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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (19 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—¡No! —dijo de improviso Quar, y el alma del imán, atrapada entre dos planos, se encogió presa de gran desconcierto. Arrodillándose junto a Feisal, el dios rasgó los ensangrentados vendajes y puso su mano sobre la herida. Su otra mano tocó la calenturienta frente del sacerdote.

—Vivirás, mi fiel imán. Te levantarás de tu lecho de dolor y sufrimiento y sabrás que he sido yo quien te ha salvado. Recordarás mi rostro, mi voz y el tacto de mis manos sobre tu carne mortal. Y ésta será la lección que habrás aprendido de la agonía que has sufrido:

»Has concedido demasiado valor a la vida humana. Como has podido ver, es algo que se nos puede quitar con la misma facilidad con que unos ladrones roban a un ciego. Son las almas de los hombres lo que en verdad importa y es preciso salvarlas de seguir dando tumbos en la oscuridad. Aquellos que no crean en mí deben morir, para que el poder de sus falsos dioses muera con ellos.

Feisal inhaló profundamente una y otra vez. Sus ojos se cerraron en un pacífico sueño mientras el alma volvía de mala gana a su frágil cuerpo.

—Cuando despiertes —continuó Quar—, irás al amir y le dirás que es la hora…

—¿La hora? —murmuró Feisal.

—¡Jihad
! —susurró Quar inclinándose sobre su sacerdote y acariciándole el negro cabello con su mano—. ¡Convertirse o morir!

EL LIBRO DE ZHAKRIN
Capítulo 1

—¡En el nombre de Zhakrin, dios de la Oscuridad y de todo cuanto es maligno, te ordeno que despiertes!

Mateo oyó la voz como si proviniese de muy lejos. Era por la mañana temprano en su tierra natal. El sol brillaba esplendorosamente y los alegres trinos de los pájaros saludaban al nuevo día. Una brisa de primavera, cargada de aroma de pinos y tierra mojada de lluvia sopló fría y vivaz en su ventana. Su madre, al pie de la escalera, lo llamaba para que bajara a romper su ayuno nocturno…

—¡Despierta!

Estaba en el aula, después del almuerzo. El pupitre de madera, grabado con innumerables nombres y rostros a lo largo de años y años, desde que viera la luz por vez primera, parecía fresco y liso bajo sus aletargadas manos. El anciano archimago llevaba hablando una eternidad. Su voz era como el zumbido de las moscas. Mateo cerró los ojos, sólo por un momento, mientras el instructor volvía la espalda…

—¡Despierta!

Una dolorosa y hormigueante sensación se extendió por todo el cuerpo de Mateo. La sensación era marcadamente desagradable e intentó mover sus miembros para hacerla cesar. Esto sólo la empeoró, sin embargo, pues envió dolorosos aguijonazos a través de su cuerpo. Mateo gimió.

—No te esfuerces, flor. Permanece tendida una o dos horas y la sensación pasará.

Algo frío pasó rozando su frente. El frío contacto y la aun más fría voz trajeron a su mente espantosos recuerdos. Obligándose a abrir los ojos, y sintiendo como si le hubiesen recubierto los párpados con alguna especie de resina pegajosa, Mateo miró con esfuerzo hacia arriba y vio una esbelta mano, un rostro enmascarado en negro y dos ojos crueles y vacíos.

—Permanece acostada, mi flor. No te muevas. Deja que tu cuerpo recobre de nuevo sus funciones. El corazón late con mayor rapidez, la sangre corre libre ahora y calienta todo tu cuerpo, los pulmones toman aire. Duele, ¿verdad? Pero es que has estado dormida mucho tiempo, mi flor. Mucho tiempo.

Unos delgados dedos acariciaron su mejilla.

—¿Tienes todavía mis peces, flor? Sí, desde luego que los tienes. Los guardias de la ciudad no registran los cuerpos de los muertos, ¿verdad, mi flor?

Mateo sintió, fría sobre su piel, la bola de cristal que guardaba escondida entre los pliegues del vestido de mujer que llevaba; la bola llena de agua donde nadaban dos peces, uno dorado y el otro negro.

Un crujido de botas pisando sobre la arena llegó a los oídos de Mateo. Una voz habló respetuosamente.

—¿Me has mandado llamar, efendi?

Y la fría mano y los ojos desaparecieron de la vista de Mateo.

La visión del joven brujo estaba borrosa. El sol brillaba, pero él sólo podía verlo como a través de una gasa blanca. Hacía un calor bochornoso donde yacía y el aire se sentía cargado y sofocante. Mateo trató de tomar una bocanada de aliento. Sus fláccidos músculos se negaron a obedecer la orden de su mente. El intento se quedó en un ahogado resuello.

La hormigueante sensación en sus manos y piernas aumentó casi hasta volverlo loco. A ella se añadía además la aterradora sensación de que estaba asfixiándose, la incapacidad de tomar aliento. Aunque sus sufrimientos eran agudos, Mateo no se atrevía a emitir ni siquiera un quejido. La propia muerte era preferible a aquellos ojos crueles.

—Mi flor está volviendo en sí. ¿Qué hay de los otros dos? —preguntó la fría voz.

—La otra mujer está consciente, efendi. El demonio barbudo, sin embargo, no se despierta.

—Mmmm. Algún otro encantamiento, ¿no crees, Kiber?

—Así lo creo, efendi. Tú mismo mencionaste la posibilidad de que se hallase bajo un conjuro cuando lo capturamos, si no recuerdo mal.

—En efecto, así fue. Echémosle una ojeada.

El ruido de pisadas de botas, esta vez dos pares de ellas, se desplazó hacia alguna parte a la derecha de Mateo.

Demonio barbudo. La otra mujer. ¡Khardan! ¡Zohra! El cuerpo de Mateo se retorcía en medio del dolor. La memoria regresaba…

Huyendo de la batalla del Tel… Khardan inconsciente, sujeto a algún encantamiento… Zohra y yo vistiéndolo con la
chador
de seda rosa de Meryem y tapándole la cara con el velo… ¡Los soldados que nos detienen!

«¡Deja a las viejas brujas marchar!»

Sí, habían escapado y se habían ocultado en el barro, cerca del oasis, entre las altas hierbas. Khardan herido y hechizado…, Zohra exhausta, durmiendo sobre mi hombro…

«Yo vigilaré», había dicho.

Pero sus cansados ojos se cerraron. El sueño vino… para verse seguido por un despertar de pesadilla.

«—Una belleza de pelo negro, joven y fuerte —había dicho la fría voz—, y, ¿qué es esto? ¡El demonio barbudo que me robó mi flor y me causó todo este embrollo! ¡El dios nos mira favorablemente esta noche, Kiber!

»—¡Sí, efendi!

»—Y aquí está mi flor de cabello de fuego. Mira, Kiber, se despierta al sonido de mi voz. No tengas miedo, mi flor. No grites. Amordázala, Kiber. Tápale la boca. Eso es.

»Yo miré hacia arriba, atado e indefenso, y vi una gema negra centelleando a la luz de las llamas del campamento.

»—En el nombre de Zhakrin, dios de la oscuridad y de todo lo maligno, os ordeno que durmáis… »

Y así se habían sumido en el sueño. Y ahora despertaban. Despertaban… ¿a qué? Mateo volvió a oír las voces sonando a poca distancia de él.

—¿Ves, Kiber, este escudo de plata que cuelga de su cuello? Mira cómo reluce, incluso a la luz del día.

—Sí, efendi.

—Me pregunto cuál es su propósito, Kiber.

—Protegerlo del daño en la batalla, sin duda, efendi. He visto algo así antes, dado a los soldados por sus esposas.

—Sí, pero ¿por qué dejarlo inconsciente también? Creo que empiezo a entender lo que ha pasado, Kiber. Estas mujeres temían que su hombre sufriera algún daño. Le dieron este escudo que, no sólo lo protegería de cualquier golpe, sino que lo haría también caer sin sentido durante la lucha. Entonces se lo llevaron, lo vistieron con ropas de mujer, tal como lo encontramos, y huyeron del campo de batalla.

—Una de ellas debe de ser una poderosa maga, efendi.

—Una o las dos, aunque nuestra flor no exhibiese ningún talento mágico en nuestra compañía. Estos nómadas son feroces y orgullosos guerreros. Apostaría a que éste no sabía que sus mujeres lo estaban salvando de la muerte, ni tampoco creo que se sienta nada complacido cuando despierte y se dé cuenta de ello.

—Entonces, ¿por qué sacarlo de su encantamiento, efendi? —la voz de Kiber sonaba nerviosa a los oídos de Mateo—. Dejémoslo como está, al menos hasta que lleguemos a Galos.

—No, ya tenemos bastante trabajo con cargar los barcos como para tener que tirar de él también. Además, Kiber —la voz era lisa y sinuosa como una serpiente deslizándose a través de la arena—, quiero ver, oír, saborear y sentir todo lo que todavía le espera. Quiero ver cómo el veneno se filtra, poco a poco, en el pozo de su mente. Cuando su alma vaya a beber, se ennegrecerá y morirá.

Kiber no parecía tan seguro.

—Nos causará problemas, efendi.

—¿De veras? Estupendo. Detestaría pensar que he juzgado mal su carácter. Quítale la espada de las manos. Ahora, romperemos este hechizo…

—Deja que una de las mujeres lo haga, efendi. No es prudente interferir en brujería.

—Excelente consejo, Kiber. Obraré en consecuencia. Cuando mi flor sea capaz de moverse, la interrogaremos acerca de esto. Ahora, retiremos la carga del
djemel
y alineémosla a lo largo de la orilla. Hemos de estar listos para cargar cuando los barcos amarren, ya que no podrán detenerse por mucho tiempo. No queremos que el calor de la tarde nos sorprenda en este lugar.

—Desde luego, efendi.

Mateo oyó a Kiber alejarse, voceando órdenes a sus hombres. Cerrando los ojos, el joven brujo podía ver una vez más los vistosos uniformes de los
goums
y los caballos que montaban. Podía ver la fila de esclavos, encadenados por los pies, arrastrándose a través de las llanuras. Podía ver el palanquín con sus cortinas blancas.

¡Cortinas blancas! Mateo abrió los ojos y miró a su alrededor. Su visión estaba más clara. Apretando los dientes para soportar el dolor y concentrando cada fibra de su ser en el esfuerzo, consiguió mover su mano izquierda lo bastante como para retirar a un lado el pliegue de su cortina y escrutar en torno a sí.

La vista fue aterradora. Se quedó mirando espantado. Él había considerado el desierto que rodeaba al Tel, con sus ondulantes dunas de arena extendiéndose hasta las lejanas montañas, un lugar vacío y desolado. Pero allí había vida alrededor del oasis. O, al menos, los nómadas consideraban aquello vida. Las altas palmeras con sus palmas ribeteadas de marrón, como si sus puntas se hubieran chamuscado, se agitaban al eterno soplar del viento. El diáfano tamarisco, el escaso follaje verde donde cada hoja resultaba preciosa. Los ondeantes corros de hierba marrón, coronados con borlas, que crecían cerca de la orilla del agua. Las diversas especies de cactus que abarcaban desde la tentacular «planta de las quemaduras», así llamada por su propiedad curativa, hasta la fea y espinosa planta conocida bajo la incongruente y romántica denominación de la Rosa del Profeta. Viniendo como venía de un mundo de ancianos y expandidos robles, densos pinares, infinita variedad de flores silvestres de montaña, Mateo no había considerado que aquella vida en el desierto fuese vida en modo alguno, sino tan sólo una patética parodia. Pero, al menos, se daba cuenta ahora, había sido vida.

Ahora, sus ojos sólo veían muerte.

La tierra estaba muerta y había tenido una muerte torturante. Llana y estéril, parecía tan blanca como el hueso. Enormes grietas se extendían por su superficie como bocas abiertas en espera de una lluvia que nunca caería. No muy lejos de donde yacía, Mateo pudo ver un montón de roca negra y desmenuzada y, junto a ella, una charca de agua. Aquello, sin embargo, no era un oasis. Nada crecía en torno a la charca. El agua burbujeaba y bullía despidiendo un vapor que se elevaba por el aire.

El sol comenzaba a aparecer por el este. Desde donde estaba, Mateo pudo ver la punta de una bola roja de fuego que emergía en el horizonte. Y, sin embargo, el calor empezaba ya a cobrar fuerza y a irradiar del reseco suelo. Había un sabor a tierra en su boca y sentía una sed terrible. Mateo se pasó la lengua por los labios. Sal. Ahora sabía por qué aquella tierra era tan extraña, tan deslumbrantemente blanca. Estaba cubierta de sal.

Su fuerza flaqueó. La mano de Mateo cayó flaccidamente junto a su costado; la cortina interceptó su visión. Sobraba preguntarse por qué tenían que desaparecer de allí antes del mediodía. Y, sin embargo, aquel hombre había hablado de barcos. Mateo sacudió débilmente la cabeza en un intento de aclararla. Debía de estar alucinado, imaginando cosas. O, tal vez, él quiso decir camellos, pensó vagamente el joven brujo. ¿No llamaban a veces a éstos los barcos del desierto?

Pero ¿adónde irían? Mateo no había visto nada en aquel despojado cadáver de mundo. Y su sed crecía de un modo insoportable. Ojos crueles o no, él se moría por un trago de agua. Justo cuando sus apergaminados labios articulaban la palabra y él se esforzaba por sacar un sonido de su reseca garganta, Kiber descorrió de un tirón las cortinas de la litera.

Llevaba un pellejo de agua en la mano.

—¡Bebe! —ordenó mirando con severidad a Mateo, tal vez acordándose de los días en la caravana de esclavos, cuando había sorprendido al joven brujo negándose a comer.

Mateo no tenía la menor intención de rechazar el agua. Con un supremo esfuerzo, levantó los brazos y, agarrando el cuello de la
girba
, dirigió un chorro del caldeado y enrarecido líquido hacia su boca y bebió con avidez. Algo de él salpicó por su cuello y su rostro y refrescó su piel acalorada. Con demasiada prontitud, Kiber le arrebató el pellejo de las manos. Mateó oyó las gotas del
goum
crujir en la capa de sal que cubría el suelo y, momentos después, un murmullo gutural, probablemente era Zohra quien bebía.

Mateo se recostó de nuevo en la litera. El agua le había infundido fuerzas; le parecía sentirla propagando energía por todo su cuerpo. Sintió un enorme deseo de incorporarse y descorrer las cortinas. Pero, si hacía eso, se arriesgaba a atraer la atención del hombre de ojos crueles hacia sí.

Metiendo la mano entre los pliegues de su atuendo femenino, Mateo tocó la bola de cristal que contenía los peces. La sintió fría y lisa contra su acalorada piel. De pronto, se sintió poseído por una ansia desesperada de mirar a los peces, de comprobar si estaban bien. El miedo lo detuvo. Al hombre podría ocurrírsele mirar en su litera y Mateo no deseaba aparentar el menor interés en el globo mágico. Se preguntaba qué habría querido decir el hombre con la curiosa afirmación: «Los guardias de la ciudad no registran los cuerpos de los muertos».

La sofocante sensación aumentó, unida a una casi abrumadora necesidad de mover el cuerpo. Por fin, Mateo se sentó y al instante sintió su cabeza sacudida por un repentino mareo. Hubo una lluvia de estrellas ante sus ojos. Débilmente apoyó el tronco sobre un brazo y, dejando colgar la cabeza, esperó hasta que su vista se aclarase y el mareo pasase. Abriendo con precaución una rendija entre las cortinas, miró al exterior examinando de nuevo su entorno. La litera, observó, descansaba sobre unos zancos que se elevaban hasta más de un metro del llano suelo de sal. Manteniendo un ojo atento en el mercader de esclavos, miró hacia adelante de la litera y sus ojos parpadearon de asombro.

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