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Authors: Margaret Weis y Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

El paladín de la noche (8 page)

BOOK: El paladín de la noche
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—Ordenaré a mis hombres que monten guardia junto a los cuerpos —se ofreció el capitán aunque, al echar una mirada a sus tropas, comprendió que dicha orden sería innecesaria. La noticia de la maldición se extendería como una plaga por toda la ciudad. Ni el más devoto seguidor de Benario, dios de los ladrones, se atrevería a robar siquiera un simple pendiente a aquellos cadáveres.

—Mi más sincero agradecimiento, capitán —dijo Auda, inclinándose de nuevo con la mano apretada contra su corazón.

El capitán le devolvió con torpeza el saludo.

—Y tal vez me haríais el gran honor de acompañarme al palacio del sultán esta noche. Los asuntos de estado impiden a Su Magnificencia ver el mundo exterior, y sería un gran entretenimiento para él escuchar las historias que me habéis relatado.

Auda ibn Jad replicó que él no era merecedor de tales atenciones, pero el capitán le aseguró pacientemente que sí lo era. Auda insistió en que no lo era y continuó oponiéndose tanto tiempo como era apropiado; por fin, consintió con refinada elegancia. El capitán suspiró y se alejó. No teniendo ninguna razón legítima para mantener a aquel hombre y sus
goums
apartados de Idrith, había hecho ya cuanto estaba en su mano. Al menos, aquellos cadáveres con su pagana maldición no contaminarían la ciudad. Él se haría cargo en persona de Auda ibn Jad y ordenaría a sus hombres vigilar estrechamente a los
goums
. Después de todo, su número no pasaba de treinta. Sólo las esposas del sultán los superaban ya en dos a uno. No serían más que una simple gota de lluvia caída en un pozo entre los miles de personas que abarrotaban la ciudad.

Diciéndose a sí mismo que tenía la situación bajo control, el capitán se dispuso a montar de nuevo en su caballo. Pero su inquietud persistía. Con el pie en el estribo y las manos en la silla, se detuvo y lanzó una última mirada al hombre de negro.

Bajo la sombra de sus párpados, los ojos de Auda ibn Jad se encontraron de reojo con los de Kiber, el líder de los
goums
. Mucho era lo que se estaba diciendo en aquel intercambio de miradas, aunque probablemente nada que no fuese de la más inocente naturaleza. El capitán se estremeció bajo el sol del mediodía.

«No soy —se dijo a sí mismo frunciendo el entrecejo— más que un campesino supersticioso.»

Subiéndose de un salto a la silla, dio vuelta a su caballo y se alejó al galope para ordenar que abriesen las puertas de la ciudad a Auda ibn Jad.

Capítulo 2

Tal como el capitán había previsto, el sultán se mostró encantado con Auda ibn Jad. Nada pudo impedir que el sultán y sus esposas y concubinas favoritas del momento abandonasen el palacio y rebasaran los muros de la ciudad para rendir homenaje a los muertos. Las mujeres murmuraron y suspiraron ante el joven príncipe. El sultán y los nobles sacudieron la cabeza ante la desperdiciada belleza de las mujeres. Auda ibn Jad narró bien su historia, haciendo brotar lágrimas de los ojos de muchos en la corte real al contar con tono emocionado las últimas palabras de la esposa pelirroja mientras caía muerta sobre el cuerpo de su esposo.

Seguidamente, hubo una suntuosa cena que duró hasta bien entrada la noche. El vino se vertió a discreción, gran parte de él en la boca del capitán. Por lo común, el capitán no se entregaba con demasiada pasión a la bebida, pero aquel día sentía que tenía que calentarse. Había algo en Auda ibn Jad que le helaba la sangre; pero qué era ese algo, no habría sabido decirlo.

Mientras bebía su sexta copa de vino añejo procedente de los viñedos cultivados en las colinas que se elevaban por encima de Idrith, el capitán observaba atentamente a aquel hombre sentado, con las piernas cruzadas, sobre cojines de seda justo en frente de él. No podía apartar sus ojos de Ibn Jad pues se sentía atrapado por la misma terrible fascinación que, según dicen, ejerce una cobra sobre sus víctimas.

«Es el rostro de Auda ibn Jad —decidió el capitán confusamente—. El rostro de ese hombre es demasiado liso. No hay la menor arruga en él, ni la menor huella de emoción, ni indicio alguno de ningún sentimiento o pasión humana, bien sea buena o mala. Las comisuras de sus labios no se mueven ni hacia arriba ni hacia abajo. Sus fríos y entrecerrados ojos se estrechan en lo que no es ni risa ni cólera». Ibn Jad comía y bebía sin disfrute alguno. Observaba las sinuosas contorsiones de las jóvenes bailarinas sin lascivia. «Una cara de piedra», concluyó el capitán, y se tomó otra copa de vino, sólo para sentirla asentarse en su estómago como un terrón de arcilla fría.

Por fin el sultán se levantó de sus cojines para irse al lecho de su elegida. Enormemente complacido con su invitado, regaló a Auda ibn Jad un anillo de su propia mano. «Nada del otro mundo», observó el capitán mirándolo con ojos adormilados. Una piedra semipreciosa cuyo brillo era mucho mayor que su valor. Era evidente que el propio Auda ibn Jad sabía lo suyo también sobre joyas, pues aceptó aquélla con una chispa de sarcástica ironía en sus fríos ojos.

En respuesta a la invitación del sultán para que volviese al palacio al día siguiente, Ibn Jad adujo con tono resignado que no debía retrasarse en su misión. Su rey no tenía, hasta el momento, conocimiento de la muerte de su hijo y Auda ibn Jad temía que la noticia pudiera llegar a sus oídos de boca de algún extraño en lugar de recibirla de un amigo de confianza.

Bostezando, el sultán se mostró muy comprensivo ante dichas razones. Su capitán sintió un gran alivio. A la mañana siguiente se librarían de aquel hombre y sus admirablemente preservados cadáveres. Poniéndose vacilantemente en pie, el capitán, acompañado de un frío y sobrio Ibn Jad, recorrió los sinuosos pasillos del palacio y descendió tambaleante las escaleras. Por muy poco no fue a zambullirse de cabeza en el gran estanque ornamental que decoraba la parte delantera del palacio; fue la mano de Ibn Jad la que impidió el accidente tirando de él hacia atrás. Y, por fin, fue atravesando, una tras otra, las diversas cancelas que gradualmente los condujeron de nuevo a la ciudad.

Una vez que se hallaron en las calles de Idrith, iluminadas por la luna, Auda ibn Jad echó una mirada perpleja a su alrededor.

—Este laberinto de callejuelas me resulta harto confuso, capitán. Me temo que he olvidado el camino de vuelta al
arwat
en el que me alojo. Si pudieseis guiarme…

Desde luego. Lo que fuese, con tal de deshacerse del hombre. El capitán se adentró en la calle vacía; Ibn Jad caminó junto a él. De pronto, inexplicablemente, el hombre de negro aminoró el paso.

Algo dentro del capitán, algún instinto de viejo soldado, gritó a éste un aviso desesperado. El capitán lo oyó, pero para entonces ya era demasiado tarde.

Un brazo lo agarró desde atrás y, con una fuerza increíble, rodeó su cuello cortándole el aliento. El miedo hizo al capitán recobrar su sobriedad. Sus músculos se tensaron mientras levantaba las manos para defenderse…

El capitán sintió el punzante dolor de la punta del cuchillo entrar en su garganta justo debajo de la mandíbula. Tan hábil era, sin embargo, la mano que manejaba la hoja que el capitán jamás sintió el rápido corte que siguió.

Sólo hubo un breve temblor de miedo…, cólera…

Y nada más.

El cuerpo del capitán fue descubierto por la mañana…, el primero de una serie de escalofriantes descubrimientos que dejaron a la ciudad de Idrith presa del terror. Dos calles más allá, se encontró el cuerpo de un anciano tendido en una cuneta. Diez manzanas más hacia el norte, un padre se despertó para encontrar a su hija, una joven virgen, asesinada mientras dormía. El cuerpo de un hombre vigoroso y robusto apareció flotando en un
hauz
. Una madre de cuatro hijos de mediana edad fue hallada tendida en un callejón.

Los disciplinados guardias atravesaron las puertas de la ciudad para interrogar a los extranjeros, pero sólo se encontraron con que el cortejo fúnebre había desaparecido. Nadie los había oído marcharse. El recalentado suelo no mostraba la menor huella de su paso. Escuadrones de soldados salieron a caballo en todas las direcciones pero, por más que buscaron, no hallaron rastro alguno del hombre de negro, ni de su escuadrón de
goums
, ni de los cuerpos que yacían en las literas de junco.

De vuelta en la ciudad, el misterio cobró mayor profundidad. Los muertos parecían haber sido escogidos al azar: un fornido soldado, un decrépito y anciano mendigo, una joven y hermosa doncella, una madre y esposa, un musculoso joven. Una cosa, sin embargo, tenían todas las víctimas en común: la manera de morir.

La garganta de cada uno de ellos había sido abierta, limpia y habilidosamente, de oreja a oreja. Y, por algún misterioso medio, todos los cuerpos habían sido completamente vaciados de sangre.

EL LIBRO DE QUAR
Capítulo 1

Era el ruido, el ruido y el hedor de la prisión lo que más perturbaba a los nómadas. Acostumbrados a la música del desierto, a la canción del viento sobre las dunas, al zumbido de las tirantes cuerdas de sus tiendas en la tormenta, a los ladridos de los perros del campamento, a las risas de los niños, a las voces de las mujeres ocupadas en sus tareas cotidianas, al chillido del halcón ejecutando una certera matanza…, los ruidos de la prisión desgarraban a los jóvenes hasta hacerles sentir como si cada centímetro de su piel hubiese sido separado de sus cuerpos a latigazos.

Los soldados del amir no maltrataban a los habitantes del desierto, que habían sido capturados en la incursión realizada contra el campamento situado a los pies del Tel. Nada de ello. Aunque los nómadas no podían saberlo, se los estaba tratando mejor que a ningún otro tipo de prisionero. Habían enviado médicos para curar sus heridas, se les permitía hacer ejercicio y se les concedía un pequeño lapso diario para ver a sus familias. Pero, para los apresados miembros de las tribus akar, hrana y arán, el ser privados de su libertad constituía la más dolorosa tortura que el amir podía haber imaginado.

El día en que los cautivos fueron llevados a prisión, el amir ordenó reunirlos en el patio y les habló.

—Os he visto en combate —dijo sentado sobre la montura de su mágico caballo de ébano— y no os voy a ocultar que quedé impresionado. Durante toda mi vida había oído los relatos sobre la bravura y destreza de los seguidores de Akhran.

Los nómadas, que hasta entonces habían permanecido en actitud huraña, con los ojos dirigidos hacia el suelo, levantaron la mirada al oír esto, complacidos y sorprendidos a la vez de que Qannadi conociera el nombre de su dios.

El amir se preocupaba concienzudamente de retener estos detalles en su mente y sorprendía a sus propios hombres al llamar a cada uno por su nombre, o recordar algún acto de valentía o coraje. Siendo él un veterano soldado, sabía que estas pequeñas cosas llegaban al corazón y le permitían ganarse una lealtad imperecedera.

—No podía creerlo —continuó con su profundo timbre de barítono— hasta que lo vi con mis propios ojos —y aquí hizo una pequeña pausa para dejar que sus palabras se deslizaran como el aceite sobre las aguas turbulentas—. Inferiores en número y cogidos por sorpresa, luchasteis como demonios. Necesité a cuantos soldados tengo a mi mando para derrotaros y aun, con todo, comencé a temer que el poder de mi ejército no fuese lo bastante fuerte.

En realidad, las cosas no habían sido así; jamás había habido duda alguna acerca del resultado y, considerando la potencia del ejército que el amir había reunido para conquistar las tierras del sur, Qannadi tan sólo había empleado una pequeña parte de ella contra los nómadas. Sin embargo, podía permitirse mentir a sus propias expensas pues se veía diez veces recompensado al observar cómo aquellos ojos malhumorados resplandecían de orgullo.

—Hombres así están lamentablemente desperdiciados, ahí fuera —dijo Qannadi haciendo un gesto un tanto teatral hacia el desierto de Pagrah—. En lugar de robar ovejas, podríais estar capturando las riquezas de otras ciudades. En lugar de acuchillaros unos a otros en la oscuridad, podríais estar desafiando a algún bravo enemigo en glorioso combate en campo abierto. ¡Yo os ofrezco esto y más! Luchad conmigo y os pagaré treinta
tumans
de plata al mes. Daré a vuestras familias alojamiento gratuito en la ciudad, vuestras mujeres tendrán la oportunidad de vender sus mercancías en los
souks
y os daré también una buena participación en los botines obtenidos de las ciudades que conquistemos.

La mayoría de los nómadas gruñeron enfurecidos, pero algunos, observó Qannadi, bajaron los ojos y se movieron inquietos. Algunos de ellos habían cabalgado junto a su califa en el saqueo de Kich. Con gran habilidad, Qannadi llevó hasta sus mentes visiones de sí mismos entrando a caballo en ricos palacios, apoderándose de oro y joyas y de las hermosas hijas de los sultanes. El amir no se engañaba a sí mismo: no creía que fuese a ganarse ningún recluta en ese momento. Después de todo, aquellos hombres acababan de ver cómo se llevaban a sus familias y cómo algunos de los suyos morían en la batalla. Pero sabía que esta flecha que había disparado penetraría en su imaginación y se quedaría allí, clavada, en sus mentes. Y, en efecto, recibió la respuesta que esperaba.

Sayah, el hermanastro de Zohra, dio unos pasos adelante.

—¡Hablo en nombre de los hranas —gritó—, y te digo que nosotros no servimos a otro hombre que nuestro jeque!

—¡Lo mismo los akares! —gritó una voz.

—¡Lo mismo los aranes! —gritó otra.

Sin responder, Qannadi dio la vuelta a su caballo y salió galopando del patio de la prisión. Los nómadas pensaron que se alejaba enojado y se felicitaron a sí mismos por haberle hinchado las narices. Tan alborotados estaban que los guardias decidieron propinar una sonora tunda a los más revoltosos antes de conducirlos de nuevo a sus celdas.

Qannadi no estaba enojado, sin embargo. El verdadero sentido subyacente en las palabras de aquellos hombres hizo impacto en la mente del amir con tal fuerza que raro fue que no se cayera de su montura. Absorto en estos pensamientos, regresó a palacio y de inmediato mandó llamar al imán.

—Traer a sus jeques aquí está fuera de cuestión —dijo el amir, recorriendo de arriba abajo la sala que en su día había sido el estudio privado del sultán y ahora era el suyo, sin reparar en que sus botas estaban dejando un rastro de barro y estiércol en las invalorables alfombras tejidas a mano que cubrían el suelo—. Ésos son perros viejos que morderán cualquier mano que no sea la de su amo. Pero estos jóvenes cachorros son diferentes. Aún se les puede enseñar a saltar a través del aro de otro, sobre todo si ese otro es uno de los suyos. Necesitamos erigir a un líder entre ellos, Feisal, alguien en quien confíen y a quien estén dispuestos a seguir. Pero también alguien que, a su vez, esté por completo bajo nuestro control. ¿Crees que eso es posible, imán?

BOOK: El paladín de la noche
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