Durante el primer mes no parecía en absoluto que las cosas fueran a terminar tan mal. Encorsetado en un enorme molde de escayola suspendido en unas poleas, Barber colgaba en el aire como desafiando las leyes de la gravedad. Estaba inmovilizado hasta tal punto que ni siquiera podía volver la cabeza y no se alimentaba más que por medio de tubos introducidos por su garganta; pero, a pesar de todo, mejoraba, parecía que se recuperaba. Más que nada, me dijo, se alegraba de que la verdad hubiese salido finalmente a la luz. Si el precio que tenía que pagar por ello era estar escayolado unos meses, consideraba que valía la pena.
—Puede que tenga los huesos rotos —me dijo una tarde—, pero mi corazón está curado por fin.
Fue en esos días cuando me contó toda la historia, y como no podía hacer otra cosa más que hablar, acabó haciéndome un relato exhaustivo y meticuloso de toda su vida. Escuché cada detalle de su relación con mi madre, los deprimentes pormenores de su estancia en Cleveland y la historia de sus posteriores viajes por el corazón de Estados Unidos. Probablemente no hace falta decir que mi estallido de ira en el cementerio se había desvanecido hacía tiempo, pero aunque la evidencia no dejaba mucho lugar a dudas, algo en mí se resistía a aceptar que fuera mi padre. Sí, era cierto que Barber se había acostado con mi madre una noche de 1946; y si, también era cierto que yo había nacido nueve meses después; pero ¿cómo podía estar seguro de que Barber era el único hombre con el que ella se acostaba? No parecía muy probable, pero, no obstante, era posible que mi madre hubiese estado saliendo con dos hombres al mismo tiempo. En ese caso, podía ser el otro el que la hubiese dejado embarazada. Ésta era mi única defensa contra la creencia total y me resistía a renunciar a ella. Mientras quedara una pizca de escepticismo, no tendría que reconocer que hubiese sucedido nada. La mía era una reacción inesperada, pero, pensándolo ahora, creo que tenía cierto sentido. Durante veinticuatro años había vivido con una pregunta sin respuesta y poco a poco había llegado a considerar ese enigma como el dato fundamental respecto a mí. Mis orígenes eran un misterio y nunca sabría quién era mi padre. Esto era lo que me definía, ya me había acostumbrado a mi oscuridad y me aferraba a ella como a una necesidad ontológica. A pesar de lo mucho que había soñado con encontrar a mi padre, nunca creí que fuera posible. Ahora que le había encontrado, el trastorno interior era tan grande que mi primer impulso fue negarlo. La causa de esta negativa no era Barber, sino la situación misma. Él era el mejor amigo que tenía y yo le quería. Si había un hombre en el mundo a quien hubiera elegido para ser mi padre, ése era él. Pero, a pesar de ello, no podía aceptarlo. Había recibido una descarga que había recorrido todo mi sistema y no sabía cómo encajar el golpe.
Pasaron varias semanas y finalmente me resultó imposible cerrar los ojos a la realidad. Debido al molde de escayola que mantenía su cuerpo rígido, Barber no podía comer nada sólido y al poco tiempo empezó a perder peso. Era un hombre acostumbrado a atiborrarse de miles de calorías diariamente y el brusco cambio de dieta tuvo un efecto inmediato y perceptible. Se precisa un gran esfuerzo para mantener semejante mole de exceso de grasa y una vez que disminuye la ingestión, empiezan a perder kilos rápidamente. Barber se quejaba al principio, en varias ocasiones incluso lloró de hambre, pero pasado algún tiempo comenzó a pensar que aquel severo régimen obligado era en el fondo una bendición.
—Es una oportunidad de lograr algo que nunca he conseguido —me dijo—. Imagínate, M. S., si puedo seguir a este ritmo, cuando salga de aquí habré perdido cerca de cincuenta kilos. A lo mejor, hasta setenta. Seré un hombre nuevo. Nunca volveré a tener mi aspecto de antes.
Le creció el pelo a los lados del cráneo (una mezcla de gris y castaño rojizo) y el contraste entre esos tonos y el color de sus ojos (un azul oscuro, metálico) parecía hacer resaltar su cabeza con una nueva definición y claridad, como si fuera emergiendo gradualmente de la masa indiferenciada que la rodeaba. Después de diez o doce días en el hospital, su piel adquirió una blancura cadavérica, pero esta palidez dio una nueva delgadez a sus mejillas, y a medida que la hinchazón de las células de grasa y carne blanda continuaba bajando, un segundo Barber salía a la superficie, un yo secreto que había estado encerrado dentro de él durante años. Era una transformación asombrosa y, en cuanto hubo avanzado, desencadenó una serie de efectos secundarios notables. Apenas lo noté al principio, pero una mañana, cuando ya llevaba unas tres semanas en el hospital, le miré y vi algo que me resultaba conocido. Fue una impresión momentánea, y antes de que pudiera identificar lo que había visto, desapareció. Dos días después sucedió algo similar, pero esta vez duró lo suficiente para que notara que la zona de reconocimiento estaba localizada en torno a los ojos de Barber, quizá en los ojos mismos. Me pregunté si no habría percibido un parecido de familia con Effing, si algo en la forma en que Barber me miró en aquel momento no me habría recordado a su padre. Fuese lo que fuese, esa breve impresión era inquietante y no pude librarme de ella en todo el día. Me perseguía como un fragmento de un sueño que no puedes recordar, un relámpago de algo ininteligible que hubiera aflorado de las profundidades de mi subconsciente. Luego, a la mañana siguiente, comprendí al fin lo que había visto. Entré en la habitación de Barber para mi visita diaria, y cuando él abrió los ojos y me sonrió con expresión lánguida debido a los analgésicos, me descubrí estudiando los contornos de sus párpados, concentrándome en el espacio entre las cejas y las pestañas, y de pronto comprendí que me estaba mirando a mí mismo. Los ojos de Barber eran iguales a los míos. Ahora que su cara se había encogido, lo veía. Nos parecíamos; la semejanza era inequívoca. Una vez que tomé conciencia de ello, una vez que la verdad me saltó a la vista, no tuve más remedio que aceptarla. Era hijo de Barber, ahora lo sabía sin sombra de duda.
Durante dos semanas más, las cosas parecían ir bien. Los médicos se mostraban optimistas, y comenzamos a desear que llegara el día en que le quitaran la escayola. A principios de agosto, sin embargo, Barber empeoró de repente. Cogió una infección y el medicamento que le dieron para combatirla le produjo una reacción alérgica, que le subió la tensión arterial a niveles críticos. Otras pruebas revelaron una diabetes que nunca le habían diagnosticado, y a medida que los médicos continuaban investigando, nuevas enfermedades y problemas se iban añadiendo a la lista: angina de pecho, gota incipiente, dificultades circulatorias, y Dios sabe qué más. Era como si su cuerpo no pudiera aguantar más, simplemente. Había soportado mucho y ahora la maquinaria se estaba averiando. La enorme pérdida de peso había debilitado sus defensas y no le quedaban reservas para luchar, sus células sanguíneas se negaban a organizar un contraataque. El veinte de agosto me dijo que sabía que iba a morir, pero no quise escucharle.
—Tú resiste —le dije—. Te sacaremos de aquí antes del primer partido de la Serie Mundial.
Yo ya no sabia lo que sentía. La tensión de verle derrumbarse me dejaba insensible y en la tercera semana de agosto me movía como en estado hipnótico. Lo único que me importaba a aquellas alturas era mantener una actitud impasible. Nada de lágrimas, ni ataques de desesperación, ni fallos de la voluntad. Rebosaba esperanza y seguridad, pero interiormente debía de saber que en realidad la situación era irreversible. No obstante, no tomé conciencia de ello hasta el último momento, y ocurrió de la forma más indirecta posible. Había entrado a cenar en un restaurante ya muy tarde. Uno de los platos especiales del día era, casualmente, empanada de pollo estofado, un plato que no había comido desde que era niño, tal vez desde los tiempos en que aún vivía con mi madre. En el momento en que leí esas palabras en la carta supe que no podría tomar ninguna otra cosa esa noche. Se lo pedí a la camarera y durante tres o cuatro minutos estuve recordando el apartamento de Boston donde vivíamos mi madre y yo, viendo por primera vez en muchos años la diminuta mesa de la cocina en la que comíamos juntos. Luego volvió la camarera y me dijo que se les habían acabado las empanadas de pollo estofado. No tenía ninguna importancia, por supuesto. En el ancho universo, no era más que una mota de polvo, una pizca infinitesimal de antimateria, pero de pronto sentí como si el techo se me hubiera venido encima. No quedaban empanadas de pollo estofado. Si alguien me hubiese dicho que en California habían muerto veinte mil personas en un terremoto, no me habría sentido más apenado de lo que lo estaba en aquel momento. Incluso se me llenaron los ojos de lágrimas y fue entonces, sentado en aquel restaurante y luchando con mi decepción, cuando comprendí lo frágil que se había vuelto mi mundo. El huevo estaba resbalando entre mis dedos y antes o después caería al suelo inexorablemente.
Barber murió el cuatro de septiembre, justo tres días después del incidente del restaurante. Pesaba sólo cien kilos y era como si la mitad de él hubiese desaparecido ya, como si una vez iniciado el proceso fuese inevitable que el resto desapareciese también. Necesitaba hablar con alguien, pero la única persona que se me ocurría era Kitty. Eran las cinco de la madrugada cuando la llamé, y ya antes de que cogiera el teléfono, supe que no la llamaba únicamente para darle la noticia. Tenía que averiguar si estaba dispuesta a aceptarme de nuevo.
—Ya sé que debías estar durmiendo —dije—, pero no cuelgues hasta que hayas oído lo que tengo que decirte.
—¿M. S.? —Su voz sonaba sofocada, aturdida—. ¿Eres tú, M. S.?
—Estoy en Chicago. Sol ha muerto hace una hora, y no había nadie más con quien pudiera hablar.
Tardé un buen rato en contarle la historia. Al principio no me creía y mientras le iba dando más detalles, comprendí cuán improbable sonaba todo. Sí, le dije, se cayó dentro de una tumba abierta y se rompió la columna. Sí, de verdad que era mi padre. Sí, ha muerto esta noche. Sí, te estoy llamando desde un teléfono público del hospital. Hubo una breve interrupción cuando la telefonista intervino para decirme que metiera más monedas y cuando se restableció la línea, oí que Kitty estaba sollozando.
—Pobre Sol —dijo—. Pobre Sol y pobre M. S. Pobres todos.
—Perdóname por llamarte. Pero me parecía mal no decírtelo.
—No, me alegro de que me hayas llamado. Pero es tan duro de encajar... Dios mío, M. S., si supieras cuánto tiempo he esperado tener noticias tuyas.
—Lo he estropeado todo, ¿no es verdad?
—No es culpa tuya. No puedes remediar sentir lo que sientes, nadie puede.
—No esperabas volver a saber de mí, ¿verdad?
—Ya no. Durante los dos primeros meses no pensé en otra cosa. Pero no se puede vivir así, no es posible. Poco a poco, dejé de esperar.
—Yo he seguido amándote cada minuto. Lo sabes, ¿no?
Una vez más, hubo un silencio al otro lado de la línea y luego la oí empezar a sollozar de nuevo, unos sollozos entrecortados y angustiosos que la dejaban sin respiración.
—Cielo santo, M. S., ¿qué estás tratando de hacerme? No sé nada de ti desde junio, luego me llamas desde Chicago a las cinco de la madrugada, me desgarras el corazón contándome lo que le ha pasado a Sol... ¿y luego te pones a hablarme de amor? No es justo. No tienes derecho a hacerlo. Ya no.
—No puedo soportar estar sin ti por más tiempo. He tratado de hacerlo, pero no puedo.
—Yo también he tratado de hacerlo, y sí puedo.
—No te creo.
—Ha sido demasiado duro para mi, M. S. La única manera de sobrevivir era volverme igualmente dura.
—¿Qué tratas de decirme?
—Que es demasiado tarde. No puedo exponerme a eso otra vez. Casi me matas, ¿sabes? Y no puedo arriesgarme a que vuelva a ocurrir.
—Has encontrado a otro ,¿no?
—Han pasado meses. ¿Qué querías que hiciera mientras tú atravesabas medio país tratando de decidirte?
—Estás en la cama con él ahora, ¿no es cierto?
—Eso no es asunto tuyo.
—Pero es así, ¿verdad? Dímelo.
—La verdad es que no estoy con nadie. Pero eso no significa que tengas derecho a preguntármelo.
—Me da igual quién sea. Eso no cambia nada.
—Basta, M. S. No puedo soportarlo, no quiero oír una palabra más.
—Te lo suplico, Kitty. Déjame volver contigo.
—Adiós, Marco. Sé bueno contigo mismo. Por favor, sé bueno contigo mismo.
Y luego colgó.
Enterré a Barber junto a mi madre. No fue fácil conseguir que le aceptaran en el cementerio de Westlawn, el único gentil en un mar de judíos rusos y alemanes, pero puesto que en la tumba familiar de los Fogg aún había sitio para un cuerpo más y yo era legalmente el cabeza de familia y por lo tanto el dueño de esa tierra, al final me salí con la mía. De hecho, enterré a mi padre en el lugar destinado para mí. Teniendo en cuenta todo lo sucedido en los últimos meses, me pareció que era lo menos que podía hacer por él.
Después de mi conversación con Kitty, necesitaba hacer cualquier cosa que me distrajera de mis pensamientos y, a falta de nada mejor, las gestiones del entierro me ayudaron a pasar los siguientes cuatro días. Dos semanas antes de su muerte, Barber había reunido sus últimos restos de energía para hacerme donación de sus bienes, por lo que ahora disponía de suficiente dinero. Me dijo que los testamentos eran demasiado complicados y puesto que quería que fuese todo para mí, ¿por qué no dármelo, sencillamente? Traté de disuadirle, sabiendo que esta cesión era la aceptación definitiva de su derrota, pero tampoco quise insistir demasiado. Por entonces, Barber estaba ya resistiendo a duras penas y no hubiera estado bien ponerle obstáculos.
Pagué las facturas del hospital, pagué a la funeraria y pagué una lápida por adelantado. Llamé al rabino que había presidido mi
bar mitzvah
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once años antes para que oficiara en el entierro. Era ya un anciano, debía de tener bastante más de setenta años, y no se acordaba de mi nombre. Estoy retirado, me dijo, ¿por qué no se lo pide a otro rabino? No, le contesté, tiene que ser usted, rabino Green, no quiero que sea ningún otro. Me costó convencerle, pero finalmente conseguí que aceptara por el doble de sus honorarios habituales. Esto es sumamente anormal, me dijo. No hay casos normales, le respondí. Toda muerte es única.
El rabino Green y yo fuimos los únicos presentes en el entierro. Pensé en notificar al Magnus College la muerte de Barber, por si alguno de sus colegas deseaba asistir, pero luego decidí no hacerlo. No estaba en condiciones de pasar el día con extraños, no quería hablar con nadie. El rabino aceptó mi petición de no hacer el elogio del fallecido en inglés, limitándose a recitar las tradicionales oraciones hebreas. Había olvidado casi por completo mi hebreo y me alegré de no poder entender lo que decía. Esto me dejaba a solas con mis pensamientos, que era lo único que deseaba. El rabino Green debió de pensar que estaba loco y en las horas que pasamos juntos se mantuvo lo más alejado de mí que pudo. Sentí pena por él, pero no tanta como para hacer nada al respecto. En total, no creo que le dijera más de cinco o seis palabras. Cuando la limusina le depositó delante de su casa después del mal trago, me estrechó la mano y me dio unas suaves palmaditas en los nudillos. Era un gesto de consuelo que debía de ser tan natural para él como firmar su nombre y casi no parecía darse cuenta de que lo hacía.