Carter asintió cortésmente.
—¿Cuál es entonces el motivo de su visita, señor…? —empezó Carter.
—Mi nombre es Jawahal, Mr. Carter —explicó el desconocido—. Le seré muy franco. Tal vez mi pregunta le parezca extraña, pero ¿han encontrado un niño, un bebé de apenas unos días, durante la noche pasada o durante el día de hoy?
Carter frunció el ceño y lució su mejor semblante de sorpresa. Ni demasiado obvio ni demasiado sutil.
—¿Un niño? Creo que no comprendo.
El hombre que afirmaba llamarse Jawahal sonrió ampliamente.
—Verá. No sé por dónde empezar. Lo cierto es que se trata de una historia un tanto embarazosa. Confío en su discreción, Mr. Carter.
—Cuente con ella, señor Jawahal —repuso Carter tomando un sorbo de su taza de té.
El hombre, que no había probado la suya, se relajó y se dispuso a aclarar sus demandas.
—Poseo un importante negocio textil en el Norte de la ciudad —explicó—. Soy lo que podríamos llamar un hombre de posición acomodada. Algunos me llaman rico y no les falta razón. Tengo muchas familias a mi cargo y me honra tratar de ayudarlas en cuanto está a mi alcance.
—Todos hacemos cuanto podemos, tal como están las cosas —añadió Carter, sin apartar su mirada de aquellos dos ojos negros e insondables.
—Claro —continuó el desconocido—. El motivo que me ha traído a su honorable institución es un penoso asunto al que quisiera poner solución cuanto antes. Hace una semana una muchacha que trabaja en uno de mis talleres dio a luz a un niño. El padre de la criatura es, al parecer, un bribón angloindio que la frecuentaba y cuyo paradero, una vez tuvo noticia del embarazo de la muchacha, es desconocido. Al parecer, la familia de la joven es de Delhi, musulmanes y gentes estrictas, que no estaban al corriente del asunto.
Carter asintió gravemente, mostrando su conmiseración por la historia referida.
—Hace dos días supe por uno de mis capataces que la muchacha, en un rapto de locura, huyó de la casa donde vivía con unos familiares con la idea de, al parecer, vender al niño —prosiguió Jawahal—. No la juzgue mal, es una muchacha ejemplar, pero la presión que pesaba sobre ella la desbordó. No debe extrañarle. Este país, al igual que el suyo, Mr. Carter, es poco tolerante con las debilidades humanas.
—¿Y cree usted que el niño pueda estar aquí, señor Jawahal? —preguntó Carter, buscando reconducir el hilo de vuelta a la madeja.
—Jawahal —corrigió el visitante—. Verá. Lo cierto es que, una vez tuve conocimiento de los hechos, me sentí en cierto modo responsable. Después de todo, la muchacha trabajaba bajo mi techo. Yo y un par de capataces de confianza recorrimos la ciudad y averiguamos que la joven había vendido al niño a un despreciable criminal que comercia con criaturas para mendigar. Una realidad tan lamentable como habitual hoy día. Dimos con él pero, por circunstancias que ahora no hacen al caso, escapó en el último momento. Esto sucedió anoche, en las inmediaciones de este orfelinato. Tengo motivos para pensar que, por miedo a lo que pudiera sucederle, este individuo quizá abandonó al niño en la vecindad.
—Comprendo —dictaminó Carter—. ¿Y ha puesto este asunto en conocimiento de las autoridades locales, señor Jawahal? El tráfico de niños está duramente castigado, como sabrá.
El desconocido cruzó las manos y suspiró levemente.
—Confiaba en poder solucionar el tema sin necesidad de recurrir a ese extremo —dijo—. Francamente, si lo hiciese, implicaría a la joven y el niño quedaría sin padre, ni madre.
Carter calibró cuidadosamente la historia del desconocido y asintió lenta y repetidamente en señal de comprensión. No creía ni una sola coma de toda la narración.
—Siento no poder serle de ayuda, señor Jawahal. Por desgracia, no hemos encontrado a ningún niño ni hemos tenido noticia de que ello haya ocurrido en la zona —explicó Carter—. De todos modos, si me proporciona sus datos, me pondría en contacto con usted en caso de que se produjese cualquier noticia, aunque me temo que me vería obligado a informar a las autoridades en el caso de que un niño fuese abandonado en este hospital. Es la ley y yo no puedo ignorarla.
El hombre contempló a Carter en silencio durante unos segundos, sin parpadear. Carter le sostuvo la mirada sin alterar su sonrisa un ápice, aunque sentía cómo se le encogía el estómago y su pulso se aceleraba igual que lo hubiese hecho de hallarse frente a una serpiente dispuesta a saltar sobre él. Finalmente, el desconocido sonrió cordialmente y señaló la silueta del Raj Bhawan, el edificio del gobierno británico, de aspecto palaciego, que se alzaba en la distancia bajo la lluvia.
—Ustedes, los británicos, son admirablemente observadores de la ley y eso les honra. ¿No fue Lord Wellesley quien decidió cambiar la sede del gobierno en 1799 a ese magnífico enclave para darle nueva envergadura a su ley? ¿O fue en 1800? —inquirió Jawahal.
—Me temo que no soy un buen conocedor de la historia local —apuntó Carter, desconcertado por el extravagante giro que Jawahal había conferido a la conversación.
El visitante frunció el ceño en señal de amable y pacífica desaprobación de su declarada ignorancia.
—Calcuta, con apenas doscientos cincuenta años de vida, es una ciudad tan desprovista de historia que lo menos que podemos hacer por ella es conocerla, Mr. Carter. Volviendo al tema, yo diría que fue en 1799. ¿Sabe la razón del traslado? El gobernador Wellesley dijo que la India debía ser gobernada desde un palacio y no desde un edificio de contables; con las ideas de un príncipe y no las de un comerciante de especias. Toda una visión, diría yo.
—Sin duda —corroboró Carter, incorporándose con la intención de despedir al extraño visitante.
—Más, si cabe, en un imperio donde la decadencia es un arte y Calcuta su mayor museo —añadió Jawahal.
Carter asintió vagamente sin saber muy bien a qué.
—Siento haberle hecho perder su tiempo, Mr. Carter —concluyó Jawahal.
—Al contrario —repuso Carter—. Tan sólo lamento no poder serle de mayor ayuda. En casos así todos tenemos que hacer cuanto esté en nuestra mano.
—Así es —corroboró Jawahal, incorporándose a su vez—. Le agradezco su amabilidad de nuevo. Tan sólo quisiera formularle una pregunta más.
—La contestaré con sumo gusto —replicó Carter, rogando internamente la llegada del momento en que poder librarse de la presencia de aquel individuo.
Jawahal sonrió maliciosamente, como si hubiese leído sus pensamientos.
—¿Hasta qué edad permanecen los muchachos que recogen con ustedes, Mr. Carter?
Carter no pudo ocultar su gesto de extrañeza ante la cuestión.
—Confío en no haber cometido ninguna indiscreción —se apresuró a matizar Jawahal—. Si así fuere, ignore mi cuestión. Es simple curiosidad.
—En absoluto. No es ningún secreto. Los internos del St. Patricks permanecen bajo nuestro techo hasta el día que cumplen los dieciséis años. Pasado ese plazo, concluye el período de tutela legal. Ya son adultos, o así lo cree la ley, y están en disposición de emprender su propia vida. Como verá, ésta es una institución privilegiada.
Jawahal le escuchó atentamente y pareció meditar sobre el tema.
—Imagino que debe de ser doloroso para usted verlos partir tras tenerlos todos esos años a su cuidado —observó Jawahal—. De algún modo, usted es el padre de todos esos chicos.
—Forma parte de mi trabajo —mintió Carter.
—Por supuesto. Sin embargo, perdone mi atrevimiento, pero ¿cómo saben ustedes cuál es la verdadera edad de un chico que carece de padres y familia? Un tecnicismo, supongo…
—La edad de cada uno de nuestros internos se fija en la fecha de su ingreso o por un cálculo aproximado que la institución aplica —explicó Carter, incómodo ante la perspectiva de discutir procedimientos del St. Patricks con aquel desconocido.
—Eso le convierte en un pequeño Dios, Mr. Carter —comentó Jawahal.
—Es una apreciación que no comparto —respondió secamente Carter.
Jawahal saboreó el desagrado que había aflorado al rostro de Carter.
—Disculpe mi osadía, Mr. Carter —repuso Jawahal—. En cualquier caso, me alegra haberle conocido. Es posible que le visite en el futuro y pueda hacer una contribución a su noble institución. Tal vez vuelva dentro de dieciséis años y pueda así conocer a los muchachos que hoy mismo van a entrar a formar parte de su gran familia.
—Será un placer recibirle entonces si así lo desea —dijo Carter, acompañando al desconocido hasta la puerta de su despacho—. Parece que la lluvia arrecia con fuerza otra vez. Tal vez prefiera usted esperar a que amaine.
El hombre se volvió a Carter y las perlas negras de sus ojos brillaron intensamente. Aquella mirada parecía haber estado calibrando cada uno de sus gestos y expresiones desde el momento en que había penetrado en su despacho, husmeando en las fisuras y analizando pacientemente sus palabras. Carter lamentó haber hecho aquel ofrecimiento de extender la hospitalidad del St. Patricks.
En aquel preciso instante, Carter deseaba pocas cosas en el mundo con la misma intensidad con que ansiaba perder de vista a aquel individuo. Poco le importaba si un huracán estaba arrasando las calles de la ciudad.
—La lluvia cesará pronto, Mr. Carter —respondió Jawahal—. Gracias de todos modos.
Vendela, precisa como un reloj, estaba esperando en el pasillo el fin de la entrevista y escoltó al visitante hasta la salida. Desde la ventana de su despacho, Carter contempló aquella silueta negra alejándose bajo la lluvia hasta verla desaparecer al pie de la colina entre las callejuelas. Permaneció allí, frente a su ventana, con la mirada fija en el Raj Bhawan, la sede del gobierno. Minutos después, la lluvia, tal como Jawahal había predicho, cesó.
Thomas Carter se sirvió otra taza de té y se sentó en su butaca a contemplar la ciudad. Se había criado en un lugar similar al que ahora dirigía, en las calles de Liverpool. Entre los muros de aquella institución había aprendido tres cosas que iban a presidir el resto de su vida: a apreciar el valor de lo material en su justa medida, a amar a los clásicos y, en último lugar pero no de menor importancia, a reconocer a un mentiroso a una milla de distancia.
Saboreó el té sin prisa y decidió empezar a celebrar su cincuenta aniversario, a la vista de que Calcuta todavía tenía sorpresas reservadas para él. Se acercó hasta su armario de vitrinas y extrajo la caja de cigarros que reservaba para las ocasiones memorables. Prendió un largo fósforo y encendió el valioso ejemplar con toda la parsimonia que requería el ceremonial.
Luego, aprovechando la llama providencia de aquella cerilla, extrajo la carta de Aryami Bosé del cajón de su escritorio y le prendió fuego. Mientras el pergamino se reducía a cenizas en una pequeña bandeja grabada con las iniciales del St. Patricks, Carter se deleitó con el tabaco y, en honor a uno de sus ídolos de juventud, Benjamín Franklin, decidió que el nuevo inquilino del orfelinato St. Patricks crecería con el nombre de Ben y que él personalmente pondría todo su empeño en que el muchacho encontrase entre aquellas cuatro paredes a la familia que el destino le había robado.
Antes de proseguir con mi narración y entrar a detallar los acontecimientos realmente significativos de este relato, que tuvieron lugar dieciséis años más tarde, debo detenerme brevemente para presentar a algunos de sus protagonistas. Baste decir que, mientras todo esto sucedía en las calles de Calcuta, algunos de nosotros aún no habíamos nacido y otros contábamos con apenas unos días de vida. Sólo una circunstancia nos era común y acabaría por unirnos bajo el techo del St. Patricks: nunca tuvimos una familia ni un hogar.
Aprendimos a sobrevivir sin ninguna de las dos cosas o, mejor, inventando nuestra propia familia y creando nuestro propio hogar. Una familia y un hogar elegidos libremente, donde no cabían el azar ni la mentira. Ninguno de los siete conocía más padre que a Mr. Thomas Carter y sus discursos sobre la sabiduría que escondían las páginas de Dante y Virgilio, ni más madre que la ciudad de Calcuta, con los misterios que albergaban sus calles bajo las estrellas de la península de Bengala.
Nuestro club particular tenía un nombre pintoresco, cuyo origen verdadero sólo conocía Ben, que lo bautizó a su capricho, aunque algunos manteníamos la sospecha de que había tomado la denominación prestada de un viejo catalogo de importadores por correo de Bombay. Sea como fuere, la Chowbar Society se constituyó en algún momento de nuestras vidas, a partir del cual los juegos del orfanato ya no ofrecían desafíos tentadores. Por el contrario, nuestra astucia estaba lo suficientemente desarrollada como para lograr escabullirnos impunemente del edificio al filo de la madrugada, pasado el toque de queda de la venerable Vendela, rumbo a nuestra sede social, la muy secreta y rumoreadamente encantada casa abandonada que ocupó durante décadas la esquina de Cotton Street y Brabourne Road, en plena ciudad negra y a tan sólo un par de bloques del río Hooghly.
En honor a la verdad, debo decir que aquel caserón, al que nosotros denominábamos con orgullo el Palacio de la Medianoche (en consideración al horario de nuestras sesiones plenarias), nunca estuvo encantado. La fama de su embrujo, empero, no era ajena a nuestra labor subterránea. Uno de nuestros miembros fundadores, Siraj, asmático profesional y experto erudito en historias de fantasmas, aparecidos y encantamientos de la ciudad de Calcuta, tramó una leyenda convenientemente siniestra y verosímil respecto a un supuesto antiguo inquilino. Esto ayudaba a mantener limpio y libre de intrusos nuestro refugio secreto.
La historia, en breves palabras, versaba sobre un viejo comerciante que se aparecía envuelto en un manto blanco y recorría el caserón levitando sobre el suelo, con los ojos encendidos como brasas y largos colmillos lobunos asomando entre sus labios, sediento de almas incautas y fisgonas. El matiz de los ojos y los colmillos, por supuesto, era una aportación personal e intransferible de Ben, aficionado irredento a urdir tramas cuya truculencia colocaba a los clásicos de Mr. Carter, Sófocles y el sangriento Homero incluidos, a la altura del betún.
Pese a las resonancias jocosas de su nombre, la Chowbar Society era un club tan selecto y estricto como los que poblaban los edificios eduardinos del centro de Calcuta y emulaban a sus homónimos en Londres; salones donde vegetar, brandy en mano, era patrimonio de los más altos patricios sajones. Nuestro propósito, sin embargo, a falta de escenario más glorioso, era más noble.