»Un mes después, el teniente Michael Peake, uno de los antiguos pretendientes de tu madre, llamó a su puerta con una noticia que iba a sembrar de terror sus vidas: Jawahal había incendiado un pabellón de la prisión de criminales peligrosos en la que estaba confinado y había huido, no sin antes escribir en los muros de su celda, con la sangre de su compañero degollado, la palabra venganza.
»Peake se comprometió personalmente a buscar a Jawahal y a protegerlos de cualquier posible amenaza. Pasaron dos meses sin novedades ni indicios de la presencia de Jawahal. Hasta el día del cumpleaños de tu padre.
»Al amanecer llegó un paquete entregado a su nombre por un mendigo. Contenía un medallón, la joya por la que había cometido su primer asesinato, y una nota. En ella, Jawahal explicaba que tras varias semanas de espiarlos en secreto y de comprobar que ahora era un hombre de éxito y que tenía una esposa radiante, quería desearles lo mejor y, tal vez, realizar alguna visita próxima para, como él decía, volver a compartir como hermanos lo que les pertenecía a ambos.
»Los días siguientes estuvieron sembrados de pánico. Uno de los centinelas que Peake había puesto a custodiar la casa por la noche apareció muerto. El perro de tu padre fue hallado en el fondo del pozo del patio. Y cada noche, ante la impotencia de Peake y sus hombres, los muros de la casa amanecían con nuevas amenazas pintadas en sangre.
»Aquéllos fueron días difíciles para tu padre. Se acababa de construir su máxima obra, la estación de Jheeter’s Gate en la orilla Este del Hooghly. Era una estructura de acero impresionante y revolucionaria y constituía la culminación del proyecto largamente ansiado de tu padre de establecer una red de ferrocarril en todo el país que permitiese desarrollar el comercio propio y modernizar las provincias hasta llegar a superar el dominio británico. Aquélla siempre fue una de sus obsesiones, sobre la que podía hablar con vehemencia durante horas, como si se tratase de una misión divina que le hubiese sido encomendada.
»La inauguración oficial de Jheeter's Gate tuvo lugar al final de aquella semana y, para celebrar la ocasión, se decidió fletar simbólicamente un tren que iba a transportar a 360 niños huérfanos a su nuevo hogar en el Este del país. Eran hijos de los estratos más castigados por la pobreza, y el proyecto de tu padre significaba para ellos una nueva vida. Era un empeño en el que tu padre había estado comprometido desde el primer día y, que constituía la ilusión de su vida. Tu madre insistió hasta la desesperación en acudir durante unas horas al acto y le aseguró que la protección del teniente Peake y sus hombres bastaba para mantenerla segura.
»Cuando tu padre subió al tren y puso en marcha la máquina que debía conducir a los niños a su nuevo hogar, sucedió algo imprevisto y para lo cual nadie estaba preparado. El fuego. Un terrible incendio se propagó por varios niveles de la estación y a lo largo de los vagones del tren que se internaba en el túnel convertido en un verdadero infierno rodante, una tumba de hierro candente para los niños que viajaban en su interior. Tu padre murió aquella noche intentando salvar inútilmente a los niños mientras sus sueños se desvanecían entre las llamas para siempre.
»Cuando tu madre recibió la noticia, estuvo a punto de perderte. Pero la fortuna, cansada de enviar desgracias a la familia, quiso salvarte. Tres días más tarde, cuando apenas le faltaban unos días para dar a luz, Jawahal y sus hombres irrumpieron en la casa y se llevaron a tu madre, no sin antes proclamar que la tragedia de Jheeter’s Gate había sido obra suya.
»El teniente Peake logró sobrevivir y seguirlos hasta las entrañas de la estación de Jheeter's Gate, que ahora se había convertido en un lugar abandonado y maldito donde nadie había vuelto a entrar desde la noche de la tragedia. Jawahal dejó una nota en la casa jurando matar a tu madre y al niño que iba a dar a luz. Pero había algo que ni él mismo había previsto. No era un niño. Eran dos. Dos gemelos. Un niño y una niña. Vosotros dos…».
Aryami Bosé siguió relatando el resto de la historia: cómo Peake había conseguido salvarlos y llevarlos hasta su casa, cómo ella había decidido separarlos y ocultarlos del asesino de sus padres… Ni Sheere ni Ben la escuchaban ya. Ian observó en silencio el rostro blanco de su mejor amigo y el de Sheere. Apenas parpadeaban; las revelaciones que habían oído de labios de la anciana parecían haberlos transformado en estatuas. Ian suspiró profundamente y deseó no haber sido él el elegido para asistir a aquella extraña sesión familiar. Se sentía profundamente incómodo al encarnar el papel de intruso en el drama de sus amigos.
Con todo, Ian se tragó su propia consternación por cuanto había averiguado y sus pensamientos se concentraron en Ben. Trataba de imaginar la tormenta interna que la historia de Aryami debía de haber desatado en él y maldecía la brusquedad con que el miedo y el cansancio habían llevado a la anciana a desvelar acontecimientos cuya trascendencia iba probablemente mucho más allá de lo aparente. Trató de apartar de su mente por el momento el suceso que Ben había explicado aquella misma mañana sobre su visión de un tren en llamas. Las piezas de aquel rompecabezas se multiplicaban con una velocidad escalofriante.
No podía olvidar las decenas de veces en que Ben había afirmado que ellos, los miembros de la Chowbar Society, eran personas sin pasado. Ian temía que el encuentro de Ben con su pasado en las penumbras de aquel caserón hubiera desgarrado su interior sin remedio. Se conocían desde niños e Ian sabía de las largas e impenetrables melancolías de Ben, de cómo era mejor apoyarle sin formular preguntas o tratar de leer sus pensamientos. Por lo que sabía de su amigo, la fachada altanera y arrolladora con que Ben solía escudarse habitualmente había encajado aquel golpe como una puñalada fatal, una herida de la que el propio Ben no querría hablar jamás.
Ian posó su mano suavemente sobre el hombro de Ben, pero su amigo no pareció advertirlo.
Ben y Sheere, que apenas unas horas antes se habían sentido unidos por un nexo de simpatía y afecto crecientes, parecían ahora incapaces de mirarse el uno al otro, como si las nuevas cartas que se habían repartido en el juego les hubiesen hecho conscientes de un extraño pudor, o de un temor elemental a intercambiar un simple gesto.
Aryami miró a Ian, inquieta. El silencio reinaba en la sala. Los ojos de la anciana parecían suplicar una disculpa, el perdón del mensajero portador de malas noticias. Ian ladeó la cabeza ligeramente, indicando a Aryanmi que abandonasen la sala. La anciana dudó unos instantes, e Ian se incorporó y le ofreció su mano. La anciana aceptó su ayuda y le siguió hasta la estancia contigua, dejando a Ben y a Sheere a solas. Ian se detuvo en el umbral y se volvió a mirar a su amigo.
—Estaremos fuera —murmuró.
Ben, sin alzar la mirada, asintió.
Los miembros de la Chowbar Society languidecían bajo el calor aplastante en el patio cuando comprobaron que Ian asomaba al portón de la casa acompañado de la anciana. Ambos intercambiaron unas palabras. Aryami asintió débilmente y buscó el resguardo de la sombra que facilitaba una vieja marquesina de piedra labrada. Ian, con el semblante pétreo y adusto, que sus compañeros interpretaron como presagio de malas noticias, se aproximó al grupo de muchachos y aceptó el espacio de sombra que los demás abrieron para él. Las miradas se precipitaron sobre él como las moscas a la miel. Aryami les observaba a pocos metros abatida.
—¿Y bien? —preguntó Isobel, dando voz al pensamiento generalizado de la asamblea.
—No sé por dónde empezar —respondió Ian.
—Empieza por lo peor —sugirió Seth.
—Lo peor es todo —repuso Ian.
Los demás le observaron en silencio. Ian contempló a sus compañeros y sonrió débilmente.
—Diez orejas te escuchan —dijo Isobel.
Ian repitió fielmente cuanto Aryami acababa de revelarles en el interior de la casa, sin omitir detalle y dejando para el final de su relato un epílogo especialmente dedicado a Ben y Sheere, que seguían solos en la sala, y a la terrible espada que acababan de descubrir pendiendo sobre sus cabezas.
Cuando hubo finalizado, el pleno de la Chowbar Society ya había olvidado el calor sofocante que caía del cielo como un castigo infernal.
—¿Cómo se lo ha tomado Ben? —preguntó Roshan.
Ian se encogió de hombros y frunció el ceño.
—Supongo que no muy bien —aventuró—. ¿Cómo te lo hubieras tomado tú?
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Siraj.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ian.
—Mucho —cortó Isobel—. Cualquier cosa menos dejar freír nuestros traseros al sol mientras un asesino trata de acabar con Ben. Y con Sheere.
—¿Alguien se opone? —preguntó Seth.
Todos negaron al unísono.
—Bien, coronel —dijo Ian dirigiéndose directamente a Isobel—. ¿Cuáles son las órdenes?
—En primer lugar, alguien debería averiguar todo lo posible sobre la historia de ese accidente de Jheeter's Gate y sobre el ingeniero —indicó Isobel.
—Yo puedo hacerlo —se ofreció Seth—. Debe de haber recortes de prensa de la época en la biblioteca del museo indio. Y libros, probablemente.
—Seth tiene razón —dijo Siraj—. El incendio de Jheeter’s Gate fue sonado en su día. Mucha gente todavía lo recuerda. Existirá documentación al respecto. El cielo sabrá dónde, pero existirá.
—Pues habrá que buscarla —puntualizó Isobel—. Puede ser un punto de partida.
—Yo le ayudaré —añadió Michael.
Isobel asintió firmemente.
—Queremos saberlo todo sobre ese hombre, su vida, y sobre esa casa maravillosa que se supone está en algún lugar cerca de aquí —dijo Isobel—. Tal vez su rastro nos lleve hasta el de ese asesino.
—Nosotros buscaremos la casa —dijo Siraj señalándose a sí mismo y a Roshan.
—Si existe, es nuestra —añadió Roshan.
—De acuerdo, pero no entréis en ella —advirtió Isobel.
—No hay problema —la tranquilizó Roshan mostrando las palmas abiertas.
—Y yo, ¿qué es lo que se supone que debo hacer? —preguntó Ian, a quien no se le ocurrían tareas acordes a sus habilidades con la misma facilidad que parecían disfrutar sus colegas.
—Tú quédate con Ben y con Sheere —indicó Isobel—. Por lo que sabemos, antes de que nos demos cuenta, Ben empezará a tener ideas disparatadas cada diez minutos. Quédate a su lado y vigila que no haga locuras. No es una buena idea que ande por las calles con Sheere.
Ian asintió, consciente de que su tarea era la más difícil del lote que Isobel había repartido.
—Nos encontraremos en el Palacio de la Medianoche antes del anochecer —concluyó Isobel—. ¿A alguien le ha quedado alguna duda?
Los muchachos se miraron entre ellos y negaron repetidamente.
—Bien, andando —dijo Isobel.
Seth, Michael, Roshan y Siraj partieron sin más dilación rumbo a sus respectivos deberes. Isobel permaneció junto a Ian, observando su marcha en silencio, entre el espejismo que ascendía de las polvorientas calles ardientes bajo el sol.
—¿Qué piensas hacer tú, Isobel? —preguntó Ian.
Isobel se volvió hacia él y le sonrió enigmáticamente.
—Tengo una intuición —dijo la muchacha.
—Temo tus intuiciones como temería a un terremoto —replicó Ian—. ¿Qué estás tramando?
—No debes preocuparte, Ian —murmuró Isobel.
—Cuando dices eso, es cuando más me preocupo —respondió Ian.
—Tal vez no esté al anochecer en el Palacio —explicó Isobel—. Si todavía no he vuelto, haz lo que debas. Tú siempre sabes lo que hay que hacer, Ian.
Ian suspiró, inquieto. Le disgustaba tanto misterio y el extraño brillo que advertía en la mirada de su amiga.
—Isobel, mírame —ordenó Ian; la muchacha le obedeció—. Sea lo que sea, quítatelo de la cabeza.
—Sé cuidarme, Ian —repuso Isobel, sonriente.
Los labios de Ian, sin embargo, fueron incapaces de emular a los de la muchacha.
—No hagas nada que yo no hiciera —suplicó Ian.
Isobel rió.
—Haré sólo una cosa que tú no te atreverías a hacer nunca —murmuró Isobel.
Ian la observó perplejo y sin comprender. Luego, sin borrar de su mirada aquella chispa enigmática, Isobel se acercó a Ian y le besó suavemente sobre los labios, apenas rozándolos.
—Cuídate, Ian —le susurró al oído—. Y no te hagas ilusiones.
Aquella era la primera vez que Isobel le había besado y, al verla partir entre la maleza del patio, Ian no pudo apartar de su mente un súbito e inexplicable temor a que tal vez también fuese la última.
Transcurrida casi una hora, Ben y Sheere emergieron a la luz del día con el semblante impenetrable y luciendo una extraña calma. Sheere se acercó a Aryami, que había permanecido todo aquel espacio de tiempo sola bajo la marquesina de la casa, ajena a los intentos de diálogo de Ian, y se sentó junto a ella. Ben caminó directamente en dirección a Ian.
—¿Dónde están todos? —preguntó Ben.
—Pensamos que sería útil tratar de hacer algunas averiguaciones respecto a ese individuo, Jawahal —respondió Ian.
—¿Y tú te has quedado de niñera? —bromeó Ben, aunque su tono pretendidamente jocoso no engañaba a ninguno de los dos.
—Algo así. ¿Estás bien? —repuso Ian, señalando a Sheere con la cabeza.
Ben asintió.
—Confundido, supongo —dijo finalmente—. Odio las sorpresas.
—Isobel dice que no es buena idea que tú y Sheere andéis por ahí. Y creo que tiene razón.
—Isobel siempre tiene razón, menos cuando discute conmigo —dijo Ben—. Pero tampoco creo que éste sea un lugar seguro para nosotros. Aunque haya estado cerrada más de quince años, ésta sigue siendo la casa familiar. Y el St. Patricks tampoco lo es, a la vista está.
—Creo que lo mejor será ir al Palacio y esperar a los demás —sugirió Ian.
—¿Ése es el plan de Isobel? —sonrió Ben.
—Adivínalo.
—¿A dónde ha ido ella?
—No ha querido decírmelo.
—¿Uno de sus presentimientos? —apuntó Ben, alarmado.
Ian asintió y Ben suspiró abatido.
—Dios nos ayude —dijo Ben, palmeando la espalda de Ian—. Voy a ir a hablar con las damas.
Ian se volvió a mirar a Sheere y a Aryami Bosé. La anciana parecía discutir acaloradamente con su nieta. Ben e Ian intercambiaron una mirada.
—Sospecho que la anciana mantiene sus planes de partir mañana hacia Bombay —comentó Ben.
—¿Vas a ir con ellas?
—No pienso irme de esta ciudad nunca. Y menos ahora.