—Yo no apostaría por ello. Estás empantanado, M. S., te estás reconcomiendo. La única cura es escapar.
—No puedo dejar mi trabajo.
—¿Por qué no?
—Para empezar, porque necesito el dinero. Además, Stan cuenta conmigo. No sería justo dejarle colgado por las buenas.
—Avísale de que te vas dentro de dos semanas. Encontrará a otro.
—¿Así sin más?
—Sí, así, sin más. Ya sé que eres un muchacho muy fuerte, pero, la verdad, no te veo trabajando como cargador de muebles toda tu vida.
—No pensaba dedicarme a ello como profesión. No es más que lo que podríamos llamar una situación temporal.
—Bueno, pues yo te ofrezco otra situación temporal. Puedes convertirte en mi ayudante, mi explorador, mi hombre de confianza. El trato incluye alojamiento y manutencion, provisiones gratis y una pequeña cantidad para gastos. Si estas condiciones no te satisfacen, estoy dispuesto a negociar. ¿Qué dices a eso?
—Estamos en verano. Si el clima de Nueva York te parece malo, en el desierto es aún peor. Nos asaríamos si fuéramos allí ahora.
—Tampoco es el Sahara. Nos compraremos un coche con aire acondicionado y viajaremos cómodamente.
—¿Viajar adónde? No tenemos la menor idea de por dónde empezar.
—Por supuesto que sí. No digo que encontremos lo que buscamos, pero sabemos cuál es la zona. El sudeste de Utah, comenzando desde el pueblo de Bluff. No perdemos nada por intentarlo.
Seguimos discutiendo varias horas más y poco a poco Barber venció mi resistencia. A cada argumento que yo le daba, respondía con un contraargumento; por cada razón negativa que yo aducía, él ofrecía dos o tres positivas. No sé cómo lo consiguió, pero al final casi me alegré de haberme rendido. Puede que fuera la absoluta infructuosidad de la empresa lo que me decidió. Si hubiese pensado que existía la menor posibilidad de encontrar la cueva, dudo que hubiese ido, pero la idea de una búsqueda inútil, de emprender un viaje condenado al fracaso, me atraía en aquel momento. Buscaríamos, pero no encontraríamos. Sólo importaría el viaje en sí y al final no nos quedaría nada más que la futilidad de nuestra ambición. Ésta era una metáfora con la que podía vivir, era el salto en el vacío con el que siempre había soñado. Le dije a Barber que podía contar conmigo y sellamos el trato con un apretón de manos.
Perfeccionamos el plan a lo largo de las dos semanas siguientes. En lugar de ir directamente, decidimos empezar dando un rodeo sentimental; nos detendríamos primero en Chicago y luego nos dirigiríamos al norte para ir a Minnesota antes de tomar el camino a Utah. Esto nos desviaría unos mil quinientos kilómetros, pero ninguno de los dos consideraba que la cosa constituyera un problema. No teníamos prisa por llegar a nuestro destino, y cuando le dije a Barber que deseaba visitar el cementerio donde estaban enterrados mi madre y mi tío, él no puso ninguna objeción. Puesto que íbamos a estar en Chicago, dijo, ¿por qué no desviarnos un poco más y subir hasta Northfield para pasar allí un par de días? Tenía que resolver allí unos asuntillos y de paso podría enseñarme la colección de cuadros y dibujos de su padre que guardaba en la buhardilla de su casa. No me molesté en decirle que en el pasado había rehuido ver esos cuadros. En el espíritu de la expedición en la que estábamos a punto de embarcarnos, dije que sí a todo.
Tres días después, Barber le compró a un tipo de Queens un coche con aire acondicionado. Era un Pontiac Bonneville rojo de 1965 con sólo setenta mil kilómetros en el cuentakilómetros. Se enamoró de él porque era ostentoso y rápido y no regateó mucho a la hora de pagar.
—¿Qué te parece? —me preguntaba sin cesar mientras lo examinábamos—. ¿A que es como un carro romano?
Había que cambiar el silenciador y los neumáticos y arreglar el carburador, y la parte de atrás estaba abollada, pero Barber estaba decidido y consideré que no tenía sentido tratar de disuadirle. A pesar de sus defectos, el coche era una maquinita vigorosa, como dijo Barber, y supuse que nos serviría como cualquier otro. Fuimos a dar una vuelta para probarlo y, mientras recorríamos las calles de Flushing, Barber me dio una conferencia sobre la rebelión de Pontiac contra lord Amherst. No debemos olvidar, dijo entusiásticamente, que este coche lleva el nombre de un gran jefe indio. Esto añadirá una nueva dimensión a nuestro viaje. Conduciendo este coche hacia el Oeste, rendiremos homenaje a los muertos, conmemorando a los valientes guerreros que se alzaron en defensa de la tierra que les habían arrebatado.
Compramos guías y mapas, gafas de sol, mochilas, cantimploras, prismáticos, sacos de dormir y una tienda de campaña. Después de trabajar semana y media más en la empresa de mudanzas de mi amigo Stan, pude dejarle con la conciencia tranquila cuando un primo suyo llegó a la ciudad para pasar el verano y aceptó ocupar mi puesto. Barber y yo salimos para nuestra última cena en Nueva York (sandwiches de rosbif en Stage Deli) y volvimos al apartamento a las nueve, con la intención de acostarnos a una hora razonable para poder salir temprano a la mañana siguiente. Estábamos a principios de julio de 1971. Yo tenía veinticuatro años y me parecía que mi vida había entrado en un callejón sin salida. Mientras estaba tumbado en el sofá en la oscuridad, oí que Barber iba de puntillas a la cocina y llamaba a Kitty por teléfono. No pude entender todo lo que decía, pero al parecer le hablaba de nuestro viaje.
—Nada es seguro —susurró—, pero puede que le haga bien. Quizá esté dispuesto a volver a verte cuando regresemos.
No me resultó difícil adivinar a quién se refería. Una vez que Barber volvió a su cuarto, encendí la luz y abrí otra botella de vino, pero el alcohol ya no parecía hacerme efecto. Cuando Barber vino a despertarme a las seis de la mañana, no creo que hubiese dormido más de veinte o treinta minutos.
A las siete menos cuarto ya estábamos en ruta. Barber conducía y yo iba en el asiento de la muerte, bebiendo café solo de un termo. Durante las primeras dos horas estuve medio inconsciente, pero cuando empezamos a atravesar los campos de Pennsylvania, fui emergiendo lentamente de mi sopor. Desde allí hasta que llegamos a Chicago, hablamos sin interrupción, turnándonos al volante mientras pasábamos por el oeste de Pennsylvania, Ohio e Indiana. Si no recuerdo casi nada de lo que dijimos, es probable que sea porque íbamos pasando de un tema a otro a la misma velocidad que el paisaje iba desapareciendo detrás de nosotros. Recuerdo que hablamos un rato de coches y de cómo había cambiado la vida en Estados Unidos; hablamos de Effing; hablamos de la torre de Tesla en Long Island. Todavía oigo a Barber carraspear, en el momento en que dejábamos atrás Ohio y entrábamos en Indiana, preparándose para soltar un largo discurso sobre el espíritu de Tecumseh, pero, por más que lo intento, no logro traer a mi memoria una sola frase del mismo. Más tarde, cuando empezó a ponerse el sol, pasamos más de una hora enumerando nuestras preferencias en todos los terrenos que se nos ocurrían: nuestras novelas favoritas, nuestras comidas favoritas, nuestros jugadores favoritos. Creo que debimos de llegar a más de cien categorías, un índice completo de gustos personales. Yo dije Roberto Clemente, Barber dijo Al Kaline. Yo dije
Don Quijote
, él dijo
Tom Jones
. A los dos nos gustaba más Schubert que Schumann, pero Barber tenía una debilidad por Brahms que yo no compartía. En cambio, a él Couperin le parecía aburrido, mientras que yo no me cansaba nunca de
Les Barricades Mystérieuses
. Él dijo Tolstoi, yo dije Dostoievski. El dijo
Casa desolada
, yo dije
Nuestro común amigo
. De todas las frutas conocidas por el hombre, estuvimos de acuerdo en que el limón era la que mejor olía.
Dormimos en un motel en las afueras de Chicago. Después de desayunar, condujimos al azar hasta que encontramos una floristería, donde compré dos ramos idénticos para mi madre y para el tío Victor. Barber estaba extrañamente silencioso en el coche, pero lo atribuí al cansancio del día anterior y no comenté nada al respecto. Nos costó trabajo encontrar el cementerio de Westlawn (un par de giros equivocados, un largo rodeo que nos llevó en dirección contraria), y cuando cruzamos la puerta de la verja, eran casi las once. Tardamos veinte minutos más en encontrar las tumbas, y cuando bajamos del coche, con un calor abrasador, recuerdo que ninguno de los dos dijo una palabra. Una cuadrilla de cuatro hombres acababa de cavar una tumba varias parcelas más allá de la de mi madre y mi tío y nos quedamos en silencio junto al coche un minuto o dos, viendo cómo los enterradores echaban las palas en la trasera de su camioneta verde y se alejaban. Su presencia era una intrusión, y Barber y yo entendimos tácitamente que teníamos que esperar a que desaparecieran; que no podíamos hacer lo que habíamos ido a hacer a menos que estuviéramos solos.
Después, todo sucedió muy deprisa. Cruzamos la carretera, y cuando vi los nombres de mi tío y mi madre en las pequeñas lápidas de piedra, me encontré de repente luchando por contener las lágrimas. No había esperado una reacción tan violenta, pero al pensar que estaban realmente allí, bajo mis pies, me puse a temblar incontroladamente. Creo que pasaron varios minutos, pero es sólo una suposición. No veo más que una mancha borrosa, unos cuantos gestos aislados en la niebla de la memoria. Recuerdo que puse una piedra encima de cada lápida, y de vez en cuando me veo a gatas, arrancando furiosamente las malas hierbas que crecían entre el césped enmarañado que cubría las tumbas. Sin embargo, cuando busco a Barber no soy capaz de situarle en la escena. Esto me indica que estaba demasiado trastornado para fijarme en él, que en el intervalo de esos minutos me olvidé de que estaba allí. La historia había empezado sin mí, por así decirlo, y cuando intervine en ella, la acción ya estaba muy avanzada, todo se había disparado.
No sé cómo, estaba nuevamente de pie junto a Barber. Estábamos uno al lado del otro delante de la tumba de mi madre, y cuando volví la cabeza hacia él, vi que las lágrimas corrían por sus mejillas. Barber sollozaba, y al oír los ahogados y desesperados sonidos que salían de su garganta, me di cuenta de que hacía rato que los oía. Creo que en ese momento dije algo: ¿Qué te pasa? o ¿Por qué lloras? No recuerdo las palabras exactas. Pero, en cualquier caso, Barber no me oyó. Siguió mirando fijamente la tumba de mi madre, llorando bajo el inmenso cielo azul como si fuera el único hombre que quedara en el mundo.
—Emily... —dijo al fin—. Mi querida, mi pequeña Emily... Mira cómo has acabado... Si no hubieses huido... Si me hubieses dejado amarte... Mi dulce, mi adorada, mi pequeña Emily... Qué desperdicio, qué terrible desperdicio...
Las palabras salían de su boca atropelladas, espasmódicas, una riada de dolor que se deshacía en fragmentos no bien tocaba el aire. Le escuché como si la tierra se hubiese puesto a hablarme, como si oyera hablar a los muertos desde dentro de sus tumbas. Barber había amado a mi madre. A partir de este único hecho incontestable, todo empezó a moverse, a tambalearse, a hacerse pedazos; el mundo entero comenzó a alterarse ante mis ojos. Él no me lo dijo abiertamente, pero de pronto lo supe. Supe quién era yo, de pronto lo supe todo.
Durante los primeros momentos no sentí nada más que ira, una oleada de demoníaca náusea y asco.
—¿De qué estás hablando? —le dije, y como él seguía sin mirarme, le empujé con las dos manos, sacudiendo su enorme brazo derecho con un fuerte y agresivo golpe—. ¿De qué estás hablando? —repetí—. Di algo, maldito saco de grasa, di algo o te parto la boca.
Entonces Barber se volvió hacia mí, pero lo único que pudo hacer fue sacudir la cabeza de atrás a delante, como tratando de decirme lo inútil que sería explicar nada.
—Dios santo, Marco, ¿por qué tuviste que traerme aquí? —dijo al fin—. ¿No sabías lo que sucedería?
—¡Saber! —le grité—. ¿Cómo iba a saberlo? Nunca dijiste nada, mentiroso. Me engañaste y ahora quieres que te compadezca. Pero ¿y yo? ¿Y yo, asqueroso hipopótamo?
Di rienda suelta a mi furia, gritando a pleno pulmón bajo el calor estival. Después de unos momentos, Barber empezó a retroceder, huyó de mi ataque tambaleándose, como si no pudiera soportarlo más. Seguía llorando y llevaba la cara oculta entre las manos mientras andaba. Ciego a todo lo que le rodeaba, se alejó dando traspiés entre las hileras de tumbas como un animal herido, aullando y sollozando mientras yo continuaba insultándole a gritos. El sol estaba ya en lo alto del cielo y todo el cementerio se estremecía con un extraño y palpitante resplandor, como si la luz se hubiese vuelto demasiado fuerte para ser real. Vi que Barber daba unos cuantos pasos más y luego, al llegar al borde de una tumba recién abierta, empezó a perder el equilibrio. Debió de tropezar con una piedra o con un desnivel del terreno y de repente se le doblaron las piernas. Fue todo tan rápido...
Levantó los brazos, agitándolos desesperadamente como si fueran alas, pero no le dio tiempo de enderezarse. En un instante pasó de estar allí a desaparecer dentro de la tumba. Antes de que pudiera echar a correr hacia él, oí que su cuerpo aterrizaba en el fondo con un fuerte ruido sordo.
Al final hizo falta una grúa para sacarle de allí. Cuando miré al fondo del hoyo no supe si estaba vivo o muerto, y como no había nada a que agarrarse en las paredes, me pareció demasiado peligroso arriesgarme a descender. Estaba tumbado de espaldas, con los ojos cerrados, absolutamente inmóvil. Pensé que podría caerme encima de él si trataba de bajar, así que me dirigí apresuradamente en el coche a las oficinas y le pedí al empleado que llamara por teléfono para pedir ayuda. A los diez minutos llegó una brigada de emergencia, pero pronto se encontraron con el mismo dilema que me había frustrado a mí. Después de algunas vacilaciones, nos cogimos todos de las manos y logramos bajar a un enfermero hasta el fondo. Éste anunció que Barber estaba vivo, pero por lo demás las noticias no eran buenas. Conmoción cerebral, nos dijo, tal vez incluso fractura de cráneo. Luego, tras una breve pausa, añadió:
—Es posible que también tenga rota la columna. Tendremos que tener muchísimo cuidado al sacarle de aquí.
Eran las seis de la tarde cuando al fin entraban a Barber en la sala de urgencias del Hospital del Condado de Cook. Seguía inconsciente y durante los siguientes cuatro días no dio señales de volver en sí. Los médicos le operaron la espalda, le pusieron en tracción y me dijeron que rezase. No salí del hospital en cuarenta y ocho horas, pero cuando se hizo evidente que la cosa iba para largo utilicé la American Express de Barber para tomar una habitación en un motel cercano, el Eden Rock. Era un lugar siniestro, con las paredes verdes manchadas y una cama llena de bultos, pero sólo iba allí a dormir. Una vez que Barber salió del coma, yo pasaba dieciocho o diecinueve horas diarias en el hospital y en los dos meses siguientes ése fue todo mi mundo. No hice otra cosa que estar sentado junto a él hasta que murió.