—. Gracias por ser tan buen oyente. Tengo la sensación..., no se cómo expresarlo..., tengo la sensación de que ahora hay un vínculo entre nosotros.
—Ha sido un fin de semana memorable —dije.
—Sí, efectivamente. Un fin de semana memorable.
Luego Barber introdujo su enorme cuerpo en el taxi, me hizo el gesto de los pulgares levantados y se perdió entre el tráfico. En ese momento pensé que no volvería a verle. Nos habíamos ocupado de nuestro asunto, habíamos explorado el terreno que teníamos que explorar y parecía que ahí acababa la historia. Incluso cuando, a la semana siguiente, me llegó por correo el manuscrito de
La sangre de Kepler
, no pensé que fuese una continuación de lo que habíamos comenzado sino, más bien, una conclusión, un pequeño broche final a nuestro encuentro. Barber había prometido mandármelo, y supuse que era un simple acto de cortesía. Al día siguiente le escribí una carta dándole las gracias y reiterando cuánto había disfrutado con nuestras conversaciones, y luego perdí el contacto con él, en apariencia definitivamente.
Mi paraíso del barrio chino continuaba. Kitty bailaba y estudiaba y yo seguía escribiendo y dando paseos. Llegó el día de Colón, luego el día de Acción de Gracias, después Navidad y Año Nuevo. Una mañana de mediados de enero sonó el teléfono y era Barber. Le pregunté desde dónde llamaba, y cuando me contestó que desde Nueva York, percibí una nota de excitación y alegría en su voz.
—Si tienes tiempo libre —le dije—, sería agradable volver a vernos.
—Sí, me apetece mucho verte. Pero no es necesario que cambies tus planes por mí. Pienso quedarme aquí algún tiempo.
—Tu universidad debe dar unas vacaciones muy largas entre semestres.
—Bueno, en realidad he pedido un permiso otra vez. No tengo que volver hasta septiembre y mientras tanto he pensado probar a vivir en Nueva York. He alquilado un apartamento en la calle Diez, entre la Quinta y la Sexta Avenidas.
—Es un barrio muy bonito. He paseado por ahí muchas veces.
—Acogedor y encantador, como dicen los anuncios de las agencias. Llegué anoche y estoy muy contento con él. Kitty y tú tenéis que venir a visitarme.
—Encantados. Nos dices el día y allí estaremos.
—Estupendo. Os volveré a llamar esta semana, en cuanto me haya instalado. Hay un proyecto que quiero comentar contigo, así que ya te puedes preparar a que te exprima el cerebro.
—No estoy seguro de que saques gran cosa, pero puedes quedarte con lo que haya.
Tres o cuatro días después, Kitty y yo fuimos a cenar al apartamento de Barber y a raíz de eso empezamos a verle con frecuencia. Fue Barber el que inició la amistad, y si tenía algún motivo oculto para cortejarnos, ninguno de nosotros podía adivinarlo. Nos invitaba a restaurantes, al cine, a conciertos, nos pedía que le acompañásemos al campo los domingos, y como estaba tan lleno de buen humor y de afecto, no podíamos resistirnos. Se ponía sus estrafalarios sombreros para ir a todas partes, gastaba bromas a diestro y siniestro y nunca se alteraba por la conmoción que producía en los lugares públicos. Barber nos tomó bajo su protección como si se propusiera adoptarnos. Dado que Kitty y yo éramos huérfanos, todo el mundo parecía salir beneficiado.
La primera noche que le vimos, Barber nos dijo que ya se había hecho la testamentaria de Effing. Había recibido un buen montón de dinero, comentó, y por primera vez en su vida no dependía de su trabajo. Si las cosas salían como esperaba, no tendría que volver a enseñar hasta en dos o tres años.
—Ésta es mi oportunidad de vivir a lo grande y voy a aprovecharla al máximo —dijo.
—Con todo el dinero que tenía Effing —dije yo—, pensé que podrías retirarte para siempre.
—Ojalá. He tenido que pagar el impuesto sucesorio, plusvalías, honorarios de abogados y gastos de los que nunca había oído hablar. Eso se ha llevado un buen pedazo. Además, lo que había de entrada era mucho menos de lo que pensábamos.
—¿Quieres decir que no eran millones?
—Ciertamente que no. Más bien miles. Una vez pagado todo, la señora Hume y yo hemos recibido unos cuarenta y seis mil dólares cada uno.
—Debería haberme dado cuenta —dije—. Hablaba como si fuese el hombre más rico de Nueva York.
—Sí, creo que tenía tendencia a la exageración. Pero lo último que se me ocurriría sería reprochárselo. He heredado cuarenta y seis mil dólares de alguien a quien no había visto nunca. Es más dinero del que he tenido en mi vida. Un golpe de suerte fantástico, un regalo inimaginable.
Nos contó que llevaba tres años trabajando en un libro sobre Thomas Harriot. En condiciones normales habría tardado dos años más en terminarlo, pero ahora que no tenía otras obligaciones, esperaba acabarlo hacia mediados de verano, dentro de seis o siete meses. Eso le llevó al proyecto que me había mencionado por teléfono. Sólo hacía un par de semanas que estaba tomando en consideración la idea, dijo, y quería mi opinión antes de pensarlo más en serio. Sería algo para más adelante, algo que emprendería cuando el libro sobre Harriot estuviese terminado, pero si llegaba a hacerlo, requeriría mucha planificación.
—Supongo que la cosa se reduce a una pregunta —dijo—, y no creo que puedas darme una respuesta rotunda. Pero, dadas las circunstancias, tu opinión es la única en la que puedo confiar.
Habíamos terminado de cenar en aquel momento y recuerdo que los tres estábamos aún sentados alrededor de la mesa, bebiendo coñac y fumando cigarros habanos que Barber había traído de contrabando a la vuelta de un reciente viaje a Canadá. Estábamos ligeramente borrachos y, en ese estado de ánimo, hasta Kitty había aceptado uno de los enormes puros que nos ofreció Barber. Me divertía verla chupándolo tranquilamente allí sentada, vestida con su
chipao
, pero no era menos graciosa la pinta del propio Barber, quien se había puesto para la ocasión un esmoquin color burdeos y un fez.
—Si soy el único que puede opinar —dije—, debe tratarse de algo relacionado con tu padre.
—Sí, eso es, eso es exactamente.
Para enfatizar su respuesta, Barber echó la cabeza hacia atrás y lanzó un anillo de humo perfecto. Kitty y yo lo miramos con admiración, siguiendo con los ojos la O mientras pasaba por delante de nosotros y lentamente perdía su forma. Después de una breve pausa, Barber bajó la voz una octava entera y dijo:
—He estado pensando en la cueva.
—Ah, la cueva —repetí—. La enigmática cueva del desierto.
—No puedo dejar de pensar en ella. Es como una de esas viejas canciones que no paran de sonar en la cabeza.
—Una vieja canción. Una vieja historia. No hay forma de librarse de ellas. Pero ¿cómo podemos saber si realmente existió esa cueva?
—Eso es lo que te iba a preguntar. Tú eres el que escuchó su historia. ¿Qué opinas, M. S.? ¿Estaba diciendo la verdad o no?
Antes de que yo pudiera pensar una respuesta, Kitty se inclinó hacia adelante apoyándose en un codo, me miró a mí, que estaba a su izquierda, miró a Barber, que estaba a su derecha, y luego resumió todo el problema en dos frases.
—Por supuesto que estaba diciendo la verdad —afirmó—. Puede que los hechos no fuesen siempre exactos, pero decía la verdad.
—Una respuesta muy profunda —dijo Barber—. Sin duda es la única que tiene sentido.
—Sospecho que sí —dije—. Aunque no hubiese una cueva real, existió la experiencia de una cueva. Todo depende de lo literalmente que quiera uno tomárselo.
—En ese caso —dijo Barber—, haré la pregunta de otra forma. Puesto que no podemos estar seguros, ¿hasta qué punto crees tú que vale la pena correr un riesgo?
—¿Qué clase de riesgo? —pregunté.
—El riesgo de perder el tiempo —dijo Kitty.
—Sigo sin entender.
—Quiere ir a buscar la cueva —me explicó Kitty—. ¿No es cierto, Sol? Quieres ir allí y tratar de encontrarla.
—Eres muy perspicaz, querida —dijo Barber—. Eso es precisamente lo que estoy pensando, y la tentación es muy fuerte. Si hay una posibilidad de que la cueva exista, estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por encontrarla.
—Hay una posibilidad —dije—. Tal vez no sea una posibilidad muy grande, pero no veo por qué habría de detenerte eso.
—No puede ir solo —dijo Kitty—. Sería demasiado peligroso.
—Muy cierto —asentí—. Nadie debería escalar montañas solo.
—Y menos los gordos —dijo Barber—. Pero ésos son detalles que ya resolveremos más adelante. Lo importante es que crees que debería hacerlo. ¿No es así?
—Podríamos hacerlo todos juntos —sugirió Kitty—. M. S. y yo seríamos tus exploradores.
—Claro que sí —dije, imaginándome de pronto vestido con un traje de ante, escudriñando el horizonte desde lo alto de un caballo palomino—. Encontraremos esa maldita cueva aunque sea la última cosa que hagamos.
Para ser absolutamente sincero, debo reconocer que no me tomé nada de esto en serio. Pensé que sólo se trataba de una de esas ideas de borracho que la gente concibe a altas horas de la noche y olvida a la mañana siguiente, y aunque seguíamos hablando de la “expedición” cada vez que nos veíamos, yo consideraba que era poco más que una broma. Resultaba divertido estudiar mapas y fotografías, discutir itinerarios y condiciones climatológicas, pero jugar con el proyecto era algo distinto de creer en él. Utah estaba tan lejos y las probabilidades de que llegáramos a organizar el viaje eran tan escasas que, incluso aunque Barber fuese sincero y creyera en el proyecto, yo no veía cómo iba a materializarse aquello. Este escepticismo se vio reforzado un domingo de febrero cuando vi a Barber pasear por los bosques de Berkshire. El hombre estaba tan desmesuradamente gordo, sus andares eran tan torpes y le faltaba el resuello de tal modo que no podía andar más de diez minutos sin tener que pararse para tomar aliento. Con la cara colorada por el esfuerzo, se dejaba caer en el tocón más próximo y se quedaba sentado durante tanto tiempo como había caminado, su enorme pecho subía y bajaba desesperadamente, el sudor le corría desde la boina escocesa como si su cabeza fuese un bloque de hielo que se derretía. Si las suaves colinas de Massachusetts le hacían ese efecto, pensé, ¿cómo iba a poder trepar por los cañones de Utah? No, la expedición era una farsa, un pequeño ejercicio de la fantasía. Mientras la cosa se quedara en el terreno de la conversación, no había por qué preocuparse. Pero si Barber daba alguna vez un paso real para marcharse, Kitty y yo estábamos completamente de acuerdo en que sería nuestro deber disuadirle.
Teniendo en cuenta esta temprana resistencia por mi parte, es irónico que al final fuese yo el que tuviese que ir a buscar la cueva. Sólo habían transcurrido ocho meses desde la primera vez que hablamos de la expedición, pero habían sucedido tantas cosas, tantas cosas habían quedado destrozadas, que mis reacciones iniciales ya no importaban. Fui porque no tenía alternativa. No era que yo quisiera ir; fue simplemente que las circunstancias me habían hecho imposible no ir.
Kitty supo que estaba embarazada a finales de marzo, y a principios de junio ya la había perdido. Toda nuestra vida voló en pedazos en cuestión de semanas, y cuando finalmente comprendí que el daño era irreparable, sentí como si me hubiesen arrancado el corazón. Hasta entonces, Kitty y yo habíamos vivido en una armonía sobrenatural, y cuanto más se prolongaba, menos probable parecía que algo pudiera interponerse entre nosotros. Tal vez si hubiéramos sido más combativos en nuestra relación, si nos hubiéramos pasado el tiempo peleándonos y tirándonos los platos a la cabeza, habríamos estado mejor preparados para superar la crisis. Pero ese embarazo cayó como un obús en un estanque y antes de que pudiésemos agarrarnos para resistir el impacto, nuestra barca se había hundido y estábamos nadando para salvar la vida.