El palacio de la medianoche (12 page)

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Authors: Carlos Ruiz Zafón

Tags: #Intriga

BOOK: El palacio de la medianoche
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Sheere les condujo hasta una sala pobremente iluminada por una docena de velas situadas en el interior de vasijas con agua. Sobre ellas, las gotas de cera derramada formaban flores congeladas y empañaban el reflejo de la llama. Los tres jóvenes tomaron asiento frente a la anciana, que los observaba silenciosamente desde su butaca, y examinaron la penumbra que velaba las paredes cubiertas de telas y los estantes sepultados bajo el polvo de años.

Aryami esperó a que los ojos de los tres jóvenes se posaran sobre los suyos y se inclinó hacia ellos, en actitud confidencial.

—Mi nieta me ha explicado lo sucedido —dijo Aryami—. Y no puedo decir que me sorprenda. He vivido durante años con el temor de que algo semejante ocurriera, pero nunca llegué a pensar que sería así, de esta manera. Antes que nada, sabed que lo que hoy habéis presenciado no es más que el principio y que, tras escucharme, en vuestras manos estará dejar que siga su curso o evitarlo. Yo ya soy vieja y me faltan ánimos y salud para combatir fuerzas que me sobrepasan y que cada día me resultan más difíciles de comprender.

Sheere tomó la mano apergaminada de su abuela y la acarició suavemente. Ian observó cómo Ben mordisqueaba sus uñas y le propinó un discreto codazo.

—Hubo un tiempo en mi vida en que creí que nada tenía más fuerza que el amor. Y es cierto que la tiene, pero su fuerza es minúscula y palidece frente al fuego del odio —explicó Aryami—. Sé que estas revelaciones no son precisamente un regalo idóneo para vuestro decimosexto cumpleaños; normalmente se permite a los muchachos vivir en la ignorancia del verdadero rostro del mundo hasta bien entrada la juventud, pero temo que vosotros no tendréis ese dudoso privilegio. Sé también que, por el simple hecho de venir de una anciana, dudaréis de mis palabras y de mis juicios. He aprendido a reconocer esa mirada en los ojos de mi propia nieta durante todos estos años. Y es que nada es tan difícil de creer como la verdad y, por contra, nada tan seductor como la fuerza de la mentira cuanto mayor es su peso. Es ley de vida y a vuestro juicio quedará encontrar el equilibrio justo. Dicho esto, permitidme explicaros que, además de años, esta vieja ha coleccionado historias y que nunca conoció una historia tan triste y terrible como la que voy a relataros y de la que, sin saberlo, habéis sido protagonistas por omisión hasta el día de hoy…

«Hubo un tiempo en que yo también fui joven y en el que hice todo aquello que se espera que hagan los jóvenes: casarse, tener hijos, contraer deudas, decepcionarse y renunciar a los sueños y principios que uno siempre juró respetar. Envejecer, en una palabra. Aún así, la fortuna fue generosa conmigo, al menos así me lo pareció en un principio, y unió mi vida a la de un hombre del que lo mejor y lo peor que podía decirse es que era bueno. Nunca fue un joven apuesto, para qué mentir. Recuerdo que, cuando venía a casa, mis hermanas se reían de él por lo bajo. Era un tanto torpe, tímido y tenía el aspecto de haberse pasado los últimos diez años de su vida encerrado en una biblioteca: el sueño de cualquier jovencita de tu edad, Sheere.

»Mi galán trabajaba como maestro en una escuela pública del Sur de Calcuta. Su sueldo era miserable y su vestuario no desmerecía de su paga. Cada sábado venía a buscarme ataviado con el mismo traje, el único que tenía y que reservaba para sus reuniones en la escuela y para cortejarme. Tardó seis años en poder comprarse otro, pero nunca le sentaron bien los trajes, no tenía la hechura necesaria.

»Mis otras dos hermanas contrajeron matrimonio con dos relucientes y bien plantados galanes que trataban con displicencia a tu abuelo y que, a sus espaldas, me dirigían tórridas miradas que se suponía yo debía interpretar como la oportunidad de disfrutar de un hombre de verdad aunque fuera por unos minutos en mi vida.

»Con el tiempo, aquellos holgazanes habrían de vivir de la caridad de mi hombre y de sus favores, pero eso es otra historia. Pues él, aunque podía leer a través de aquellas sanguijuelas, porque siempre supo ver el alma de las personas a las que trataba, no les negó su apoyo y fingió olvidar las burlas y el desprecio con que había sido tratado en su juventud. Yo no lo hubiera hecho, pero mi hombre, como os digo, siempre fue bueno. Quizá demasiado.

»Su salud, lamentablemente, era frágil y me dejó pronto, al año de nacer nuestra única hija, Kylian. Tuve que criarla yo sola y tratar de enseñarle todo aquello que su padre hubiera querido que aprendiese. Kylian fue la luz que iluminó mi vida después de la muerte de tu abuelo. De él heredó su naturaleza bondadosa y su instinto para ver a través del corazón de los demás. Pero, donde su padre reunía torpeza y timidez, ella rezumaba luminosidad y elegancia. Su belleza empezaba en sus gestos, en su voz, en sus movimientos. De niña, sus palabras embrujaban a los visitantes y a las gentes de la calle con la magia de un encantamiento. Recuerdo que, al contemplarla coquetear con los comerciantes de los bazares con apenas diez años, solía imaginar que aquella niña era como el cisne salido de las aguas de la memoria de mi hombre, un pato feo y torpe. Su espíritu vivía en ella, en sus gestos más insignificantes y en el modo en que, a veces, en silencio, se detenía a observar a las gentes desde el porche de esta casa y me miraba, toda ella seriedad, para preguntarme por qué había tantas personas desgraciadas en el mundo.

»Pronto todas las gentes de la ciudad negra empezaron a referirse a ella empleando el apodo con que un fotógrafo de Bombay la bautizó: la princesa de luz. Y, para tal princesa, no tardaron en aparecer de hasta debajo de las piedras los candidatos a príncipe. Fueron tiempos maravillosos, en que ella compartía conmigo las ridículas confidencias que sus engalanados pretendientes le hacían, los horripilantes poemas que le escribían y toda una galería de anécdotas que, de haberse prolongado, nos hubiera llevado a creer que todos los jóvenes de esta ciudad no eran más que unos pobres cretinos. Pero, como siempre, apareció en la escena alguien que habría de cambiarlo todo: tu padre, el hombre más inteligente y más extraño de cuantos he conocido en esta vida.

»En aquella época, como hoy, la inmensa mayoría de los matrimonios que se celebraban, se acordaban entre las familias como un simple acuerdo comercial, donde la voluntad de los futuros esposos no tenía valor alguno. La mayoría de las tradiciones no son más que las enfermedades de una sociedad. Durante toda mi vida, me había jurado a mí misma que el día en que Kylian se casara lo haría con la persona que ella hubiese elegido libremente.

»Cuando tu padre llegó a esta puerta, encarnaba todo lo contrario a las docenas de moscones pavoneantes que rondaban a tu madre sin cesar. Hablaba poco, pero cuando lo hacía, sus palabras eran afiladas como un cuchillo y no invitaban a la réplica. Era amable y, cuando lo deseaba, poseedor de un extraño encanto que seducía lenta pero inexorablemente. Con todo, tu padre mantenía siempre un trato distante y frío con casi todos. Excepto con tu madre. En su compañía, se transformaba en otra persona, vulnerable y casi infantil. Nunca llegué a saber cuál de los dos era él en realidad y supongo que tu madre se llevó ese secreto a la tumba.

»Tu padre, en las pocas ocasiones en que se dignaba hablar conmigo, daba pocas explicaciones. Cuando por fin se decidió a solicitar mi consentimiento para contraer matrimonio con tu madre, le pregunté cómo pensaba mantenerla y cuál era su posición. Mis años al borde de la pobreza con tu abuelo me habían enseñado a proteger a mi hija de una experiencia como aquélla y me habían llevado al convencimiento de que no hay nada como un estómago vacío para desenmascarar el mito del efecto ennoblecedor del hambre de espíritu.

»Tu padre me miró guardando para sí sus verdaderos pensamientos, como hacía siempre, y respondió que su profesión era la de ingeniero y escritor. Dijo que estaba intentando conseguir una plaza en una compañía británica de construcción y que un editor de Delhi le había adelantado una suma por un manuscrito que él le había entregado. Todo aquello, desbrozado de la literatura con que tu padre aderezaba sus discursos cuando le convenía, me olía a miseria y privaciones. Así se lo expuse. Sonrió y, tomando dulcemente mi mano entre las suyas, me murmuró unas palabras que no olvidaré jamás: «Madre, ésta es la primera y la última vez que se lo diré. Mi futuro y el de su hija están ahora en nuestras manos, como lo está el sacarla adelante y el labrarme mi camino en la vida. Nadie, vivo o muerto, va a poder nunca interferir en ello. Duerma tranquila a ese respecto y confíe en el amor que profeso a su hija. Pero si las preocupaciones no la dejan conciliar el sueño, guárdese de manchar con una sola palabra, gesto o acción el vínculo que, con o sin su consentimiento, nos unirá a ella y a mí para siempre, porque faltarán años en la eternidad para que se arrepienta de ello».

»Tres meses después se casaron y jamás volví a hablar a solas con tu padre. El futuro le dio a él la razón y pronto fue haciéndose un nombre como ingeniero, sin abandonar su pasión por la literatura. Se trasladaron a una casa no muy alejada de aquí, que ya fue derribada hace años, mientras él diseñaba lo que había de ser su hogar de ensueño, un verdadero palacio que concibió milímetro a milímetro para retirarse a él con tu madre. Nadie imaginaba entonces lo que se avecinaba.

»Nunca llegué a conocerle en realidad. Él nunca me dio esa oportunidad, ni pareció sentir ningún interés en abrir sus puertas a nadie que no fuera tu madre. A mí su personalidad me intimidaba y en su presencia me sentía incapaz de abordarle o intentar congraciarme con él. Era imposible saber lo que pensaba. Solía leer sus libros, que tu madre me traía cuando acudía a visitarme, y los estudiaba con detalle tratando de encontrar en ellos las claves ocultas para internarme en el laberinto de su mente.

»Nunca conseguí penetrar en él.

»Tu padre fue un hombre misterioso que jamás hablaba de su familia o de su pasado. Tal vez por eso nunca fui capaz de intuir la amenaza que se cernía sobre él y sobre mi hija, una amenaza nacida de ese pasado oscuro e insondable. Nunca me dio la oportunidad de ayudarle y, en la hora de la desgracia, estuvo tan solo como lo había estado durante toda su vida, en su fortaleza de soledad libremente elegida, cuyas llaves sólo sostuvo en sus manos una persona durante los años que compartió con él: Kylian.

»Pero tu padre, como todos nosotros, tenía un pasado y desde él emergió la figura que iba a traer la oscuridad y la tragedia a nuestra familia.

»Cuando tu padre era joven y recorría hambriento las calles de Calcuta soñando con números y fórmulas matemáticas, conoció a otro muchacho, un chico de su misma edad, huérfano y solo. Por aquel entonces tu padre vivía en la pobreza y, como tantísimos niños de esta ciudad, cayó víctima de las fiebres que cada año segaban miles de vidas. Durante la época de las lluvias, el monzón descargaba con fuerza sus tormentas en la península de Bengala y todo el delta del Ganges experimentaba una crecida que inundaba el país. Cada año, el lago de sal que aún se encuentra al Este de la ciudad se desbordaba; al pasar las lluvias, los cadáveres de los peces muertos expuestos al sol, tras bajar de nuevo las aguas, producían una nube de vapores envenenados que, arrastrados por los vientos de las montañas del Norte, arrasaban la ciudad y sembraban la enfermedad y la muerte como una plaga infernal.

»Aquel año tu padre fue víctima de los aires de muerte y habría estado a punto de perecer, de no haber sido por un compañero, Jawahal, que cuidó de él durante veinte días en una barraca de adobe y maderos quemados al borde del Hooghly. Tu padre, al recuperarse, juró que siempre protegería a Jawahal y que compartiría con él todo lo que el futuro le deparase, porque ahora su vida también le pertenecía. Fue un juramento de niños. Un pacto de sangre y honor. Pero había algo que tu padre no sabía: Jawahal, aquel ángel salvador de apenas once años, llevaba en las venas una enfermedad mucho más terrible que la que había estado a punto de acabar con él. Una enfermedad que empezaría a manifestarse mucho después, primero de un modo casi imperceptible, más tarde con la fatalidad de una condena: la locura.

»Años más tarde, tu padre supo que la madre de Jawahal se había prendido en llamas frente a los ojos de su hijo en un sacrificio a la diosa Kali y que la madre de su madre había acabado sus días en una celda miserable de un manicomio de Bombay. No eran más que eslabones en una larga cadena de sucesos que convertían la historia de aquella familia en un sendero de horror y desgracia. Pero tu padre era un hombre fuerte, incluso de muchacho, y asumió la responsabilidad de proteger a su amigo fuera cual fuera su terrible herencia.

»Todo fue sencillo hasta que, al cumplir los dieciocho años, Jawahal asesinó a sangre fría a un rico comerciante en el bazar porque se había negado a venderle un medallón que deseaba adquirir, aludiendo a su aspecto y dudando de su solvencia. Tu padre le ocultó en su casa durante meses y puso en peligro su vida y su futuro al protegerle de la justicia que le buscaba por toda la ciudad. Lo consiguió, pero aquél sólo había sido el primer paso. Un año después, en la noche del año nuevo hindú, Jawahal incendió una casa donde vivían una docena de ancianas y se sentó en la calle a ver las llamas hasta que las vigas cayeron convertidas en brasas. Esta vez ni las artes de tu padre pudieron salvarle de la justicia.

»Hubo un juicio, largo y terrible, donde Jawahal fue condenado por sus crímenes a cadena perpetua. Tu padre hizo cuanto pudo por ayudarle, gastó sus ahorros en pagarle abogados, enviarle ropa limpia a la cárcel donde le tenían preso y sobornar a sus guardianes para que no le atormentasen. El único agradecimiento que recibió de Jawahal fueron palabras de odio. Le acusó de haberle delatado, abandonado, y de haber querido deshacerse de él. Le recriminó el haber roto el juramento que ambos habían hecho años atrás y juró venganza porque, como le gritó airadamente desde el estrado cuando se leyó su sentencia condenatoria, la mitad de su vida le pertenecía.

»Tu padre enterró ese secreto en lo más profundo de su corazón y nunca quiso que tu madre supiera de ello. Los años borraron los signos externos de aquel recuerdo. Tras la boda y los primeros años de matrimonio y éxitos de tu padre, todo aquello no parecía más que un episodio enterrado en un pasado lejano.

»Me acuerdo de la época en que tu madre se quedó embarazada. Tu padre parecía otra persona, un desconocido. Compró un cachorro de perro guardián al que afirmó estar dispuesto a entrenar para que se convirtiera en la mejor de las niñeras para su futuro hijo y no cesaba de hablar de la casa que iba a construir, de los planes que tenía para el futuro, de un nuevo libro…

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