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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

El palacio de la medianoche (9 page)

BOOK: El palacio de la medianoche
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Siraj se perdió en la sombra.

—De acuerdo —concedió Sheere—, pero ahora debemos volver.

La mirada con que Aryami recibió a Sheere y al pleno de la Chowbar Society hubiera sido capaz de helar la superficie del Hooghly en pleno mediodía. La anciana dama aguardaba junto a la puerta de la fachada delantera en compañía de Bankim, cuyo semblante bastó para que Ben estimase prudente empezar a elucubrar un discurso de disculpa con que amortiguar la reprimenda que a buen seguro le esperaba a su nueva amiga. Ben se adelantó ligeramente a los demás y blandió su mejor sonrisa.

—Ha sido culpa mía, señora. Tan sólo queríamos enseñarle a su nieta el patio de atrás del edificio —dijo Ben.

Aryami no se dignó a mirarle y se dirigió directamente a Sheere.

—Te dije que esperases aquí y que no te movieras —dijo la anciana con el rostro encendido de ira.

—Apenas hemos ido a veinte metros de aquí, señora —apuntó Ian.

Aryami le fulminó con la mirada.

—No te he preguntado a ti, chico —cortó sin atisbo de cortesía alguno.

—Sentimos haberle causado alguna molestia, señora, no era nuestra intención… —insistió Ben.

—Déjalo, Ben —interrumpió Sheere—. Puedo hablar por mí misma.

El rostro hostil de la anciana se descompuso por un instante. El hecho no pasó inadvertido a ninguno de los muchachos. Aryami señaló a Ben y su semblante palideció a la tenue luz de los faroles del jardín.

—¿Tú eres Ben? —preguntó en voz baja.

El muchacho asintió, ocultando su extrañeza y sosteniendo la mirada impenetrable de la anciana.

No había ira en sus ojos, tan sólo tristeza e inquietud. Aryami tomó del brazo a su nieta y bajó los ojos.

—Debemos irnos —dijo—. Despídete de tus amigos.

Los miembros de la Chowbar Society asintieron en señal de adiós y Sheere sonrió tímidamente mientras se alejaba asida del brazo de Aryami Bosé, perdiéndose de nuevo en las calles oscuras de la ciudad. Ian se acercó a Ben y observó a su amigo, pensativo y con la vista fija en las figuras casi invisibles de Sheere y Aryami alejándose en la noche.

—Por un momento me ha parecido que esa mujer tenía miedo —dijo Ian.

Ben asintió sin pestañear.

—¿Quién no tiene miedo en una noche como ésta? —preguntó.

—Creo que lo mejor es que nos vayamos todos a dormir por hoy —indicó Bankim desde el umbral de la puerta.

—¿Es una sugerencia o una orden? —preguntó Isobel.

—Ya sabéis que mis sugerencias son órdenes para vosotros —afirmó Bankim, señalando hacia el interior del edificio—. Adentro.

—Tirano —murmuró Siraj por lo bajo—. Disfruta de los días que te quedan.

—Los reenganchados son los peores —añadió Roshan.

Bankim asistió risueño al desfile de los siete muchachos hacia el interior del edificio, ajeno a sus murmullos de protesta. Ben fue el último en cruzar la puerta e intercambió una mirada de complicidad con Bankim.

—Por mucho que se quejen —dijo Ben—, dentro de cinco días echarán de menos tu servicio de policía.

—Tú también lo echarás de menos, Ben —rió Bankim.

—Yo ya lo hago —murmuró Ben para sí mismo al enfilar las escaleras que ascendían a los dormitorios del primer piso, consciente de que en menos de una semana ya no volvería a contar aquellos veinticuatro peldaños que conocía tan bien.

En algún momento de la madrugada Ben despertó en la tenue penumbra azulada que flotaba en el dormitorio y creyó sentir una bocanada de aire helado sobre su rostro, un aliento invisible proveniente de alguien oculto en la oscuridad. Un haz de luz evanescente parpadeaba lentamente desde el estrecho ventanal anguloso y proyectaba mil sombras danzantes sobre los muros y la techumbre de la sala. Ben alargó la mano hasta la modesta mesilla de noche que flanqueaba su lecho y acercó la esfera de su reloj a la luz nocturna de la Luna. Las agujas cruzaban el ecuador de la madrugada, las tres de la mañana.

Suspiró al sospechar que los últimos resabios de sueño se desvanecían de su mente como gotas de rocío al sol de la mañana e intuyó que Ian le había prestado su fantasma del insomnio por una noche. Cerró los párpados de nuevo y conjuró las imágenes de la fiesta que había acabado hacía apenas unas horas, confiando en su poder balsámico y adormecedor. Justo en ese momento oyó por primera vez aquel sonido y se incorporó para escuchar la extraña vibración que parecía silbar entre las hojas del jardín del patio.

Apartó las sábanas y caminó lentamente hasta el ventanal. Podía apreciar desde allí el leve tintineo de los faroles apagados en las ramas de los árboles y el eco lejano de lo que se le antojaron voces infantiles riendo y hablando al unísono, cientos de ellas. Apoyó la frente sobre el cristal de la ventana y adivinó a través del espectro de su propio vaho la silueta de una figura esbelta e inmóvil en el centro del patio, envuelta en una túnica negra que miraba directamente hacia él. Sobresaltado, se retiró un paso atrás y ante sus ojos el cristal de la ventana se astilló lentamente a partir de una fisura que nació en el centro de la lámina transparente y se extendió al igual que una hiedra, una telaraña de grietas tejida por cientos de garras invisibles. Sintió cómo los cabellos de la nuca se le erizaban y su respiración se aceleraba.

Miró a su alrededor. Todos sus compañeros yacían inmóviles y sumidos en un profundo sueño. Las voces distantes de los niños se escucharon de nuevo y Ben advirtió que una neblina gelatinosa se filtraba entre las fisuras del cristal, igual que una bocanada de humo azul atravesaría un paño de seda. Se acercó de nuevo hasta la ventana y trató de divisar el patio. La figura permanecía allí, pero esta vez extendió un brazo y le señaló, mientras sus dedos largos y afilados se escindían en llamas. Permaneció allí cautivado durante varios segundos, incapaz de apartar los ojos de aquella visión. Cuando la figura le dio la espalda y empezó a alejarse hacia la oscuridad, Ben reaccionó y se apresuró a salir del dormitorio.

El pasillo estaba desierto y apenas iluminado por un farol de gas de la antigua instalación del St. Patricks que había sobrevivido a las obras de remodelación de los últimos años. Corrió a las escaleras y descendió a toda prisa, cruzó las salas de comedores y salió al patio por la puerta lateral de las cocinas del orfanato justo a tiempo para ver cómo aquella figura se perdía en el callejón oscuro que rodeaba la parte trasera del edificio, enterrada en una espesa niebla que parecía ascender de las rejillas del alcantarillado. Se apresuró hacia la niebla y se sumergió en ella.

El muchacho recorrió un centenar de metros a través de aquel túnel de vapor frío y flotante hasta llegar al amplio descampado que se extendía al norte del St. Patricks, una tierra baldía que servía de campo de chatarra y ciudadela de chabolas y escombros para los habitantes más desheredados del Norte de Calcuta. Sorteó los charcos cenagosos que plagaban el camino entre el retorcido laberinto de chozas de adobe incendiadas y deshabitadas y se internó en aquel lugar contra el que Thomas Carter siempre les había prevenido. Las voces de los niños provenían de algún lugar oculto entre las ruinas de aquella marisma de pobreza y suciedad.

Ben enfiló sus pasos hacia un estrecho corredor que se abría entre dos barracas derruidas y se detuvo en seco al comprobar que había encontrado lo que buscaba. Ante sus ojos se abría una planicie infinita y desierta de antiguas chabolas arrasadas y, en el centro de aquel escenario, la niebla azul parecía brotar como el aliento de un dragón invisible en la noche. El sonido de los niños brotaba a su vez del mismo punto, pero Ben ya no oía risas ni canciones infantiles, sino los terribles alaridos de pánico y terror de cientos de niños atrapados. Sintió que un viento frío le estrellaba con fuerza contra los muros de la chabola y que, de entre la niebla palpitante, surgía el estruendo furioso de una gran máquina de acero que hacía temblar el suelo bajo sus pies.

Cerró los ojos y miró de nuevo, creyendo ser víctima de una alucinación. De entre las tinieblas, emergía un tren de metal candente envuelto en llamas. Pudo contemplar los rostros de agonía de decenas de niños atrapados en su interior y la lluvia de fragmentos de fuego que salían desprendidos en todas direcciones formando una cascada de brasas. Sus ojos siguieron el recorrido del tren hasta la máquina, una majestuosa escultura de acero que parecía fundirse lentamente, como una figura de cera lanzada a una hoguera. En la cabina, inmóvil entre las llamas, le contemplaba la figura que había visto en el patio, mostrándole ahora los brazos abiertos en señal de bienvenida.

Sintió el calor de las llamas sobre su rostro y se llevó las manos a los oídos para enmascarar el enloquecedor aullido de los niños. El tren de fuego atravesó la llanura desolada y Ben comprobó con horror que se dirigía a toda velocidad hacia el edificio del St. Patricks, con la furia y la rabia de un proyectil incendiario. Corrió tras él, sorteando la lluvia de chispas y lágrimas de hierro fundido que caían a su alrededor, pero sus pies eran incapaces de igualar la velocidad creciente con que el tren se precipitaba sobre el orfanato, mientras teñía el cielo de escarlata a su paso. Se detuvo sin aliento y gritó con todas sus fuerzas para alertar a quienes dormían apaciblemente en el edificio, ajenos a la tragedia que se cernía sobre ellos. Desesperado, vio cómo el tren reducía la distancia que le separaba del St. Patricks por momentos y comprendió que, en cuestión de segundos, la máquina pulverizaría el edificio y lanzaría por los aires a sus habitantes. Cayó de rodillas y gritó por última vez contemplando con impotencia cómo el tren penetraba en el patio trasero del St. Patricks y se dirigía sin remedio al gran muro de la fachada posterior del edificio.

Ben se preparó para lo peor, pero no podía imaginar lo que sus ojos iban a presenciar en apenas unas décimas de segundo. La máquina enloquecida y envuelta en un tornado de llamas se estrelló contra el muro desvelando un fantasma de fuegos fatuos y todo el tren se hundió a través de la pared de adoquines rojos como una serpiente de vapor, desintegrándose en el aire y llevándose consigo el terrible aullido de los niños y el ensordecedor rugido de la máquina.

Dos segundos después, la oscuridad nocturna volvía a ser absoluta y la silueta incólume del orfanato se recortaba en las luces lejanas de la ciudad blanca y el Maidán centenares de metros al Sur. La niebla se introdujo en los resquicios de la pared y al poco no quedaba a la vista evidencia alguna del espectáculo que acababa de presenciar. Ben se acercó lentamente hasta el muro y posó la palma de su mano sobre la superficie intacta. Una sacudida eléctrica le recorrió el brazo y le lanzó al suelo, y Ben pudo ver cómo la huella negra y humeante de su mano había quedado grabada en la pared.

Cuando se levantó del suelo, comprobó que el pulso le latía aceleradamente y que las manos le temblaban. Respiró profundamente y se secó las lágrimas que el fuego le había arrancado. Lentamente, cuando consideró que había recuperado la serenidad, o parte de ella, rodeó el edificio y se dirigió de vuelta a la puerta de las cocinas. Empleando el truco que Roshan le había enseñado para burlar el pestillo interno, la abrió con cautela y cruzó las cocinas y el corredor de la planta baja en la oscuridad hasta la escalera. El orfanato seguía sumido en el más profundo de los silencios y Ben comprendió que nadie más que él había escuchado el estruendo del tren.

Volvió al dormitorio. Sus compañeros seguían durmiendo y no había señal del cristal astillado en la ventana. Recorrió la habitación y se tendió en su lecho, ladeado. Tomó de nuevo el reloj de la mesilla y consultó la hora. Ben hubiera jurado que había estado fuera del edificio durante casi veinte minutos. El reloj indicaba la misma hora que había mostrado cuando lo había consultado al despertar. Se llevó la esfera al oído y escuchó el tintineo regular del mecanismo. El muchacho devolvió el reloj a su lugar y trató de ordenar sus pensamientos. Empezaba a dudar de lo que había presenciado o creído ver. Tal vez no se había movido de aquella habitación y había soñado el episodio completo. Las profundas respiraciones a su alrededor y el cristal intacto parecían avalar esa suposición. O quizá empezaba a ser víctima de su propia imaginación. Confundido, cerró los ojos y trató inútilmente de conciliar el sueño con la esperanza de que, si fingía dormirse, tal vez su cuerpo se dejaría llevar por el engaño.

Al alba, cuando el Sol apenas se había insinuado sobre la ciudad gris, el sector musulmán al Este de Calcuta, saltó del lecho y corrió hasta el patio trasero para examinar a la luz del día el muro de la fachada. No había rastros del tren. Ben estaba por concluir que todo había sido un sueño, de intensidad poco común pero sueño en definitiva, cuando una pequeña mancha oscura en la pared llamó su atención por el rabillo del ojo. Se acercó a ella y reconoció la palma de su mano claramente delineada sobre la pared de adoquines arcillosos. Suspiró y se apresuró de vuelta al dormitorio a despertar a Ian que, por primera vez en semanas, había conseguido abandonarse en los brazos de Morfeo, liberado por una vez de su hábito de insomne contumaz.

A la luz del día, el embrujo del Palacio de la Medianoche palidecía y su condición de caserón nostálgico de mejores tiempos se evidenciaba sin piedad. Con todo, las palabras de Ben amortiguaron el efecto de contacto con la realidad que la contemplación de su escenario favorito hubiera podido provocar en los miembros de la Chowbar Society sin los adornos ni el misterio de las noches de Calcuta. Todos le habían escuchado con respetuoso silencio y con expresiones que iban desde el asombro a la incredulidad.

—¿Y desapareció en la pared, como si fuera de aire? —preguntó Seth.

Ben asintió.

—Es la historia más extraña que has explicado en el último mes, Ben —apuntó Isobel.

—No es una historia. Es lo que vi —replicó Ben.

—Nadie lo duda, Ben —dijo Ian en tono conciliador—. Pero todos dormimos y no oímos nada. Ni siquiera yo.

—Eso sí que es increíble —apuntó Roshan—. Tal vez Bankim puso algo en la limonada.

—¿Nadie va a tomárselo en serio? —preguntó Ben—. Habéis visto la huella de la mano.

Ninguno respondió. Ben concentró su mirada en el diminuto miembro asmático y víctima más propiciatoria en lo referente a historias de aparecidos.

—¿Siraj? —preguntó Ben. El muchacho alzó la vista y miró al resto, calibrando la situación.

—No sería la primera vez que alguien ve algo parecido en Calcuta —apuntó—. Está la historia de Hastings House, por ejemplo.

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